Criminal

Criminal


Capítulo uno

Página 3 de 46

Capítulo uno

Lucy Bennett

15 de agosto de 1974

Un Oldsmobile Cutlass de color marrón canela ascendió por Edgewood Avenue, con las ventanillas bajadas y el conductor encorvado en su asiento. Las luces de la consola dejaban ver unos ojos pequeños y redondos que miraban la hilera de chicas paradas debajo de la placa de la calle: Jane, Mary, Lydia. El coche se detuvo. Como era de esperar, el hombre le hizo un gesto con el mentón a Kitty. Ella se acercó deprisa, ajustándose la minifalda mientras caminaba sobre sus tacones de aguja sobre aquel desnivelado asfalto. Dos semanas antes, cuando Juice puso por primera vez a Kitty a trabajar en la calle, les dijo a las otras chicas que tenía dieciséis años, lo que significaba que puede que tuviera quince, aunque parecía que no pasaba de los doce.

Todas la odiaron nada más verla.

Kitty se apoyó sobre la ventanilla abierta. Su rígida falda de vinilo se levantó como la parte inferior de una campana. Siempre la escogían a ella la primera; se estaba convirtiendo en un problema del que todo el mundo, salvo Juice, se daba cuenta. Kitty recibía un trato especial. Podía convencer a los hombres de cualquier cosa. Era una chica nueva, de aspecto infantil, aunque, como todas ellas, llevaba un cuchillo de cocina en el bolso y sabía cómo utilizarlo. A ninguna les gustaba lo que hacían, pero tener otra chica —una chica más joven— haciéndoles la competencia las fastidiaba; se sentían como quinceañeras a las que nadie sacaba en un baile.

La negociación en el interior del Oldsmobile fue rápida, sin regateos; lo que se ofertaba valía su precio. Kitty le hizo una señal a Juice, esperó a que este asintiera y luego se subió al coche. El tubo de escape escupió una nube de humo cuando el Olds giró para adentrarse en un callejón estrecho. El coche se sacudió al reducir para meterse en un aparcamiento. El conductor levantó una mano, cogió la nuca de Kitty y ella desapareció.

Lucy Bennett se apartó, mirando la oscura y desértica avenida. No se veía ningún faro, nada de tráfico, ningún cliente. Atlanta no era una ciudad nocturna. La última persona en salir del edificio Equitable solía apagar las luces, pero vio las lámparas del Flatiron iluminar el Central City Park. Si observaba con atención, veía el familiar letrero C&S de color verde anclado en el distrito comercial. El New South. El progreso a través del comercio. Una ciudad demasiado ocupada para odiar.

Si había algún hombre paseando aquella noche por las calles, no tenía buenas intenciones.

Jane encendió un cigarrillo y luego metió el paquete en su bolso. No era el tipo de persona a la que le gustase compartir, sino más bien recibir. Su mirada se cruzó con la de Lucy. Costaba trabajo soportar aquella frialdad. Jane debió sentir lo mismo, porque apartó la mirada rápidamente.

Lucy se estremeció, a pesar de estar a mediados de agosto y de que la acera desprendía un calor tan intenso como el fuego. Le dolían los pies y la espalda, la cabeza le retumbaba como un metrónomo, sentía el estómago tan pesado como si se hubiera tragado un camión de cemento, la boca pastosa y un hormigueo constante en las manos. Aquella mañana, un mechón de pelo rubio se le había caído en el lavabo. Dos días antes, había cumplido los diecinueve, pero se sentía vieja.

El Olds color marrón se sacudió de nuevo en el callejón. Kitty asomó la cabeza. Se limpió la boca al salir del coche. No se entretuvo. No quería darle tiempo a aquel tipejo para reconsiderar su compra. El coche se alejó antes de que ella pudiese cerrar la puerta. Kitty se tambaleó durante unos instantes sobre sus tacones, como desorientada, asustada y enfadada. Todas lo estaban. La rabia era su refugio, su zona de confort, lo único que podían considerar como algo propio.

Lucy observó que Kitty regresaba a la esquina. Le dio el dinero a Juice e intentó continuar avanzando, pero él la cogió del brazo para que se estuviera quieta. Kitty escupió en la acera, tratando de aparentar que no estaba asustada. Mientras tanto, Juice desdoblaba el fajo de billetes y los contaba uno a uno. Kitty se detuvo, a la espera. Todas lo estaban.

Finalmente, Juice levantó el mentón. Todo en orden. Kitty volvió a colocarse en su sitio. No miró al resto de las chicas. Se limitó a observar la calle con la expresión vacía, esperando a que apareciese el próximo coche, aguardando que el próximo hombre le hiciese un gesto o pasara de largo. Había tardado dos días, como mucho, en adquirir la misma mirada vacía que el resto de las chicas. ¿Qué estaba pensando? Probablemente, lo mismo que Lucy, en esa cantinela tan familiar que resonaba en sus oídos antes de dormirse cada noche: «¿Cuándo acabará todo esto? ¿Cuándo acabará todo esto? ¿Cuándo acabará todo esto?».

Lucy tuvo quince años una vez. Ahora apenas podía recordar a aquella chica que pasaba notitas en clase, que se reía tontamente de los chicos, que corría a su casa al terminar la escuela para ver su serie favorita, que bailaba en su habitación las canciones de los Jackson Five con su mejor amiga, Jill Henderson. Entonces tenía quince años, pero luego la vida se abrió como un abismo y la pequeña Lucy empezó a caer en aquella interminable oscuridad.

Había empezado a tomar anfetaminas para adelgazar. Al principio, solo pastillas. La bencedrina que su amiga Jill había encontrado en el botiquín de su madre. Las tomaban de vez en cuando, con precaución, hasta que los federales se mosquearon y prohibieron las pastillas. El botiquín se quedó vacío un día y, al siguiente —o al menos eso creía—, empezó a engordar de nuevo: llegó a pesar casi setenta kilos. Era la única chica gorda de la escuela, aparte de George, el Gordo, el chico que se hurgaba la nariz y se sentaba solo durante el almuerzo. Lucy lo odiaba tanto como se odiaba a sí misma, tanto como detestaba su imagen en el espejo.

Fue la madre de Jill la que le enseñó a inyectarse. La señora Henderson no era estúpida; había notado que le faltaban pastillas y se alegró de ver que hacía algo por librarse de sus michelines. Ella había utilizado el medicamento por la misma razón. Era enfermera en el hospital General Clayton. Salía de la sala de urgencias con frascos de vidrio de metedrina castañeteando como dientes en el bolsillo de su uniforme blanco. Anfetamina inyectable, le dijo a Lucy. Lo mismo que las pastillas, pero más rápido.

Lucy tenía quince años la primera vez que la aguja le atravesó la piel.

—Poco a poco —le enseñó la señora Henderson, extrayendo un poco de sangre roja con la jeringa y presionando lentamente el émbolo de nuevo—. Tú eres la que controlas. No dejes que ella te controle a ti.

No notó un verdadero subidón, tan solo un mareo y, luego, obviamente, la agradable sensación de perder el apetito. La señora Henderson tenía razón. El líquido era más rápido que las pastillas, más fácil. Dos kilos y medio, luego cinco, siete y, después…, nada. Por eso Lucy tuvo que redefinir eso de un «poco cada vez» y empezó a inyectarse no cinco centímetros cúbicos, sino diez, y luego quince, hasta que su cabeza explotó y se sintió capaz de cualquier cosa.

¿Qué podía importarle después de aquello?

Nada.

¿Los chicos? No, eran demasiado estúpidos. ¿Jill Henderson? Vaya coñazo. ¿Su peso? Por supuesto que no.

A los dieciséis pesaba menos de cuarenta y cinco kilos. Las costillas, las caderas y los codos le sobresalían como mármol recién pulido. Por primera vez en su vida tenía pómulos. Usaba delineador negro estilo Cleopatra, sombra de ojos color azul y se planchaba su largo cabello rubio para que le golpease con rigidez su delgadísimo trasero. La chica a la que en quinto curso su profesora de gimnasia había apodado, para deleite del resto de la clase, la Apisonadora, estaba tan delgada como una modelo, se mostraba despreocupada y, de repente, se había convertido en alguien muy popular.

No popular con sus antiguas amigas, esas que la conocían desde la guardería. No, esas la consideraban una basura, una marginada, una perdedora. Sin embargo, por una vez en su vida, no le importaba. ¿Quién quería estar con personas que te despreciaban por divertirte un poco? Para ellas solo había sido un mero objeto simbólico: la chica gorda con la que se salía para que la otra resaltase más y fuese la guapa, la encantadora, la que flirteaba con todos los chicos.

Sus nuevas amigas pensaban que Lucy era perfecta. Les encantaba cuando hacía un comentario sarcástico sobre alguien de su pasado. Acogían de buen grado sus rarezas. La invitaban a sus fiestas. Los chicos le pedían que saliera con ellos. La trataban como a una igual. Al final, había encajado en un grupo y no resaltaba entre las demás por ser demasiado… Era una más. Era, sencillamente, Lucy.

¿Y qué pasaba con su anterior vida? Lucy no sentía nada, salvo desprecio, por todos los que le habían pertenecido, sobre todo por la señora Henderson, que dejó de hablarle bruscamente y decía que Lucy necesitaba sentar la cabeza. Pero su cabeza estaba más lúcida que nunca, y no tenía la más mínima intención de renunciar a su nueva vida.

Todas sus antiguas amigas eran unas aburridas, estaban obsesionadas con su preparación para entrar en la universidad, que consistía principalmente en debatir en qué residencia vivirían. Los aspectos más delicados de esas residencias, cuyas mansiones victorianas y de estilo griego salpicaban Milledge Avenue y South Lumpkin Street en la Universidad de Georgia, habían formado parte de la jerga de Lucy desde que tenía diez años, pero la seducción de la anfetamina redujo su griego a una lengua olvidada. Ya no necesitaba la mirada de desaprobación de sus antiguas amigas, ni tampoco a la señora Henderson. Tenía muchos amigos nuevos que podían suministrarle lo que necesitaba; además, los padres de Lucy eran muy generosos con su paga. Cuando esta no le llegaba hasta final de semana, le cogía dinero a su madre del bolso, ya que ella jamás se daba cuenta de nada.

Qué fácil era verlo ahora, pero, en aquella época, el descenso vertiginoso de su vida pareció suceder en cuestión de segundos, no en los dos años completos que había tardado en caer. Cuando estaba en casa se mostraba huraña y malhumorada. Empezó a escaparse por las noches y a engañar a sus padres por las cosas más estúpidas y mundanas, cosas que podían ser fácilmente refutadas. En la escuela faltaba a las lecciones y terminó en la clase de inglés rudimentario con George, el Gordo, sentado delante, y sus nuevos amigos en la fila de atrás, haciendo el tonto y perdiendo el tiempo hasta que pudiese regresar con su verdadero amor.

La aguja.

Esa delgada y afilada pieza de acero quirúrgico, aquel instrumento que parecía de lo más inocuo, dominaba cada momento de su vida. Soñaba con chutarse, con ese primer pinchazo en la carne, con la sensación que le producía la punta al atravesarle la vena, con aquel calor lento que le recorría el cuerpo cuando se inyectaba el líquido, con aquella euforia inmediata que le producía la droga al entrar en el organismo. Aquello merecía cualquier cosa. Merecía cualquier sacrificio, cualquier pérdida, cualquier cosa que tuviera que hacer con tal de conseguirla. Todas esas cosas que hacía, pero que olvidaba un segundo después de que la droga entrase en su sangre.

Luego, repentinamente, venía la cresta de la última colina, la colina más alta, pero luego empezaba a descender por aquella montaña rusa.

Bobby Fields. Casi veinte años mayor que Lucy. Más listo. Más fuerte. Era mecánico en una de las gasolineras de su padre. Bobby jamás se había fijado en ella. Para él, Lucy era la mujer invisible, una niña regordeta con las coletas lacias. Pero aquello cambió después de que la aguja comenzara a formar parte de su vida. Un día entró en el garaje, con los vaqueros por debajo de sus delgadas caderas y las campanas del pantalón deshilachadas de tanto rozar el suelo. Bobby le dijo que se quedase a charlar un rato.

Él la escuchó. Nadie antes lo había hecho. Luego Bobby se acercó hasta donde estaba, con sus dedos manchados de grasa, y le apartó un mechón de pelo que le colgaba delante del rostro. Después, sin saber cómo, estaban en la parte trasera del edificio; él le puso la mano en el pecho y ella se sintió viva al sentir que acaparaba toda su atención.

Lucy jamás había estado con un hombre. Aunque estuviera colgada sabía que debía decir que no. Sabía que debía guardarse, que a nadie le gustaban las mercancías deterioradas. Por muy increíble que ahora pudiese parecer, en aquella época había una parte de ella que le decía que, a pesar de sus escarceos, terminaría en la Universidad de Georgia, se compraría la casa que quisiera y se casaría con un joven serio cuyo brillante porvenir merecería la aprobación de su padre.

Lucy tendría hijos. Formaría parte de la Asociación de Padres. Prepararía galletas y llevaría a sus hijos a la escuela en una camioneta, y se sentaría en la cocina con las demás madres para quejarse de sus aburridas vidas. Y puede que, mientras que las demás mujeres hablasen de sus disputas maritales o de los cólicos de sus hijos, ella sonriera recordando su alocada juventud, su salvaje aventura con la aguja.

O puede que algún día estuviese en la esquina de una calle del centro de Atlanta y sintiera un sobresalto al pensar que podía perder aquella acogedora cocina y a sus amigas más íntimas.

La Lucy de dieciséis años jamás había estado con un hombre, pero Bobby Fields había estado con muchas mujeres. Muchas mujeres jóvenes. Por eso sabía cómo hablarles, cómo hacer que se sintieran especiales. Y, lo más importante, sabía cómo pasar sus manos del pecho a los muslos, de los muslos a la entrepierna, y de allí a otros lugares que hacían que ella jadease tanto que su padre la llamó desde la oficina para ver si se encontraba bien.

—Estoy bien, papá —dijo.

Bobby tenía unas manos que le habían dado tanto placer que habría engañado al mismo Dios.

Al principio, su relación fue un secreto, lo cual hacía que resultase aún más excitante. Tenían un vínculo, un secreto prohibido que compartían ellos dos. Durante casi todo un año, siguieron con su aventura clandestina. Lucy evitaba las miradas de Bobby cuando ella hacía su visita semanal al garaje para ayudar a su padre con la contabilidad. Simulaba que Bobby no existía hasta que no podía resistirse más. Entonces se dirigía a los sucios aseos que había detrás del edificio, y él le cogía el trasero con tanta fuerza con sus grasientas manos que luego le dolía cuando se sentaba de nuevo al lado de su padre.

El deseo que Bobby sentía por ella era tan intenso como el suyo por la aguja. La chica hacía novillos en la escuela. Aceptó un trabajo a media jornada y les decía a sus padres que iba a quedarse a dormir en casa de una amiga, algo que ellos jamás se molestaban en comprobar. Bobby tenía su propia casa. Conducía un Mustang Fastback, como Steve McQueen. Bebía cerveza, fumaba hierba, buscaba anfetas para Lucy, y ella aprendió a chupársela sin sentir náuseas.

Todo era perfecto hasta que se dio cuenta de que no podía continuar con aquella farsa. O puede que no quisiese. Dejó la escuela superior dos meses antes de graduarse. La gota que colmó el vaso fue el fin de semana en que sus padres se marcharon de viaje para visitar a su hermano en la universidad. Lucy pasó todo el tiempo en casa de Bobby. Cocinó para él, le limpió la casa, hizo el amor con él toda la noche y se pasó el día mirando el reloj y contando los minutos hasta que se atrevió a decirle que le amaba. Y Lucy le amaba «de verdad», especialmente cuando regresaba a casa por la noche con una enorme sonrisa en el rostro y un pequeño frasco de polvo mágico en el bolsillo.

Bobby era muy generoso con la aguja. Quizá demasiado. Le inyectaba tanta droga que le castañeteaban los dientes, y aún seguía colgada a la mañana siguiente, cuando regresaba dando tumbos a su casa.

Domingo.

Se suponía que sus padres habían ido a la iglesia con su hermano antes de regresar, pero allí estaban, sentados a la mesa de la cocina, vestidos aún con sus trajes. Su madre ni siquiera se había quitado el sombrero. La habían esperado toda la noche. Habían telefoneado a su amiga, su coartada; se suponía que la chica les diría que había pasado toda la noche en su casa. Al principio, les había mentido, pero, después de presionarla un poco, les dijo dónde estaba exactamente y dónde había estado los últimos meses.

Lucy tenía entonces diecisiete años, pero seguían considerándola una niña. Sus padres quisieron que visitase un psicólogo. Intentaron que la policía arrestase a Bobby, que no lo contratasen en ningún otro garaje, pero él se trasladó a Atlanta, donde a nadie le interesaba quién le arreglase el coche mientras fuese barato.

Transcurrieron dos meses infernales; luego, de repente, Lucy tenía dieciocho años. En un santiamén, su vida cambió. Era lo bastante mayor como para dejar la escuela, para beber, para abandonar a su familia sin que los cerdos de los polis la obligasen a regresar. Pasó de ser la niña de papa a la niña de Bobby. Vivía en un apartamento en Stewart Avenue, donde se pasaba el día durmiendo, esperando que regresase Bobby por la noche, para darle su chute, para que se la follase y luego la dejase dormir un poco más.

En aquella época, Lucy solo lo sentía por su hermano, Henry. Estudiaba en la Facultad de Derecho, en la Universidad de Atlanta. Era seis años mayor que ella, pero parecían más amigos que hermanos. Cuando estaban juntos, compartían largos momentos de silencio, pero, desde que se había ido a la universidad, se escribían cartas dos o tres veces al mes.

A Lucy le encantaba escribirle cartas, ya que se mostraba como la chica de siempre: un poco ridícula cuando hablaba de chicos, ansiosa con su graduación, deseosa de aprender a conducir. No hablaba de su adicción a las drogas, ni de sus nuevos amigos, que estaban tan al margen de la sociedad que temía llevarlos a su casa por miedo a que le robasen la cubertería de plata de su madre, si es que ella los dejaba entrar, claro.

Henry siempre le respondía con cartas muy breves; sin embargo, aunque estuviese agobiado con los exámenes, se las apañaba para enviarle a Lucy una línea o dos para decirle cómo iban las cosas. Le entusiasmaba la idea de que ella pudiera estar en la universidad con él, de poder presentarle a sus amigos. Hasta que dejó de estarlo cuando sus padres le dijeron que su querida hermana se había trasladado a Atlanta para convertirse en la puta de un viejo hippie de treinta y ocho años que se dedicaba a vender drogas.

Después de eso, a Lucy le devolvían las cartas sin abrir. Henry garabateaba en ellas: «Devolver al remitente». Sin darle ninguna explicación, la tiró como si fuese basura.

Y puede que estuviese en lo cierto, que mereciese que la abandonasen, ya que, cuando se le pasaba el colocón, cuando ya no eran tan intensos y los bajones resultaban insoportables, ¿qué era Lucy Bennett, salvo una mujer de la calle?

Dos meses después de que Bobby se trasladase a Atlanta, la echó de casa. ¿Quién podía culparle por eso? Su joven y ardiente zorrita se había convertido en una yonqui que le esperaba todas las noches en la puerta pidiéndole una dosis. Y cuando Bobby dejó de proporcionársela, se buscó a otro hombre del bloque de apartamentos dispuesto a darle lo que quisiera. ¿Qué importaba si tenía que abrirse de piernas para eso? Le daba lo que Bobby ya no quería darle, le proporcionaba lo que necesitaba.

Se llamaba Fred. Limpiaba aviones en el aeropuerto. Disfrutaba haciéndola llorar, luego le daba su dosis y todo volvía de nuevo a la normalidad. Fred se consideraba especial, mejor que Bobby. Cuando se percató de que a ella le brillaban los ojos por la droga y no por él, empezó a maltratarla y no dejó de hacerlo hasta que terminó en un hospital. Cuando cogió un taxi para regresar al apartamento, el gerente le dijo que Fred se había marchado sin dejar ninguna dirección. Fue entonces cuando le dijo que podía quedarse con él.

Lo que vino después fue como una nube borrosa, o quizá tan clara que no podía verla, pero el caso es que tenía la misma sensación que se tiene cuando uno se pone las gafas de otra persona. Durante casi un año, Lucy pasó de un hombre a otro, de un camello a otro. Hizo cosas —cosas horribles— con tal de conseguir su dosis. Si había un poste totémico en el mundo de las anfetas, ella había empezado por arriba… y tocó fondo con suma rapidez. Día tras día, vio cómo su vertiginosa vida se iba por el sumidero. No podía evitarlo. El dolor era más fuerte que ella. La necesidad, las ansias, el deseo que ardía como ácido hirviendo en sus entrañas.

Luego, finalmente, tocó fondo. A Lucy la aterrorizaban los motoristas que vendían anfetas, pero su deseo terminó por vencerla. Se la pasaban entre sí como si fuese una pelota, la maltrataban. Todos habían estado en Vietnam y estaban furiosos con el mundo, con el sistema, incluso con Lucy. Por su parte, nunca antes se había pasado con la dosis, al menos no tanto como para terminar en un hospital. Ahora, en varias ocasiones, la bajaron del asiento trasero de una Harley para dejarla en la sala de urgencias del Grady. Aquello no les gustaba nada a los motoristas. Los hospitales llamaban a la policía, y la policía siempre resultaba difícil de sobornar. Una noche le dio un subidón tan fuerte que uno de ellos le inyectó una dosis de heroína para que se le pasase, un truco que había aprendido luchando con los vietnamitas.

La heroína fue el último paso hacia su destrucción. Al igual que le sucedió con las anfetas, se enganchó rápidamente. Esa sensación de alivio, esa indescriptible felicidad, esa pérdida de la conciencia del tiempo y el espacio. Era la inconsciencia absoluta.

Lucy jamás había cobrado por practicar sexo. Hasta entonces había sido más una cuestión de trueque. Sexo a cambio de anfetas. Sexo a cambio de heroína. Nunca sexo por dinero.

Sin embargo, necesitaba urgentemente el dinero.

Los motoristas vendían anfetas, no heroína. La heroína era cosa de los negros. Incluso la Mafia pasaba de eso. La heroína era una droga de los guetos. Era demasiado fuerte, demasiado adictiva y demasiado peligrosa para los blancos. Especialmente, para las mujeres blancas.

Así fue como Lucy terminó trabajando para un negro con un tatuaje de Jesucristo en el pecho.

La cucharilla, la llama, el olor a caucho quemado, el torniquete, el filtro de un cigarrillo roto, todo aquello tenía un aire romántico, un proceso largo y dilatado que hizo que su anterior aventura con la aguja le pareciese muy poco sofisticada. Ahora incluso podía sentir cómo se emocionaba nada más pensar en la cucharilla. Cerró los ojos, imaginando esa pieza de cubertería doblada, cómo el cuello se parecía a un cisne descoyuntado. Un cisne negro, una oveja negra, la puta de un negro.

De repente, Juice se puso a su lado. Las demás chicas se apartaron disimuladamente. Aquel chulo tenía un don especial para percibir la debilidad. Ese era su método para captarlas.

—¿Qué pasa, guapita?

—Nada —murmuró ella—. Todo va cojonudo.

Él se sacó el palillo de dientes de la boca.

—No juegues conmigo, muñeca.

Lucy agachó la cabeza. Vio sus zapatos de charol blanco, la forma en que la campana de sus pantalones verdes hechos a medida se plegaba a lo ancho de sus puntas de ala. ¿Cuántos extraños tenía que follarse Lucy para que él le diera brillo a esos zapatos? ¿En cuántos asientos traseros se había echado para que él pudiera ir al sastre en Five Points a medirse la entrepierna?

—Lo siento —respondió ella, atreviéndose a mirarle a la cara e intentando evaluar su temperamento.

Juice se sacó el pañuelo y se secó el sudor de la frente. Sus patillas eran tan largas que se unían a su bigote y su perilla.

Tenía una mancha de nacimiento en la mejilla a la que Lucy miraba cuando necesitaba concentrarse en otras cosas.

—Vamos, muñeca —dijo él—. Si no me dices lo que pasa por tu cabeza, no puedo hacer nada.

Le dio un empujón en el hombro. Al ver que ella no hablaba, la empujó con más fuerza. No pensaba rendirse. Juice odiaba que tuvieran secretos con él.

—Pensaba en mi madre —respondió Lucy. Era la primera vez que decía la verdad desde hacía mucho tiempo.

Juice se echó a reír y utilizó el palillo de dientes para dirigirse a las demás chicas.

—¿No es una dulzura? Ha estado pensando en su mamaíta. —Levantó la voz—. ¿De cuántas de vosotras se preocupan vuestras mamás ahora?

Se oyeron algunas risas ahogadas. Kitty, la más pelota de todas, dijo:

—Solo te tenemos a ti, Juice. Solamente a ti.

—Lucy —susurró Mary.

La palabra casi se le quedó atragantada en la garganta. Si Juice se cabreaba, ninguna conseguiría lo que deseaban, y lo que deseaban en ese momento, lo que necesitaban era la cucharilla y la heroína que él guardaba en el bolsillo.

—No pasa nada —dijo Juice haciendo un gesto para que Mary se callase—. Deja que hable. Vamos, chica, habla.

Tal vez fuera porque le dijo lo mismo que le diría a un perro —«habla», como si obtuviese un premio si ladraba cuando él se lo mandaba—, o puede que se debiera a que estaba acostumbrada a hacer justo lo que Juice le ordenaba, pero el caso es que Lucy empezó a mover la boca por voluntad propia.

—Estaba pensando en aquella época en que mi madre me llevaba a la ciudad. —Lucy cerró los ojos. Podía verse sentada en el asiento trasero del coche, el salpicadero metálico del Chrysler de su madre brillando bajo la luz del sol. Hacía un día caluroso, de gran bochorno, uno de esos días de agosto en que deseas tener aire acondicionado en el coche—. Me iba a dejar en la biblioteca mientras ella hacía sus recados.

Juice se rio de sus recuerdos.

—Qué bonito, chica. Tu mamá llevándote a la biblioteca para que pudieses leer.

—No pudo llegar —replicó Lucy abriendo los ojos y mirándole tan fijamente como jamás había hecho antes—. El Klan tenía una reunión.

Juice se aclaró la voz. Miró a las demás chicas y luego volvió a mirar a Lucy.

—Sigue —dijo con un tono tan brusco que un escalofrío le corrió por la espalda.

—Las calles estaban bloqueadas. Paraban a todos los coches para registrarlos.

—Cállate ya —susurró Mary.

Pero ya no podía dejarlo. Su dueño le había ordenado que hablase.

—Era sábado. Mi madre siempre me llevaba los sábados a la biblioteca.

—¿De verdad? —preguntó Juice.

—Sí.

Incluso con los ojos abiertos, Lucy aún podía ver en su mente aquella escena. Estaba en el coche de su madre, segura, contenta. Fue antes de empezar a tomar pastillas, antes de inyectarse, antes de la heroína y antes de conocer a Juice. Y antes de que se perdiese aquella pequeña Lucy que se sentaba en el coche de su madre, angustiada porque no llegaría a tiempo a la biblioteca para su grupo de lectura.

La pequeña Lucy era una lectora voraz. Llevaba su pila de libros en el regazo mientras miraba a los hombres que bloqueaban las calles. Todos iban vestidos con una túnica blanca. La mayoría de ellos se habían quitado la capucha porque hacía demasiado calor. Conocía a algunos de la iglesia, y a un par de ellos de la escuela. Saludó al señor Sheffield, el dueño de la ferretería. Él le guiñó un ojo y le devolvió el saludo.

—Estábamos en una colina cerca del juzgado y había un hombre negro delante de nosotras, parado en una señal de stop. Conducía uno de esos coches extranjeros. El señor Peterson se acercó a él; el señor Laramie se puso al otro lado.

—¿De verdad? —repitió Juice.

—Sí, de verdad. El hombre estaba aterrorizado. Su coche empezó a moverse hacia atrás. Debía de tener el embrague pisado, pero el pie se le escurría de lo asustado que estaba. Recuerdo a mi madre mirándole como si estuviésemos viendo Reino animal o algo parecido. Ella se reía sin parar y dijo: «Mira lo asustado que está ese mapache».

—Dios santo —exclamó Mary.

Lucy sonrió a Juice y repitió:

—Mira lo asustado que está ese mapache.

Juice se sacó el palillo de dientes de la boca.

—Ten cuidado con lo que dices, muñeca.

—Mira lo asustado que está ese mapache —murmuró Lucy—. Mira lo asustado… —Su voz se fue apagando, pero era como un motor en ralentí antes de salir disparado. Sin razón alguna, la historia le pareció de lo más graciosa. Luego levantó tanto la voz que hizo eco en los edificios—. ¡Mira lo asustado que está ese mapache! ¡Mira lo asustado que está ese mapache!

Juice le propinó una bofetada con la mano abierta, lo bastante fuerte como para hacer que se diese la vuelta. Lucy notó que la sangre le corría por la garganta.

No era la primera vez que le pegaban, ni la última, pero ya nada podía detenerla.

—¡Mira lo asustado que está ese mapache! ¡Mira lo asustado que está ese mapache!

—¡Cállate! —gritó Juice dándole un puñetazo en la cara.

Lucy oyó el chasquido de un diente al romperse. Su mentón giró como si fuese un hula hoop, pero continuó:

—Mira lo asustado…

Le pateó el estómago. Llevaba los pantalones tan ajustados que no podía levantar mucho el pie, pero notó la planta del zapato presionándole la pelvis. Lucy gritó de dolor, tan espantoso como liberador. ¿Cuántos años llevaba sin sentir nada, salvo un entumecimiento? ¿Cuántos años llevaba sin levantarle la voz a un hombre para decirle que no?

Sentía tal presión en la garganta que no podía respirar. Apenas podía soportarlo.

—Mira lo asustado que…

Juice volvió a propinarle un puñetazo en la cara. Notó que el puente de la nariz se le rompía. Lucy se tambaleó, con los brazos abiertos. Vio, literalmente, las estrellas. Se le cayó el bolso. Uno de los tacones se le rompió.

—¡Fuera de mi vista! —exclamó Juice blandiendo el puño en el aire—. ¡Lárgate de aquí antes de que te mate, zorra!

Lucy chocó con Jane, que la apartó como a un perro sarnoso.

—¡Márchate! —siseó Mary—. Por favor.

Lucy tragó un poco de sangre y la escupió tosiendo. Trocitos de color blanco cayeron al suelo. Eran sus dientes.

—¡Largo, zorra! —la advirtió Juice—. Fuera de mi vista.

Lucy consiguió darse la vuelta. Miró la oscura calle. No había luz alguna. O bien los proxenetas las apagaban, o bien la ciudad no se molestaba en encenderlas. Lucy se tambaleó de nuevo, pero logró mantenerse derecha. El tacón roto de su zapato era un problema. Se quitó ambos zapatos. Las plantas de sus pies notaron el intenso calor del asfalto, una sensación tan ardiente que le subió hasta el cuero cabelludo. Era como caminar por encima de un montón de brasas. Lo había visto una vez en televisión; el truco consistía en caminar lo bastante rápido como para que el oxígeno no entrase en las llamas, así no te ardía la piel.

Aceleró el paso. Se irguió mientras caminaba. Mantuvo la cabeza bien alta, a pesar del dolor tan intenso que sentía en las costillas. No importaba. La oscuridad tampoco. Ni el calor en la planta de sus pies. Nada importaba.

Se dio la vuelta y gritó:

—¡Mira lo asustado que está ese mapache!

Juice fingió salir detrás de ella, que empezó a correr por la calle. Las plantas de sus pies chocaban contra el asfalto. Sus brazos se movían con fuerza. Sus pulmones parecían sacudirse cuando dio la vuelta a la esquina. La adrenalina le recorría todo el cuerpo. Lucy se acordó de las clases de gimnasia, cuando, por su mala actitud, la profesora la obligaba a dar cinco, diez, veinte vueltas a la pista. Había sido tan rápida en aquella época, tan joven y libre. Todo eso se había acabado. Las piernas empezaron a dolerle, las rodillas se le doblaban. Se atrevió a mirar atrás, pero no vio a Juice. No vio a nadie. Se tambaleó para detenerse.

Juice ni se había molestado en perseguirla.

Lucy se inclinó, apoyando una mano sobre una cabina telefónica, escupiendo sangre por la boca. Utilizó la lengua para ver de dónde le salía. Tenía dos dientes rotos, aunque gracias a Dios eran de la parte de atrás.

Entró en la cabina. La luz la cegó al cerrar la puerta. La abrió de nuevo y se apoyó contra el cristal. Aún jadeaba. Parecía que hubiese corrido diez millas, no unas cuantas manzanas.

Miró el teléfono, el auricular negro colgado de su gancho, la ranura para las monedas. Lucy pasó los dedos por encima del símbolo del timbre, grabado en la placa; luego dejó que su mano buscase el cuatro, el siete, el ocho. El número de teléfono de sus padres. Aún se lo sabía de memoria, como se sabía el número de la calle donde vivían, la fecha del cumpleaños de su madre y la de la próxima graduación de su hermano. Aquella Lucy de antes aún no estaba completamente perdida. Su vida seguía existiendo en números.

Podía llamar, pero, aunque respondiesen, nadie tendría nada que decir.

Lucy se obligó a salir de la cabina. Subió la calle caminando lentamente, sin dirección alguna. Su estómago se retorció cuando notó la primera sensación del mono. Debería ir al hospital para que la curasen y rogarle a la enfermera que le diese algo de metadona antes de que empeorase aún más. El Grady estaba doce manzanas más abajo, y luego otras tres hacia arriba. Aún no sentía calambres en las piernas. Podía llegar hasta allí caminando. Aquellas vueltas a la pista nunca habían sido un castigo. A Lucy solía gustarle correr. Le encantaba hacer jogging los fines de semana con su hermano Henry. Él siempre se paraba antes que ella. Lucy tenía una carta suya en el bolso. Se la dio el mes pasado el hombre de la Union Mission, donde las chicas solían pasar el rato cuando Juice estaba cabreado con ellas.

Lucy había guardado la carta sin abrir durante tres días, por miedo a que le diese malas noticias. Su padre había muerto. Su madre se había escapado con el hombre de las Charles Chips. Ahora todo el mundo se estaba divorciando. Hogares destruidos. Hijos destrozados. Aunque Lucy llevaba perdida mucho tiempo, aquello era algo más que abrir y leer una sencilla carta.

La apretujada y pequeña escritura de Henry le resultó tan familiar que sintió como si una suave mano le acariciase las mejillas. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Leyó la carta entera una vez, luego otra y después otra más. Una página. No le hablaba de ningún cotilleo, ni le daba noticias de su familia, porque Henry no era así. Era preciso, lógico, nada dramático. Estaba en el último curso de la Facultad de Derecho. Estaba buscando un trabajo porque había oído que las cosas estaban difíciles. Echaría de menos ser estudiante, estar con sus amigos. Y echaba de menos a Lucy.

Echaba de menos a Lucy.

Esa fue la parte que leyó cuatro, cinco veces, y después tantas que perdió la cuenta. Henry echaba de menos a Lucy. Su hermano echaba de menos a su hermana.

Lucy también se echaba de menos a sí misma.

Pero se le había caído el bolso en la esquina. Ahora quizá lo tenía Juice. Probablemente habría tirado todas sus cosas a la acera y las habría registrado como si fuesen suyas. Eso significaba que tendría la carta de Henry, y su cuchillo de cocina, lo bastante afilado como para cortar la piel de su pierna, algo que había hecho la semana pasada para asegurarse de que seguía sangrando.

Lucy giró en la siguiente esquina. Se dio la vuelta para mirar la luna. Señalaba el cielo oscuro con el borde curvado de su uña. El esqueleto del inacabado hotel Peachtree Plaza apareció a lo lejos; el hotel más alto del mundo. Toda la ciudad estaba en obras. Al cabo de un año o dos, habría miles de habitaciones nuevas de hotel en el centro. Los negocios estaban en pleno auge, especialmente en las calles.

Dudó que viviese para verlo.

Lucy tropezó de nuevo. Un dolor le recorrió la espalda. Las lesiones que le había causado Juice empezaban a reclamar su atención. Debía de tener una costilla fracturada. Sabía que tenía la nariz rota. Los retortijones del estómago empezaban a ser más intensos. Necesitaría una dosis pronto o acabaría sufriendo un delirium tremens.

Se esforzó por seguir caminando.

—Por favor —dijo rogando al dios del hospital Grady—. Espero que me den metadona, que me den una cama, que sean amables, que…

Se detuvo. ¿Qué pasaba con ella? ¿Por qué dejaba que su destino estuviera en manos de una puta enfermera que la miraría de arriba abajo y sabría lo que era? Debía regresar por donde había venido, arreglar las cosas con Juice, arrodillarse ante él y pedirle que la perdonase. Por piedad. Por una dosis. Por la salvación.

—Buenas noches, hermana.

Lucy se dio la vuelta, esperando ver a Henry, aunque él jamás la había saludado de esa forma. Había un hombre a unos metros detrás de ella. Era blanco, alto, y se ocultaba en la oscuridad. Lucy se llevó la mano al pecho. El corazón le latía con fuerza. Sabía que no debía dejar que nadie se le acercase de esa forma. Buscó su bolso, el cuchillo que guardaba dentro, pero recordó tardíamente que lo había perdido todo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó el hombre.

Era un tipo con buen aspecto, algo que Lucy llevaba mucho tiempo sin ver, salvo en algún poli. Llevaba el pelo cortado al rape, las patillas cortas y no tenía ni un asomo de barba, a pesar de lo tarde que era. Un militar, pensó. Muchos hombres estaban regresando de Vietnam. Dentro de seis meses, ese capullo sería como los demás veteranos de guerra que conocía, llevaría el pelo sucio recogido en una trenza, pegaría a las mujeres y se pasaría el rato echando pestes del Gobierno.

Lucy trató de hablar con voz firme.

—Lo siento, guapetón, pero he acabado por esta noche. —Sus palabras resonaron entre los altos edificios. Se percató de que le costaba hablar y se irguió para que no pensase que iba a ser un objetivo fácil—. Ya hemos cerrado el negocio.

—No me interesa el negocio —respondió dando un paso hacia delante. Llevaba un libro en las manos: la Biblia.

—Joder —murmuró Lucy. Esos tipos estaban por todos lados. Mormones, testigos de Jehová, incluso algunos de la Iglesia católica de la localidad—. Escucha, no necesito que me salven.

—Odio discutir, hermana, pero yo creo que sí.

—No soy tu hermana. Yo tengo un hermano, y no eres tú.

Lucy se dio la vuelta y empezó a caminar. No podía regresar con Juice en ese momento, porque no se sentía capaz de soportar otra paliza. Iría al hospital y armaría tal alboroto que la tendrían que sedar. Eso, al menos, bastaría para pasar la noche.

—Apuesto a que está preocupado por ti.

Lucy se detuvo.

—Me refiero a tu hermano. Estoy seguro de que estará preocupado por ti. Yo lo estaría.

Lucy juntó las manos, pero no se dio la vuelta. Continuó caminando. El hombre la siguió. Lucy no aceleró el paso. No podía. El dolor en el estómago era tan intenso que parecía tener un cuchillo clavado en las vísceras. El hospital sería una solución para esa noche, pero luego vendría mañana, y el día siguiente, y el otro. Tenía que buscar la forma de ganarse de nuevo la simpatía de Juice. No había sido una buena noche. Ni siquiera Kitty había ganado mucho dinero. A Juice solo le interesaba el dinero contante y sonante, y Lucy estaba segura de que ese seguidor de Jesús tendría al menos diez dólares encima. Juice le pegaría de nuevo, pero el dinero suavizaría los golpes.

—Me gustaría llamarle —dijo Lucy aminorando el paso. Podía sentir cómo la seguía, manteniendo la distancia—. Me refiero a mi hermano. Vendrá a recogerme. Dijo que lo haría. —Estaba mintiendo, pero su voz sonaba firme—. No tengo nada de dinero. Solo quiero un poco para llamarle. Con eso me basta.

—Si lo que quieres es dinero, yo puedo dártelo.

Lucy se detuvo de nuevo. Se giró lentamente. El hombre estaba bajo el haz de luz que procedía del vestíbulo de algún edificio de oficinas cercano. Lucy era demasiado alta, 1,78 sin zapatos. Estaba acostumbrada a tener que mirar hacia abajo para hablar con la gente. Sin embargo, aquel hombre medía más de 1,80. Las manos que sostenían la Biblia eran enormes. Tenía la espalda ancha. Las piernas eran largas, pero no delgadas. Lucy era rápida, especialmente cuando estaba asustada. En cuanto sacase la cartera, se la quitaría y echaría a correr.

—¿Eres marine o algo parecido?

—Del 4-F[1] —respondió el hombre dando un paso para acercarse—. Discapacidad médica.

A ella le pareció más que capacitado. Probablemente, tenía un papá que le ayudó a librarse, lo mismo que había hecho su padre con Henry.

—Por favor, dame algo de dinero para llamar a mi hermano.

—¿Dónde está?

—En Atenas.

—¿En Grecia?

Lucy soltó una carcajada.

—En Georgia. Está en la universidad. En la Facultad de Derecho. Está a punto de casarse. Me gustaría llamarle. Felicitarle. Pedirle que venga a por mí y que me lleve a casa, con mi familia.

El hombre volvió a acercarse. La luz iluminó los rasgos de su rostro, que eran de lo más normales, incluso demasiado normales. Ojos azules, una bonita boca, la nariz afilada, la mandíbula cuadrada.

—¿Por qué no estás en la universidad?

Lucy notó un hormigueo en la nuca. No sabía cómo describirlo. Una parte de ella tenía miedo de aquel hombre; otra pensaba que no había hablado con un tipo así desde hacía muchos años. No la miraba como si fuese una puta. No le estaba proponiendo ningún negocio. No veía ninguna amenaza en sus ojos. Sin embargo, eran las dos de la madrugada y allí estaba, en una calle vacía de una ciudad cuyas puertas se cerraban a las seis de la tarde, cuando todos los blancos regresaban a sus zonas residenciales.

La verdad es que ninguno de los dos formaba parte de aquel lugar.

—Hermana —dijo acercándose un poco más. Lucy se sorprendió al ver en su mirada tanto interés—. No quiero que tengas miedo de mí. El Señor me guía.

Ella tardó en responder. Llevaba muchos años desde que alguien, por última vez, la había mirado con algo cercano a la compasión.

—¿Por qué crees que tengo miedo?

—Creo que llevas mucho tiempo viviendo asustada, Lucy.

—Tú no sabes cómo he… —Se detuvo—. ¿Cómo sabes mi nombre?

—Tú me lo has dicho —respondió el hombre un tanto confuso.

—No. Yo no te lo he dicho.

—Me dijiste que te llamabas Lucy hace unos minutos. —Levantó la Biblia para enfatizar—. Te lo juro.

Lucy tenía la boca seca. Su nombre era un secreto. Jamás se lo decía a un extraño.

—Yo no te he dicho mi nombre.

—Lucy…

El hombre estaba muy cerca de ella. Tenía la misma mirada de preocupación en sus ojos, pero con solo dar un paso podía cogerla por la garganta antes de que ella pudiera impedirlo.

Pero no lo hizo. Continuó con la Biblia pegada al pecho.

—Por favor, no tengas miedo de mí. No tienes motivos para ello.

—¿Qué haces aquí?

—Quiero ayudarte. Quiero salvarte.

—No necesito que me salven. Necesito dinero.

—Ya te he dicho que te daré todo el dinero que quieras.

Se puso la Biblia debajo del brazo y sacó la cartera. Vio los billetes doblados cuidadosamente en el billetero. Cientos. Los abrió en abanico.

—Quiero cuidar de ti. Es lo que he querido siempre.

A Lucy le tembló la voz. Miró el dinero. Había al menos quinientos dólares, puede que incluso más.

—No te conozco de nada.

—No, aún no.

Lucy retrocedió, aunque necesitaba acercarse, coger el fajo de billetes y echar a correr. Si el hombre se percató de sus intenciones, no lo demostró. Se quedó allí, sosteniendo los billetes como si fuesen sellos de correos en sus grandes manos, sin moverse, sin decir nada. Había mucho dinero. Quinientos dólares. Con esa cantidad podría alquilar la habitación de un hotel, apartarse de las calles durante meses, puede que incluso por un año.

Notó que el corazón le chocaba contra la costilla astillada. Dudaba entre coger la pasta y echar a correr o, sencillamente, correr y ponerse a salvo. El pelo de la nuca se le erizó. Le temblaban las manos. Notó una fuente de calor dándole en la espalda. Durante unos instantes, pensó que el sol estaba saliendo en Peachtree Plaza, recorría la calle y calentaba su cuello y sus hombros. ¿Era una señal del Cielo? ¿Había llegado por fin su momento de salvación?

No. Ninguna salvación. Solo dinero.

Dio un paso adelante, luego otro.

—Quiero conocerte —le dijo al hombre.

El miedo le impedía hablar con claridad.

—Eso está bien, hermana —respondió el hombre con una sonrisa.

Lucy fingió devolverle la sonrisa. Encorvó los hombros para parecer más joven, más dulce e inocente. Luego cogió el fajo de billetes y se dio la vuelta para echar a correr, pero su cuerpo retrocedió como una honda.

—No opongas resistencia. —Sus dedos le aferraban la muñeca. Su enorme mano ocupaba medio brazo de ella—. Ya no puedes escapar.

Lucy dejó de forcejear. No podía hacer nada. El dolor le llegaba hasta la nuca. La cabeza le palpitaba. El cuello le crujió. A pesar de eso, aún aferraba el dinero. Notó que los rígidos billetes le arañaban la palma de la mano.

—Hermana, ¿por qué llevas una vida pecaminosa?

—No lo sé.

Lucy negó con la cabeza. Miró el suelo. Sorbió la sangre que le brotaba de la nariz. Luego notó que él empezaba a soltarla.

—Hermana…

Ir a la siguiente página

Report Page