Criminal

Criminal


Capítulo uno

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—Sí.

Incluso con los ojos abiertos, Lucy aún podía ver en su mente aquella escena. Estaba en el coche de su madre, segura, contenta. Fue antes de empezar a tomar pastillas, antes de inyectarse, antes de la heroína y antes de conocer a Juice. Y antes de que se perdiese aquella pequeña Lucy que se sentaba en el coche de su madre, angustiada porque no llegaría a tiempo a la biblioteca para su grupo de lectura.

La pequeña Lucy era una lectora voraz. Llevaba su pila de libros en el regazo mientras miraba a los hombres que bloqueaban las calles. Todos iban vestidos con una túnica blanca. La mayoría de ellos se habían quitado la capucha porque hacía demasiado calor. Conocía a algunos de la iglesia, y a un par de ellos de la escuela. Saludó al señor Sheffield, el dueño de la ferretería. Él le guiñó un ojo y le devolvió el saludo.

—Estábamos en una colina cerca del juzgado y había un hombre negro delante de nosotras, parado en una señal de stop. Conducía uno de esos coches extranjeros. El señor Peterson se acercó a él; el señor Laramie se puso al otro lado.

—¿De verdad? —repitió Juice.

—Sí, de verdad. El hombre estaba aterrorizado. Su coche empezó a moverse hacia atrás. Debía de tener el embrague pisado, pero el pie se le escurría de lo asustado que estaba. Recuerdo a mi madre mirándole como si estuviésemos viendo

Reino animal o algo parecido. Ella se reía sin parar y dijo: «Mira lo asustado que está ese mapache».

—Dios santo —exclamó Mary.

Lucy sonrió a Juice y repitió:

—Mira lo asustado que está ese mapache.

Juice se sacó el palillo de dientes de la boca.

—Ten cuidado con lo que dices, muñeca.

—Mira lo asustado que está ese mapache —murmuró Lucy—. Mira lo asustado… —Su voz se fue apagando, pero era como un motor en ralentí antes de salir disparado. Sin razón alguna, la historia le pareció de lo más graciosa. Luego levantó tanto la voz que hizo eco en los edificios—. ¡Mira lo asustado que está ese mapache! ¡Mira lo asustado que está ese mapache!

Juice le propinó una bofetada con la mano abierta, lo bastante fuerte como para hacer que se diese la vuelta. Lucy notó que la sangre le corría por la garganta.

No era la primera vez que le pegaban, ni la última, pero ya nada podía detenerla.

—¡Mira lo asustado que está ese mapache! ¡Mira lo asustado que está ese mapache!

—¡Cállate! —gritó Juice dándole un puñetazo en la cara.

Lucy oyó el chasquido de un diente al romperse. Su mentón giró como si fuese un

hula hoop, pero continuó:

—Mira lo asustado…

Le pateó el estómago. Llevaba los pantalones tan ajustados que no podía levantar mucho el pie, pero notó la planta del zapato presionándole la pelvis. Lucy gritó de dolor, tan espantoso como liberador. ¿Cuántos años llevaba sin sentir nada, salvo un entumecimiento? ¿Cuántos años llevaba sin levantarle la voz a un hombre para decirle que no?

Sentía tal presión en la garganta que no podía respirar. Apenas podía soportarlo.

—Mira lo asustado que…

Juice volvió a propinarle un puñetazo en la cara. Notó que el puente de la nariz se le rompía. Lucy se tambaleó, con los brazos abiertos. Vio, literalmente, las estrellas. Se le cayó el bolso. Uno de los tacones se le rompió.

—¡Fuera de mi vista! —exclamó Juice blandiendo el puño en el aire—. ¡Lárgate de aquí antes de que te mate, zorra!

Lucy chocó con Jane, que la apartó como a un perro sarnoso.

—¡Márchate! —siseó Mary—. Por favor.

Lucy tragó un poco de sangre y la escupió tosiendo. Trocitos de color blanco cayeron al suelo. Eran sus dientes.

—¡Largo, zorra! —la advirtió Juice—. Fuera de mi vista.

Lucy consiguió darse la vuelta. Miró la oscura calle. No había luz alguna. O bien los proxenetas las apagaban, o bien la ciudad no se molestaba en encenderlas. Lucy se tambaleó de nuevo, pero logró mantenerse derecha. El tacón roto de su zapato era un problema. Se quitó ambos zapatos. Las plantas de sus pies notaron el intenso calor del asfalto, una sensación tan ardiente que le subió hasta el cuero cabelludo. Era como caminar por encima de un montón de brasas. Lo había visto una vez en televisión; el truco consistía en caminar lo bastante rápido como para que el oxígeno no entrase en las llamas, así no te ardía la piel.

Aceleró el paso. Se irguió mientras caminaba. Mantuvo la cabeza bien alta, a pesar del dolor tan intenso que sentía en las costillas. No importaba. La oscuridad tampoco. Ni el calor en la planta de sus pies. Nada importaba.

Se dio la vuelta y gritó:

—¡Mira lo asustado que está ese mapache!

Juice fingió salir detrás de ella, que empezó a correr por la calle. Las plantas de sus pies chocaban contra el asfalto. Sus brazos se movían con fuerza. Sus pulmones parecían sacudirse cuando dio la vuelta a la esquina. La adrenalina le recorría todo el cuerpo. Lucy se acordó de las clases de gimnasia, cuando, por su mala actitud, la profesora la obligaba a dar cinco, diez, veinte vueltas a la pista. Había sido tan rápida en aquella época, tan joven y libre. Todo eso se había acabado. Las piernas empezaron a dolerle, las rodillas se le doblaban. Se atrevió a mirar atrás, pero no vio a Juice. No vio a nadie. Se tambaleó para detenerse.

Juice ni se había molestado en perseguirla.

Lucy se inclinó, apoyando una mano sobre una cabina telefónica, escupiendo sangre por la boca. Utilizó la lengua para ver de dónde le salía. Tenía dos dientes rotos, aunque gracias a Dios eran de la parte de atrás.

Entró en la cabina. La luz la cegó al cerrar la puerta. La abrió de nuevo y se apoyó contra el cristal. Aún jadeaba. Parecía que hubiese corrido diez millas, no unas cuantas manzanas.

Miró el teléfono, el auricular negro colgado de su gancho, la ranura para las monedas. Lucy pasó los dedos por encima del símbolo del timbre, grabado en la placa; luego dejó que su mano buscase el cuatro, el siete, el ocho. El número de teléfono de sus padres. Aún se lo sabía de memoria, como se sabía el número de la calle donde vivían, la fecha del cumpleaños de su madre y la de la próxima graduación de su hermano. Aquella Lucy de antes aún no estaba completamente perdida. Su vida seguía existiendo en números.

Podía llamar, pero, aunque respondiesen, nadie tendría nada que decir.

Lucy se obligó a salir de la cabina. Subió la calle caminando lentamente, sin dirección alguna. Su estómago se retorció cuando notó la primera sensación del mono. Debería ir al hospital para que la curasen y rogarle a la enfermera que le diese algo de metadona antes de que empeorase aún más. El Grady estaba doce manzanas más abajo, y luego otras tres hacia arriba. Aún no sentía calambres en las piernas. Podía llegar hasta allí caminando. Aquellas vueltas a la pista nunca habían sido un castigo. A Lucy solía gustarle correr. Le encantaba hacer

jogging los fines de semana con su hermano Henry. Él siempre se paraba antes que ella. Lucy tenía una carta suya en el bolso. Se la dio el mes pasado el hombre de la Union Mission, donde las chicas solían pasar el rato cuando Juice estaba cabreado con ellas.

Lucy había guardado la carta sin abrir durante tres días, por miedo a que le diese malas noticias. Su padre había muerto. Su madre se había escapado con el hombre de las Charles Chips. Ahora todo el mundo se estaba divorciando. Hogares destruidos. Hijos destrozados. Aunque Lucy llevaba perdida mucho tiempo, aquello era algo más que abrir y leer una sencilla carta.

La apretujada y pequeña escritura de Henry le resultó tan familiar que sintió como si una suave mano le acariciase las mejillas. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Leyó la carta entera una vez, luego otra y después otra más. Una página. No le hablaba de ningún cotilleo, ni le daba noticias de su familia, porque Henry no era así. Era preciso, lógico, nada dramático. Estaba en el último curso de la Facultad de Derecho. Estaba buscando un trabajo porque había oído que las cosas estaban difíciles. Echaría de menos ser estudiante, estar con sus amigos. Y echaba de menos a Lucy.

Echaba de menos a Lucy.

Esa fue la parte que leyó cuatro, cinco veces, y después tantas que perdió la cuenta. Henry echaba de menos a Lucy. Su hermano echaba de menos a su hermana.

Lucy también se echaba de menos a sí misma.

Pero se le había caído el bolso en la esquina. Ahora quizá lo tenía Juice. Probablemente habría tirado todas sus cosas a la acera y las habría registrado como si fuesen suyas. Eso significaba que tendría la carta de Henry, y su cuchillo de cocina, lo bastante afilado como para cortar la piel de su pierna, algo que había hecho la semana pasada para asegurarse de que seguía sangrando.

Lucy giró en la siguiente esquina. Se dio la vuelta para mirar la luna. Señalaba el cielo oscuro con el borde curvado de su uña. El esqueleto del inacabado hotel Peachtree Plaza apareció a lo lejos; el hotel más alto del mundo. Toda la ciudad estaba en obras. Al cabo de un año o dos, habría miles de habitaciones nuevas de hotel en el centro. Los negocios estaban en pleno auge, especialmente en las calles.

Dudó que viviese para verlo.

Lucy tropezó de nuevo. Un dolor le recorrió la espalda. Las lesiones que le había causado Juice empezaban a reclamar su atención. Debía de tener una costilla fracturada. Sabía que tenía la nariz rota. Los retortijones del estómago empezaban a ser más intensos. Necesitaría una dosis pronto o acabaría sufriendo un

delirium tremens.

Se esforzó por seguir caminando.

—Por favor —dijo rogando al dios del hospital Grady—. Espero que me den metadona, que me den una cama, que sean amables, que…

Se detuvo. ¿Qué pasaba con ella? ¿Por qué dejaba que su destino estuviera en manos de una puta enfermera que la miraría de arriba abajo y sabría lo que era? Debía regresar por donde había venido, arreglar las cosas con Juice, arrodillarse ante él y pedirle que la perdonase. Por piedad. Por una dosis. Por la salvación.

—Buenas noches, hermana.

Lucy se dio la vuelta, esperando ver a Henry, aunque él jamás la había saludado de esa forma. Había un hombre a unos metros detrás de ella. Era blanco, alto, y se ocultaba en la oscuridad. Lucy se llevó la mano al pecho. El corazón le latía con fuerza. Sabía que no debía dejar que nadie se le acercase de esa forma. Buscó su bolso, el cuchillo que guardaba dentro, pero recordó tardíamente que lo había perdido todo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó el hombre.

Era un tipo con buen aspecto, algo que Lucy llevaba mucho tiempo sin ver, salvo en algún poli. Llevaba el pelo cortado al rape, las patillas cortas y no tenía ni un asomo de barba, a pesar de lo tarde que era. Un militar, pensó. Muchos hombres estaban regresando de Vietnam. Dentro de seis meses, ese capullo sería como los demás veteranos de guerra que conocía, llevaría el pelo sucio recogido en una trenza, pegaría a las mujeres y se pasaría el rato echando pestes del Gobierno.

Lucy trató de hablar con voz firme.

—Lo siento, guapetón, pero he acabado por esta noche. —Sus palabras resonaron entre los altos edificios. Se percató de que le costaba hablar y se irguió para que no pensase que iba a ser un objetivo fácil—. Ya hemos cerrado el negocio.

—No me interesa el negocio —respondió dando un paso hacia delante. Llevaba un libro en las manos: la Biblia.

—Joder —murmuró Lucy. Esos tipos estaban por todos lados. Mormones, testigos de Jehová, incluso algunos de la Iglesia católica de la localidad—. Escucha, no necesito que me salven.

—Odio discutir, hermana, pero yo creo que sí.

—No soy tu hermana. Yo tengo un hermano, y no eres tú.

Lucy se dio la vuelta y empezó a caminar. No podía regresar con Juice en ese momento, porque no se sentía capaz de soportar otra paliza. Iría al hospital y armaría tal alboroto que la tendrían que sedar. Eso, al menos, bastaría para pasar la noche.

—Apuesto a que está preocupado por ti.

Lucy se detuvo.

—Me refiero a tu hermano. Estoy seguro de que estará preocupado por ti. Yo lo estaría.

Lucy juntó las manos, pero no se dio la vuelta. Continuó caminando. El hombre la siguió. Lucy no aceleró el paso. No podía. El dolor en el estómago era tan intenso que parecía tener un cuchillo clavado en las vísceras. El hospital sería una solución para esa noche, pero luego vendría mañana, y el día siguiente, y el otro. Tenía que buscar la forma de ganarse de nuevo la simpatía de Juice. No había sido una buena noche. Ni siquiera Kitty había ganado mucho dinero. A Juice solo le interesaba el dinero contante y sonante, y Lucy estaba segura de que ese seguidor de Jesús tendría al menos diez dólares encima. Juice le pegaría de nuevo, pero el dinero suavizaría los golpes.

—Me gustaría llamarle —dijo Lucy aminorando el paso. Podía sentir cómo la seguía, manteniendo la distancia—. Me refiero a mi hermano. Vendrá a recogerme. Dijo que lo haría. —Estaba mintiendo, pero su voz sonaba firme—. No tengo nada de dinero. Solo quiero un poco para llamarle. Con eso me basta.

—Si lo que quieres es dinero, yo puedo dártelo.

Lucy se detuvo de nuevo. Se giró lentamente. El hombre estaba bajo el haz de luz que procedía del vestíbulo de algún edificio de oficinas cercano. Lucy era demasiado alta, 1,78 sin zapatos. Estaba acostumbrada a tener que mirar hacia abajo para hablar con la gente. Sin embargo, aquel hombre medía más de 1,80. Las manos que sostenían la Biblia eran enormes. Tenía la espalda ancha. Las piernas eran largas, pero no delgadas. Lucy era rápida, especialmente cuando estaba asustada. En cuanto sacase la cartera, se la quitaría y echaría a correr.

—¿Eres marine o algo parecido?

—Del 4-F[1] —respondió el hombre dando un paso para acercarse—. Discapacidad médica.

A ella le pareció más que capacitado. Probablemente, tenía un papá que le ayudó a librarse, lo mismo que había hecho su padre con Henry.

—Por favor, dame algo de dinero para llamar a mi hermano.

—¿Dónde está?

—En Atenas.

—¿En Grecia?

Lucy soltó una carcajada.

—En Georgia. Está en la universidad. En la Facultad de Derecho. Está a punto de casarse. Me gustaría llamarle. Felicitarle. Pedirle que venga a por mí y que me lleve a casa, con mi familia.

El hombre volvió a acercarse. La luz iluminó los rasgos de su rostro, que eran de lo más normales, incluso demasiado normales. Ojos azules, una bonita boca, la nariz afilada, la mandíbula cuadrada.

—¿Por qué no estás en la universidad?

Lucy notó un hormigueo en la nuca. No sabía cómo describirlo. Una parte de ella tenía miedo de aquel hombre; otra pensaba que no había hablado con un tipo así desde hacía muchos años. No la miraba como si fuese una puta. No le estaba proponiendo ningún negocio. No veía ninguna amenaza en sus ojos. Sin embargo, eran las dos de la madrugada y allí estaba, en una calle vacía de una ciudad cuyas puertas se cerraban a las seis de la tarde, cuando todos los blancos regresaban a sus zonas residenciales.

La verdad es que ninguno de los dos formaba parte de aquel lugar.

—Hermana —dijo acercándose un poco más. Lucy se sorprendió al ver en su mirada tanto interés—. No quiero que tengas miedo de mí. El Señor me guía.

Ella tardó en responder. Llevaba muchos años desde que alguien, por última vez, la había mirado con algo cercano a la compasión.

—¿Por qué crees que tengo miedo?

—Creo que llevas mucho tiempo viviendo asustada, Lucy.

—Tú no sabes cómo he… —Se detuvo—. ¿Cómo sabes mi nombre?

—Tú me lo has dicho —respondió el hombre un tanto confuso.

—No. Yo no te lo he dicho.

—Me dijiste que te llamabas Lucy hace unos minutos. —Levantó la Biblia para enfatizar—. Te lo juro.

Lucy tenía la boca seca. Su nombre era un secreto. Jamás se lo decía a un extraño.

—Yo no te he dicho mi nombre.

—Lucy…

El hombre estaba muy cerca de ella. Tenía la misma mirada de preocupación en sus ojos, pero con solo dar un paso podía cogerla por la garganta antes de que ella pudiera impedirlo.

Pero no lo hizo. Continuó con la Biblia pegada al pecho.

—Por favor, no tengas miedo de mí. No tienes motivos para ello.

—¿Qué haces aquí?

—Quiero ayudarte. Quiero salvarte.

—No necesito que me salven. Necesito dinero.

—Ya te he dicho que te daré todo el dinero que quieras.

Se puso la Biblia debajo del brazo y sacó la cartera. Vio los billetes doblados cuidadosamente en el billetero. Cientos. Los abrió en abanico.

—Quiero cuidar de ti. Es lo que he querido siempre.

A Lucy le tembló la voz. Miró el dinero. Había al menos quinientos dólares, puede que incluso más.

—No te conozco de nada.

—No, aún no.

Lucy retrocedió, aunque necesitaba acercarse, coger el fajo de billetes y echar a correr. Si el hombre se percató de sus intenciones, no lo demostró. Se quedó allí, sosteniendo los billetes como si fuesen sellos de correos en sus grandes manos, sin moverse, sin decir nada. Había mucho dinero. Quinientos dólares. Con esa cantidad podría alquilar la habitación de un hotel, apartarse de las calles durante meses, puede que incluso por un año.

Notó que el corazón le chocaba contra la costilla astillada. Dudaba entre coger la pasta y echar a correr o, sencillamente, correr y ponerse a salvo. El pelo de la nuca se le erizó. Le temblaban las manos. Notó una fuente de calor dándole en la espalda. Durante unos instantes, pensó que el sol estaba saliendo en Peachtree Plaza, recorría la calle y calentaba su cuello y sus hombros. ¿Era una señal del Cielo? ¿Había llegado por fin su momento de salvación?

No. Ninguna salvación. Solo dinero.

Dio un paso adelante, luego otro.

—Quiero conocerte —le dijo al hombre.

El miedo le impedía hablar con claridad.

—Eso está bien, hermana —respondió el hombre con una sonrisa.

Lucy fingió devolverle la sonrisa. Encorvó los hombros para parecer más joven, más dulce e inocente. Luego cogió el fajo de billetes y se dio la vuelta para echar a correr, pero su cuerpo retrocedió como una honda.

—No opongas resistencia. —Sus dedos le aferraban la muñeca. Su enorme mano ocupaba medio brazo de ella—. Ya no puedes escapar.

Lucy dejó de forcejear. No podía hacer nada. El dolor le llegaba hasta la nuca. La cabeza le palpitaba. El cuello le crujió. A pesar de eso, aún aferraba el dinero. Notó que los rígidos billetes le arañaban la palma de la mano.

—Hermana, ¿por qué llevas una vida pecaminosa?

—No lo sé.

Lucy negó con la cabeza. Miró el suelo. Sorbió la sangre que le brotaba de la nariz. Luego notó que él empezaba a soltarla.

—Hermana…

Lucy apartó la mano, rasgándose la piel como si fuese un guante. Corrió tan rápido como pudo, los pies golpeando contra el asfalto, balanceando los brazos. Una manzana, dos. Abrió la boca, jadeando con tanta fuerza que notaba un dolor punzante en el pecho. Tenía las costillas rotas, la nariz fracturada, los dientes hechos añicos. El dinero en la mano. Quinientos dólares. Una habitación de hotel. Un billete de autobús. Toda la heroína que quisiera. Era libre. Por fin era libre.

Hasta que su cabeza retrocedió. Su cuero cabelludo parecía los dientes de una cremallera abriéndose, mientras notaba que le arrancaban de raíz los mechones de pelo. No se detuvo de inmediato. Vio cómo sus piernas se levantaban por delante, sus pies llegaban a la altura de su mentón y luego caía de espaldas contra el suelo.

—No te resistas —repitió el hombre echándose sobre ella, aferrándole el cuello con las manos.

Lucy le arañó los dedos, pero él apretaba, implacable. La sangre le brotaba del cuero cabelludo y le caía en los ojos, en la nariz, en la boca.

No podía gritar. Sin poder ver nada, intentó clavarle las uñas en los ojos. Palpó su mejilla, su piel áspera, pero luego dejó caer las manos porque ya no podía levantar los brazos por más tiempo. Su respiración se aceleró mientras su cuerpo daba espasmos. Noto la tibia orina correrle por la pierna. Podía sentir su excitación, a pesar de que una sensación de impotencia se iba apoderando de ella. ¿Por quién estaba luchando? ¿A quién le importaría que estuviese viva o muerta? Puede que Henry se entristeciera cuando lo supiese, pero sus padres, sus viejos amigos, incluso la señora Henderson se sentirían aliviados.

Finalmente, llegó lo inevitable.

Notó que la lengua se le hinchaba, que su visión se volvía borrosa. Era inútil. Sus pulmones ya no tenían aire. No le llegaba oxígeno al cerebro. Notó que empezaba a rendirse, que sus músculos se relajaban. La nuca golpeó contra la acera. Miró hacia arriba. El cielo era de un oscuro intenso, las estrellas eran tan pequeñas que apenas podía distinguirlas. El hombre la miró fijamente, con la misma mirada de preocupación en los ojos.

Solo que ahora estaba sonriendo.

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