Criminal

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Capítulo diez

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El forense era un hombre rechoncho, con una coleta y una barba que, al parecer, llevaba días sin lavar, al igual que su camiseta de colores y sus gastados vaqueros.

Su bata de laboratorio tenía las mangas estrechas. Un cigarrillo le colgaba del labio. Se detuvo al lado de la ventana, mostrando sus dientes amarillentos. Amanda no era ese tipo de persona que creía en las vibraciones, pero, aunque hubiera habido una luna de cristal entre los dos, se habría percatado de la repugnancia que irradiaba su cuerpo.

—Deena, cariño —dijo—. Estás guapísima esta tarde.

Deena se rio, aunque puso los ojos en blanco.

—Cierra el pico, loco.

—Loco por ti, cariño.

—Siempre hacen lo mismo —intervino Evelyn.

—Vaya.

Amanda simuló que veía a diario hombres blancos flirteando con mujeres negras.

—Por favor, Dee —continuó Pete dando golpecitos en la ventana—. ¿Me vas a dejar que te invite a una copa?

—Sí, espérame a las diez y nunca. —Corrió las cortinas—. Os dejo con lo vuestro. —Se dirigió a Amanda—. Cuando vomites, hazlo cerca del desagüe que hay en suelo. Así será más sencillo limpiarlo con la manguera.

—Gracias —respondió Amanda.

Siguió a Evelyn hasta el interior de la sala de autopsias. Tal como era de esperar, hacía frío, pero el olor la cogió desprevenida. Olía a limpio, a Clorox y Pine-Sol de manzana; no era lo que esperaba.

Durante su época de agente de uniforme, había respondido a dos llamadas de personas desaparecidas, pero en ambas ocasiones las encontró cerca de sus casas. Una había sido de un hombre que se había quedado encerrado en el maletero. La otra, de un niño que se había quedado atrapado en una vieja nevera que la familia tenía en el porche. En ambas ocasiones había notado un olor desagradable y llamó pidiendo refuerzos. No sabía lo que había sucedido con aquellos casos, porque estaba en la comisaría rellenando informes cuando sacaron los cuerpos.

—¿Quién es esta mujer tan elegante? —preguntó Pete Hanson mirando a Amanda.

—Es…

—Amanda Wagner —dijo ella misma—. La hija de Duke Wagner.

Pete se detuvo.

—Entonces eres… Duke es todo un personaje, ¿verdad?

Amanda se encogió de hombros. Ya había recibido demasiados comentarios desagradables sobre su padre ese día.

—Pete —intervino Evelyn con su habitual tono alegre, aunque se pasó los dedos por el cabello en señal de incomodidad—. Gracias por dejarnos mirar. Nosotras estuvimos en el apartamento de Lucy el lunes pasado. No la conocíamos, pero ha sido todo un shock enterarnos de su suicidio.

—¿Lucy? —preguntó Pete con el ceño fruncido—. ¿De dónde has sacado eso?

—Su nombre aparecía en el informe de Butch —interrumpió Amanda—. Lo vio en su carné.

Pete fue hacia un escritorio grande y desordenado. Había montones de papeles mezclados, pero encontró el apropiado.

El cigarrillo humeaba mientras leía el informe preliminar. El papel era delgado. Amanda reconoció la letra de Butch Bonnie en el reverso, donde había colocado el papel carbón del revés.

—Bonnie no es que sea el más listo de todos, pero al menos no es tan gilipollas como Landry. —Dejó el informe en el escritorio—. En un caso como este, el carné es el último recurso. Yo suelo preferir el historial dental, las huellas dactilares o un familiar que identifique el cadáver. Lo aprendí en Vietnam. No envías a alguien en una bolsa a menos que sepas que la verdadera familia está esperando al otro lado.

Amanda sintió alivio al oír esas palabras. A pesar de sus excentricidades, el hombre parecía hacer bien su trabajo.

—Bueno, dime —dijo Pete quitando la ceniza del cigarrillo—. ¿Qué ha estado haciendo Kenny? No le he visto desde hace mucho tiempo.

—Sus cosas —respondió Evelyn mientras observaba los movimientos de Pete: la forma en que se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel, la forma en que movía el cigarrillo al hablar. Mientras tanto, ella se tiraba tan fuerte del pelo que parecía que se lo iba a arrancar—. Hoy está construyendo un cobertizo con Bill. —Se mordió el labio durante unos segundos—. Vamos a hacer una barbacoa después. Deberías venir.

Pete sonrió a Amanda.

—¿Tú también estarás allí?

Se sintió un tanto desolada. Era su destino sentirse atraída por personas como Kenny Mitchell, pero solo tipos como Pete Hanson le pedían una cita.

—Quizá —respondió.

—Fantástico.

Pete se inclinó sobre la bandeja de metal. Había escalpelos, tijeras, una sierra.

Evelyn miró los instrumentos. Estaba pálida.

—Debería llamar a Bill. Nos fuimos sin decirle cuándo volveríamos.

No era del todo cierto. Evelyn había dejado claro que no estaban seguras de a qué hora regresarían. Bill, como de costumbre, se había acomodado a su bella esposa.

—Voy a llamarle —repitió Evelyn. Salió de la sala prácticamente corriendo.

Dejó a Amanda con Pete. Sola.

La estaba mirando, pero ahora lo hacía con amabilidad.

—Es toda una mujer, pero este es uno de los deportes más difíciles.

Amanda tragó saliva.

—¿Quieres que te vaya explicando el proceso?

—Yo… —Tenía la garganta agarrotada—. ¿Por qué tienes que hacer una autopsia si es un suicidio?

Pete pensó en la pregunta antes de cruzar la sala. Había un interruptor en la pared. Lo encendió y las luces parpadearon.

—La palabra «autopsia» significa, literalmente, «ver por ti mismo». —Le hizo un gesto—. Acércate, cariño. A pesar de los rumores, no muerdo.

Amanda trató de ocultar su inquietud cuando se acercó. La placa de rayos X mostraba un cráneo. Los agujeros donde se suponía que debían estar los ojos y la nariz estaban completamente vacíos.

—Mira —dijo señalando el cuello. Había trozos de vértebras abiertas, de la misma forma que se abre la pezuña de un gato cuando la presionas—. Este hueso de aquí se llama hioides. Se pronuncia «hio-ides». Tiene la forma de herradura, y cuelga holgado en la línea anterior media, entre el mentón y la tiroides. Aquí —concluyó mostrando su propio cuello.

Amanda asintió, aunque no estaba segura de haber comprendido la razón de su discurso.

—Lo increíble del cuello es que lo puedes mover de arriba abajo o de lado a lado. El cartílago hace que eso sea posible. El hioides en sí ya es fascinante. Es el único hueso sin articulación en todo el cuerpo. Sostiene la lengua. Vibra cuando la mueves. Como te he dicho, está justo en este lugar. —Volvió a señalarse el cuello—. Por eso, si a alguien lo estrangulan con una ligadura, se observan magulladuras alrededor del hioides. Pero aquí —movió los dedos hacia arriba— es donde se encuentran las magulladuras si se cuelga a una persona. Es una señal clásica de ahorcamiento. Estoy seguro de que lo verás más de una vez en tu vida.

—¿Me estás diciendo que primero intentó ahorcarse?

—No —respondió señalando la placa de rayos X del cuello—. ¿Ves esa línea más oscura que cruza el hioides?

Amanda asintió.

—Eso indica una fractura, lo que señala que la estrangularon, probablemente con mucha fuerza.

—¿Con mucha fuerza?

—Sí, porque es una mujer joven. El hioides nace como dos piezas y el hueso no se suelda hasta que se alcanzan unos treinta años. Tú misma puedes verlo.

Pensó que quería que le tocase el cuello. Amanda no quería tocarle, pero, aun así, hizo ademán de hacerlo.

Pete sonrió y dijo:

—Supongo que puedes hacerlo con tu propio cuello.

—De acuerdo —respondió, riendo a pesar de la incomodidad.

Con suavidad, se llevó los dedos a la garganta. Palpó la zona y notó que algunas cosas se desplazaban de un lado a otro. El ruido retumbó en sus oídos.

—Notarás que hay mucha movilidad en esa área. Por eso debes apretar muy fuerte para fracturar el hioides.

Pete le hizo un gesto para que le siguiera hasta el cadáver. Dejó el cigarrillo en un cenicero encima de la mesa. Sin preámbulos, retiró la sábana, mostrando la cabeza y los hombros de Lucy Bennett.

—¿Ves estos cardenales?

Amanda notó que se le nublaba la vista, pero no a propósito. Parpadeó y se centró solo en el cuello. Tenía unas marcas rojas y moradas alrededor de la garganta que le recordaron a Roz Levy.

—La estrangularon.

—Así es —recalcó Pete—. El agresor le puso las manos alrededor del cuello y la estranguló. ¿Ves las huellas?

Amanda se inclinó para verlas más de cerca. Ahora que se las enseñaba, vio la hilera de cardenales que habían dejado los dedos.

—Las carótidas —explicó Pete—. Arterias. Una a cada lado del cuello. Llevan el oxígeno al cerebro. Son muy importantes. Sin oxígeno, no hay cerebro.

—Sí, lo sé.

Amanda recordó que lo había estudiado en la academia de policía. Tuvieron que observar cómo los hombres hacían llaves de presa en el cuello.

—¿Ves dónde tengo las manos? —preguntó Pete con las manos alrededor del cuello de la mujer. Amanda asintió—. ¿Ves que para presionar las arterias carótidas para estrangularla hay que ejercer mucha fuerza en la parte de delante para fracturar el hioides? —Volvió a asentir—. Eso indica que perdió el conocimiento.

Amanda volvió a mirar la placa de rayos X.

—¿El golpe que se dio por la caída desde el tejado no pudo fracturarlo?

—Cuando le abra el cuello, te darás cuenta de que es muy poco probable.

Amanda no pudo evitar estremecerse.

—No te preocupes. Lo estás haciendo muy bien.

Ella ignoró el cumplido.

—¿Podría vivir con el hi…?

—Hioides.

—Eso. ¿Podría vivir con el hioides roto?

—Posiblemente. Una fractura del hioides no tiene por qué ser fatal. Lo vi muchas veces en Vietnam. A los oficiales se les entrenaba para el combate cuerpo a cuerpo, algo de lo que les encantaba presumir. Le das un golpe a un hombre aquí —se golpeó en el cuello— con el codo, o incluso con la mano abierta, y puedes dejarlo sin sentido o romperle el cuello si le golpeas con suficiente fuerza. —Se llevó la mano al mentón como un experto profesor universitario—. Notarás una sensación muy peculiar cuando te pasas los dedos por el cuello, como si cientos de burbujas explotaran debajo de la piel. Eso se debe al aire que sale de la laringe y entra en los planos tisulares. Además del pánico, se produce un tremendo dolor, moratones y una fuerte hemorragia. —Sonrió—. Es una lesión muy desagradable, que te deja incapacitado casi por completo. Te quedas en el suelo, resollando, rezando para que alguien te ayude.

—¿Se puede gritar?

—Dudo que se pueda emitir algo más que un susurro ronco, pero a veces la gente te sorprende. Cada persona es un mundo.

Amanda intentó asimilar toda esa información nueva.

—Pero dices que a Lucy Bennett la asfixiaron. —Recordó la terminología que Pete había empleado al principio—. Que la estrangularon.

Negó con la cabeza y se encogió de hombros al mismo tiempo.

—Tengo que ver los pulmones. El estrangulamiento causa neumonitis por aspiración; es decir, la inhalación del vómito en los pulmones. Los ácidos gástricos merman el tejido, lo que nos da la cronología. Cuanto más dañado está el tejido, más tiempo estuvo viva. ¿La estrangularon hasta quedar inconsciente y luego la arrojaron desde el tejado, o la estrangularon hasta morir y luego la tiraron?

—¿Eso importa? —preguntó Amanda.

En cualquiera de los casos, Lucy había sido asesinada.

—Cuando apreses a su asesino, querrás conocer todos los detalles de su crimen. De esa forma, te asegurarás de que capturas al tipo adecuado y no a un loco que quiere salir en los periódicos.

Amanda no se imaginaba apresando a ningún criminal. De hecho, no estaba segura de por qué Pete respondía a sus preguntas.

—¿Por qué el asesino iba a dar detalles de su crimen? Eso solo serviría para reforzar la acusación en su contra.

—Él no se dará cuenta de que está cayendo en la trampa que le pongas. Tú eres más lista que él. El asesino es un hombre que no puede controlarse a sí mismo.

Amanda pensó en lo que acababa de decirle, pero no le pareció del todo cierto.

—Fue lo bastante listo como para intentar ocultar el crimen.

—No tanto como crees. Tirarla desde el tejado fue algo arriesgado. Llamó la atención sobre el crimen. Existe la posibilidad de que haya algunos testigos. ¿Por qué no la dejó en el apartamento y esperó a que el olor llamase la atención de algún vecino días o semanas después?

Tenía razón. Amanda recordó los asesinatos de Manson, la forma en que estaban colocados los cuerpos.

—¿Cree que el asesino quería enviar un mensaje?

—Posiblemente. Y podemos deducir también que conocía a la víctima muy bien.

—¿Por qué lo dices?

Pete cogió la parte superior de la sábana con ambas manos.

—No te olvides de respirar.

Retiró la sábana y mostró el cuerpo completo.

Amanda se llevó la mano a la boca. No se le vino nada a la garganta, ni se desmayó, ni se mareó. Al igual que le había sucedido con las fotos de Roz Levy, esperaba que su cuerpo reaccionara violentamente, pero, sin embargo, lo afrontó con una voluntad férrea. Notó correrle por la espalda la misma sensación desconocida que había percibido en Techwood. Su estómago dejó de agitarse. En lugar de desmayarse, su visión se agudizó.

Amanda jamás había visto a una mujer completamente desnuda. Había algo triste en la forma en que le colgaban los pechos a un lado. Tenía el estómago caído, y el vello púbico corto, como si se lo hubiese recortado, pero los pelos de los muslos los llevaba sin afeitar. Tenía sangre y vísceras colgando entre las piernas. Le habían apaleado el cuerpo y tenía moratones en el estómago y las costillas.

—Para golpear a alguien de esta manera tienes que odiarle. Y el odio viene con la familiaridad. Y, si no, que se lo pregunten a mi exmujer, que, en cierta ocasión, intentó estrangularme.

Amanda levantó la cabeza para mirarle. Su sonrisa no sugería nada. Pete no solo era un poco espeluznante, sino también una persona de lo más extraña. Sin embargo, era educado. Amanda no recordaba ninguna conversación con un hombre en la que él no la interrumpiese todo el rato.

—Esto se te da muy bien —dijo Pete.

No supo si debía sentirse elogiada por el comentario, pero sin duda no era un tema para hablar durante la cena.

—¿Puedes decirme algo sobre el esmalte de uñas?

Pete sacó un guante de látex del bolsillo.

—¿Por qué no me lo dices tú?

Amanda no quería, pero cogió el guante. Intentó meter la mano, pero la rigidez del látex se lo impidió.

—Límpiate la mano primero.

Amanda secó su sudorosa mano en la falda. El guante seguía quedándole muy ajustado, pero en cuanto logró meter los dedos, el resto entró con facilidad.

Cogió con delicadeza la mano de Lucy. Tenía la piel fría, o quizá solo fue su imaginación. En lugar de estar lacio, el cuerpo estaba rígido.

—El rigor mortis —explicó Pete—. Los músculos se contraen y bloquean las articulaciones. Su inicio varía en función de la temperatura y de otros factores menores. Puede empezar a los diez minutos y durar hasta setenta y dos horas.

—Entonces se puede saber cuánto tiempo lleva muerta por la rigidez del cuerpo.

—Eso es —confirmó Pete—. Cuando llegó ayer por la tarde, nuestra víctima llevaba muerta aproximadamente entre tres y seis horas.

—Eso es un marco muy amplio.

—La ciencia no es tan precisa como creemos.

Amanda intentó girar el brazo, pero no pudo moverlo.

—No seas tan delicada. Ya no puede sentir ningún dolor.

Amanda oyó el sonido de su garganta al tragar. Tiró del brazo. Se oyó un fuerte chasquido que hizo que se estremeciera.

—Inspira y espira —le aconsejó Pete—. Recuerda, son solo huesos y tejidos.

Amanda volvió a tragar de nuevo. El sonido retumbó en la sala. Miró los dedos de Lucy Bennett.

—Tiene algo debajo de las uñas.

—Buena observación —dijo Pete, que se dirigió al armario que había en la esquina—. Lo enviaremos al laboratorio para que lo analicen.

Amanda deseó tener la lupa de Roz Levy. Lo que tenía debajo de las uñas no era suciedad.

—¿Qué crees que es?

—Si se defendió, probablemente será piel de su agresor. Esperemos que le hiciera algo de sangre. —Pete regresó con un portaobjetos y algo que parecía un palillo de dientes gigante—. Sujétala. —Pasó el palillo de madera debajo de la uña y sacó un trozo grande de piel—. Si hay suficiente sangre en el tejido epitelial, y tienes a un sospechoso, podemos analizar su sangre y ver si son del mismo tipo, tanto si es secretor como si no.

—Necesitaremos algo más que sangre para acusarle.

—Actualmente, el FBI está realizando un trabajo increíble con las enzimas. —Puso el trozo de tejido epitelial en el portaobjetos—. En cuestión de diez años, tendrán muestras de todos los estadounidenses almacenadas en miles de ordenadores diferentes repartidos por todo el país. Lo único que tendremos que hacer es enviar la muestra a cada ordenador… y bingo. En solo unos meses sabremos el nombre y la dirección del asesino.

—Deberías decírselo a Butch y a Rick. —Probablemente, los dos detectives de Homicidios se reirían en su cara—. Este es su caso.

—¿De verdad?

Amanda no se molestó en responder a esa pregunta.

—Supongo que no tengo que decirte los problemas que tendríamos Evelyn y yo si averiguan que hemos estado aquí.

Pete dejó el portaobjetos en el mostrador.

—Sabes, el GBI no cuenta con las suficientes mujeres para cumplir sus cuotas. Van a perder las subvenciones federales si no ocupan las plazas a finales de año.

—Yo trabajo para el Departamento de Policía de Atlanta.

—No tienes por qué hacerlo.

Obviamente, Pete no conocía a Duke Wagner tan bien como la gente con la que había estado ese día. Aparte de Butch y Rick, su padre tendría un soplón si se enteraba que había estado en el depósito, tocando un cadáver, hablando con un hippie sobre dejar su trabajo estable y ser una mujer simbólica en el cuerpo de policía del estado.

De perdidos, al río, se dijo. Aún quedaba la razón que las había llevado hasta allí. Amanda le dio la vuelta a la mano de Lucy, y expuso la muñeca a la luz. Allí estaban: las cicatrices blancas que le había visto antes.

—Intentó suicidarse.

—Es posible —corroboró Pete—. Muchas mujeres jóvenes se cortan las venas, normalmente para llamar la atención. Tu víctima está claro que era una adicta. Es fácil verle las marcas. Si quería suicidarse, podría haberlo hecho con la jeringa duplicando su dosis de heroína.

—Veo que la has lavado.

—Sí. Hicimos algunas fotografías y algunas placas de rayos X, luego le cortamos la ropa y la lavamos para prepararla para el procedimiento. Se había orinado encima; un desgraciado subproducto del estrangulamiento. Aunque era una menudencia comparado con el prolapso rectal. Debo recalcar que estaba muy limpia considerando su oficio y su adicción.

—¿A qué te refieres?

—Obviamente, encontramos lo que se esperaba después de una caída como esa. Imagina un globo de agua tirado desde esa altura. Pero, te lo digo por experiencia, los adictos no se lavan mucho. Los aceites naturales obstruyen la piel. Creen que así se retiene la droga más tiempo. No estoy seguro de que haya una base científica para pensar algo así, pero creo que alguien que es capaz de inyectarse limpiador en las venas no se preocupa de esas cosas. Puedes ver que se lo ha recortado. —Señaló el vello púbico—. Es un poco raro, aunque no es la primera vez que lo veo. Muchos hombres se sienten más atraídos por las mujeres con aspecto infantil.

—¿Pederastas?

—No necesariamente.

Amanda asintió, aunque evitó mirar la zona de la que estaba hablando Pete. En su lugar, volvió a examinar las manos de Lucy. El esmalte de uñas era perfecto, aunque estaba un poco levantado. Se lo había aplicado de un modo uniforme. Se tardaba mucho tiempo y se necesitaba mucha paciencia para aplicar una capa tan espesa. Incluso Amanda, que se pulía y se pintaba las uñas todas las noches delante del televisor, era incapaz de realizar un trabajo tan profesional.

—¿Has encontrado algo más? —preguntó Pete.

—Sus uñas.

—¿Son falsas? Recientemente he visto muchas de plástico fuera de California.

—Parece como si…

Negó con la cabeza. No sabía lo que parecían. Tenía las uñas cortadas en línea recta y arregladas las cutículas. El esmalte rojo estaba dentro de los márgenes. Nunca había conocido a una mujer que pudiera permitirse una manicura profesional, y dudaba que una prostituta muerta fuese la primera.

Amanda dio la vuelta a la mesa y miró la otra mano de Lucy. Una vez más, el esmalte era perfecto, como si se lo hubiese aplicado otra persona.

Abrió la boca para decir algo, pero luego se detuvo.

—Di lo que piensas —la animó Pete—. Aquí no hay preguntas estúpidas.

—¿Podrías decirme si era diestra o zurda?

Pete la miró como si fuese su mejor alumna.

—Tendrá más musculatura en el lado dominante.

—¿Por sostener un lápiz?

—Entre otras cosas. ¿Por qué lo preguntas?

—Cuando me pinto las uñas, un lado siempre queda mejor que el otro. Ella tiene los dos lados perfectos.

Pete sonrió.

—Por esa razón, cariño, debería haber más mujeres en mi campo.

Amanda dudaba de que cualquier mujer en su sano juicio se dedicase a ese trabajo, al menos una que quisiera llegar a casarse.

—¿Puede que tuviera una amiga que le pintase las uñas?

—¿Se acicalan las mujeres entre sí? Yo creía que en Detrás de la puerta verde se habían tomado algunas libertades cinematográficas.

Amanda ignoró el comentario. Con cuidado, volvió a poner la mano de Lucy en la mesa. Era más fácil centrarse en las partes que en el todo. Se había olvidado de que Lucy Bennett era un ser humano de verdad.

En parte, se debía a que aún no le había visto el rostro. Se esforzó por hacerlo e intentó mantener su entereza inicial, pero también la invadió un sentimiento conjunto que solo se podía denominar curiosidad. Al haberle limpiado la sangre del rostro, tenía un aspecto diferente. Al igual que en la foto de Roz, la piel aún le colgaba a uno de los lados, pero había algo que no encajaba, algo más allá de lo obvio.

—¿Podría…? —No quería parecer morbosa, pero continuó—: ¿Podría verle los dientes?

—La mayoría se los rompió en la caída. ¿Adónde quieres llegar?

—La piel de la cara. ¿Es posible desplazarla para…?

—Por supuesto.

Pete se dirigió a la parte delantera de la mesa. Cogió la carne suelta de la mejilla y de la frente, y tiró de ella para ponerla sobre el cráneo. Lucy se había mordido el labio al caerse. Pete volvió a colocar la piel en su posición. Utilizó los dedos para colocarla alrededor de los ojos y la nariz, como un panadero amasando la masa.

—¿Qué piensas? —preguntó.

Era justo lo que había esperado. Esa mujer no era Lucy Bennett. Las cicatrices de las muñecas no eran el único indicio. Las llagas abiertas de sus pies tenían un dibujo que le resultaba familiar, como una constelación de estrellas, pero, aparte de eso, estaba claro que el rostro pertenecía a Jane Delray.

—Creo que deberíamos llamar a Evelyn.

—Me tienes intrigado.

Amanda salió de la sala por las puertas de vaivén. El laboratorio estaba vacío, así que empujó la otra serie de puertas que conducían a la entrada. Evelyn estaba a unos cuantos metros de la puerta de salida. Hablaba con un hombre que llevaba un traje azul marino. Era alto, más de uno noventa. Su pelo castaño le llegaba hasta el cuello. Llevaba un traje hecho a medida. La chaqueta se curvaba en su espalda, y sus pantalones holgados caían sobre sus zapatos blancos. Estaba encendiendo un cigarrillo cuando Amanda se unió a ellos. Evelyn le lanzó una mirada; sus ojos parecían estar a punto de salirse de sus órbitas.

Hablaba con el hombre del traje azul.

—Señor Bennett —dijo Evelyn con una voz más aguda de lo habitual, a pesar de estar disimulando muy bien su entusiasmo—. Le presento a mi compañera, la señorita Wagner.

El hombre apenas le prestó atención y continuó mirando a Evelyn.

—Como le he dicho, lo único que quiero es ver a mi hermana y marcharme.

—Tenemos que hacerle algunas preguntas —respondió ella, pero Bennett la cortó.

—¿No hay ningún hombre con el que pueda hablar? ¿Alguien al mando?

Amanda pensó en el forense.

—El forense está en la parte de atrás.

Bennett hizo una mueca de desagrado, pero Amanda no estaba segura de si la había esbozado por el forense o por ella. Pero no le importaba. En lo único que podía pensar era en lo arrogante y lo desagradable que era ese hombre.

—El doctor Hanson está preparando el cuerpo. Solo tardará unos minutos.

Evelyn se percató de que mentía.

—No creo que quiera verla en ese estado, señor Bennett.

—Es muy sencillo —replicó—. Como le he dicho, señora Mitchell, mi hermana era una drogadicta y una prostituta. El hecho de que esté aquí es una mera formalidad para que mi madre pueda tener un poco de paz al final de su vida.

—Su madre tiene cáncer —explicó Evelyn.

Amanda dejó que transcurrieran unos segundos por respeto, pero no pudo evitar preguntarle:

—Señor Bennett, ¿puede decirme cuando fue la última vez que vio a su hermana?

Él desvió la mirada.

—¿Cinco o seis años? —Miró su reloj. Fue un movimiento fugaz, tan mecánico como que Evelyn se tirara del pelo—. Les agradecería que no me hicieran perder el tiempo. ¿Debo ver de nuevo al forense?

—Un minuto más. —A Amanda nunca se le había dado bien distinguir a un mentiroso, pero Bennett era como un libro abierto—. ¿Está seguro de que esa fue la última vez que contactó con su hermana?

Bennett cogió un paquete de Parliaments del bolsillo interior de su chaqueta y sacó un cigarrillo. Llevaba un enorme anillo de oro en el dedo medio. Facultad de Derecho UGA, promoción del 74. El bulldog de Georgia estaba grabado en una piedra roja.

—¿Está usted seguro, señor Bennett? A mí me parece que ha contactado con Lucy más recientemente.

Mostró un destello de culpabilidad mientras se ponía el cigarrillo entre los labios.

—Le escribí una carta a la Union Mission. Fue una mera obligación, se lo aseguro.

—¿En Ponce de León?

La Union Mission situada en Ponce de León era el único albergue que permitía la entrada de mujeres.

—Intenté buscar a Lucy cuando falleció nuestro padre. Mi madre pensaba que ella se había unido al movimiento hippie, ya sabe, solo por un tiempo. Creía que Lucy querría volver a casa, ir a la universidad, llevar una vida normal. Ella jamás aceptaría que prefería ser una prostituta.

—¿Cuándo murió su padre? —preguntó Evelyn.

Bennett abrió su mechero de oro, pero se tomó su tiempo para encender el cigarrillo. No habló hasta que echó una bocanada de humo.

—Pocas semanas después de graduarme en la Facultad de Derecho.

—¿El año pasado?

—Sí, en julio o agosto. No recuerdo bien. —Le dio una profunda calada al cigarrillo—. Lucy nunca fue una buena chica. Supongo que nos engañó a todos, hasta que se escapó con un motorista a Atlanta. Imagino que habrán oído esa historia muchas veces. —Exhaló el humo por la nariz—. Siempre fue muy terca y obstinada.

—¿Cómo supo que debía enviarle la carta a Union Mission? —preguntó Amanda.

Bennett parecía irritado porque no le dejara cambiar de tema.

—Hice algunas llamadas a cierta gente. Me dijeron que probablemente terminaría allí.

Amanda se preguntó quiénes serían esas personas. Probó.

—¿Se dedica usted a los litigios, señor Bennett?

—No, a la reducción de impuestos. Es mi primer año como asociado en Treadwell-Price. ¿Por qué lo pregunta?

Evelyn estaba en lo cierto. Había convencido a su jefe para que hiciera una llamada telefónica.

—¿Recibió alguna respuesta de su hermana?

—No, pero el hombre que trabajaba allí me aseguró que le había dado la carta. Él se lo puede confirmar.

—¿Recuerda el nombre de ese hombre?

—¿Trask? ¿Trent? —Soltó una bocanada de humo—. No lo sé. No es que fuese muy profesional. Llevaba la ropa sucia, el pelo despeinado y apestaba. Imagino que había estado fumando marihuana.

—¿Lo conoció en persona?

—No se puede confiar en esa gente. —Le dio una calada al cigarrillo—. Pensé que encontraría allí a Lucy. Pero lo único que encontré fue a un puñado de putas y borrachas repugnantes. Sabía que Lucy terminaría en un lugar como ese.

—¿La vio?

—Por supuesto que no. Dudo incluso de que la reconociera.

Amanda asintió, aunque resultaba una afirmación un tanto extraña viniendo del hombre que iba a identificar su cadáver.

—¿Conoce a una joven llamada Kitty Treadwell? —preguntó Evelyn.

Entrecerró los ojos. El cigarrillo desprendía una nube de humo.

—¿Qué saben de Kitty? —No les dio tiempo a responder—. Tengan cuidado con dónde meten las narices. Puede que se las corten.

La puerta principal se abrió de golpe. Rick Landry y Butch Bonnie entraron en el vestíbulo. Ambos fruncieron el ceño al ver a Amanda y a Evelyn.

—Por fin —murmuró Bennett.

Se veía que Landry estaba furioso. Avanzó y dijo:

—¿Qué coño hacéis aquí, zorras?

Amanda estaba al lado de Evelyn. No tardó mucho en ponerse delante de ella y bloquear a Landry.

—Estamos investigando nuestro caso.

Landry no se molestó ni en responder. Se dio la vuelta bruscamente. Su hombro chocó con tanta fuerza contra Amanda que la hizo retroceder.

—¿Hank Bennett?

El tipo asintió.

—¿Están ustedes al mando?

—Sí —dijo Landry. Empujó a Amanda, obligándola a que retrocediese, y colocándose entre ella y Bennett—. Lamento su pérdida, señor.

Bennett hizo un gesto con la mano, como si no le importase.

—Perdí a mi hermana hace mucho tiempo. —Volvió a mirar el reloj—. ¿Podemos terminar con esto? Voy a llegar tarde a cenar.

Landry lo condujo por el vestíbulo. Butch los siguió. Volvió la cara para mirar a Amanda y a Evelyn. Le lanzó un guiño malicioso a la primera. Ella esperó hasta que cruzaron la puerta.

Evelyn expulsó el aire entre los dientes. Se llevó la mano al pecho. Estaba temblando.

—Vamos —dijo Amanda cogiéndola de la mano.

Evelyn estaba paralizada y tuvo que empujarla por el vestíbulo. Abrió la puerta del laboratorio justo en el momento en que los tres hombres entraban en el depósito.

Amanda esperó a que entrasen antes de abrir la puerta. Mantuvo las rodillas dobladas, como si estuviera escondiéndose. Las cortinas del enorme ventanal aún estaban corridas.

Evelyn susurró:

—Amanda…

—Shh —respondió ella. Cuidadosamente, separó los pliegues unos centímetros.

Evelyn se acercó hasta ella para mirar a través de la ventana.

Pete Hanson tenía la espalda apoyada en la pared del extremo, con los brazos cruzados. A Amanda le sorprendió, porque se había mostrado muy amable con ella, pero había algo en él que le hacía pensar que era muy infeliz.

Landry y Butch estaban de espaldas a la ventana. Hank Bennett estaba al otro lado; el cadáver de la chica, entre ellos. Miraba el rostro de la víctima.

Al parecer, Evelyn hacía lo mismo, pues susurró: «Esa es Jane Delray», justo en el mismo momento en que Hank Bennett dijo: «Sí, es mi hermana».

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