Cristal

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Cristal

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Detesto las escenas y ya sentía la irritación creciéndome en el pecho, una especie de presión ardiente. La irritación y la incomodidad. Me sentía obligada y a disgusto. Potts ocupó mi asiento de darle a la tecla, pero ni siquiera le echó un vistazo a la máquina de escribir ni a los folios que había sobre la mesa y, algunos, en el suelo. Su pijama tenía unas lunas plateadas en los puños. Se había pintado de rosa las uñas de los pies. Yo me senté en el sillón, con la cabeza gacha, con ambas manos entre las rodillas, e hice esfuerzos por escuchar. La cosa iba de perdón y traición, amistad y deuda y las normas de los clubes de ratas y ratones; las ramificaciones eran a miles, y confusas, pero lo esencial estaba claro: no tenía quien se ocupara de la rata. Me levanté del sillón y di unos pasos. Ella me siguió con los ojos, sin dejar de hablar. Crucé la habitación hasta llegar a la ventana. Miré a la calle. Miré los coches. Me esforcé en escuchar. Emití varios ruiditos, expresando acuerdo, conmiseración, interés, todo lo que ella quería. Al cabo de un rato, sin embargo, ya no pude más y me puse a pensar en mis cosas, dejando que las orejeras se me calzasen solas, metafóricamente hablando. La voz de detrás de mí se afinaba, canturreaba, se convirtió en una radio que alguien ha dejado puesta, en alguien que habla por teléfono en la habitación contigua, alejándose por completo de mi atención. Me volví bruscamente: Potts levantó la vista, sorprendida, y dejó de hablar. Me aproximé al lugar que ocupaba. Me cerní sobre ella. Le dije que lo sentía. Le dije que estaba cansada y que tenía que irme a la cama. Ella me dijo que volaba a la mañana siguiente, era el cumpleaños de su nieto, su billete era de los que no admiten devolución. Yo le lancé la pelota de playa, y subimos el tanque de la rata, una a cada lado. No pesaba tanto como el helecho, pero tuvimos que ladearlo subiendo la escalera y la rata resbaló hacia atrás hasta salirse de su tubo. Las virutas se amontonaron, cubriendo al bicho, que luchó por liberarse, sacudiéndoselas, pero volvían a caerle encima. El bicho bregó frenéticamente, resbalándose al trepar por las paredes y cayendo de nuevo contra el suelo de cristal del tanque. Evidentemente, Potts, que era más baja, tendría que haber ido delante. Pusimos el tanque en el suelo, junto al helecho, y la rata se agazapó en su tubo. Potts levantó la tapa de rejilla y alisó las virutas con la mano, luego bajó a su casa y volvió con un cubo de bolitas de comida y una bolsa de la basura llena de virutas de repuesto. Trató de obligarme a aceptar dinero. Lo rechacé, y ella se marchó, dejando atrás un reguero de agradecimiento. Llevé la bolsa y el cubo a la cocina. La rata había emergido del tubo y permanecía sobre las patas traseras, con las de delante contra el cristal, mirándome. Es una rata con manchas blancas y negras. Ha habido varias ratas durante los diez años que Potts lleva viviendo en el piso de abajo, de diversos dibujos y tonalidades, ninguna alegre ni simpática, todas ligeramente repulsivas, para mi gusto, sobre todo las patas, que son invariablemente de color rosa y tienen un inquietante parecido con unas manos humanas diminutas, con unas manos de ser humano diminuto. Todas fueron muriendo al cabo de un par de años, generando numerosas lágrimas y, unos días más tarde, una nueva rata.

A Potts se le pasó decirme que su rata es una criatura nocturna. Yo tendría que haberlo sabido, claro, por las ratas de México: vivimos dos meses en México, un verano, y las ratas merodeaban por todas partes durante la noche. Y una vez tuve montones de ratones nocturnos muy ruidosos, aquí mismo, hasta que Giamatti hizo venir a un individuo que puso veneno por todas partes —incluso quitó los rodapiés y puso veneno detrás— y desde entonces no he vuelto a ver un solo ratón. No sé muy bien cuánto voy a poder darle a la tecla hoy, sintiéndome como me siento. Es como me sentía en los meses previos a Potopotawoc, incluso cuando ya había salido el sol. Quizá cansada no sea la palabra. Vacía y hecha un asco son las palabras. Estaba casi dormida cuando empezó la cosa: un ruidito frágil como de alguien raspando fósforos de madera, luego un crujido seco como de alguien masticando palomitas de maíz, luego un roce hueco, luego un murmullo como de hojas muertas que el viento arrastra por la acera, luego un rechinar repetido como de gozne herrumbroso al abrirse y cerrarse, y luego un susurro rítmico como de una hoja de papel que alguien frotara en círculos contra el suelo —este último ruido, creo, es el que hace al correr en el interior de la pequeña rueda amarilla. Al principio hice un esfuerzo por asimilar el ruido a los sonidos de la ciudad que llegaban desde fuera, más amplios, pero se desconectaba, insistiendo

estoy aquí, estoy cerca, estoy vivo. Tenía la puerta del dormitorio abierta, como de costumbre, y solo una corta extensión de pasillo se extendía entre la rata y yo. No me gusta nada estar encerrada en cuartos pequeños y oscuros, y ello desde que la mujer que vino después de la Niñera dio en encerrarme en un armario cada vez que gritaba, cuando sufría lo que algunas, esta y otras mujeres, llamaban un ataque de gritos. Se llamaba Rasmussen. Ese era el apellido, pero todo el mundo la llamaba así, a secas, menos mi padre, que la llamaba Rasputín cuando el vino le alegraba las pajarillas. Tenía un pecho exagerado, el pelo muy pálido, la nariz pequeña y una cara ancha y pálida que se descomponía en manchones cuando le entraba la cólera. La Niñera me tomaba en brazos y me acunaba cuando tenía un ataque de gritos, pero Rasputín no podía verme ni en pintura. Así y todo, no me encerraba en cada episodio, solo en los que se prolongaban mucho, horas y horas, me parece recordar, volviendo la vista atrás, cuando, seguramente, se le agotaba la paciencia. Estando yo en el suelo, boca abajo, gritando, me llegaba ella por detrás, perdida ya la paciencia, me asía por una muñeca o un tobillo y me arrastraba por el suelo (yo iba agarrándome a las alfombras, las sillas y etcétera, todo el recorrido) hasta el armario más próximo, y, tirando de mí hasta ponerme de pie, me metía dentro y luego atrancaba la puerta con una silla. Sentada en la más completa oscuridad, encima de botas y zapatos, las más de las veces, golpeaba la puerta con los pies. Un día fue tal la patada que di que se soltó la silla y me escapé al jardín, que recorrí pegando alaridos, metiéndome en los arriates y los setos, hasta que me cazó el jardinero debajo de un cisne frondoso. A partir de entonces Rasputín apoyaba el hombro contra la puerta, lo cual me hacía patear más fuerte aún, enardecida por la noción de su cuerpo al otro lado, absorbiendo los impactos a través de la madera. Me debatía y golpeaba la puerta y me lanzaba contra ella y contra las paredes —y, lo recuerdo intensamente, contra el techo también, aunque ello no me parezca potable ahora—, gritando y chocando, en todo parecida a una polilla dentro de una lámpara. No como una polilla, de hecho, porque las polillas no gritan, o no lo hacen de modo que podamos oírlas, aunque quizá emitan un lamento extremadamente fino, de muy alta frecuencia, más allá de nuestro umbral auditivo, afortunadamente. Sería espantoso que además de chocar contra la pantalla de la lámpara y contra la bombilla las polillas emitieran sonidos coléricos de alta frecuencia. Si tal fuera el caso, cabría imaginar que alguien dijera: «Es Edna, encerrada en el armario y chillando como una polilla.» Rasputín me cubría luego los cardenales con polvo facial, para que nadie se diera cuenta, y yo me limpiaba en el cuarto de baño, antes de irme a la cama, y me analizaba los cardenales en el espejo, muy satisfecha.

Precisamente cuando me iba acostumbrando a uno de los ruidos de la rata y empezaba a conciliar el sueño, el bicho lo cambiaba por otro, dejando la masticación, por ejemplo, y poniéndose a correr como loco. Pero más inicuos que los sonidos eran los intervalos entre uno y otro, cuando no se le oía ni respirar, cuando se mofaba de mí con el silencio: ahí estaba yo, tirada en la cama, exasperada y desesperada, esperando que el bicho volviera a empezar, esperando, quiero decir,

con impaciencia, que empezara de nuevo. Pensando en las ratas de México, que parecían desempeñar su cometido en perfecto silencio, recordé la solemnidad con que me miraban de abajo a arriba cuando hacían un alto junto al farol de la calle. Qué dignas, qué circunspectas, qué corteses eran, comparadas con la demencial criatura de mi cuarto de estar. Al cabo de un rato, me levanté a cerrar la puerta. El ruido se hizo apenas audible. Pero con un poco de esfuerzo aún lo oía, y no lograba evitar el esfuerzo, y a continuación fue todo peor que antes, debido a la intensidad con que me concentraba en ello, con que estaba

obligada a concentrarme en ello, ahora que se había debilitado. Pensé en el señor Potts en la planta de enfermos terminales, yaciendo en la oscuridad mientras lo devoraba el cáncer, con una rata royendo junto a su cama. Me sentí devorada por el cáncer. Me levanté otra vez y saqué el ventilador de ventana, grande y cuadrado, de debajo del tocador y lo puse en marcha, aunque hiciera demasiado frío para un ventilador. Me cubrí la cabeza con la manta y doblé la almohada para taparme con ella los oídos. Los arañazos y los gruñidos de la rata, pequeños y vitales, desaparecieron al fin en el gruñido mayor, mecánico y eléctrico, del ventilador. Tengo observado que los sonidos de las cosas muertas, entiéndase las cosas mecánicas y eléctricas, no suelen ser tan molestos como los sonidos que producen los seres vivos. Roncar, por ejemplo, o chasquear los labios al comer o emitir silbiditos mientras se trabaja, como hacía Clarence, son algunos de los ruidos irritantes que los seres humanos hacen; en lo referente a los animales, tenemos lo de ladrar por la noche y ronronear cuando está una tratando de pensar, así como los diversos ruidos de ratas y ratones de que he venido ocupándome. Supongo que es inevitable llegar a la conclusión, tanto en el caso de las personas como en el de los animales, de que producen estos sonidos solo para fastidiarnos. Una vez le arrojé un vaso de agua a Clarence para que dejara de silbar. Y no olvidemos las cotorras de Venezuela, que eran un tormento para él. A pesar de haber pasado en vela la mitad de la noche, me levanté nada más rayar el alba y lo primero que vi cuando entré dando tumbos en el cuarto de estar fue a la rata durmiendo en su tubo, con el rabo de rata asomando. No sé qué da más asco, si las manitas rosadas o ese gusano largo, sin pelo, extrañamente siniestro. Me quedé mirándolo ahí tendido, plácido y ligeramente curvado y se me ocurrió que solo estaba fingiendo la inercia, que en cualquier momento saldría con un latigazo. Acababa de despuntar el sol y ya estaba yo de nuevo en mi puesto, pero aún no había empezado a darle a la tecla —estaba tomándome el café y pensando en darle a la tecla, bosquejando los diversos temas que tenía intención de tocar nada más empezar—, cuando oí que Potts se marchaba, con la maleta saltando de peldaño en peldaño hasta llegar a ras de calle —trece peldaños, trece saltos— y luego haciendo clic clic en las baldosas del vestíbulo, hasta que el portal se abrió con un débil bang y se cerró con un suspiro y un clic. Se oyó cerrarse la puerta de un coche, un motor sonó más fuerte y luego menos. La mañana era muy tranquila. Hoy es domingo. Potts, en el transcurso normal de la existencia, no hace ruidos que yo pueda oír desde mi sitio, excepto en invierno, cuando baja las escaleras con unas botas de tacones duros y estrepitosos. Así y todo, ahora que sé que se ha ido, una modalidad distinta de sonido se ha posado en el edificio; no el silencio de la ausencia de ruido, quiero decir, el silencio de la ausencia de personas. En el fondo tengo que haber sido consciente en todo momento de que Potts estaba ahí, bajo la planta de mis pies, ocupándose de su vida. Y no debería haber dicho que una modalidad distinta de sonido

se posó, cuando en realidad está subiendo del piso de abajo, rezumando del suelo que sujeta mi silla; subiendo, quiero decir, como humo. Pensando en el silencio de ahí abajo, tengo una imagen mental del acuario y de los peces nadando silenciosamente de acá para allá, con las aletas virando. No sé si Potts se habrá acordado de abrir las cortinas antes de irse. En mi imaginación, los peces nadan en una intensa luz crepuscular. Pueden esperar a mañana para que les lleve el desayuno.

Anoche dormí con la puerta cerrada y el ventilador en marcha. Esta mañana bajé a dar de comer a los peces y luego di una vuelta a la manzana hasta el final de la fábrica de helados y hasta la cafetería para desayunar. Durante esos recorridos a veces veo grupos de trabajadores reunidos en el aparcamiento, haciendo una pausa para fumar, con trajes de montaña incluso cuando hace mucho calor, pero esta mañana no había ninguno. La camarera me dijo que le sorprendía verme entre semana. Le dije que estaba de vacaciones. Después del desayuno caminé hasta el parque y me senté; luego volví a casa a comer. Mi intención era dar una cabezada de unos pocos minutos después de comer, pero me pasé media tarde durmiendo. La rata ha salido de su tubo; la oigo a mi espalda, escarbando en las virutas. No me entra en la cabeza que la gente quiera tener ratas como mascotas, ni ningún otro animal, ya puestos, aparte de perros y gatos. Y loros, supongo. Cuando estuvimos en Venezuela pasamos parte del tiempo en un hotel donde había loros por todas partes. Eran loros silvestres —en el hotel les ponían comida para que se quedaran en el patio y los jardines, donde armaban una tremenda escandalera, un auténtico popurrí de gritos y silbidos—. A mí me parecía encantador, pero Clarence, que estuvo intentando trabajar todo el tiempo que permanecimos allí, se quejó a la dirección, y le prometieron que iban a tranquilizar a los pájaros para que se estuviesen callados, pero no hicieron nada, claro. «¿Qué quieres que hagan —dije yo—, que se líen a tiros con ellos?» Estábamos en Venezuela rodando una película. Trabajaban sobre un guión que a todo el mundo le parecía atroz, cuando el guionista jefe, a quien todo el mundo echaba la culpa de los problemas que estaban teniendo con el rodaje, agarró una rabieta y se marchó, dejando el arreglo del guión en manos de Clarence, que no sabía ni papa de escritura cinematográfica y que había conseguido el puesto por su amistad con el guionista principal, el que se marchó a pesar de los ruegos de Clarence para que se quedara. No recuerdo el título de la película, si es que llegó a tener título —porque nunca la terminaron—, pero había sacrificios humanos en ella. Clarence lo estaba pasando fatal con el guión, porque estaba obligado a conservar las partes ya rodadas, por espantosas que fueran. El director y el productor, que veían, como todos los demás, que se les venía encima una catástrofe, se pasaban el rato discutiendo cómo debía seguir la película, y cambiaban constantemente de opinión, obligando a Clarence a reescribir escenas una y otra vez. No había acondicionadores de aire en Venezuela en aquellos tiempos, solo ventiladores eléctricos, y hacía un calor tremendo. Y cuando la gran pirámide de piedra que habían levantado solo para la película ardió hasta la base, Clarence tuvo que dar marcha atrás y rehacerlo todo, eliminando a los aztecas y trasladando la historia a un convento, porque había un convento abandonado cerca de donde estábamos rodando. La pirámide no era de piedra auténtica, evidentemente; estaba hecha de madera y cubierta de lona pintada para que pareciera piedra. Yo permanecía en el patio bebiendo té helado y escribiéndole cartas a todo el que se me ocurría, mientras Clarence bebía whisky en nuestra habitación, y mezclado con el ruido de los loros —y de otras aves, también, porque había un montón de especies de pájaros ruidosos—, se oía el teclear de su máquina. Más de una vez, creo incluso que varias veces durante el último par de semanas, se le vio asomado a la ventana, gritándoles a los loros. Los ventiladores eléctricos eran de aspas metálicas en aquel entonces, con solo la más superficial de las protecciones, con espacio suficiente para meter el puño. Tuvimos un montón de peleas durante nuestra estancia allí, porque a Clarence no le gustaba que fuese tan amiga de algunos miembros del equipo, y yo trataba de explicarle la amistad, y Clarence, descamisado, sentado a su mesa de trabajo, metía un lápiz en las aspas del ventilador. El ruido era tremendo y, claro, yo no tenía más remedio que dejar de hablar mientras estuviera haciendo eso. El enfado conmigo, estoy segura, era porque no lo ayudaba con el guión. La verdad es que no habría podido serle de ninguna ayuda ni aun queriendo. Hay cierto tipo de cosas que no soy capaz de escribir, que no logro impulsarme a escribir. Todos los resentimientos sociales de Clarence salían a relucir entonces, cuando tenía que negarme, y él me acusaba de toda clase de cosas. Al final acabó metiendo la mano en el ventilador, que casi le arranca los nudillos luego contó, cuando le vieron las marcas, que se las había hecho en una pelea. Quería que la gente pensase que había sido una pelea a puñetazos, claro. Esta mesa no es ideal para escribir —no es lo suficientemente robusta como para aguantar las vibraciones—. Si en su momento hubiera sabido que iba a volver a darle a la tecla, me habría comprado un escritorio. Le doy a la tecla, y los folios que llevo mecanografiados, y que tengo dispuestos en un pulcro rimero detrás de la máquina, van avanzando por la superficie de la mesa, a fuerza de pequeñas sacudidas, milímetro a milímetro, hasta llegar al borde, del que van sobresaliendo, cada vez más, hasta que de pronto se inclinan del todo y caen en cascada, como unos cuantos acaban de hacer ahora, uno tras otro, como lemmings. Podría darle a la tecla en la cocina, en vez de aquí, si quisiera. Allí tengo una mesa maciza, con la superficie cubierta de azulejos blancos, que también podría trasladar al cuarto de estar, si me fuera posible. No me es posible. Los de la mudanza tuvieron que quitarle las patas para meterla, y además el sol no amanece en la cocina, no se le ve salir desde la cocina. Estoy pensando en trasladar la jaula de la rata, al cuarto de baño, quizá, donde no tenga que ver a ese animal constantemente. También se me pasó por la cabeza volverla a bajar a casa de Potts, pero no creo que pudiera apañármelas yo sola. Tampoco estoy segura de poderla poner en el cuarto de baño, como no fuera encima de la cesta de la ropa sucia. Y ahora veo que dejé en ridículo a Clarence, sin intención, cuando lo describí asomado a la ventana gritándoles a los loros. No faltarán, supongo, quienes pondrán en duda mis motivos —aunque habría resultado aún más ridículo sí hubiera entrado en detalles—. Ni siquiera mencioné que mientras hacía eso, dando alaridos por la ventana y etcétera, lo único que llevaba puesto era un sombrero de paja bastante guiñapiento. Los empleados del hotel salían corriendo al patio y se distribuían en pequeños grupos, dándose de codazos entre ellos y sonriéndole a Clarence, cada vez que lo oían empezar. Iba todo el día y toda la noche con el sombrero puesto, por lo cómodo que era, según él, aunque en realidad lo que pasaba era que no quería que nadie viera hasta qué punto se había quedado calvo. Quien conociera a Clarence en aquella época no podía tener ni la menor idea de cómo era antes, de lo extraordinario que era en ciertos aspectos. Ahora, diciendo «cómo era antes» he hecho que suene como si algo dramático le hubiera ocurrido en algún momento y que después «ya no fuera el de siempre», como suele decirse. Supongo que alguien, al leer esto, pensará: «¿Antes de

qué, para ser exactos?» Bueno, pues, en este caso, en el caso de Clarence, fue antes de nada en concreto —cuando digo lo extraordinario que era antes, quiero decir antes de pasarse doce años más siendo Clarence.

Fue mi fiesta de cumpleaños y Mamá no se presentó, todos nos quedamos un buen rato esperando, y al final Papá masculló algo con rabia, haciendo que se ruborizara la doncella que nos atendía, y trajeron la tarta, a pesar de todo, y era una tarta de comida de ángeles4. En la fiesta no estábamos más que los criados y yo, además de Papá durante unos minutos. Me negué a soplar las velas, así que la Niñera lo hizo en mi lugar, arrodillándose a mi espalda y colocando la cabeza junto a la mía, como si estuviéramos soplando juntas, aunque yo supiera muy bien que no estaba soplando nada. Me explicó que Mamá no estaba allí porque se había visto apresada en el remolino social. A Mamá, me dijo la Niñera, le resultaba imposible liberarse, por mucho que se empeñara. Debí de enfadarme bastante, porque recuerdo que luego, en mi cuarto, cuando la Niñera me trajo otro trozo de tarta, me comí solo la cobertura y desmigué el resto y lo metí por el conducto de la calefacción. Días después vi hormigas entrando y saliendo del conducto, y el jardinero subió a echar algo dentro. En aquellos días, mi idea del remolino social era un enorme vórtice. Se parecía mucho al remolino Maelstrom5 de uno de mis libros ilustrados, pero en vez de estar hecho de agua estaba hecho de personas girando, hombres y mujeres en traje de noche dando vueltas y vueltas, agitando brutalmente los brazos y las piernas en su lucha por escapar trepando por las paredes casi verticales del vórtice, para que no se los tragara el agujero sin fondo del centro. Más adelante, ya de mayor, me vino la misma imagen en algunas pesadillas, solo que entonces yo era la única persona del remolino. Me parece que Papá, siendo como era un

sportsman auténtico, lamentaba mucho que yo no fuera un niño, y Mamá también lo lamentaba, y se pasaron muchos años tratando de engendrar uno, pero nunca engendraron nada. Imagino que el esfuerzo contribuía a que Papá se sintiera mejor, pero Mamá le dijo a la Niñera que para ella era una paliza, se lo dijo estando yo sentada al lado. No solo la Niñera y Mamá, también otras personas tenían la costumbre de hablar como si yo no estuviera delante, porque era una chica, supongo, o porque me consideraban perdida en mi propio mundo y ajena a lo que se decía a mi alrededor. Pasados unos años, Mamá se hartó, aparentemente, y empezó a cerrar con llave la puerta de su dormitorio. Papá, sin embargo, siendo como era, imagino, un hombre muy viril, no se había hartado. Pasado un largo espacio de tiempo, tras muchas cenas con Mamá perdida en la distancia, pidiéndole silencio y contestándole con el silencio, mientras yo ocupaba una distancia intermedia con la cabeza gacha, agitando el puré de patatas hasta convertirlo en charcos lodosos, y tras haber intentado él abrir la puerta muchas veces, susurrando roncamente y sacudiendo el picaporte, el hombre acabó comprendiendo que Mamá ya había adquirido ese hábito, y entonces fue cuando él también se hartó; y en aquella época, harto ya de una cosa, pero no de la otra, se retiraba a su despacho después de cenar y bebía brandi hasta que se le ponía la cara colorada. El despacho era una habitación confortable, donde podía uno sentarse sin que se le clavara nada entre los omoplatos, de manera que todo el que quería estar mucho rato sentado en nuestra casa acababa instalándose allí, menos Mamá. Papá, cuando bebía, se pasaba bastante tiempo ahí sentado, si no recuerdo mal. Tenía sillones de cuero, una mesa con el tablero de cuero, libros encuadernados en cuero, un viejo mayordomo como de cuero que se llamaba Peter y que permanecía detrás del sillón de Papá, escanciando. Todas esas cosas eran muy confortables y contribuían, supongo, a que Papá se encontrara cómodo allí, incluso cuando se sentía desdichado, y ese debía de ser el motivo de que pudiera permanecer tanto tiempo sentado en su sillón, porque se sentía desdichado pero confortable. También teníamos un perrazo muy confortable llamado Rupert, a quien le encantaba oír hablar a Papá, incluso cuando Papá estaba hosco y nadie más lo entendía. Pero al cabo de un tiempo Papá se hartó también del despacho, y entonces, harto ya de una cosa pero no de la otra, subía las escaleras dando tumbos y se ponía a dar puñetazos a la puerta de Mamá. Ello ocurrió, me parece muchísimas veces, y luego una noche, cuando estaba a punto de ocurrir de nuevo, Mamá se hartó también, y amenazó con pegarle un tiro a través de puerta. Supongo que no ocurriría tantas veces como me parece, y es posible que ella solo lo amenazara una vez con pegarle un tiro, una sola vez —coserlo a balazos, fue lo que dijo— y si parecía estar ocurriendo todo el tiempo era por el miedo que daba. No sé si esto vale para algo. Mi dormitorio estaba al otro lado del pasillo, enfrente del de Mamá, y cuando Papá empezaba a aporrearle la puerta yo pensaba en sitios a donde podía ir, y cuando él regresaba a la planta baja encendía la luz y abría la cajita de los sellos y los colocaba encima de la cama y hacía como que eran países insulares repartidos por el océano de la colcha. Los colocaba en diversas combinaciones, en un gurruño, como las Fidji, o una detrás de otra, como las Marianas, y pasaba un buen rato pensándome el orden en que las visitaría. Me figuraba que el rey o el presidente o el que fuera que aparecía en el sello bajaba a la playa con su cortejo a recibirme cuando desembarcaba, y el cortejo incluía elefantes y caballos, por lo general, y solía dormirme imaginando eso, y a la mañana siguiente la doncella tenía que ayudarme a recuperar los sellos de entre las sábanas revueltas.

Noches de insomnio llenas de ideas sin control, días distraídos, tecleando a rachas, con muchos y largos espacios en blanco. A veces le doy a la tecla y pienso; pero lo más frecuente es que piense sin darle a la tecla, en el sillón o en la cama o en un banco del parque. No logré conciliar el sueño anoche. Me pasé horas en la cama, mirando la oscuridad donde estaba el techo, con los ojos como platos, y pensé: «Así me verán cuando esté muerta.» Salí de la cama, cayéndome casi, permanecí unos minutos sentada en el suelo antes de incorporarme y pasar al cuarto de estar. Faltaban horas para el alba, y se oía a la rata moverse. Cuando encendí la luz, levantó la cabeza y se quedó mirándome. Traté de imaginar que se sorprendía de verme en el cuarto de estar a esas horas, pero me fue difícil: las ratas no parecen poseer una amplia gama de expresiones, salvo, claro, el sufrimiento y etcétera, que todos los animales pueden expresar —hasta los insectos pueden expresarlo—. Hice resbalar varios folios por el suelo con el pie, hasta llegar cerca del sillón. Me senté en el sillón y los recogí y los releí a ver si me despabilaban. Al acabar un folio lo dejaba caer junto al sillón, como siempre hacía por la noche, cuando repasaba los folios que había tecleado durante el día. En aquellos tiempos, tras leer un folio descolgaba el brazo fuera del sillón y lo dejaba colgando por encima del suelo, todavía con el folio sujeto, como sin darme cuenta, mientras leía el siguiente, y justo antes de acabar este soltaba el folio colgante para que cayera de través al suelo, como sin ganas, en un gesto de desdén fortuito, en nada parecido al modo en que Clarence engurruñaba las páginas y las arrojaba a la papelera, o las iba amontonando en rimeros autosatisfechos. A veces arrancaba el papel de la maquina con tanta violencia que hacía chirriar el carro y me daba un susto de muerte. Clarence siempre estaba haciendo bolas con el papel y dando voces, me parece a mí. Una vez tuvimos un debate acerca de si engurruñar papel era un método útil de aliviar la tensión, como él sostenía o era una ostentosa concesión a uno mismo, como sostenía yo. Al final, cuando ya no se le ocurría ningún argumento más, agarró un papel, hizo una bola y me la tiro. «Dar la talla» era una de las expresiones favoritas de mi padre. Cuando despedía a alguien del servicio, era porque esa persona no daba la talla, a no ser, claro, que la hubieran pescado robando, porque entonces lo que alegaba era ese hecho en concreto; y no lo decía solo por el servicio: el presidente Roosevelt (me refiero a Franklin D. Roosevelt) no daba la talla, porque Papá no estaba de acuerdo con sus medidas económicas. Las calificaba de puros desbarros. Y llegó un día en que la Niñera dejó de dar la talla; no sé por qué. Yo vivía en el constante temor de dejar también de dar la talla, y estoy segura de que Mamá no la daba. En el día de inauguración de la temporada de caza, teniendo yo diez años, se descubrió que se había largado durante la noche con un hombre llamado Roger Pip, que solía jugar al golf con Papá. Cuando encontró la nota, que Mamá había atado al collar de su perro favorito, Papá estaba en la escalinata de delante, con su cazadora de tweed marrón, que echó a perder arrancándole una solapa. Después de eso debió de quedarse verdaderamente desmoralizado, y dio en beber grandiosas cantidades de whisky escocés en vez de brandi. Desgraciadamente, ya no aguantaba el alcohol, y, a veces, tras la tercera copa, la emprendía a gritos conmigo, y tras la quinta ya no se tenía en pie. Seis meses después de la fuga de Mamá me metieron interna en un colegio, primero en una casa grande con dos señoras mayores y luego en un dormitorio común con otras niñas de mi edad. No es verosímil que de veras recuerde a Papá encontrándose la nota y arrancándose la cazadora a pedazos, porque cuando iba de caza nunca salía directamente de la casa de la ciudad, sino de algún sitio del campo, así que de hecho no sé cómo se enteró de que Mamá se había ido —quizá se fuera dando cuenta poco a poco, como me pasó a mí, cuando ya llevaba mucho tiempo ausente—. A mi modo de ver, el remolino social acababa de tragársela. Se la tragó y, al cabo de unos años, volvió a escupirla, en San Diego, donde vivió hasta el fin de sus días con un hombre llamado Hanford Wilt. Diecinueve años tenía yo cuando murió. Todas las navidades y todos los cumpleaños me enviaba regalos, siempre alguna joya, y con los regalos venía una carta, que firmaba «Mamá», con «Margaret Wilt» entre paréntesis, por si me había olvidado de quién era Mamá. Las cartas estaban escritas a máquina en papel azul. Una compañera mía de clase, que era de California, me dijo que San Diego tenía un clima perfecto, con solo tres días de lluvia al año. Me chocaba que una persona llamada Margaret Wilt6 hubiera optado por instalarse en un sitio con tan poca lluvia. Mamá no escribía bien a máquina, sus cartas estaban llenas de palabras tachadas con la letra

equis, líneas enteras de

equis. Tampoco fue una madre muy buena, estarán ustedes pensando, me figuro.

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