Criminal

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Capítulo veintinueve

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—Voy a llamar a la policía. —Fue a su escritorio y puso la mano en el teléfono—. Por respeto a Wilbur, te voy a dar una última oportunidad para que te marches.

—De acuerdo.

Amanda se tomó su tiempo para levantarse. Se arregló el cabestrillo y se colgó el bolso del hombro, pero no fue directamente hacia la puerta. Primero se detuvo al lado de la silla vacía de Henry y cogió los recortes de las uñas de la mesa.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Henry.

—Siempre tuve curiosidad por Jane. No la mataron como a las demás chicas. No tenía marcas en el cuerpo. La estrangularon y la golpearon. Intentaste que pareciese un suicidio, pero eres demasiado estúpido como para saber que nosotros podemos descubrir la diferencia.

Henry no dijo nada. Miraba las uñas que tenía Amanda en la mano.

—Jane le estaba contando a todo el mundo lo de las chicas desaparecidas. Por eso utilizaste el nombre de Treadwell para mover algunos hilos en la comisaría. Pensaste que Jane tendría miedo de la policía.

—No sé de lo que estás hablando.

—Nunca has entendido a las mujeres, ¿verdad que no, Hank? Lo único que conseguiste fue cabrear a Jane y hacer que hablase aún más.

Amanda abrió la mano y las uñas cayeron sobre la alfombra.

Henry casi salta por encima del escritorio. Se contuvo en el último minuto y le dijo a su esposa:

—Recoge eso inmediatamente.

Elizabeth parecía estar pensándoselo.

—Creo que no, Henry. Al menos hoy no.

—Ya hablaremos de eso después. —Empezó a marcar con enfado los números en el teléfono—. Voy a llamar a la policía.

—Están fuera —dijo Amanda—. El sobre es suficiente para arrestarte. Conozco a una chica en el laboratorio que se muere de ganas por poner sus manos en tu ADN.

—Te he dicho que te vayas.

Henry colgó el auricular y luego lo levantó de nuevo. En lugar de marcar tres números, marcó diez. Estaba llamando a su abogado.

—Tú no te pareces en nada a él, ¿lo sabes? —dijo Elizabeth.

No le estaba hablando a Amanda ni a Henry, sino a Will.

—Se ve que eres una buena persona —dijo—. James daba miedo. No tenía que hablar, ni moverse ni respirar. Su presencia era suficiente para ver su maldad.

Will observó la fea mueca de su boca.

—Decía que quería salvarlas, pero ninguna de ellas lo logró. —Elizabeth le dio una profunda calada al cigarrillo—. A Lucy le dio al menos una oportunidad: la oportunidad de hacer algo bueno, de traer algo puro a este mundo.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Will.

—Las chicas no importan. Nunca importan. —El carmín de los labios se le había corrido al interior de las profundas arrugas que tenía alrededor de la boca—. Pero tú eres un chico apuesto. Te salvaste de James, de su brutalidad y de su locura. Tú fuiste nuestra salvación. Espero que hayas ganado.

Will observó cómo pasaba el cigarrillo por el cenicero. Tenía las uñas largas, pintadas de un rojo intenso que hacía juego con su falda y su jersey.

—Trabajaban juntos, ¿verdad? —dijo Amanda.

—No como tú crees —respondió Elizabeth—. Estoy segura de que Hank se divirtió un poco, pero estoy convencida de que te has dado cuenta de que no le gusta ensuciarse las manos.

—Cállate —ordenó Henry.

Ella le ignoró y se dirigió a Will:

—Él no te quería, pero tampoco quería que nadie se quedase contigo. —Se detuvo—. Lo siento mucho. De verdad que lo siento.

—Te estoy avisando, Elizabeth —la amenazó Henry. El sudor le corría por las mejillas.

Ella continuó ignorando a su marido y miró a Will con lo que solo se podía describir como una sonrisa siniestra.

—Te sacaba del orfanato y te traía aquí por un día, dos como mucho. Yo te oía jugar en la planta de abajo, aunque no te dejaban tocar nada. A veces te oía reír. Te encantaba rodar por esa colina. Lo hacías durante horas. Arriba y abajo, riendo todo el tiempo. Empecé a encariñarme contigo, y entonces Henry se te llevó de nuevo y yo me quedé sola.

—Yo no… —Will tuvo que detenerse para respirar—. No me acuerdo de usted.

Ella tenía el cigarrillo en la boca. El filtro estaba manchado de carmín.

—No puedes. Solo te vi una vez. —Soltó una suave carcajada—. Las demás veces estaba atada.

La débil voz de una mujer sonó a través del auricular del teléfono que tenía Henry en la mano. Lo sostuvo alejado de su oído, mientras miraba a su esposa.

—Yo podía haber sido fácilmente tu madre. Podía haber… —dijo Elizabeth.

—Cállate, Kitty —le ordenó Amanda.

Ella soltó una bocanada de humo. Las volutas formaron una espiral cerca de su escaso pelo rubio.

—¿Acaso estoy hablando contigo, zorra?

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