Criminal

Criminal


Capítulo dos

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Capítulo dos

En la actualidad. Lunes

Will Trent jamás había estado solo en casa de otra persona, a no ser que esa persona estuviese muerta. Al igual que sucedía con otros muchos aspectos de su vida, era consciente de que eso era una característica que compartía con muchos asesinos en serie. Afortunadamente, él era un agente de la Oficina de Investigación de Georgia, por eso los cuartos de baño vacíos en los que buscó y los dormitorios desérticos que registró estaban enmarcados dentro de la categoría de las intrusiones por el bien común.

Esa revelación no le tranquilizó mientras recorría el apartamento de Sara Linton. No paraba de repetirse que tenía una razón legítima para estar allí. Sara le había pedido que le pusiese de comer a los perros y que los sacase a pasear porque ella tenía que hacer un turno extra en el hospital. Sin embargo, ellos no eran unos extraños. Se habían estado conociendo durante un año antes de empezar a estar juntos, algo que sucedió dos semanas atrás. Desde entonces se había quedado en su apartamento todas las noches. Antes incluso de que eso sucediese, había conocido a sus padres, había cenado en casa de su familia. Teniendo en consideración toda esa familiaridad, esa sensación de estar invadiendo una propiedad ajena carecía por completo de sentido.

Pero eso no impedía que se sintiera como un acosador.

Probablemente, se debía a que era la primera vez que se encontraba allí solo. Estaba seguro de que estaba obsesionado con Sara Linton. Quería saberlo todo de ella. Y aunque no sentía la necesidad de sacar sus trajes y revolcarse desnudo con ellos en su cama —al menos no sin Sara allí con él—, había algo que le impulsaba a mirar todas las cosas que tenía en los estantes y en los cajones. Deseaba mirar los álbumes de fotos que guardaba en una caja dentro del armario del dormitorio. Quería estudiar sus libros y examinar su colección de iTunes.

No es que actuase llevado por esos impulsos. A diferencia de los asesinos en serie, trataba de que ninguna de sus obsesiones se convirtiese en algo siniestro, pero el deseo le hacía sentir un tanto inquieto.

Enganchó la correa de los perros en la percha que había dentro del armario de la entrada. Los dos galgos estaban tumbados sobre el sofá del salón. Un rayo de sol blanqueaba su pelo color beis. El loft era un ático de lujo, lo cual era uno de los extras de ser una pediatra en lugar de un funcionario. Las ventanas en forma de L ofrecían una vista panorámica del centro de Atlanta. El Banco de America Plaza, cuyos constructores parecían haberse olvidado de quitar los andamios de la parte superior. La torre Georgia Pacific en forma de peldaños, que se construyó sobre el cine cuando se estaba estrenando Lo que el viento se llevó. El diminuto edificio Equitable, apostado como un pisapapeles de granito negro al lado del cubilete para lápices del Westin Peachtree Plaza.

Atlanta era una ciudad pequeña en muchos aspectos; la población dentro de los límites de la ciudad pasaba ligeramente de los quinientos mil. Sin embargo, fuera de la zona metropolitana, llegaba casi a los seis millones. La ciudad era una Meca en el Piedmont, el centro empresarial del Southeast. Se hablaban más de sesenta idiomas. Había más habitaciones de hotel que residentes, más oficinas que habitantes. Trescientos asesinatos al año. Mil cien violaciones denunciadas. Casi trece mil cargos de agresiones con agravantes.

Una ciudad pequeña, pero siempre enfadada.

Fue a la cocina y cogió los recipientes de agua del suelo. Pensar en regresar a su pequeña casa le hizo sentirse solo, lo cual resultaba extraño, teniendo en cuenta que había crecido deseando estar solo, por encima de cualquier otra cosa. En su vida había algo más que Sara Linton. Era un hombre adulto. Tenía un trabajo. Su propio perro. Su casa. Incluso había estado casado antes. Técnicamente, aún seguía casado, aunque eso no le había importado gran cosa hasta hace poco.

Will tenía ocho años cuando los polis dejaron a Angie Polaski en el orfanato de Atlanta. Ella tenía once años, era una chica, lo que significaba que contaba con muchas oportunidades de ser adoptada, pero era rebelde y respondona, por eso nadie la quería. A Will tampoco lo quería nadie. Había pasado la mayor parte de su infancia entrando y saliendo de los orfanatos como un libro manoseado de una biblioteca. Angie, de alguna manera, había conseguido que todo aquello fuese más llevadero, salvo en los momentos en que ella lo convertía en algo insoportable.

Se habían casado dos años antes. Lo habían hecho como si fuese una especie de reto entre los dos, lo que, de alguna forma, explicaba que ninguno se lo tomase muy en serio. Angie había durado menos de una semana. Dos días después de la ceremonia civil, Will se despertó y vio que se había llevado su ropa, que la casa estaba vacía. No le sorprendió ni le dolió. De hecho, se sintió muy aliviado al ver que no había tardado mucho en hacerlo. Angie desaparecía constantemente, aunque él sabía que volvería. Siempre lo hacía.

Pero, en esta ocasión, por primera vez, había ocurrido algo mientras ella estaba fuera. Se había enamorado de Sara, de su forma de respirarle en el oído, de su forma de pasarle los dedos por la espalda, de su sabor, de su olor, de todas esas cosas que jamás había sentido con Angie.

Chasqueó la lengua mientras ponía los recipientes de agua en el suelo, pero los perros permanecieron en el sofá, sin prestarle atención.

La Glock de Will estaba sobre la encimera, al lado de su chaqueta. Se colocó la pistolera en el cinturón. Miró la hora en la cocina mientras se ponía la chaqueta. El turno de Sara terminaba dentro de cinco minutos, lo que significaba que aún le quedaban diez minutos para marcharse. Probablemente, ella le llamaría al llegar a casa, y él diría que había estado ocupado con el papeleo o corriendo en la cinta, cualquier mentira que dejase claro que no había estado esperando su llamada, pero luego vendría a toda prisa, bailoteando como hacía Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas.

Camino de la puerta principal vibró su móvil. Reconoció el número de su jefa. Durante un segundo, pensó en desviar la llamada al buzón de voz, pero sabía por experiencia que Amanda no se rendiría fácilmente.

—Trent —respondió.

—¿Dónde estás?

Por alguna razón, esa pregunta le resultó un tanto intrusiva.

—¿Por qué?

Amanda soltó un suspiro de cansancio. Will podía oír ruidos al otro extremo, el débil murmullo de la multitud, un sonido seco y constante.

—Respóndeme, Will.

—Estoy en casa de Sara.

Ella no respondió.

—¿Me necesitas?

—Por supuesto que no. Seguirás en el aeropuerto hasta nuevo aviso. ¿Me comprendes? Nada más.

Will miró el teléfono durante unos instantes, luego se lo puso de nuevo en la oreja.

—De acuerdo.

Su jefa terminó la llamada bruscamente. Tenía la sensación de que habría colgado de un golpetazo si eso fuese posible con un móvil.

En lugar de marcharse, se quedó en el vestíbulo, intentando imaginar qué habría sucedido. Rebobinó la conversación mentalmente. No le había dado ninguna explicación. Estaba acostumbrado al secretismo de su jefa. La rabia no era una emoción nueva. Sin embargo, aunque le había dejado de lado en otras ocasiones, no podía entender por qué le había preguntado dónde estaba en ese momento. De hecho, le sorprendía que le hubiese hablado. No le había dirigido la palabra en las dos últimas semanas.

La directora adjunta, Amanda Wagner, era una veterana que pertenecía a ese grupo de policías que ignoraban las reglas para defender un caso, pero seguía el manual cuando se trataba del código de la vestimenta. El GBI exigía que todos los agentes que no fuesen secretos llevasen el pelo cortado dos centímetros por encima del cuello. Dos semanas antes, Amanda le había puesto una regla en la nuca; al ver que no le hizo caso cortándose el pelo, lo trasladó al servicio del aeropuerto, lo que le obligaba a merodear por los servicios de caballeros esperando que alguien le hiciera una proposición.

El error de Will había sido hablarle de la regla a Sara. Le había contado la historia como si fuese una especie de broma, como para darle una explicación de por qué tenía que ir a la peluquería antes de salir a cenar. Sara no le había dicho que no se cortase el pelo. Era más lista que todo eso. Le había dicho que le gustaba el pelo tal como lo tenía, que le sentaba bien. Le había acariciado la nuca mientras se lo decía. Y luego le sugirió que, en lugar de ir a la peluquería, se fuesen al dormitorio, donde hicieron algo tan obsceno que durante unos segundos experimentó una especie de ceguera histérica.

Por eso pensaba que podía pasarse el resto de su carrera mirando por debajo de los compartimentos de los aseos de hombres en el aeropuerto más transitado del mundo.

Sin embargo, nada de eso explicaba por qué Amanda había necesitado localizarle ese día y a esa hora en particular. Ni el sonido de la gente reunida que oyó de fondo. Ni ese sonido seco tan familiar.

Entró de nuevo en el salón. Los perros se movieron en el sofá, pero no se sentó. Cogió el mando y encendió el televisor. Un partido de baloncesto. Cambió al canal local. Monica Pearson, la presentadora del Canal 2, estaba sentada detrás de su mesa. Estaba emitiendo un programa sobre el Beltline, el nuevo sistema de transporte que todos los habitantes de Atlanta odiaban, salvo los políticos. Will tenía el dedo sobre el botón de encendido cuando el programa cambió. Últimas noticias. Apareció la imagen de una mujer joven por encima de los hombros de Pearson. Will subió el volumen mientras conectaban con una conferencia de prensa en directo.

Se sentó.

Amanda estaba de pie, en un podio de madera. Tenía varios micrófonos colocados delante de ella. Esperaba a que todo el mundo guardase silencio. Will oyó esos ruidos tan familiares: las cámaras chasqueando por encima del murmullo de la multitud.

Había visto a su jefa dar cientos de conferencias de prensa. Normalmente, él se quedaba en la parte trasera de la sala, tratando de no aparecer en las cámaras, mientras Amanda aceptaba de buen grado ser el centro de atención. Le encantaba estar al mando y controlar el pequeño reguero de información que alimentaba los medios de comunicación. Salvo en ese momento. Will observó su rostro cuando la cámara la enfocó. Parecía cansada. Más que eso: preocupada.

Dijo: «La Oficina de Investigación de Georgia ha emitido un boletín de Alerta sobre Ashleigh Renee Snyder. La chica de diecinueve años desapareció aproximadamente a las tres y cuarto de esta tarde». Se detuvo para darles tiempo a los periodistas a tomar nota de su descripción. «Ashleigh vive en la zona de Techwood y es estudiante de segundo curso en el Instituto de Tecnología de Georgia», añadió.

Amanda dijo más cosas, pero Will bajó el volumen. Observó cómo movía la boca, cómo señalaba a distintos periodistas. Sus preguntas eran largas, pero sus respuestas eran escuetas. Estaba claro que no lo soportaba. De hecho, no utilizó esas bromas tan habituales en ella. Finalmente, abandonó el podio y volvió a aparecer Monica Pearson. La foto de la chica desaparecida surgió de nuevo a su espalda. Era rubia, bonita y delgada.

Le resultó familiar.

Will sacó el móvil del bolsillo. Le dio al botón de llamada rápida buscando el número de Amanda, pero no lo presionó.

Según la ley estatal, la policía local tenía que pedirle al GBI que se encargase del caso. Una de las raras excepciones eran los secuestros, ya que el tiempo era un factor crucial y los secuestradores podían cruzar la frontera del estado rápidamente. Un boletín de alerta movilizaría a todas las oficinas de campo del GBI. Llamarían a todos los agentes. Cualquier prueba que se encontrase tendría prioridad en el laboratorio. Todos los recursos de la agencia se destinarían a ese caso.

Todos, salvo Will.

Probablemente, no debía darle demasiada importancia. Era otra forma de castigarle. Aún seguía molesta con su pelo. Era capaz de mantenerle fuera del caso. Eso era todo. Will había trabajado en secuestros antes. Eran algo horrible. No solían acabar bien. Aun así, todos los policías querían trabajar en alguno. El tictac del reloj, la tensión, la búsqueda, el subidón de adrenalina los seducía a todos.

Y Amanda lo estaba castigando manteniéndole al margen del caso.

Techwood.

Una estudiante.

Apagó la televisión. Notó que una gota de sudor le corría por la espalda. No podía concentrarse en nada en particular. Finalmente, sacudió la cabeza para aclararse las ideas. Fue entonces cuando vio la hora en el decodificador. El turno de Sara había terminado hacía doce minutos.

—Joder.

Tuvo que mover a los perros antes de levantarse. Fue a la puerta principal. Abel Conford, el vecino de Sara, estaba en el pasillo esperando el ascensor.

—Buenas tar…

Will bajó por las escaleras. De dos en dos. Tenía que salir del edificio para que Sara no pensase que la había estado echando de menos. Vivía a pocas manzanas del hospital. Estaría al llegar.

De hecho, ya estaba allí.

La vio sentada en su BMW nada más abrir la puerta de la entrada. Durante un estúpido segundo, pensó en ocultarse entre los árboles. Luego se percató de que Sara habría visto su coche. Su Porsche del 79 estaba aparcado al lado de su nuevo SUV. Will no podía abrir la puerta sin darle un golpe al de Sara.

Masculló algo en voz baja mientras esbozaba una sonrisa. Sara no se la devolvió. Estaba sentada en su asiento, con las manos aferradas al volante, mirando hacia delante. Will se acercó hasta el coche. El sol brillaba lo bastante como para convertir el parabrisas en un espejo, por eso no notó que estaba llorando hasta que estuvo a su lado.

De repente, sus problemas con Amanda perdieron toda su importancia. Will tiró de la manilla de la puerta. Sara abrió desde dentro.

—¿Te encuentras bien?

—Sí —respondió ella, que se dio la vuelta para mirarle, apoyando los pies en los estribos—. Un mal día en el trabajo.

—¿Quieres que hablemos de eso?

—La verdad es que no, pero gracias.

Ella le pasó los dedos por la mejilla y le echó el pelo detrás de la oreja.

Will se acercó. Lo único que podía hacer era mirarla. Tenía su pelo rojizo recogido en una coleta. La luz del sol resaltó el verde intenso de sus ojos. Llevaba puesta la bata de hospital. Se veían algunas manchas de sangre seca en la manga. Tenía varios números escritos en la palma de la mano: tinta azul sobre una piel blanca como la leche. Todas las historias clínicas de los pacientes del Grady estaban en tabletas digitales. Sara usaba el dorso de la mano para calcular las dosis que debía darles a los pacientes. Si lo hubiera sabido la semana anterior, se habría ahorrado dos noches de insomnio por unos celos insanos, pero no quería estropearlo todo con nimiedades.

—¿Están bien los perros? —preguntó Sara.

—Han hecho todo lo que se supone que deben hacer.

—Gracias por cuidar de ellos.

Apoyó las manos en sus hombros. Will notó un escalofrío familiar. Era como si existiese un cordón invisible entre ellos. El más ligero tirón lo dejaba incapacitado.

Sara le acarició la nuca.

—Cuéntame cómo ha sido tu día.

—Aburrido y triste —respondió, lo cual, en parte, era cierto—. Un viejecito me dijo que tenía un buen paquete.

Ella esbozó una sonrisa pícara.

—No le puedes arrestar por ser sincero.

—Se estaba regodeando cuando lo dijo.

—Bueno, a mí no me importaría hacer lo mismo.

Will notó que el cordón se tensaba. La besó. Tenía unos labios suaves. Sabían a la menta de su bálsamo de labios. Sus uñas le arañaron el pelo. Él se acercó aún más. Luego todo se detuvo cuando la puerta principal del edificio se abrió de golpe. Abel Conford los miró con el ceño fruncido mientras se dirigía a grandes zancadas hasta su Mercedes.

Will tuvo que aclararse la voz antes de poder preguntarle a Sara:

—¿Estás segura de que no te apetece estar sola?

Ella le ajustó el nudo de la corbata.

—Quiero dar un paseo contigo, y después quiero comerme una pizza entera contigo, y luego quiero pasar el resto de la noche contigo.

Will miró su reloj.

—Creo que podré arreglarlo.

Sara salió del coche y cerró la puerta. Will se guardó el llavero en el bolsillo. El plástico golpeó el frío metal de su anillo de bodas. Se lo había quitado dos semanas antes, pero, por alguna razón que no sabía explicar, eso era lo más lejos que había podido llegar.

Sara le cogió de la mano mientras bajaban por la acera. Atlanta estaba en su momento más espectacular de finales de marzo, y ese día no era una excepción. Una ligera brisa refrescaba el ambiente. Todos los jardines estaban llenos de flores. El sofocante calor de los meses de verano parecía un cuento de viejas. El sol se colaba por entre los ondulantes árboles, iluminando el rostro de Sara. Había dejado de llorar, pero Will sabía que aún seguía afectada por lo sucedido en el hospital.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó.

En lugar de responder, Sara cogió su brazo y se lo pasó por encima de los hombros. Era unos cuantos centímetros más baja que él, lo que significaba que encajaba como una pieza de un rompecabezas bajo su brazo. Will notó su mano escurrirse por debajo de la chaqueta. Colgó su pulgar sobre la parte superior del cinturón, muy cerca de su Glock. Contemplaron el incesante tráfico peatonal del vecindario: corredores, parejas ocasionales, hombres empujando los cochecitos de bebé, mujeres paseando a sus perros. La mayoría de ellos hablaban por el móvil, incluso los corredores.

—Te he mentido —dijo finalmente Sara.

Él la miró.

—¿En qué?

—No tuve un turno extra en el hospital. Me quedé allí porque… —Su voz se apagó. Miró la calle—. No había nadie más.

Will no supo decir otra cosa, salvo:

—De acuerdo.

Sara irguió los hombros al respirar profundamente.

—Trajeron a un niño de ocho años casi a la hora de la comida. —Sara era la pediatra que atendía el servicio de urgencias del Grady. Veía a muchos niños en muy mal estado—. Se había tomado una sobredosis de medicamentos para la presión arterial. Eran de su abuela. Había ingerido la mitad de su dosis para noventa días. No pude hacer nada.

Will guardó silencio para darle tiempo.

—Tenía menos de cuarenta pulsaciones cuando llegó al hospital. Le hicimos un lavado de estómago. Le dimos glucagón, maximizamos la dopamina, la epinefrina. —Su voz se entrecortaba a cada palabra—. No pude hacer nada más. Llamé al cardiólogo para ponerle un marcapasos, pero… —Volvió a sacudir la cabeza—. Tuvimos que dejarle ir y, finalmente, lo trasladamos a la unidad de cuidados intensivos.

Will vio un Monte Carlo negro bajando por la calle. Tenía las ventanillas bajadas. La música rap sacudió el ambiente.

—No podía dejarle solo —dijo Sara.

Will dejó de prestarle atención al coche.

—¿No había enfermeras?

—La sala estaba llena. —Volvió a sacudir la cabeza—. Su abuela no vino al hospital. Su madre está en la cárcel. Su padre anda desaparecido. No tenía más parientes. Estaba inconsciente. Ni siquiera se podía dar cuenta de que yo estaba allí. —Se detuvo por un instante—. Tardó cuatro horas en morir. Sus manos ya estaban frías cuando lo subimos a la planta de arriba. —Miró la acera—. Jacob. Se llamaba Jacob.

Will se mordió el interior de la boca. Cuando era un crío, había ingresado en el Grady unas cuantas veces. El hospital era la única institución financiada públicamente que quedaba en Atlanta.

—Tuvo suerte de tenerte a su lado —dijo.

Ella le abrazó con más fuerza. Aún seguía cabizbaja, como si las grietas de la acera necesitasen de un examen más exhaustivo.

Pasearon en silencio. Will permaneció a la espera. Sabía que ella estaba pensando en su infancia, en la posibilidad de que su vida hubiese acabado de la misma forma que la de Jacob. Will sintió la necesidad de decírselo, de recordarle que el sistema se había comportado con él mejor que con muchos, pero no encontró las palabras adecuadas.

Sara tiró de la parte de atrás de su camisa.

—Vamos. Deberíamos volver.

Tenía razón. El tráfico peatonal había disminuido. Se estaban acercando al Boulevard, que no era el lugar más adecuado para estar a esas horas del día. Will levantó la mirada y parpadeó a causa de la intensa luz del sol. No había edificios altos ni rascacielos bloqueando el sol, solo hileras e hileras de viviendas subvencionadas por el Gobierno.

Techwood había sido como aquel lugar hasta mediados de los noventa, cuando los Juegos Olímpicos lo cambiaron todo. La ciudad había acabado con los suburbios. Los habitantes habían sido trasladados más al sur, y los estudiantes vivían en edificios de apartamentos de lujo.

Estudiantes como Ashleigh Snyder.

Will habló antes de poder evitarlo.

—¿Por qué no subimos por este lado?

Ella le miró con curiosidad. Will señalaba los guetos.

—Quiero enseñarte algo.

—¿Aquí?

—Está solo a unas manzanas.

Will la tiró del hombro para hacer que se moviese. Cruzaron otra calle, pasando por encima de un montón de escombros. Había grafitis por todos lados. Notó que a Sara se le erizaba el vello de la nuca.

—¿Estás seguro de lo que haces?

—Confía en mí —dijo él, aunque, como era de esperar, se encontraron con un sórdido grupo de adolescentes descamisados.

Todos tenían un aspecto desaliñado y llevaban los vaqueros semicaídos. Formaban un grupo muy variado de adictos a las anfetas; casi todos representaban los grupos étnicos que habitaban en Atlanta. Uno de ellos tenía una pequeña esvástica tatuada en su blanca barriga. Otro, una bandera de Puerto Rico en el pecho. Las gorras de béisbol las llevaban del revés. Les faltaban dientes o los tenían empastados de oro. Todos sostenían bolsas de papel color marrón.

Sara se acercó aún más a Will. Él les devolvió la mirada a los muchachos. Will era un tipo fuerte, pero optó por echarse la chaqueta hacia atrás para que se dieran cuenta de con quién estaban tratando. Nada desanima más que una Glock modelo 23 de la policía, capaz de disparar catorce balas.

Sin decir palabra, el grupo se dio la vuelta y se fue en la dirección opuesta. Will los siguió con la mirada para cerciorarse de que se marchaban.

—¿Adónde vamos? —preguntó Sara.

Obviamente no había pensado que su paseo vespertino acabase en una visita a una de las zonas con más índice de criminalidad de la ciudad. El sol caía sobre ellos de lleno. No había sombras en esa parte de Atlanta. Nadie plantaba flores en sus jardines delanteros. A diferencia de las calles alineadas de cornejos de las zonas más habitadas, allí solo había luces de xenón y descampados para que los helicópteros de la policía pudiesen localizar los coches robados o perseguir a los delincuentes que huían.

—Solo un poco más —respondió Will frotándole el hombro para tratar de tranquilizarla.

Caminaron unas cuantas manzanas más en silencio. Podía notar cómo Sara se iba poniendo cada vez más tensa, a medida que se alejaban.

—¿Sabes cómo se llama esta zona? —preguntó Will.

Sara miró a su alrededor buscando alguna placa de calle.

—¿SoNo? ¿Old Fourth Ward?

—Solía llamarse Buttermilk Bottom.

Sara sonrió al escuchar el nombre.

—¿Por qué?

—Era un suburbio. No tenía calles pavimentadas ni electricidad. ¿Ves lo empinada que es la cuesta?

Ella asintió.

—El alcantarillado solía desembocar aquí. Decían que olía como el suero.

Will observó que había dejado de sonreír. Bajó el brazo hasta su cintura cuando torcieron en Carver Street. Señaló una cafetería clausurada que había en la esquina.

—Eso era una tienda de comestibles.

Ella le miró.

—La señora Flannigan me hacía venir todos los días después de la escuela a comprarle su paquete de Kool y su botella de Tab.

—¿La señora Flannigan?

—La directora del orfanato.

Sara no cambió de expresión, pero asintió.

Will notó una extraña sensación en el estómago, como si se hubiese tragado un puñado de avispas. No sabía por qué había llevado a Sara hasta aquel lugar. Normalmente, no era muy impulsivo, y jamás había dado detalles de su vida, al menos no de forma voluntaria. Sara sabía que se había educado en un orfanato, que su madre había muerto poco después de que él naciera. Will asumió que había deducido el resto ella sola. No era una simple pediatra. Había sido forense en su pequeña ciudad natal. Sabía lo que eran los abusos, e imaginaba lo que habían hecho con él. Teniendo en cuenta sus antecedentes médicos, no resultaba difícil encajar todas las piezas.

—La tienda de discos —dijo Will señalando otro edificio abandonado.

Mantuvo el brazo alrededor de su cintura para llevarla a donde quería. El hormigueo en el estómago empeoró. No se quitaba de la cabeza a Ashleigh Snyder. La foto que mostraron en la televisión debía de ser la de su carné de estudiante. Tenía el pelo rubio echado hacia atrás. Sus labios esbozaban una sonrisa amplia, como si el fotógrafo hubiera dicho algo gracioso.

—¿Dónde vivías? —preguntó Sara.

Will se detuvo. Casi habían pasado el orfanato. El edificio estaba tan cambiado que apenas se reconocía. Su estructura de ladrillos estilo español estaba irreconocible. Las ventanas delanteras estaban ocultas por grandes toldos de metal. Habían pintado de amarillo los ladrillos de color rojizo. Le faltaban trozos de fachada. La enorme puerta de madera que, según recordaba, era de color negro brillante ahora tenía un tono rojizo. El cristal estaba lleno de mugre. En el jardín, los neumáticos pintados de blanco de la señora Flannigan ya no enmarcaban sus tulipanes y narcisos. De hecho, ya no eran ni de color blanco. Will temía descubrir lo que había en su interior en ese momento. Mejor no aproximarse. Vieron un cartel pegado en uno de los lados del edificio.

—Próxima apertura: Luxury Condos —leyó Sara—. Me parece que no será tan pronto como dicen.

Will observó el edificio.

—No solía estar en este estado.

A pesar de que no las tenía todas consigo, Sara preguntó:

—¿Quieres que miremos dentro?

Will deseaba irse de allí lo antes posible, pero se armó de valor y se acercó hasta los escalones delanteros. De niño, siempre había sentido pavor cada vez que entraba en el orfanato. Siempre había críos nuevos entrando y saliendo, y todos tenían algo que demostrar, a menudo con los puños. En esa ocasión, no fue la violencia física la que le hizo mostrarse cauteloso, sino Ashleigh Snyder. No sabía por qué, pero no podía evitar pensar en que la chica desaparecida se parecía mucho a su madre.

Acercó la cara a la ventana, pero no pudo ver nada, salvo el reflejo de sus propios ojos. La puerta principal estaba cerrada con un buen candado. La madera estaba tan podrida que con un simple tirón del picaporte sacó los tornillos.

Dudó mientras apoyaba la palma de la mano en la puerta. Notó que Sara estaba a su espalda, esperando. Se preguntó cómo reaccionaría si él cambiaba de opinión y bajaba de nuevo las escaleras.

Sara pareció leerle el pensamiento y dijo:

—Podemos entrar. —Luego, sin rodeos, añadió—: ¿Por qué no entramos?

Will empujó la puerta. Las bisagras no crujieron, pero la puerta se quedó atascada en el suelo combado de madera y tuvo que empujar con más fuerza. Comprobó los listones al entrar. Aunque todavía había luz en el exterior, la casa estaba a oscuras a causa de los pesados toldos y la suciedad de las ventanas. Notó un olor a almizcle que no se parecía en nada al aroma de bienvenida del Pine-Sol y los cigarrillos Kool que recordaba de su infancia. Intentó encender las luces, pero fue inútil.

—Quizá deberíamos… —dijo Sara.

—Parece como si lo hubiesen transformado en un hotel —respondió Will señalando el mostrador. Las llaves aún colgaban de sus ganchos en la pared trasera—. O en un centro de reinserción social.

Will miró lo que dedujo que sería el vestíbulo. Había pipas de cristal rotas y papel de estaño tirado por el suelo. Los adictos al crac habían destrozado el sofá y las sillas. Había condones usados aplastados en la moqueta.

—Dios santo —susurró Sara.

Will reaccionó un tanto a la defensiva.

—Imagínatelo con las paredes pintadas de blanco, y ese sofá grande tapizado de pana amarilla. —Miró al suelo—. Tenía esta misma moqueta, pero estaba mucho más limpia.

Sara asintió. Will fue hasta la parte trasera del edificio antes de que ella pudiera salir corriendo por delante. Las amplias estancias de su infancia habían sido divididas en apartamentos de una sola habitación, pero aún recordaba el aspecto que tenía en sus mejores tiempos.

—Este era el comedor. Había doce mesas, con bancos como de pícnic, pero con manteles y bonitas servilletas. Los chicos nos sentábamos a un lado; las chicas, al otro. La señora Flannigan procuraba que no nos mezclásemos mucho. Decía que no necesitaba más niños de los que ya tenía.

Sara no se rio con la broma.

—Por aquí.

Will se detuvo delante de una puerta abierta. La habitación era un agujero oscuro. La recordaba muy bien: el papel estampado de las paredes, la mesa metálica y la silla de madera.

—Esto era la oficina de la señora Flannigan.

—¿Qué ha sido de ella?

—Sufrió un ataque al corazón. Murió antes de que llegase la ambulancia. —Recorrió el pasillo y abrió una puerta de vaivén que le resultaba muy familiar. Continuó—: La cocina, obviamente. —Aquel espacio al menos no había cambiado—. Tiene la misma hornilla que cuando yo era niño.

Abrió la puerta de la despensa. Aún había comida apilada en las estanterías. El moho había transformado una barra de pan en un ladrillo negro. Había pinturas de grafiti en el reverso de la puerta y en la madera habían grabado: «¡Que te jodan! ¡Que te jodan! ¡Que te jodan!».

—Parece que ha sido redecorada por los drogadictos —dijo Sara.

—No, siempre estuvo así —admitió Will—. Aquí es donde te metían si te portabas mal.

Sara apretó los labios mientras observaba el cerrojo de la puerta.

—Créeme, que te encerrasen en la despensa no era lo peor que te podía pasar.

Vio que Sara le miraba de forma inquisitiva y añadió:

—A mí jamás me encerraron aquí.

Ella esbozó una sonrisa forzada.

—Menos mal.

—No era tan malo como crees. Teníamos comida, un techo, televisión en color. Ya sabes lo mucho que me gusta la televisión.

Ella asintió. La condujo de nuevo por el pasillo hasta las escaleras delanteras. Le dio un golpe a una puerta cerrada mientras pasaban.

—El sótano.

—¿La señora Flannigan encerraba a los niños ahí?

—No, estaba prohibido entrar ahí —respondió Will, aunque sabía que Angie había pasado mucho tiempo allí con los chicos más mayores.

Con cautela, subió las escaleras, tanteando cada peldaño antes de que lo pisara Sara. Los escalones gastados estaban en el mismo lugar que recordaba, pero tuvo que agacharse en el rellano para no golpearse con la viga.

—Por aquí detrás.

Recorrió el pasillo a grandes zancadas, comportándose como si aquello fuese lo que había planeado hacer aquella tarde. Al igual que la planta baja, habían dividido la estancia en habitaciones que satisfacían las necesidades de las prostitutas, los drogadictos y los alcohólicos que querían alquilarlas por horas. La mayoría de las puertas estaban abiertas o colgaban de las bisagras. Las ratas habían roído la escayola alrededor de los zócalos. Las paredes estaban plagadas de crías, o de cucarachas, o de ambas cosas.

Will se detuvo en la última puerta y la empujó con el pie. Solo contenía un catre de hierro y una mesa de madera desvencijada. La moqueta era de color marrón fecal. La única ventana estaba partida por la mitad, ya que la compartía con la habitación de al lado.

—Mi cama estaba pegada contra esa pared. Una litera. Yo dormía en la de arriba.

Sara no respondió. Will se dio la vuelta para mirarla. Se estaba mordiendo el labio con tanta fuerza que pensó que el dolor era lo único que le impedía echarse a llorar.

—Ya sé que parece horrible, pero no estaba así cuando yo era un niño. Te lo prometo. Estaba limpio y ordenado.

—Era un orfanato.

La palabra retumbó en su cabeza como si ella la hubiera gritado debajo de una campana. La diferencia entre ellos dos era indiscutible. Sara se había criado con dos padres cariñosos, una hermana que la adoraba; había llevado una vida estable en una familia de clase media.

Will, sin embargo, había crecido allí.

—¿Will? —preguntó Sara—. ¿Qué pasa?

Él se frotó el mentón. ¿Por qué había sido tan estúpido? ¿Por qué continuaba cometiendo errores con ella que no había cometido con otras personas? Tenía muchas razones para no hablar de su infancia, y una de ellas es que la gente sentía lástima cuando debían sentirse aliviados.

—¿Will?

—Vamos, te llevo a casa. Lo siento mucho.

—No seas así. Esta es tu casa. Fue tu casa. Aquí creciste.

—Un hotel de mala muerte en medio de un suburbio. Probablemente, un yonqui nos pinchará con una navaja cuando salgamos.

Sara se rio.

—No tiene gracia. Es peligroso estar aquí. La mitad de los crímenes de la ciudad se cometen…

—Sé dónde estamos —respondió ella poniéndole las manos en ambos lados de su cara—. Gracias.

—¿Por qué? ¿Por hacer que te tengas que poner una inyección contra el tétanos?

—Por compartir parte de tu vida conmigo. —Le besó delicadamente en los labios—. Gracias.

Will la miró a los ojos, deseando poder leer sus pensamientos. No comprendía a Sara Linton. Era amable y sincera. No estaba recopilando información para luego utilizarla en su contra. No era de las personas que luego ponía el dedo en la llaga. No se parecía en nada a ninguna mujer que hubiera conocido.

Sara volvió a besarle. Le pasó el pelo por detrás de la oreja.

—Cariño, conozco esa mirada, y eso no va a ocurrir.

Will abrió la boca para responder, pero se detuvo al oír cerrarse la puerta de un coche.

Sara dio un respingo y le clavó los dedos en el brazo.

—Es una calle concurrida —dijo él, pero, aun así, se acercó a la parte delantera de la casa para investigar.

A través de la ventana rota que había al final del pasillo, vio un Suburban negro aparcado en la acera. Tenía los cristales tintados. La parte externa, al estar recién lavada, brillaba bajo el sol. La parte trasera estaba más baja que la delantera por culpa del armero metálico que llevaba en el maletero.

—Es un coche camuflado de la policía.

Amanda conducía uno exactamente igual, por eso no se sorprendió al verla salir del vehículo.

Hablaba por su BlackBerry. Llevaba un martillo en la otra mano. El sacaclavos era largo y desagradable. Lo balanceaba en un costado mientras caminaba hacia la puerta delantera.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Sara. Intentó mirar por la ventana, pero él se lo impidió—. ¿Por qué lleva un martillo?

Él no respondió, no sabía qué decir. No había razón alguna para que Amanda estuviese allí, ni para que lo llamase y le preguntase dónde estaba, ni para decirle que se quedase en el aeropuerto como si fuese un niño al que había castigado en un rincón.

La voz de Amanda penetró por la ventana cerrada mientras hablaba por teléfono.

—Eso es inaceptable. Quiero a todo el equipo a mi servicio. Sin excepción alguna.

La puerta principal se abrió. Un crujido. Will y Sara oyeron pasos.

Amanda soltó un sonido de disgusto.

—Este es mi caso, Mike. Lo llevaré como considere oportuno.

—¿Qué está…? —susurró Sara.

La expresión de Will la hizo callar. Tenía las mandíbulas desencajadas. Le invadía una repentina e inexplicable furia. Levantó la mano para indicarle que se quedase donde estaba. Antes de que pudiese discutir, Will bajó las escaleras con sumo cuidado para que no crujieran los listones. Estaba sudando otra vez. El hormigueo le había subido hasta el pecho. Contuvo la respiración.

Amanda se guardó la BlackBerry en el bolsillo trasero. Aferró el martillo con fuerza mientras bajaba las escaleras del sótano.

—Amanda —dijo Will.

Ella se dio la vuelta y se sujetó al pasamanos. Vio por su mirada que estaba completamente consternada.

—¿Qué haces aquí?

—¿La chica todavía sigue desaparecida?

Ella no se movió del escalón superior. Aún estaba perpleja.

Will repitió la pregunta.

—¿Sigue la chica…?

—Sí.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—Vete a casa, Will.

Jamás había notado miedo en su voz, pero ahora estaba terriblemente asustada; no de Will, sino de otra cosa.

—Deja que yo me encargue de esto —añadió.

—¿Encargarte de qué?

Amanda apoyó la mano en el picaporte, como si lo que más desease en el mundo fuese librarse de él.

—Vete a casa.

—No hasta que me digas qué haces sola en un edificio abandonado cuando hay un caso en marcha.

Ella enarcó una ceja.

—No estoy sola, por si no te has dado cuenta.

—Dime qué sucede.

—No pienso…

Un estridente crujido la interrumpió. El pánico se apoderó de ella. Se oyó otro crujido parecido al disparo de una escopeta. Amanda empezó a caerse. Se aferró al picaporte. Will se lanzó para ayudarla, pero era demasiado tarde. La puerta se cerró de golpe cuando las escaleras se derrumbaron. El ruido recorrió el edificio como un tren de mercancías.

Luego… nada.

Will abrió la puerta de inmediato. El picaporte traqueteó en el suelo. Inútilmente, le dio a los interruptores para encender la luz.

—¿Amanda? —dijo. Su voz retumbó—. ¿Amanda?

—¿Will?

Sara estaba en el rellano. No tardó nada en percatarse de lo sucedido.

—Dame tu teléfono.

Will se lo dio. Luego se quitó la chaqueta y la pistolera, y se agachó en el suelo.

—No se te ocurra bajar ahí —dijo Sara.

Él se quedó paralizado, sorprendido por la orden, por el tono imperante de su voz.

—Estamos en una casa de drogadictos. Puede haber jeringuillas, cristales rotos. Es demasiado peligroso.

Levantó el dedo al ver que le respondían al otro lado de la línea.

—Soy la doctora Linton, del servicio de emergencias. Necesito que envíen una ambulancia y una unidad de rescate a Carver Street. Se ha caído una agente de policía.

—El número 316 —añadió Will. Estaba de rodillas, con la cabeza metida en el sótano mientras Sara daba los detalles—. ¿Amanda? —Esperó, pero no obtuvo ninguna respuesta—. ¿Me oyes?

Sara terminó la llamada.

—Ya vienen. Quédate aquí hasta…

—¿Amanda?

Will miró a su alrededor, tratando de elaborar un plan. Finalmente, se dio la vuelta y se echó sobre su vientre.

—Will, por favor, no lo hagas.

Se apoyó sobre los codos hasta que los pies le colgaron dentro del sótano.

—Te vas a caer.

Se acercó un poco más al borde, esperando tocar suelo firme en cualquier momento.

—Hay trozos de madera rotos allí abajo. Te puedes romper un tobillo. Puedes caer sobre Amanda.

Will agarró el borde de las jambas de la puerta con los dedos, rezando para que sus manos no cedieran, algo que sucedió. Cayó como la hoja de una guillotina.

—¿Will? —Sara estaba en el umbral de la puerta. Se arrodilló—. ¿Estás bien?

Algunos trozos de madera se le habían clavado en la espalda, como dedos afilados. El aire estaba lleno de serrín. Se había golpeado en la nariz contra su propia rodilla, con tal fuerza que vio las estrellas. Se tocó el lateral del tobillo. Un clavo le había perforado el hueso. Los dientes le rechinaron de dolor.

—¿Will? —gritó alarmada Sara—. ¿Will?

—Estoy bien. —Notó que su tobillo se quejaba cuando se movió. La sangre le corría por el interior del zapato. Trató de restarle importancia—. Me parece que tenías razón sobre la inyección del tétanos.

Sara soltó una palabrota.

Él trató de levantarse, pero sus pies no encontraban un punto de apoyo. Palpó a ciegas a su alrededor, pensando que Amanda estaría a su lado. Se apoyó sobre las rodillas y siguió avanzando, hasta que finalmente tocó un pie. Le faltaba el zapato. La media estaba desgarrada.

—¿Amanda?

Cuidadosamente, Will avanzó por entre las astillas de madera y los clavos rotos. Le puso la mano en la espinilla, luego en el muslo. Palpó con suavidad su cuerpo hasta que encontró su brazo doblado por encima del estómago.

Amanda gimió.

A Will se le revolvió el estómago cuando sus dedos palparon la forma antinatural de sus caderas.

—¿Amanda? —repitió.

Ella volvió a gemir. Sabía que Amanda llevaría una linterna en el coche, por eso miró en sus bolsillos para encontrar las llaves. Sara podría ir al coche y cogerla. Le diría que estaba en la guantera o en uno de los cajones cerrados. Tardaría varios minutos en encontrarla, justo el tiempo que necesitaba.

—¿Amanda?

Miró en sus bolsillos traseros. Con la punta de los dedos tocó la funda rota de plástico de su BlackBerry.

De repente, la mano de Amanda le cogió por la muñeca.

—¿Dónde está Mykel? —preguntó.

Will dejó de buscar las llaves.

—Amanda, soy Will. Will Trent.

Ella respondió de forma escueta.

—Ya sé quién eres, Wilbur.

Will se puso rígido. Solo Angie le llamaba de esa forma. Era el nombre que aparecía en su certificado de nacimiento.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Sara.

Tuvo que tragar antes de hablar.

—Creo que tiene la muñeca rota.

—¿Respira bien?

Will trató de escuchar la cadencia de su respiración, pero lo único que pudo oír fue su propia sangre golpeándole los oídos. ¿Qué hacía Amanda allí? Debería estar buscando a la chica desaparecida. Tendría que estar dirigiendo el equipo. No debía estar allí, en aquel sótano, con un martillo en las manos.

—¿Will?

Sara habló con un tono más suave. Estaba preocupada por él.

—¿Cuánto va a tardar la ambulancia en llegar hasta aquí? —preguntó él.

—No mucho. ¿Seguro que estás bien?

—Sí.

Will puso de nuevo la mano en el pie de Amanda. Pudo notar su pulso estable en el tobillo. Había trabajado para esa mujer la mayor parte de su carrera, pero seguía sin saber mucho de ella. Vivía en un condominio en el centro de Buckhead. Llevaba en ese trabajo más años de los que él tenía, lo que le hizo pensar que andaría por los sesenta y tantos. Llevaba su pelo grisáceo peinado de tal forma que parecía un casco de fútbol americano. Tenía una lengua afilada, más licenciaturas que un profesor de universidad y sabía que él se llamaba Wilbur, a pesar de que se había cambiado el nombre legalmente cuando entró en la universidad, por lo que en todos los papeles del GBI aparecía como William Trent.

Se aclaró la garganta de nuevo antes de preguntarle a Sara:

—¿Hay algo que pueda hacer?

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