Criminal

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Capítulo cuatro

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Capítulo cuatro

Lunes 7 de julio de 1975

Amanda Wagner soltó un prolongado suspiro de alivio cuando salió del vecindario de su padre, Ansley Park. Duke había estado de un humor muy extraño esa mañana. Desde que cruzó la puerta de la cocina, empezó con una letanía de quejas que no se terminaron hasta que ella le dijo adiós desde el volante de su automóvil. Le habló de los veteranos sin objetivos que pedían limosna, de que el precio de la gasolina estaba por las nubes, de que la ciudad de Nueva York esperaba que el resto del país la sacase del apuro. No había ninguna noticia en el periódico de la mañana de la cual no expresase su opinión. Cuando empezó a enumerar la lista interminable de defectos que tenía el recién inaugurado Departamento de Policía de Atlanta, Amanda ya apenas le escuchaba, pero asentía de vez en cuando para tratar de sosegar su temperamento.

Le preparó el desayuno. Procuró que su taza de café estuviese siempre llena. Vació los ceniceros. Le puso una camisa y una corbata sobre la cama. Le anotó lo que debía hacer para descongelar el asado, así no tendría que preocuparse de su cena después del trabajo. Lo único que la consolaba en aquel momento era pensar en su pequeño estudio en Peachtree Street.

El apartamento estaba a menos de cinco minutos de la casa de su padre, pero le habría dado igual que estuviera en la otra punta de la ciudad. Ubicado entre una biblioteca y un mercadillo hippie en Fourteenth Street, el apartamento era una de las seis unidades de una antigua mansión victoriana. Duke había visitado aquel lugar y, refunfuñando, le había dicho que había estado en lugares mejores en Midway durante la guerra. Ninguna ventana cerraba debidamente. La nevera no enfriaba lo bastante como para hacer cubitos de hielo. Había que mover la mesa de la cocina para poder abrir el horno. La tapa de la taza del váter arañaba el lateral de la bañera.

Sin embargo, se enamoró de aquel sitio nada más verlo.

Amanda tenía veinticinco años. Iba a la universidad. Tenía un buen trabajo. Después de años de insistencia, milagrosamente había conseguido convencer a su padre para que dejara que se trasladase. No es que fuera Mary Richards, pero al menos ya no la confundirían nunca más con Edith Bunker.

Redujo la velocidad y giró a la derecha en Highland Avenue, y luego otra vez a la derecha en un pequeño centro comercial detrás de la farmacia. El calor del verano resultaba casi sofocante, aunque solo eran las ocho menos cuarto de la mañana. El vaho se levantaba del asfalto cuando aparcó el coche en el extremo más alejado del aparcamiento. Le sudaban tanto las manos que apenas podía coger el volante. Los pantys se le clavaban en la cintura, la camisa se le pegaba al asiento. Tenía un dolor agudo en la nuca que se le estaba subiendo a las sienes.

Aun así, se bajó las mangas de la camisa y se abrochó los puños. Cogió el bolso del asiento del pasajero, pensando que cada vez parecía pesar más. No obstante, era mejor que lo que le obligaron a llevar puesto el año pasado, durante esa misma época. Ropa interior. Medias. Calcetines negros. Pantalones de poliéster color azul marino. Una camisa de algodón de hombre tan grande que los bolsillos de delante le quedaban por debajo de la cintura. Cincha. Enganches de metal. Correa. La funda y la pistola. Radio. Un micrófono en el hombro. Linterna. Esposas. Porra. Llavero.

No era de extrañar que las mujeres del cuerpo de policía de Atlanta tuvieran la vejiga del tamaño de una sandía. Una tardaba diez minutos en quitarse todo aquel equipamiento de la cintura antes de poder ir al cuarto de baño, y eso asumiendo que pudieras sentarte sin que te diera un espasmo en la espalda. Solo la linterna, con sus cuatro pilas y su mango de cuarenta centímetros, pesaba casi cuatro kilos.

Amanda notó cada gramo de todo ese peso cuando se colgó el bolso del hombro y salió del coche. Llevaba el mismo equipo, solo que ahora lo tenía en su bolso de cuero en lugar de en la cintura. Eso se llamaba progreso.

Su padre había estado a cargo de la Zona 1 cuando ella ingresó en el cuerpo. Durante casi veinte años, el capitán Duke Wagner había dirigido la unidad con puño de hierro, hasta que llegó Reginald Eaves, el primer comisionado de seguridad pública negro; expulsó a la mayoría de los agentes veteranos blancos y los sustituyó por negros. La ira colectiva que eso había suscitado casi acaba con el cuerpo. El anterior jefe, John Inman, había hecho prácticamente lo mismo, aunque al revés, cosa que, al parecer, no recordaba nadie. Las camarillas estaban bien, siempre y cuando fueses uno de los seleccionados.

En consecuencia, Duke y sus colegas demandaron al Ayuntamiento para recuperar su puesto. Maynard Jackson, el primer alcalde negro de la ciudad, respaldaba a su hombre. Nadie sabía cómo terminaría el asunto, aunque, según Duke, era cuestión de tiempo que el Ayuntamiento capitulase. No importaba la raza, los políticos necesitaban votos, y los votantes querían sentirse seguros. Por esa razón, el cuerpo de policía cercó la ciudad como un pulpo hambriento que extendía sus tentáculos en todas las direcciones.

Seis áreas de patrulla se ampliaron del desfavorecido Southside hasta los vecindarios más pudientes del norte. Desde esas áreas se podía divisar lo que se denominaban las «Model Cities», es decir, precintos que servían a los sectores más violentos del eje central de la ciudad. Había pequeños focos de prosperidad dentro de Ansley Park, Piedmont Heights y Buckhead, pero una gran parte de los habitantes vivían en suburbios, desde Grady Homes hasta Techwood, incluido el gueto más notorio, Perry Homes. Ese vecindario del lado oeste era tan peligroso que merecía su propio cuerpo de policía. Era el tipo de trabajo que reclamaban los veteranos que habían regresado, pues se parecía más a una zona de guerra que a un barrio de viviendas.

Los policías de la secreta y las unidades de detectives estaban repartidos por las zonas. Había doce divisiones en total, desde la Brigada Antivicio hasta la de Investigaciones Especiales. La de Delitos Sexuales era una de las pocas divisiones que contaba con un gran número de mujeres. Amanda dudaba que su padre le hubiese permitido solicitar un puesto en la unidad si hubiera seguido en el cuerpo cuando presentó la solicitud. Se estremecía al pensar qué pasaría si ganaba el pleito y conseguía de nuevo su puesto. Lo más probable es que la obligase a vestirse de nuevo de uniforme y la pusiera de guardia de tráfico delante de la escuela Morningside Elementary.

Pero aquello era un problema a largo plazo, y el día de Amanda —como el de cualquier otra persona— estaba lleno de problemas a corto plazo. Su principal preocupación cada mañana era con quién la pondrían aquel día de acompañante.

La subvención federal de la Asociación de Asistencia de Aplicación de la Ley que había creado la división de Delitos Sexuales de la policía de Atlanta exigía que todos los equipos estuviesen compuestos de unidades de tres agentes que estuvieran racial y sexualmente integrados. Sin embargo, esas normas rara vez se cumplían, porque las mujeres blancas no querían patrullar solas con hombres negros, las mujeres negras —al menos las que querían conservar su reputación— no querían patrullar con hombres negros, y los negros no querían patrullar con ningún hombre blanco. Todos los días había peleas sobre quién iba a trabajar con quién, lo cual era ridículo, ya que la mayoría cambiaban de compañero cuando estaban en las calles.

Aun así, con frecuencia, se producían acaloradas discusiones sobre las asignaciones. Se ponían muchos inconvenientes. Se pasaba lista. De vez en cuando, se empleaban los puños. De hecho, la única cosa en la que estaban de acuerdo los hombres de la Unidad de Delitos Sexuales es que, en lo que se refería a las asignaciones, a ninguno le gustaba que lo emparejaran con una mujer.

A menos que fuese una mujer guapa.

El problema también se extendía a otras divisiones. Todas las mañanas, se leía el boletín diario del comisionado Reginald Eaves antes de pasar lista. Reggie siempre estaba trasladando personal con tal de cubrir la cuota federal que les obligaban a aceptar ese día. Ningún agente sabía adónde iría cuando llegaba al trabajo. Tanto podía ser al centro de Perry Homes como a aquel infierno viviente que era el aeropuerto de Atlanta. Un año antes, una mujer había sido asignada durante una semana al equipo SWAT, lo que habría sido desastroso si hubiera tenido que actuar en alguna situación conflictiva.

Amanda siempre había estado en el turno de día, probablemente porque su padre lo había querido así. Nadie parecía notar ni preocuparse de que continuase con ese turno, a pesar de que Duke lo había denunciado al Ayuntamiento. El turno de día, el más fácil, duraba desde las ocho hasta las cuatro. El de tarde desde las cuatro hasta la medianoche, y el de madrugada, el más peligroso, desde la medianoche hasta las ocho de la mañana.

Los agentes de patrulla trabajaban más o menos con los mismos horarios que las divisiones de detectives y de agentes de la secreta, menos una hora por cada lado, siguiendo el antiguo horario ferroviario. La idea era que cada uno informase al que venía después, lo que rara vez sucedía. En la mayoría de ocasiones, cuando Amanda llegaba al trabajo, se cruzaba con un par de sospechosos con los ojos morados o vendajes cubiertos de sangre en la cabeza. Normalmente, estaban esposados a los bancos al lado de la puerta principal, pero nadie sabía cómo habían llegado ni de qué se les acusaba. Dependiendo del número de arrestos que habían hecho los agentes uniformados aquel mes, a algunos se les ponía en libertad, y luego, de inmediato, los volvían a arrestar por vagabundear.

Como sucedía con la mayoría de las sedes, la Zona 1 estaba ubicada en un edificio vetusto que parecía el típico lugar donde la policía estaría practicando una redada, no pasando el rato bebiendo café o contándose historias sobre los arrestos del día anterior. Situada detrás de la plaza Pharmacy y un cine porno, habían reubicado allí la sede cuando se descubrió que el anterior cuartel estaba justo encima de un socavón. El Atlanta Constitution se había regodeado con la noticia.

El edificio solo tenía tres salas. La mayor era la de reuniones, donde estaba la oficina del sargento, separada por un panel de cristal. La oficina del capitán era mucho más agradable, lo que significaba que las ventanas se abrían y se cerraban. Antes del 4 de Julio, alguien había roto el cristal de la ventana de delante de la sala de reuniones para que entrase el aire. Nadie se había molestado en repararlo, probablemente porque sabían que lo romperían de nuevo.

En la tercera sala estaban los aseos; aunque se compartían, la gente se aseguraba de que ninguna mujer se pudiese sentar en la taza. La única vez que Amanda había entrado en ellos, terminó vomitando detrás del Plaza Theater mientras escuchaba los quejidos y maullidos de Winnie Bango que traspasaban el muro de hormigón.

—Buenos días, señora —dijo un agente de patrulla dándose un golpecito en el sombrero cuando la vio pasar.

Ella le devolvió el saludo, pasando entre un grupo de coches patrulla blancos de la policía de Atlanta, camino de la entrada. El olor de los borrachos impregnaba la atmósfera, aunque no había ninguno esposado en los bancos. Una nube de humo cubría el techo manchado. Todo estaba cubierto de polvo, incluso las largas mesas estilo cafetería alineadas irregularmente en la sala. El podio de delante estaba vacío. Amanda miró el reloj. Aún quedaban diez minutos para el recuento.

Vanessa Livingston estaba sentada en la parte trasera de la sala de reuniones, ocupada con el papeleo. Llevaba pantalones grises, los mismos y feos zapatos de hombre que les obligaban a llevar cuando iban de uniforme, una camisa azul claro de manga corta y su cabello moreno cortado con decisión al estilo paje, curvado a los lados.

Amanda había patrullado con ella en varias ocasiones cuando ambas iban de uniforme. Era una compañera de fiar, pero podía ser algo simplona y se oían rumores de que era un tanto ligera de cascos, es decir, que estaba disponible sexualmente para los agentes de policía. Amanda no tuvo más opción que sentarse a su lado. Como de costumbre, la sala de reuniones estaba dividida en cuatro cuadrantes: los blancos y los negros en ambos lados, las mujeres en la parte de atrás, y los hombres delante.

Amanda mantuvo la mirada al frente mientras pasaba ante el grupo de hombres uniformados. Todos esperaron hasta el último instante para dejarla pasar. Un grupo en el rincón estaba entretenido en abrir candados. Todos los días había competiciones sobre quién podía abrir más rápido una cerradura. Unos cuantos agentes intercambiaban munición de alta expansión. Durante los últimos dos años, catorce policías de Atlanta habían muerto de un disparo. Una bala más rápida en tu pistola no era mala idea.

Amanda dejó el bolso sobre la mesa y se sentó.

—¿Cómo estás?

—Bien —respondió Vanessa con su voz alegre de costumbre—. Estuve de suerte con la División de Inspección esta mañana.

—¿Ya se han marchado?

Vanessa asintió. Amanda se desabrochó de inmediato los botones de los puños y se subió las mangas. El aire fresco que notó en los brazos casi hizo que se desvaneciera.

—¿No vino Geary? —preguntó Amanda.

El sargento Mike Geary no habría pasado por alto la indumentaria de Vanessa. Era la clase de hombre que pensaba que las mujeres no debían trabajar de policía, y hacía todo lo posible para ponerles cuantas dificultades podía. Por alguna razón, la tenía tomada con Amanda, y en más de una ocasión la había suspendido durante todo un día, por lo que no sabía cómo pagaría el alquiler si eso volvía a suceder.

Vanessa apiló los informes y dijo:

—Geary está fuera hoy. Ha venido Sandra Phillips, la chica negra que lleva la cabeza afeitada como los hombres.

—Me dio una clase —replicó Amanda.

Como casi todo el mundo que conocía, asistía a las clases nocturnas en Georgia State. El Gobierno Federal sufragaba las clases, y el Ayuntamiento estaba obligado a aumentarte el salario si obtenías una licenciatura. El próximo año, Amanda estaría ganando casi doce mil dólares.

—¿Lo has pasado bien el día 4?

—Hice algunos turnos extra —admitió Amanda.

Lo había hecho voluntariamente, ya que no podía soportar pasarse un día entero oyendo a su padre quejarse de todo lo que leía en el periódico. Gracias a Dios, solo recibía el periódico dos veces al día; de lo contrario, no dormiría jamás.

—¿Y tú?

—Bebí más de la cuenta y me estrellé contra un poste de teléfono.

—¿Cómo está el coche?

—El guardabarros aplastado, pero aún anda.

Vanessa bajó el tono de voz y añadió:

—¿Te has enterado de lo de Oglethorpe?

Lars Oglethorpe era uno de los amigos de Duke. A ambos los habían despedido el mismo día.

—¿Qué le ha pasado?

—El Tribunal Supremo ha dictaminado a su favor. Paga completa y beneficios. Vuelve a ocupar su cargo. Le han asignado a su antigua brigada. Imagino que Reggie se va a cabrear mucho cuando se entere.

Amanda no tuvo tiempo de responder. Se oyeron una serie de exclamaciones masculinas cuando Rick Landry y Butch Bonnie entraron en la sala. Como de costumbre, los detectives de Homicidios llegaban con el tiempo justo. El recuento iba a comenzar al cabo de dos minutos. Amanda cogió el bolso y sacó un montón de informes mecanografiados.

—Eres un encanto —dijo Butch cogiendo los informes y dejando su cuaderno en la mesa, delante de Amanda—. Espero que puedas entenderlo.

Miró su letra en la primera página y frunció el ceño.

—A veces creo que escribes de esa forma tan ilegible a propósito.

—Cariño, ya sabes que puedes llamarme a cualquier hora del día o de la noche. —Le guiñó un ojo mientras seguía a Landry hacia la parte delantera de la sala—. Preferiblemente de noche.

Se oyeron algunas risitas, pero Amanda simuló ignorarlas mientras revisaba las notas de Butch. La letra resultaba más fácil de entender a medida que pasaba las páginas. Butch y Rick trabajaban en la Brigada de Homicidios. No deseaba aquel trabajo. Al ser la que mecanografiaba los informes de Butch, no podía evitar conocer los detalles. Tenían que decirle a los familiares que uno de sus parientes había fallecido, ver a muchas personas muertas y observar cómo les hacían la autopsia. A ella se le revolvía el estómago con solo leer esas cosas. En realidad, había algunos trabajos que solo los hombres eran capaces de hacer.

—¿Sabes que tenemos un sargento nuevo? —preguntó Vanessa.

Amanda se quedó a la expectativa.

—Es uno de los muchachos de Reggie.

Amanda contuvo un gruñido de disgusto. Una de las que parecían mejores ideas de Reginald Eaves fue exigir un examen escrito para los ascensos. Amanda había sido lo bastante estúpida como para pensar que tenía alguna opción. Cuando ninguno de los agentes negros pasó el examen escrito, Eaves tiró los resultados e implantó un examen oral. Como era de esperar, muy pocos agentes blancos pudieron aprobarlo y, por supuesto, ninguno de ellos era una mujer.

—Me han dicho que es del norte. Suena como Bill Cosby.

Ambas se dieron la vuelta e intentaron mirar dentro de la oficina del sargento, pero había archivadores apilados contra el panel de cristal. La puerta estaba abierta, pero lo único que vio Amanda fue otro archivador y el borde de un escritorio de madera. Había un cenicero de cristal sobre el cartapacio de piel. Vio una mano negra extenderse y darle golpes al cigarrillo contra el cristal del cenicero. Tenía los dedos delgados, casi delicados, y las uñas cortadas en línea recta.

Amanda volvió a girarse. Simuló leer las notas de Butch, pero no podía concentrarse. Tal vez fuese por culpa del calor. O puede que fuera porque estaba sentada al lado de una cotorra.

—Me pregunto dónde está Evelyn —dijo Vanessa.

Amanda se encogió de hombros sin dejar de mirar los informes.

—No puedo creer que haya vuelto. Debe de estar mal de la cabeza.

A pesar de sus buenas intenciones, Amanda se sintió absorbida. «Han pasado casi dos años», se dijo. A su padre lo habían despedido hacía once meses. Evelyn se había dado de baja para tener un hijo, el año anterior. Acababa de ingresar en la Secreta. Todo el mundo pensó que era el fin de su carrera laboral.

—Si yo tuviera un marido y un hijo —dijo Vanessa—, no aparecería por este lugar nunca más. Le diría adiós para siempre.

—Puede que necesite el dinero.

Amanda habló en voz baja, para que nadie se diese cuenta de que estaba chismorreando.

—Su marido gana mucha pasta. Le ha vendido seguros a la mitad del cuerpo de policía —replicó Vanessa soltando una carcajada—. Probablemente, esa sea la única razón por la que ha vuelto, para ayudarle a vender pólizas. —Bajó el tono de mofa—. No estaría mal que hablases con él. Tiene mejores precios que Benowitz. Además, imagino que no te gustaría darle tu dinero a un judío.

—Le preguntaré a Evelyn —dijo Amanda, aunque a ella le gustaba Nathan Benowitz. Su Plymouth pertenecía al Ayuntamiento, pero todos tenían que pagarse el seguro del coche. Benowitz siempre había sido amable con ella.

—Shh —masculló Vanessa, aunque Amanda no decía nada—. Ya viene.

Los agentes reunidos guardaron silencio cuando entró el nuevo sargento en la sala. Vestía con la ropa de invierno: pantalones azul marino y una camisa de manga larga del mismo color. Era un hombre muy delgado. Llevaba el pelo cortado al estilo militar. A diferencia de todos los demás, parecía no sudar por la frente.

Amanda observó que no tocaba ninguna de las mesas mientras recorría la línea invisible que llegaba hasta el centro de la sala. Aparentaba unos treinta años. Era un hombre delgado que parecía estar en forma, y se diría que su cuerpo era más el de un adolescente que el de un hombre adulto, pero, aun así, tuvo que hacer algunos giros para pasar entre las mesas. Amanda observó que el pasillo era más estrecho de lo normal. Las nimiedades eran lo único que parecía unirlos a todos. Los policías negros odiarían al nuevo sargento porque era del norte, y los blancos porque era uno de los hombres de Reggie.

Dejó sus papeles sobre el atril, se aclaró la voz y, con un sorprendente tono de barítono, dijo:

—Soy el sargento Luther Hodge.

Miró a su alrededor como si esperase que alguien le desafiase. Al ver que nadie le respondía, prosiguió:

—Voy a leer el boletín informativo antes del recuento, pues hay una gran cantidad de traslados.

Se oyó un gruñido por toda la sala, pero a Amanda le resultó reconfortante que alguien se hubiera dado cuenta de que era mejor anunciar los traslados antes del recuento.

Hodge leyó los nombres. Vanessa tenía razón al decir que hablaba como Bill Cosby. Lo hacía cuidadosamente, aunque no con lentitud. Pronunciaba cada palabra. Los hombres uniformados que estaban en la fila de delante le miraban un tanto sorprendidos, como si estuvieran viendo un perro que caminara sobre sus patas traseras. Blancos o negros, todos procedían de las zonas rurales o acababan de librarse del servicio militar. La mayoría de ellos hablaban con ese acento tosco que utilizaban sus primos del campo. No pudo dejar de mirar atentamente a Hodge.

Dejó de leer la larga lista de traslados, luego se aclaró la voz de nuevo y dijo:

—El recuento se hará por equipos. Algunos tendréis que esperar a que vuestros compañeros vengan de otras divisiones. Por favor, comprobad conmigo que vuestro compañero queda registrado antes de que salgáis a la calle.

Como si se hubiesen puesto de acuerdo, Evelyn Mitchell entró apresuradamente en la sala, mirando a su alrededor con ojos casi asustados. Amanda aún llevaba uniforme cuando Evelyn ascendió a la Brigada de Delitos Sexuales pero, las pocas veces que la había visto, siempre vestía con mucha elegancia. Aquel día llevaba un bolso grande de gamuza con un estampado indio en la parte de delante y borlas colgando de los amplios pliegues. Vestía una chaqueta azul marino sobre una blusa amarilla. Su cabellera rubia le caía hasta los hombros; era un peinado que la favorecía mucho, ya que lo llevaba al estilo Angie Dickinson. Obviamente, Amanda no era la única que se había dado cuenta de eso. Butch Bonnie exclamó:

—Oye, Pepper Anderson[2], me puedes arrestar cuando quieras.

Los hombres se rieron todos al mismo tiempo.

—Lamento llegar tarde —dijo Evelyn dirigiéndose al nuevo sargento—. No volverá a suceder.

Miró a Amanda y a Vanessa, y se dirigió a la parte trasera de la sala. Sus tacones retumbaron en la sala con un sonido seco.

Hodge la detuvo.

—No me ha dicho su nombre, detective.

Aquellas palabras parecieron absorber todo el aire de la sala. Todos se giraron para mirar a Evelyn, que se había quedado paralizada al lado de Amanda. El miedo que emanaba de ella era tan palpable como el calor.

Hodge se aclaró la voz de nuevo.

—¿Me he perdido algo, agente? Imagino que es detective, ya que no va de uniforme.

Evelyn abrió la boca, pero fue Rick Landry quien respondió.

—Es una agente de paisano, no es detective.

Hodge insistió.

—No estoy seguro de saber cuál es la diferencia.

Landry señaló con el pulgar la parte de atrás de la sala. El cigarro que tenía en la boca se balanceó al hablar.

—¿No ve sus tetitas debajo de la camisa?

Todos soltaron una carcajada. Evelyn se puso el bolso contra el pecho, pero también se rio. Amanda hizo lo mismo. El sonido retumbó en su garganta como un sumidero.

Hodge esperó hasta que guardaron silencio.

—¿Cómo se llama, agente? —le preguntó a Evelyn.

—Mitchell —respondió dejándose caer en la silla al lado de Amanda—. Señora Evelyn Mitchell.

—Le sugiero que no vuelva a llegar tarde, señora Mitchell. —Miró la hoja de recuento y buscó su nombre—. Usted irá con la señorita Livingston hoy. La señorita Wagner irá con el detective Peterson, que vendrá de la… —alguien soltó un aullido de lobo, pero Hodge prosiguió—: Zona Dos.

Evelyn miró a Amanda y puso los ojos en blanco. Kyle Peterson era un incordio. Cuando no trataba de meterte la mano por debajo de la falda, estaba durmiendo en el asiento trasero del coche.

Vanessa se inclinó y le susurró a Evelyn:

—Me gusta tu nuevo corte de pelo. Es muy chic.

—Gracias —respondió. Se tiró del cabello hacia atrás, como si quisiera alargárselo. Luego le preguntó a Amanda—: ¿Sabes que Oglethorpe ha recuperado su puesto?

—Le han asignado su antigua brigada —añadió Vanessa—. Me pregunto qué supondrá eso para nosotras.

—Probablemente, nada —murmuró Evelyn.

Todos volvieron a prestar atención a la parte delantera de la sala. Había un hombre blanco en uno de los lados, justo debajo de la puerta abierta. Tenía aproximadamente la misma edad que Amanda y vestía un traje color azul claro de tres piezas. Su pelo rubio le caía por la nuca, y llevaba las patillas sin recortar. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, en señal de impaciencia. Su prominente estómago sobresalía por debajo.

—¿Un pez gordo? —preguntó Vanessa.

Evelyn negó con la cabeza.

—Demasiado trajeado.

—Seguro que es un abogado —respondió Amanda.

Había estado muchas veces en la oficina del abogado de su padre y sabía el aspecto que tenían. Su elegante traje le delataba, aunque a ella solo le bastaba ver la forma tan arrogante de levantar el mentón para darse cuenta de ello.

—Los detectives Landry y… —Luther Hodge se dio cuenta de que nadie le estaba escuchando y levantó la vista. Miró al visitante durante unos segundos antes de decir—: Señor Treadwell, podemos hablar en mi despacho. —Luego se dirigió a los miembros de la sala—. Vuelvo dentro de un minuto. ¿Alguien puede continuar con las asignaciones?

Butch se levantó:

—Yo me encargo.

—Gracias, detective.

Hodge no se percató de las miradas recelosas. Poner a Butch a cargo de las asignaciones era como poner a un zorro al cuidado de un gallinero. Para él eso de las asignaciones era como una versión del Juego de las citas.

Hodge fue a la habitación de atrás, pasando su delgado cuerpo por la estrecha línea divisoria. El abogado Treadwell siguió la pared exterior. Encendió un cigarrillo mientras entraba en la habitación y cerró la puerta.

—¿Sabéis de qué se trata? —preguntó Evelyn.

—No te preocupes de ellos —respondió Vanessa—. ¿Por qué narices has vuelto?

—Me gusta este trabajo.

Vanessa esbozó una expresión de incredulidad.

—Venga, vamos, dinos la verdad.

—La verdad es demasiado aburrida. Espera a ver qué dicen los rumores.

Evelyn sonrió, luego abrió el bolso y miró en el interior.

Vanessa observó a Amanda buscando una explicación, pero ella solo pudo mover la cabeza.

—Sí, señor —dijo alguien.

Amanda vio que un grupo de agentes de patrulla negros había empezado a describir los tejemanejes que estaban teniendo lugar en la oficina de Hodge. Amanda miró a Evelyn y luego a Vanessa. Todas se giraron, al mismo tiempo.

Detrás del panel de cristal, la boca de Treadwell se movía. Uno de los policías negros dijo con voz pomposa:

—Muchacho, tu salario se paga con mis impuestos.

Amanda reprimió una carcajada. Oía esa frase casi todos los días, como si los impuestos de Amanda no pagasen su salario tanto como el de otra persona.

Hodge tenía la mirada puesta en su escritorio. Había cierta mansedumbre en la postura de sus hombros mientras movía la boca.

—Sí, señor —dijo el primer policía—. Yo lo investigaré por usted, señor. No se preocupe.

Treadwell señalaba con un dedo a Hodge. El segundo policía refunfuñó:

—Esta ciudad es un desastre. ¿Adónde vamos a llegar? ¡La cosa se nos está yendo de las manos!

Hodge asintió, aún con la mirada gacha. El primer policía dijo:

—Tiene usted toda la razón. No puedo ni tomarme el almuerzo sin oír comentarios de mujeres blancas que han sido asaltadas por algún hombre negro.

Amanda se mordió el labio inferior. Se oyeron algunas risitas ahogadas.

Treadwell bajó la mano. El segundo policía dijo:

—¡Lo que digo es que tus malditos negros se comportan como si tú fueses el dueño de esta ciudad!

Nadie se rio de ese comentario, ni siquiera los agentes negros. La broma había llegado demasiado lejos.

Cuando Treadwell abrió de un golpetazo la puerta de la oficina y salió a toda prisa, la sala quedó en completo silencio.

Luther Hodge tuvo que contener su rabia cuando se dirigió hacia la puerta abierta. Señaló a Evelyn.

—Usted —dijo. Su dedo cambió de dirección para señalar a Amanda y Vanessa—. Y usted. A mi oficina.

Vanessa se quedó rígida en la silla. Amanda se llevó la mano al pecho.

—Yo o…

—¿Qué pasa? ¿Las mujeres no entienden las órdenes? A mi oficina. —Luego se dirigió a Butch y añadió—: Continúe con el recuento, detective Bonnie. Y que no tenga que decírselo dos veces.

Evelyn se llevó el bolso al pecho cuando se levantó. Las pantorrillas de Amanda sintieron un escalofrío cuando la siguió. Se dio la vuelta para mirar a Vanessa, que tenía aspecto de sentirse tan culpable como aliviada. Evelyn estaba de pie, delante de la mesa de Hodge, cuando Amanda se acercó. Él se sentó en su silla y empezó a escribir en una hoja de papel.

Amanda se giró para cerrar la puerta, pero Hodge dijo:

—Déjela abierta.

Si Amanda creía que antes hacía calor, no era nada comparado con el que sentía ahora. A Evelyn le sucedía otro tanto. Se echó el pelo hacia atrás nerviosamente. La delgada plata de su anillo de boda reflejó la luz de los fluorescentes. Se oía el tono monótono de Butch Bonnie distribuyendo las asignaciones en la otra sala. Amanda sabía que, a pesar de tener la puerta cerrada, Luther Hodge había podido oír las bromas que habían gastado los agentes negros mofándose de él.

Hodge dejó el lápiz. Se echó hacia atrás y miró primero a Evelyn y luego a Amanda.

—Ustedes dos están en la Unidad de Delitos Sexuales.

Ambas asintieron, aunque él no les había preguntado.

—Ha habido un código 49 en esta dirección.

Una violación. Hodge les tendió la hoja de papel. Hubo algo de incertidumbre antes de que Evelyn lo cogiese.

Miró el papel.

—Esto está en Techwood.

El gueto.

—Así es —respondió Hodge—. Tomen declaración. Determinen si se ha cometido un delito o no. Hagan algún arresto si lo consideran necesario.

Evelyn miró a Amanda. Ambas se estaban preguntando lo mismo: ¿qué tenía que ver aquello con el abogado que acababa de estar allí?

—¿Necesitan indicaciones? —preguntó Hodge, aunque una vez más no les estaba haciendo una pregunta—. Imagino que conocerán la ciudad. ¿Debo mandar a un coche patrulla que las escolte? ¿Es así como funcionan las cosas?

—No —respondió Evelyn. Hodge la miró fijamente hasta que ella añadió—: señor.

—Váyanse.

Hodge abrió una carpeta y empezó a leer.

Amanda miró a Evelyn, quien le hizo una señal indicándole la puerta. Ambas salieron, sin saber a qué venía todo aquello. El recuento había terminado. La sala de reuniones estaba vacía, salvo por algunos rezagados que estaban esperando a que llegasen sus nuevos compañeros. Vanessa también se había marchado, probablemente con Peterson. Seguro que ella disfrutaría más de esa asignación que Amanda.

—¿Podemos coger tu coche? —preguntó Evelyn—. Llevo la furgoneta y está llena de paquetes.

—Por supuesto.

Amanda la siguió hasta el aparcamiento. Evelyn decía la verdad. Su Ford Falcon estaba atestado de paquetes.

—La madre de Bill viene este fin de semana. Me va a ayudar con el niño mientras trabajo.

Amanda se subió al Plymouth. No quería inmiscuirse en la vida privada de Evelyn, pero su comentario le resultó un tanto extraño.

—No pienses mal de mí —dijo Evelyn, que se sentó en el asiento del copiloto—. Quiero mucho a Zeke, y ha sido fantástico pasar un año y medio con él, pero te juro por Dios que, si paso un día más encerrada en casa con el niño, me tomo un bote de Valium.

Amanda estaba a punto de meter la llave en el contacto, pero se detuvo. Miró a Evelyn. Casi todo lo que sabía de ella se lo había contado su padre. Era guapa, algo que Duke Wagner no consideraba un punto a su favor para alguien que llevase uniforme. «Obstinada» era el adjetivo que había utilizado con más frecuencia, seguido de «agresiva».

—¿Tu marido está de acuerdo en que trabajes de nuevo? —preguntó Amanda.

—Digamos que lo ha aceptado. —Abrió el bolso y sacó un mapa de la ciudad de Atlanta—. ¿Sabes dónde está Techwood?

—No. He estado en Grady Homes varias veces. —Amanda no le dijo que casi siempre cogía las llamadas de North Atlanta, donde las víctimas eran blancas y generalmente madres que le ofrecían té y le hablaban con suma rapidez sobre su terrible experiencia—. ¿Y tú?

—Más o menos. Tu padre me envió allí unas cuantas veces.

Amanda pisó el acelerador al mismo tiempo que giraba la llave. El motor arrancó al segundo intento. Guardó silencio mientras salían del aparcamiento. Evelyn había patrullado casi toda su carrera a las órdenes de Duke Wagner. A él no le gustó mucho su ascenso a policía secreta, pero las cosas estaban cambiando y tuvo que resignarse. Amanda podía imaginar fácilmente a su padre enviándola a los suburbios para darle una lección.

—Veamos dónde está.

Evelyn desplegó el mapa y lo extendió sobre su regazo. Pasó el dedo sobre la zona cercana a Georgia Tech. Los suburbios de Techwood no parecían armonizar muy bien con la construcción de una de las mejores universidades tecnológicas del país, pero la ciudad se estaba quedando sin espacio para alojar a los pobres. Clark Howell Homes, University Homes, Bowen Homes, Grady Homes, Perry Homes, Bankhead Courts, Thomasville Heights, todas tenían largas listas de espera, a pesar de ser verdaderos suburbios.

Y no es que ninguno de ellos hubiese comenzado como tal. En los años treinta, el Ayuntamiento había construido los edificios de apartamentos Techwood sobre un antiguo barrio de chabolas llamado Tanyard Bottom. Era el primer proyecto de viviendas sociales en Estados Unidos. Todos los edificios tenían electricidad y agua corriente. Había una escuela, así como una biblioteca y una lavandería. El presidente Roosevelt había asistido a la ceremonia de inauguración. Sin embargo, tardó menos de diez años en volver a tener el aspecto de suburbio de antes. Duke Wagner decía con frecuencia que eliminar la segregación racial sería la gota que terminaría por colmar el vaso en Techwood. No importaba cuál era el caso, Georgia Tech gastaba miles de dólares al año contratando seguridad privada para que los vecinos no agrediesen a los estudiantes. Era una zona de guerra.

—Venga, vamos —dijo Evelyn plegando el mapa—. Vamos a Techwood Drive y ya te avisaré cuando lleguemos allí.

—Los edificios no tienen números.

Ese problema no se limitaba a los suburbios. Cuando Amanda era una agente de uniforme, perdía casi siempre media hora buscando la dirección correcta.

—No te preocupes —respondió Evelyn—. Entiendo su sistema.

Amanda fue hacia Ponce de León Avenue, pasó el antiguo Spiller Field, donde solían jugar los Cracker. El estadio había sido derribado para construir un centro comercial, pero el magnolio que crecía en el centro del campo aún estaba allí. Acortó por un callejón cerca del edificio Sears para llegar a North Avenue. Tanto Amanda como Evelyn subieron la ventanilla al acercarse a Buttermilk Bottom. Las chabolas habían sido demolidas una década antes, pero nadie se había molestado en solucionar el problema del alcantarillado. Un olor horrible penetró en las fosas nasales de Amanda. Tuvo que respirar por la boca durante las siguientes cinco manzanas. Luego bajaron las ventanillas de nuevo.

—¿Cómo va el caso de tu padre? —preguntó Evelyn.

Era la segunda vez que se lo preguntaba, cosa que le producía cierto recelo.

—No habla conmigo de eso.

—Lo de Oglethorpe es una buena noticia, ¿no te parece? Es una buena señal para él.

—Espero que sí.

Amanda se detuvo en un semáforo en rojo.

—¿Qué tendrá que ver este código cuarenta nueve con la aparición de Treadwell?

Amanda había estado demasiado abrumada para pensar en ello, pero dijo:

—Quizás estaba denunciando una violación en nombre de un cliente.

—Los abogados que llevan un traje de cien dólares no tienen clientes en Techwood —respondió Evelyn, que apoyó la cabeza sobre una de sus manos—. Treadwell se ha mostrado muy mandón con Hodge, y él con nosotras. Tiene que haber una conexión, ¿no te parece?

Amanda negó con la cabeza.

—No tengo ni idea.

—Parece joven. No hace mucho que habrá salido de la facultad. El bufete de su padre respaldó la candidatura del alcalde.

—¿De Maynard Jackson? —preguntó Amanda.

Jamás había pensado que las personas blancas apoyasen al primer alcalde negro de la ciudad, pero luego se dio cuenta de que los empresarios de Atlanta no dejarían que la raza se interpusiese en su camino para ganar dinero.

—El bufete Treadwell-Price estaba metido de lleno en la campaña. El padre de Treadwell se hizo una foto con Jackson el día que ganó las elecciones. Salieron en el periódico, abrazados como dos vedettes. ¿Cómo se llamaba? ¿Adam? ¿Allen? —Soltó un resoplido—. No, Andrew. Se llama Andrew Treadwell. Probablemente será un estudiante de tercer curso. Apuesto a que le llaman Andy.

Amanda movió lentamente la cabeza de un lado al otro. La política era asunto de su padre.

—Jamás he oído hablar de ninguno de ellos.

—Desde luego, Júnior se movía con mucho aplomo. Hodge estaba aterrorizado. Dejando las pantomimas al margen. ¿No es gracioso?

—Sí.

Amanda miró el semáforo rojo, preguntándose por qué tardaba tanto en cambiar.

—Sáltatelo —sugirió Evelyn. Vio la expresión de preocupación en el rostro de Amanda y añadió—: No te preocupes. No voy a arrestarte.

La otra chica miró a ambos lados un par de veces, luego una tercera, antes de iniciar la marcha.

—Cuidado —le advirtió Evelyn. Había un Corvette subiendo la colina en Spring Street. Saltaron chispas cuando el motor rozó contra el asfalto y cruzó la intersección—. ¿Dónde está la policía cuando se la necesita?

A Amanda le dolía la pantorrilla de tener pisado el freno.

—El seguro del coche lo tengo con Benowitz, por si estás intentando ganar algo de dinero para tu marido.

Evelyn se rio.

—Benowitz no está mal si pasas por alto los cuernos.

Amanda no sabía si se estaba riendo de ella o expresándole su opinión. Miró el semáforo. Aún en rojo. Avanzó un poco, estremeciéndose al pisar el acelerador. No pudo relajar los hombros hasta que pasaron el restaurante Varsity. Luego volvieron a subir.

El olor invadió el interior del coche en cuanto llegaron a la autopista de cuatro carriles. Esa vez no fue el alcantarillado, sino la pobreza, las personas viviendo aglomeradas como si fuesen animales enjaulados. El calor atenuaba el mal olor. Techwood Homes estaba hecho de hormigón con fachadas de ladrillo que transpiraban como las medias de Amanda.

A su lado, Evelyn cerró los ojos; jadeaba ostensiblemente.

—Sigue —dijo. Movió la cabeza y miró el mapa—. Tuerce a la izquierda en Techwood. Y luego a la derecha en Pine.

Amanda redujo la velocidad para recorrer aquellas calles estrechas. A lo lejos veía las casas de ladrillos y los apartamentos ajardinados de Techwood Homes. Las fachadas estaban cubiertas de grafiti y, donde no había nada pintado, había basura amontonada hasta la cintura. Un grupo de niños jugaba en un patio sucio. Estaban vestidos con harapos. Incluso desde la distancia vio las heridas que tenían en las piernas.

—Tuerce a la derecha —dijo Evelyn.

Amanda avanzó hasta que la carretera se convirtió en un lugar intransitable. Un coche quemado bloqueaba la calle. Tenía las puertas abiertas, el capó levantado y el motor a la vista como si fuese una lengua carbonizada. Amanda se subió al arcén y echó el freno de mano.

Evelyn no se movió. Miraba a los niños.

—Se me había olvidado lo penoso que es esto.

Amanda miró a los muchachos. Todos tenían la piel oscura y las rodillas protuberantes. Utilizaban los pies para patear un balón de baloncesto pinchado. No había hierba por ningún lado, solo la típica tierra seca y rojiza de Georgia.

Los niños dejaron de jugar. Uno de ellos señaló el Plymouth, comprado por el Ayuntamiento en lotes y reconocido por todos por ser el coche camuflado de la policía. Otro chico corrió hasta el edificio más cercano, levantando el polvo.

Evelyn se rio malhumorada.

—Ya va el angelito a avisar al comité de bienvenida.

Amanda tiró de la manecilla para abrir la puerta. Podía ver la torre de Coca-Cola a lo lejos, encajonando el suburbio de catorce manzanas con el Georgia Tech.

—Mi padre dice que Coca-Cola está intentando que el Ayuntamiento derribe este lugar y lo traslade a otro sitio.

—No puedo imaginar al alcalde echando a las personas que le votaron.

Amanda no la contradijo, pero sabía por experiencia que su padre siempre tenía razón sobre esas cosas.

—Podría solucionar el problema.

Evelyn empujó la puerta para abrirla y salió del coche. Abrió el bolso y sacó la radio, que era la mitad de grande que la linterna y casi igual de pesada. Amanda se aseguró de llevar el bolso cerrado mientras Evelyn informaba de su localización. La radio de Amanda casi nunca funcionaba, por mucho que le cambiase las pilas. Si no fuese por el sargento Geary, la dejaría en casa, pero el sargento obligaba a todas las mujeres a vaciar la bolsa para asegurarse de que llevaban todo el equipo.

—Por aquí.

Evelyn subió la colina para dirigirse al bloque de apartamentos. Amanda podía notar cientos de ojos observándolas. Dado el lugar donde se encontraban, era normal que muchas personas no estuviesen trabajando durante el día. Tenían tiempo de sobra para mirar por la ventana y esperar que algo horrible sucediera. Cuanto más se alejaban del Plymouth, más enferma se sentía Amanda. Por eso, cuando Evelyn se detuvo delante del segundo edificio, estuvo a punto de vomitar.

—Aquí es —dijo Evelyn señalando la entrada y contando «tres, cuatro, cinco…».

Continuó en silencio mientras avanzaba. Amanda la siguió, preguntándose si Evelyn sabía lo que hacía o si solo intentaba alardear.

Finalmente, se detuvo de nuevo y señaló el piso superior del bloque que había en medio.

—Ya hemos llegado.

Ambas miraron la puerta abierta que conducía a las escaleras. Un solo rayo de sol iluminaba los escalones de abajo. Las ventanas que había delante del vestíbulo y en los rellanos estaban entablilladas, pero el tragaluz encastrado en metal dejaba pasar la suficiente luz. Al menos mientras fuese de día.

—Quinta planta —dijo Evelyn—. ¿Cómo te fue en el examen físico?

Era otra de las nuevas normas de Reggie.

—Hice el tiempo justo en correr la milla.

Tenían que hacerlo en ocho minutos y medio, y Amanda usó hasta el último segundo.

—De no ser porque me dieron un aprobado en el ejercicio de flexiones, estaría en casa viendo Captain Kangoroo. —Esbozo una sonrisa optimista—. Espero que tu vida no dependa de la fuerza que tengo en los brazos.

—Seguro que corres más que yo si es necesario.

Evelyn se rio.

—De eso no te quepa duda.

Cerró la cremallera de su bolsa y abrochó la solapa. Amanda comprobó una vez más que la suya estaba bien cerrada. Lo primero que se aprendía al ir a los suburbios era a no dejar la bolsa abierta ni apoyada en ningún lado, ya que nadie quería regresar a su casa con ella llena de piojos o cucarachas.

Evelyn respiró profundamente, como si fuese a sumergir la cabeza bajo el agua, y luego entró en el edificio. El olor fue como un bofetón en la cara. Se tapó la nariz con la mano mientras empezaba a subir las escaleras.

—Pensaba que pasarme el día cambiándole los pañales a un niño me había hecho inmune al olor de la orina, pero los hombres comen cosas distintas. Sé que los espárragos hacen que la mía tenga un olor fuerte. Una vez probé la cocaína. No recuerdo cómo me olía la orina, pero la verdad es que no me importó un carajo.

Amanda se quedó perpleja, allí, en la parte baja de las escaleras, mirando a Evelyn, que parecía no haberse dado cuenta de que había admitido haber consumido drogas.

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