Criminal

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Capítulo once

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Capítulo once

Lucy Bennett

15 de abril de 1975

Había otra chica en la habitación de al lado. La anterior había desaparecido. No era una mala chica, pero esta era horrible. No dejaba de llorar, de gemir, de rogar y de suplicar.

Estaba segura de que no se movía. Lucy podía asegurarlo. Ninguna de las dos se movía lo más mínimo. El dolor era demasiado insoportable, demasiado indescriptible. Te dejaba sin respiración y te hacía perder la conciencia.

Al principio, resultaba imposible no intentarlo. La claustrofobia se apoderaba de ti. El miedo irracional a morir asfixiada. Empezaba en las piernas, como los calambres que se sentían durante el mono. Los dedos de los pies se retorcían, los músculos te dolían al contraerse y el dolor se extendía por todo el cuerpo como una fuerte tormenta.

El mes pasado, un tornado había golpeado la mansión del gobernador. Había empezado en Perry Homes, pero eso a nadie le preocupó. La mansión del gobernador era diferente. Era un símbolo cuyo propósito era mostrar a los empresarios y dignatarios que Georgia era el centro del New South.

El tornado, sin embargo, pensaba de forma distinta.

Había arrancado el tejado y había dañado los cimientos. El gobernador Busbee dijo que estaba muy afectado por su destrucción. Lucy lo había escuchado en las noticias, en un boletín especial que pusieron entre las repeticiones de los cuarenta principales. Después de que Linda Ronstadt cantase When Will I Be Loved, apareció el gobernador diciendo que la iban a reconstruir. Un fénix saliendo de las cenizas. Esperanzador. Certero.

Cuando empezó a hacer frío de verdad, el hombre dejó que Lucy escuchase la radio. La ponía siempre a un volumen bajo, para que las demás chicas no pudiesen oírla. O quizá lo hacía especialmente por ella. Escuchaba las noticias, las historias de todo ese mundo que continuaba girando. Ella cerraba los ojos y notaba cómo la Tierra se movía bajo sus pies.

A Lucy no le gustaba pensarlo, pero creía que era su favorita. Eso le recordaba a los juegos a los que Jill Henderson y ella solían jugar en primaria. Jill le enseñaba a hacer cosas con las manos como coger una hoja de papel y plegarla formando triángulos. ¿Cómo se llamaba aquello?

Intentó recordar, pero los sollozos de la otra chica se lo impedían. No es que sollozara muy alto, pero sí de forma constante, como un gatito maullando.

Un comecocos. Así se llamaba.

Jill metía la punta de sus dedos en los pliegues. Había palabras escritas en el interior. Le preguntabas quién te gustaba, con quién te ibas a casar. ¿Ibas a ser feliz? ¿Tendrías uno o dos hijos?

Sí. No. Puede. Keith. John. Bobby.

La radio no era lo único que la hacía sentirse especial. El hombre pasaba más tiempo con ella. Era más amable de lo que había sido antes, más que con las demás chicas, ya que podía oírle.

¿Cuántas chicas habían estado allí? ¿Dos o tres? Todas débiles. Todas conocidas.

La chica nueva de la habitación de al lado debería dejar de forcejear. Debería rendirse, y así él se portaría mejor. En caso contrario, acabaría como la otra chica. Y como la anterior. Las cosas no irían a mejor, no cambiarían.

Las cosas habían cambiado para ella. En lugar de la salchicha de Viena y el pan rancio que le había metido por la boca los primeros días, ahora dejaba que comiera por sí misma. Se sentaba en la cama y se comía una hamburguesa de McDonald’s con patatas fritas. Él se sentaba en la silla, con el cuchillo en el regazo, observándola mientras masticaba.

¿Era imaginación suya o su cuerpo se estaba curando? Ahora dormía más profundamente. Las primeras semanas —o meses— no hacía otra cosa que dormir, pero solo echaba cabezadas porque se despertaba aterrorizada. Ahora, por el contrario, había ocasiones en que cuando él entraba en la habitación tenía que despertarla.

Lo hacía empujándola con suavidad en el hombro. Luego le acariciaba la mejilla y le pasaba la tibia esponja, cuidando esmeradamente de su cuerpo. La lavaba, rezaba por ella, la hacía sentirse plena.

Pensaba en su vida en las calles, cuando trabajaba para Juice, cuando las chicas intercambiaban historias sobre los tipos malos que se encontraban. Hablaban de aquellos con los que había que tener cuidado, de aquellos a los que nunca se les veía venir, de esos que te ponían un cuchillo en la cara, de los que intentaban introducirte todo el puño en tus partes, de los que llevaban un pañal, de los que querían pintarte las uñas.

Teniendo en cuenta todo eso, ¿de verdad era tan malo aquel hombre?

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