Cristal

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Cristal

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El tanque sigue ahí, en el suelo, al lado del helecho, donde lo pusimos Potts y yo. Si me echo hacia atrás en la silla puedo atisbar entre las hojas y ver a la rata moviéndose sin descanso por ahí abajo. Corretea de aquí para allá, se sube a su pequeña rueda metálica y se vuelve a bajar, escarba en las virutas con las patas delanteras, como un perro olfateando. De vez en cuando hace una pausa y mira a través de la pared de cristal de su encierro. Se le contrae el hocico rosa. Sus acciones parecen tener propósito, pero al mismo tiempo carecen completamente de sentido. En lo cual no se distinguirían mucho de las mías, supongo, si alguien me observara mientras voy de un sitio a otro por mi casa; cuestión de escala. «Edna corretea de aquí para allá sin propósito alguno, en su encierro», podría escribir la persona que me estuviera observando. En un momento determinado, tras la marcha de Mamá, le comunicaron a Papá que yo padecía de agitación nerviosa. No sé quién se lo dijo, alguien lo hizo, y él me sacó del país, llevándome primero a Inglaterra, a Londres, donde nos recibió un médico muy bajito y muy pálido, con unos dientes horribles, que no tenía ni rastro de inglés (quizá fuera ruso; me queda la impresión de un nombre que sonaba a ruso, y me sorprendo pensando que tiene que haber sido «Chéjov», porque, supongo, Chéjov también era médico y ruso), y luego a Bélgica, donde pasamos el verano en el campo, al sur de Namur, en un palacio del siglo XVII reconvertido en hotel. «Pasamos», en ese momento, ya no incluía a Papá, que nos había dejado en el puerto en Dover para atender sus negocios, pienso ahora, o para buscar a Mamá, como imaginé entonces. La señora que sucedió a quien vino tras Rasputín viajó con nosotros en el barco, a la ida, y permaneció conmigo cuando Papá se marchó. También la llamaba Niñera, aunque no se pareciera nada a la original, porque era norteamericana, diminuta, rubia, y no siempre llevaba delantal, y era más divertida y menos envolvente que la primera Niñera, menos confortadora en el sentido de envolvente, como fue todo el mundo en realidad a partir de aquel momento. Me enseñó a hacer cuatro tipos distintos de solitarios, sin incluir el doble, que de solitario no tiene nada y que practicábamos interminablemente en el comedor del hotel mientras esperábamos a que nos sirvieran. En el patio de baldosas había un delfín de piedra que lanzaba agua por la boca, y nos ponían pescado todos los viernes. Yo no como pescado. El hotel siempre estaba lleno hasta los topes de muchísima gente rara, incluido un señor que iba siempre con los zapatos en las manos, incluso en el jardín, y un chico de mi edad que ladraba como un perro cuando alguien le dirigía la palabra, y una señora de mediana edad, la mar de etérea, a quien a veces le daba por internarse en el bosque y cantar «

mon cœur est un violon

Me quedé dormida en el sofá. Cuando me desperté era ya de mañana. Abrí los ojos y los volví a cerrar luego. Permanecí un rato en el interior, rebuscando en los restos del sueño. Me evitaron. Una percepción de las cosas —la dureza del sofá, las piernas agarrotadas, el estómago vacío— me obligó a tomar conciencia, insidiosa, insistente, irresistiblemente. Una vez más. Tendida de espaldas, miraba el techo con los ojos muy abiertos y escuchaba cómo iba aumentando el tráfico hacia la hora punta. Cuando me encuentro en casa, el ruido del tráfico siempre está ahí fuera, más o menos, ahogado a veces por el ruido de los compresores, ahogando a veces el ruido de los compresores, no siempre oído, rara vez escuchado, salvo en momentos como este, al despertarme, cuando la mente tantea en busca de algún sitio a que agarrarse, a veces en algún momento dichoso, sin saber si ese ruido no será en realidad el océano. Solamente los domingos, a altas horas de la madrugada, decrece el rugido hasta el punto de que alcanzo a separar las voces individuales de los vehículos, a distinguir entre el penoso fragor de los viejos y el silbido susurrante de los nuevos, o seguir a los camiones más pesados reduciendo marchas en la curva de subida al Empalme. He movido el helecho. Me agaché hasta ponerme casi de rodillas, situé las manos en el borde de la maceta, hundí la cara en las hojas (olían a bosque recién llovido) y empujé. Se me resbalaron los pies varias veces, haciendo que las rodillas me chocaran contra el suelo, pero logré arrastrar la maceta por la habitación. Pero como no veía adónde iba, seguí empujando hasta dar contra la pared, junto a la librería, con lo cual caí de bruces contra las hojas, rompiendo unas cuantas. La maceta había desplazado la alfombra en su avance, arrugándola en grandes pliegues de acordeón que ahora se amontonaban entre la maceta y la pared y que solo logré alisar tirando con todas mis fuerzas, repetidas veces. Estaba inclinada sobre la librería, con los codos apoyados en ella, recuperando el aliento, cuando observé el polvo que tenía encima. No lo había notado antes, no recientemente, al menos, porque no suelo poner la cabeza a unos dedos de los muebles, como estaba haciendo en aquel momento. Veo bastante bien, dentro de lo posible, pero no tan bien como para discernir desde lejos algo tan retraído y tan diminuto como el polvo. Vi, de tan cerca, una capa bastante espesa, deprimente ejemplo de cómo se acumulan las cosas pequeñas, así que seguramente podría haberlo visto desde cierta distancia si me hubiera tomado la molestia de mirar en esa dirección, de mirar con intención, quiero decir, con el propósito de ver algo, no mirando por mirar, como me veo obligada a hacer cuando navego por un sitio y por otro de la casa, para no tropezar con las cosas. Los insectos resecos atrapados entre el cristal y las contraventanas son una segunda modalidad de cositas deprimentes cuya acumulación vengo notando en los últimos tiempos. El hecho es que no me he interesado ni por lo más remoto en la librería desde hace bastante tiempo, concretamente desde que dejé de leer, y dudo de que haya mirado en su dirección, con intención de ver en esa dirección, ni siquiera una vez, salvo hace semanas, cuando coloqué en lo alto la pila de cintas nuevas, estando demasiado emocionada ante la perspectiva de volver a darle a la tecla —de volver por fin a darle a la tecla

inesperadamente— como para fijarme en ninguna otra cosa. Ahora que he notado el polvo, voy a buscar un trapo húmedo a la cocina y voy a limpiarlo. Las escamas amarillas y marrones que se acumulan al pie de la pared en el descansillo y la escalera podrían ser la tercera cosa. La librería es un mueble la mar de corriente, no grande, de madera laminada y chapada. En ella guardo los libros que espero leer algún día, junto con los ya leídos que no me he molestado en apartar. Algunos llevan mucho tiempo ahí, esperando que me acuerde de ellos. Y tengo puestas unas cuantas fotos en lo alto, en unos marcos de peltre muy recargados que compramos en México. Las fotos no enmarcadas las guardo en la caja de las cartas, como creo haber mencionado ya. También en lo alto, entre dos fotos, hay una pila de cajitas planas; son mis cintas para la máquina de escribir. Me gusta poder mirar desde el sillón o la máquina y ver la pila de cintas; me permite confiar en que podré seguir dándole a la tecla. He estado en un tris de escribir «seguir dándole a la tecla hasta que termine», pero pensé que no estoy muy segura de qué es terminar, ni de cómo sabré que he terminado; ni siquiera me consta qué es lo que terminaría. Cuando escribí esas palabras solo tenía en mente una vaga manera de llegar al final de lo que quiera que sea esto, aunque en última instancia no quede completo, entendiendo por «última instancia» el punto en que se detenga. Apartado el helecho, ahora puedo mirar el tanque de la rata directamente mientras le doy a la tecla. Empiezo a darle a la tecla y el renovado tableteo de la máquina parece asustar al animal, que levanta la cabeza y me mira. En otros momentos se sitúa del revés en la tapa del tanque y me mira por la rejilla, haciendo rechinar los dientes al mismo tiempo. Potts dice en su nota que le varíe la dieta con sobras de fruta, nunca de naranja, y con grano. No sé qué grano piensa ella que puede sobrarme. Cuando me incliné sobre el tanque hace unos instantes para meter un trozo de manzana, forzándolo a través de la rejilla, casi me desmayo del olor. Se supone que tengo que cambiar las virutas de madera con regularidad. No lo he hecho. No sé bien cuál es el procedimiento, no sé qué querrá decir con regularidad.

En el trabajo, cuando todavía iba a trabajar, me pasaba la mayor parte del tiempo abajo, en un recinto contiguo al aparcamiento, en un sótano, de hecho, aunque no lo llamaran así. Lo llamaban «Nivel B» —como ponía en el cuadro de botones del ascensor— o «nivel inferior», pensando, supongo, que así sonaba más elegante, sonaba menos a sitio húmedo lleno de telarañas, aunque a mí me sonaba más bien a sector infernal, aunque la verdad era que se estaba bien ahí abajo, y con mucha tranquilidad, la mayor parte del tiempo, salvo al principio y al final del día, cuando entraban y salían los coches haciendo ruido. Al principio me pusieron en la sección de embarque, enfrente de la cafetería del segundo piso, en el mismo pasillo, pero el constante traqueteo de las máquinas que allí había y el estrépito colectivo que escapaba de la cafetería cada vez que alguien abría la puerta fueron demasiado para mí. No fui a quejarme de los ruidos de la sección de embarque, pero creo que sí que dije en voz alta, en presencia de alguien que se hallaba cerca de mí, varias veces, quizá en voz más alta de lo debido, o de la que habría empleado si no hubiera habido tal cantidad de ruido a mi alrededor, que aquello era demasiado para mí, que me trasladaran al sótano. Tenía media oficina para mí, allá abajo. La otra mitad pertenecía a Brodt. Habían colocado una partición en medio, separando su lado del mío. La partición era de cristal, así que no resultaba difícil tener a ojo lo que ocurría al otro lado, por no decir que también era muy fácil trasladarse. No había muebles propiamente dichos en mi lado, solo una mesa alargada, de formica, contra la pared, una silla giratoria, y un carrito para la correspondencia, si es que los carritos para la correspondencia pueden considerarse muebles. El mío se parecía a los carros normales de supermercado, pero con compartimentos de metal en vez de cesta de rejilla, y con las ruedas más grandes. El acceso al recinto estaba en mi mitad, y por ella tenía que entrar Brodt y pasar por detrás de donde estaba yo sentada, dándole la espalda, para llegar a su mitad, donde tenía una mesa alargada y una silla exactamente iguales que las mías, un archivador y otro armario metálico más alto, con cerradura en las puertas. De unos soportes metálicos colocados en la pared contra la que estaba apoyada su mesa colgaba una hilera de monitores de vídeo, en los que se veían todos los rincones del edificio, incluido el interior de los ascensores. Él se pasaba las horas sentado en su silla, con una lata de Diet Pepsi en la mano, manipulando la bancada de interruptores que tenía delante, encima de la mesa. Parecía haber muchísimos sitios necesitados de vigilancia, y él, trebejando en los mandos, podía hacer que uno u otro aparecieran en pantalla. La rata está rascando la tapa del tanque, subida a lo alto de su ruedecita y estirándose para llegar a la rejilla. Brodt no era una persona aseada y su mesa estaba llena de toda clase de cosas: fax, teléfono, perforadora de papel casi enterrada en montañas de documentos oficiales y formularios y catálogos sobre temas de seguridad y revistas, sobre todo revistas de coches, envoltorios de golosinas, cajas de comida para llevar, y etcétera, y arramblada a un lado de toda esa porquería, en el extremo mismo de la mesa, la máquina de escribir eléctrica marca IBM de color verde pálido que más arriba mencioné, para pasar a limpio los informes, di por supuesto, aunque nunca pasó a limpio nada estando yo presente, fuera porque le daba vergüenza teclear con dos dedos, como ahora creo, o porque no quería que yo viese el contenido de los informes, como creía entonces. No me consta que hubiera ningún informe. Puede que la máquina de escribir estuviese allí, sin más. Mi mesa, por otra parte, estaba más vacía que el desierto de Gobi, salvo durante un par de horas, por las mañanas, cuando se amontonaba en ella el correo. Sacaba las cartas a puñados de una bolsa de Correos y las arrojaba encima de la mesa y luego iba desplazándome a lo largo de la mesa, distribuyendo los sobres en contenedores de plástico de color brillante que luego cargaba en el carrito para ir llevándolos de despacho en despacho. La disposición de nuestras mesas, encajadas contra paredes opuestas, tenía como con secuencia que Brodt y yo trabajáramos dándonos la espalda, con las espaldas

enfrentadas entre sí, digamos, para expresar cómo experimentaba yo esa ancha espalda señalándome constantemente, sobresaliendo perentoriamente en mi dirección, también podría decirse, para capturar la intensidad de mi consciencia de estar ahí, aun no siéndome posible verlo en realidad a no ser que me diera media vuelta en la silla o hiciera girar mi silla (que tenía ruedas), cosa que no hacía muy a menudo. Cuando me daba la vuelta, solo veía sus hombros y su nuca. Lo mismo podía estar durmiendo, en lo que a mí se me alcanzaba. A veces sí sabía que estaba despierto, cuando un monitor brincaba de un sitio a otro del edificio o la lata de refresco ascendía lenta, distraídamente, en dirección a su boca, y otras veces sabía que estaba dando una cabezada, cuando la lata de Pepsi se le resbalaba de la mano y chocaba contra el suelo de cemento, con un ruido sordo y un

pffit, si estaba medio llena, o sonando a hueco, si era otro el caso. En nuestra oficina, por lo general, reinaba una gran tranquilidad, de modo que el ruido nos sobresaltaba a ambos, tras lo cual nos dábamos la vuelta y nos saludábamos con la cabeza. Yo por las tardes no solía tener nada que hacer, salvo esperar a que dieran las cuatro para marcharme a casa, de modo que apoyaba los codos en la mesa, descansaba la barbilla en las manos y echaba un sueñecito, o, si no, hacía un crucigrama. A veces, cuando Brodt iba a hacer su ronda, me daba media vuelta y seguía su viaje por los monitores. Llevo, como ya he dicho, varios meses sin ir a trabajar. Meses y meses, y todos los árboles tienen ya hojas. Ahora que vuelve a subir la temperatura uso zuecos de plástico, para no tener problemas con los cordones. Tengo dos pares de zuecos, uno verde y otro morado. Me gustan más los morados y rara vez uso los verdes. Me los puse con calcetines el Día de San Patricio, porque eso era lo único verde que tenía, aunque tampoco fueran del verde adecuado y aunque ese día no acudiera a ninguna parte. Las orejeras que tengo son negras y verdes. Las azules me las dejé en la oficina. Cuando yo era pequeña nadie usaba zapatos verdes ni morados. En ese sentido las cosas han mejorado. Potts dice que le gusta que la saquen a pasear y que la lleven en el hombro, dándome a entender, supongo, que debería hacerlo. «Le gusta que la lleven por ahí —me dijo—. No tienes más que ponerla en el suelo y ella sola se te sube por los pantalones arriba y se te pone en el hombro.» ¡Escalofríos me entran! Más folios al suelo.

Da la impresión de que estoy progresando. Ayer, en especial, trabajé con toda normalidad, empezando a primera hora de la mañana, casi con el sol, y sin hacer pausa para comer. Al final, cuando paré, di un paso atrás y contemplé los folios, unos en la mesa, detrás de la máquina de escribir, otros muchos desperdigados por el suelo, y a continuación me fui al Starbucks. De camino hacia allí, paseando al aire cálido de la primavera, tuve la sensación de haberme «quitado algo de encima», la placentera sensación de estar yendo a algún sitio a «hacer una pausa en el trabajo», lo contrario de mi habitual caminata sin rumbo. Me senté junto al escaparate, cerca de una mesa atestada de gente joven y parlanchina. Me tomé un café con leche —mitad y mitad— y un cruasán. Un tipo sucio y con barba se plantó ante el escaparate y se quedó mirándome mientras desayunaba. Le volví la espalda. Cuando miré de nuevo ya se había ido. Y a continuación caminé hasta el parque y me senté un rato, y luego regresé a casa. Cada vez que pienso en dar un paseo es algo así lo que tengo en mente: no otra cosa, quizá, que circundar la fábrica de helados, que ocupa una manzana entera, o acercarme a la cafetería o al Starbucks, a veces solo llegar hasta allí, sin entrar, o hacer el esfuerzo de caminar tres manzanas para ir hasta el pequeño parque, y luego volver. Al pasar por delante de un escaparate a veces echo un vistazo y veo a alguien que a primera vista no identifico; y luego sí, de pronto, y pienso Madre de Dios. No llego a decir tales palabras, de hecho, ni siquiera para mí misma: es más bien que experimento una conmoción de reconocimiento y sorpresa que podría, si hubiera alguien conmigo cuando ocurriera, expresar de tal modo. He estado visitando el parque con más frecuencia desde que los días volvieron a hacerse cálidos, acercándome a cualquier hora, cuando me da por ahí, con lo cerca que está, aunque nunca cuando ya ha oscurecido, por culpa de los hombres que en ese momento ocupan los bancos, hostiles o borrachos, cuando no dormidos. De pequeñita solía dar grandes paseos con la Niñera, por el barrio, más allá de la verja, a veces subiendo la calle y llegando hasta la curva que desembocaba en el parque de lo alto de la colina, donde me dejaban trepar al monumento a los soldados caídos en la guerra —la primera guerra mundial, tenía que ser—, la Niñera me aupaba al pedestal y me sujetaba fuertemente por los tobillos mientras yo miraba a través de un cendal de neblina amarillenta la ciudad industrial de tamaño medio que se extendía más abajo: una fila detrás de otra de casas prácticamente idénticas que casi llegaban hasta la falda de nuestra colina, hasta donde empezaban los árboles, y tenuemente, en la polvareda de más allá de las casas, gigantescas marañas de acero y ladrillos ennegrecidos por el hollín, es decir: las fábricas y factorías, altas chimeneas de ladrillos alzándose sobre los montones, en las que a veces veía un estallido de llamas color naranja, de lo que cabía deducir, según la Niñera, que alguien había abierto la puerta de un horno. Nuestra casa estaba muy en lo alto de la ladera, no del todo arriba, sin embargo, no del todo en el parque. La Niñera me dijo que Papá habría querido que viviéramos en pleno parque, pero ninguna de las casas que allí había era adecuada, y en cambio la nuestra, la casa en que vivíamos, sí que era adecuada, mucho mayor que cualquiera de las de arriba. El monumento a los caídos era un obelisco de granito, alto, que se levantaba en el centro del parque, en la cumbre de la colina, y, según me dijo la Niñera, cuadruplicaba la altura de Papá. Los nombres de las batallas en que habían perecido los soldados iban inscritos en letra angulosa a los cuatro lados del pedestal: Argonne Forest, Marne, Château-Thierry, Meuse y otras que he olvidado; las letras estaban profundamente cinceladas en la roca. Me pasé nuestra primera visita al parque escarbando en las letras con una horquilla, para limpiarles la tierra y el musgo, molestando a unos pequeños insectos blancos que salían corriendo a que los matara con una punta de la horquilla. En otras visitas jugamos a un juego consistente en que yo cerraba los ojos, haciéndome la ciega, y palpaba los surcos con los dedos sin ojos para adivinar las letras, y así aprendí a escribir los nombres de las batallas, a pesar de que la Niñera no sabía decirme cómo pronunciarlos. Argonne, sobre todo, era frustrante. Mamá me dijo que «

château» era el modo que tenían los franceses de decir «castillo», y Château-Thierry, en mi imaginación, se mezcló con el castillo de uno de mis libros, pero como la primera guerra mundial había sido un conflicto más bien moderno, la imagen tenía que estar equivocada. El Château-Thierry, en mi imaginación, era un castillo hecho de pura piedra blanca, como el castillo de Luis de Baviera, el rey loco, edificado en el pináculo absoluto de una montaña perpendicular tan alta que los pájaros no alcanzaban a sobrevolarla. Tenía torres cónicas con el techo rojo y pendones azules y rojos, parecidos a cintas, flotando en lo más alto. Fue Papá quien me dijo que esa imagen no era correcta. Junto al monumento había un cañón, apoyado en enormes ruedas con radios de madera, que yo no debía tocar, por las astillas. El largo cañón apuntaba oblicuamente hacia el cielo, con el punto más bajo a solo unos pocos dedos por encima de mi cabeza, y un día di un salto y me agarré a él con los brazos, con intención de balancearme, y estaba caliente por el sol. La Niñera dio un grito y yo me solté. Acudió corriendo, me agarró por los brazos y me los dobló para verme las muñecas, haciéndome daño. «Mira ahora», dijo, y miré: tenía los dedos, las palmas y la cara interior de los brazos de un color entre marrón y naranja, por la herrumbre. Clarence era un gran aficionado a la guerra y poseía una gran cantidad de libros sobre el tema. A los dieciocho años trató de ingresar en el ejército, para que luego no lo movilizaran, decía, pero lo rechazaron por motivos de salud —le faltaba la punta del dedo índice de la mano derecha, porque a los seis años su padre le había dejado caer encima la capota del coche. Era el dedo de apretar el gatillo, y eso era lo que a ellos verdaderamente les importaba, supongo, aunque la carencia no le impidió tener una puntería excelente el resto de su vida. Incluso cuando las manos le temblaban tanto que hacían tintinear el hielo en su vaso, podía salir al jardín y derribar latas de una rama de un árbol con una pistola. Fue una frustración, para él, que lo rechazaran, aunque a la gente le decía que fue un golpe de suerte. Y una vez, durante la temporada de Filadelfia, cuando aún no teníamos muy claro si nos gustábamos o no, me amenazó con enrolarse en la Legión Extranjera. Lo decía metafóricamente, claro.

Tres días lloviznando. Los sobrellevé dándole a la tecla. Y he cambiado de sitio el tanque de la rata, colocándolo en lo alto de la librería. Para hacerle hueco lo he trasladado todo, todas las fotos y las cintas de máquina, al sofá, hasta que se me ocurra dónde ponerlas, y mientras lo hacía se me cayó una de las fotos, fue a dar en el suelo y se hizo pedazos, se hizo pedazos el cristal, no la foto, claro. La rata me estuvo mirando mientras lo barría. Parece interesada en lo que hago. La parte de arriba de la librería está, como ya he mencionado, cubierta de polvo. Lo quité con una toalla, no con un auténtico trapo del polvo, pero fue lo único que pude encontrar, antes de colocar ahí el tanque, tengo todos los trapos para lavar, por raro que suene, luego me senté en el sofá junto al montón de fotos y le limpié cuidadosamente el marco a cada una de ellas. Las cajas de las cintas, claro, aún no tienen polvo, pero también las limpié. Tan pronto había terminado de hacerlo cuando vi el polvo de las estanterías inferiores y una capa gris más espesa que el pelaje de un ratón encima de los libros, evidente desde donde estaba sentada, casi en un extremo del sofá, un extremo en que normalmente no me siento nunca. Suelo sentarme en el otro, el más alejado, porque está pegado a la pared, en la que puedo apoyar unos cojines cuando quiero echarme un rato, como suelo hacer cuando me siento en el sofá en lugar de hacerlo en el sillón. Humedecí la toalla y fui limpiando los libros uno por uno, la parte de arriba, la parte de abajo y ambos lados, y los fui poniendo en el sofá también, y luego limpié las estanterías. El pelo de ratón formaba rollos negros cuando le pasaba la toalla. En el suelo parecían excrementos.

Sigue la lluvia, esta mañana, una llovizna desganada, sin ton ni son, del tipo que siempre me deprime y enfada. «Su pequeño y más bien deslucido piso está hundido en el desaliento y la tristeza» lo expresa exactamente, expresa exactamente la luz que entra por los sucios cristales arroyados de lluvia. Una vez quitado de en medio el helecho, lo he tenido más o menos olvidado hasta esta mañana, cuando se me ocurrió que debía regarlo —me lo hizo recordar la lluvia, supongo—. Traje agua de la cocina en el jarrón alto de cristal que usaba para las flores cuando tenía visitas, lo cual debió de ser antes de mudarme a este piso, porque aquí no he tenido visitas de que pueda hablarse… con las que poder hablar, debería decir, porque sí que ha habido limpiaventanas y fontaneros y Potts, claro, y un par de personas más, por poco tiempo, cuando aún iba a la biblioteca, aunque enseguida se acabaron: no se me ocurría gran cosa que decirles a ninguno de ellos. A veces me traigo flores a casa, del parque, pero con el tallo demasiado corto como para meterlas en el jarrón, o sea que las dejo en un cajón de la cocina, donde no sirven más que para pincharse con las púas. Pensé que me valdría para regar, pero resultó que su forma no era la adecuada: por mucho cuidado que ponía, no había modo de evitar que un goteo continuo de agua se deslizara por fuera del jarrón y cayera al suelo. Dejando de tener cuidado, lo volqué directamente, pero tampoco funcionó: el agua salió de un solo golpe, rebotó en las hojas y también fue a parar al suelo en su mayor parte. De modo que opté por el pulverizador. Bombeé hasta que me dolieron los dedos, vacié el envase, lo volví a llenar y lo dejé otra vez en la mitad, hasta ver que las hojas goteaban lo suyo, como en un bosque tropical, pensé en el momento. Ahora la maceta ha quedado en medio de un buen charco, y también he mojado la pared con el pulverizador. Tendría que haberlo pensando antes de acercar tanto el helecho. Ya que seguía con el pulverizador en la mano, se me ocurrió que podía utilizarlo en una ventana, a ver qué pasaba. Opté por la que no tiene notas pegadas por todas partes, la central de las tres de delante, como creo haber mencionado. No rocié todo el cristal: tras humedecer una zona más o menos del tamaño de mi cabeza, paré y me puse a frotar con la manga. El resultado fue un redondel ligeramente más limpio que el resto de la ventana. Mirando por él como por un ojo de buey, vi que la mayor parte de la suciedad estaba del otro lado del cristal. Lo de dentro parece huellas de dedos y de palmas de la mano, más que ninguna otra cosa, y ello por la costumbre que tengo de apoyar ambas manos en el cristal cuando miro por la ventana. Escribo esto y me viene una imagen de mí misma desde fuera, como me vería alguien parado allá abajo, en la calle: una vieja mirando por una ventana, con los brazos levantados por encima de la cabeza y las palmas apoyadas en el cristal.

Dándole a la tecla, o sentada sin más, a menudo tengo la radio encendida, pero no siempre la escucho. La tengo puesta porque contrarresta en parte los ruidos desagradables procedentes del exterior. Pero esta mañana, cuando estaba ante el ojo de buey, mirando la fábrica de helados de enfrente, en las paredes de cemento que la lluvia oscurecía, oí de pronto una voz de mujer que decía: «Han escuchado ustedes

Lush Life de John Coltrane. A continuación, el Modern Jazz Quartet y

Cortege.» Esperé junto a la ventana hasta que empezó: un vibráfono,

pianissimo, solo al principio, luego acompañado del débil tintineo de un triángulo —como campanillas de un caballo enjaezado, pensé— y luego, al irse acelerando el ritmo, de los susurros de las escobillas en el címbalo, todo ello en sordina, restringido y melancólico, como la lluvia, pensé. Clarence tenía discos de jazz, este incluido, que llevábamos de un sitio a otro, aunque no creo que en realidad le interesara mucho la música y jamás ponía un disco de jazz a no ser que tuviéramos visita. Creo que le gustaba el ambiente de la música y la noción de sí mismo ahí sentado, escuchándola y fumando y hablando de literatura y de béisbol con personas a quienes admiraba y que en su mayoría sí eran verdaderamente aficionadas a este tipo de música. Me apetece decir desde ya que Clarence era una persona verdaderamente amable, vergonzosamente amable me parecía a mí, cuando íbamos a fiestas y montaba el número. En presencia de determinada gente —la de superior inteligencia o talento, o de mucho dinero, la clase de personas a quienes él, sin poder evitarlo, consideraba exitosas— se sentía intimidado, por sus orígenes, y porque él era, incluso en su apogeo, un hombre de éxito limitado, y se ponía insoportable en cuanto bebía dos copas, a pesar de haber estado increíblemente amable al principio, y donde digo «increíblemente» entiéndase palmear espaldas. Hacía eso porque incluso cuando intentaba ser amable de tal modo también intentaba defenderse, y las más de las veces acababa soltando el tipo de discurso gritón e incoherente que a todo el mundo le resultaba irritante. Curiosamente, según iba convirtiéndose en el típico Escritor Americano de Naturaleza Salvaje se iba también haciendo más británico, a pesar de no haber vivido nunca realmente en Gran Bretaña, salvo, como creo haber mencionado, unas cuantas semanas de verano —británico en su forma de vestir, en su pronunciación, incluso en su vocabulario— y cuanto más bebía más imperialmente británico se volvía, hasta llegar a la borrachera balbuceante, momento en el cual recuperaba por completo su Carolina del Norte natal. Clarence, ligeramente borracho y empezando apenas con sus peroratas, percibía mi silencio reprobatorio y decía algo así como: «Se te ve muy enfadada, vieja amiga.» Me repateaba lo de vieja amiga. Él, luego, claro, lo lamentaba. En ocasiones, tras una noche entera de dar la tabarra, cuando ya había recuperado la sobriedad y yo le había contado lo ocurrido, se acurrucaba y se echaba a temblar de remordimiento —a veces en el suelo o en la tierra húmeda, para levantarse luego con la chaqueta llena de hojas y de manchas de hierba—, gimoteando de mortificación y de pena. Las resacas físicas propiamente dichas también debían de ser terribles.

Sol de nuevo. Ya estaba yo a mi mesa para recibirlo cuando amaneció. Daba cuenta de mis copos de maíz, masticando y pensando y mirando por la ventana cómo aclaraba el cielo por detrás de la fábrica, sin verlo, sin embargo, con la vista nublada por la memoria. Cabría decir, supongo, que miraba los celajes del tiempo. Yo, personalmente, nunca diría semejante cosa, pero Clarence a lo mejor sí. Después de desayunar fui correteando de cuarto en cuarto abriendo ventanas, y ahora el aire —hay un poco de aire— puede entrar por las ventanas de delante y salir por las de detrás. Tentaciones me vienen de decir que he creado una contracorriente, pero

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