Criminal

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Capítulo cuatro

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—Yo me encargo.

—Gracias, detective.

Hodge no se percató de las miradas recelosas. Poner a Butch a cargo de las asignaciones era como poner a un zorro al cuidado de un gallinero. Para él eso de las asignaciones era como una versión del

Juego de las citas.

Hodge fue a la habitación de atrás, pasando su delgado cuerpo por la estrecha línea divisoria. El abogado Treadwell siguió la pared exterior. Encendió un cigarrillo mientras entraba en la habitación y cerró la puerta.

—¿Sabéis de qué se trata? —preguntó Evelyn.

—No te preocupes de ellos —respondió Vanessa—. ¿Por qué narices has vuelto?

—Me gusta este trabajo.

Vanessa esbozó una expresión de incredulidad.

—Venga, vamos, dinos la verdad.

—La verdad es demasiado aburrida. Espera a ver qué dicen los rumores.

Evelyn sonrió, luego abrió el bolso y miró en el interior.

Vanessa observó a Amanda buscando una explicación, pero ella solo pudo mover la cabeza.

—Sí, señor —dijo alguien.

Amanda vio que un grupo de agentes de patrulla negros había empezado a describir los tejemanejes que estaban teniendo lugar en la oficina de Hodge. Amanda miró a Evelyn y luego a Vanessa. Todas se giraron, al mismo tiempo.

Detrás del panel de cristal, la boca de Treadwell se movía. Uno de los policías negros dijo con voz pomposa:

—Muchacho, tu salario se paga con mis impuestos.

Amanda reprimió una carcajada. Oía esa frase casi todos los días, como si los impuestos de Amanda no pagasen su salario tanto como el de otra persona.

Hodge tenía la mirada puesta en su escritorio. Había cierta mansedumbre en la postura de sus hombros mientras movía la boca.

—Sí, señor —dijo el primer policía—. Yo lo investigaré por usted, señor. No se preocupe.

Treadwell señalaba con un dedo a Hodge. El segundo policía refunfuñó:

—Esta ciudad es un desastre. ¿Adónde vamos a llegar? ¡La cosa se nos está yendo de las manos!

Hodge asintió, aún con la mirada gacha. El primer policía dijo:

—Tiene usted toda la razón. No puedo ni tomarme el almuerzo sin oír comentarios de mujeres blancas que han sido asaltadas por algún hombre negro.

Amanda se mordió el labio inferior. Se oyeron algunas risitas ahogadas.

Treadwell bajó la mano. El segundo policía dijo:

—¡Lo que digo es que tus malditos negros se comportan como si tú fueses el dueño de esta ciudad!

Nadie se rio de ese comentario, ni siquiera los agentes negros. La broma había llegado demasiado lejos.

Cuando Treadwell abrió de un golpetazo la puerta de la oficina y salió a toda prisa, la sala quedó en completo silencio.

Luther Hodge tuvo que contener su rabia cuando se dirigió hacia la puerta abierta. Señaló a Evelyn.

—Usted —dijo. Su dedo cambió de dirección para señalar a Amanda y Vanessa—. Y usted. A mi oficina.

Vanessa se quedó rígida en la silla. Amanda se llevó la mano al pecho.

—Yo o…

—¿Qué pasa? ¿Las mujeres no entienden las órdenes? A mi oficina. —Luego se dirigió a Butch y añadió—: Continúe con el recuento, detective Bonnie. Y que no tenga que decírselo dos veces.

Evelyn se llevó el bolso al pecho cuando se levantó. Las pantorrillas de Amanda sintieron un escalofrío cuando la siguió. Se dio la vuelta para mirar a Vanessa, que tenía aspecto de sentirse tan culpable como aliviada. Evelyn estaba de pie, delante de la mesa de Hodge, cuando Amanda se acercó. Él se sentó en su silla y empezó a escribir en una hoja de papel.

Amanda se giró para cerrar la puerta, pero Hodge dijo:

—Déjela abierta.

Si Amanda creía que antes hacía calor, no era nada comparado con el que sentía ahora. A Evelyn le sucedía otro tanto. Se echó el pelo hacia atrás nerviosamente. La delgada plata de su anillo de boda reflejó la luz de los fluorescentes. Se oía el tono monótono de Butch Bonnie distribuyendo las asignaciones en la otra sala. Amanda sabía que, a pesar de tener la puerta cerrada, Luther Hodge había podido oír las bromas que habían gastado los agentes negros mofándose de él.

Hodge dejó el lápiz. Se echó hacia atrás y miró primero a Evelyn y luego a Amanda.

—Ustedes dos están en la Unidad de Delitos Sexuales.

Ambas asintieron, aunque él no les había preguntado.

—Ha habido un código 49 en esta dirección.

Una violación. Hodge les tendió la hoja de papel. Hubo algo de incertidumbre antes de que Evelyn lo cogiese.

Miró el papel.

—Esto está en Techwood.

El gueto.

—Así es —respondió Hodge—. Tomen declaración. Determinen si se ha cometido un delito o no. Hagan algún arresto si lo consideran necesario.

Evelyn miró a Amanda. Ambas se estaban preguntando lo mismo: ¿qué tenía que ver aquello con el abogado que acababa de estar allí?

—¿Necesitan indicaciones? —preguntó Hodge, aunque una vez más no les estaba haciendo una pregunta—. Imagino que conocerán la ciudad. ¿Debo mandar a un coche patrulla que las escolte? ¿Es así como funcionan las cosas?

—No —respondió Evelyn. Hodge la miró fijamente hasta que ella añadió—: señor.

—Váyanse.

Hodge abrió una carpeta y empezó a leer.

Amanda miró a Evelyn, quien le hizo una señal indicándole la puerta. Ambas salieron, sin saber a qué venía todo aquello. El recuento había terminado. La sala de reuniones estaba vacía, salvo por algunos rezagados que estaban esperando a que llegasen sus nuevos compañeros. Vanessa también se había marchado, probablemente con Peterson. Seguro que ella disfrutaría más de esa asignación que Amanda.

—¿Podemos coger tu coche? —preguntó Evelyn—. Llevo la furgoneta y está llena de paquetes.

—Por supuesto.

Amanda la siguió hasta el aparcamiento. Evelyn decía la verdad. Su Ford Falcon estaba atestado de paquetes.

—La madre de Bill viene este fin de semana. Me va a ayudar con el niño mientras trabajo.

Amanda se subió al Plymouth. No quería inmiscuirse en la vida privada de Evelyn, pero su comentario le resultó un tanto extraño.

—No pienses mal de mí —dijo Evelyn, que se sentó en el asiento del copiloto—. Quiero mucho a Zeke, y ha sido fantástico pasar un año y medio con él, pero te juro por Dios que, si paso un día más encerrada en casa con el niño, me tomo un bote de Valium.

Amanda estaba a punto de meter la llave en el contacto, pero se detuvo. Miró a Evelyn. Casi todo lo que sabía de ella se lo había contado su padre. Era guapa, algo que Duke Wagner no consideraba un punto a su favor para alguien que llevase uniforme. «Obstinada» era el adjetivo que había utilizado con más frecuencia, seguido de «agresiva».

—¿Tu marido está de acuerdo en que trabajes de nuevo? —preguntó Amanda.

—Digamos que lo ha aceptado. —Abrió el bolso y sacó un mapa de la ciudad de Atlanta—. ¿Sabes dónde está Techwood?

—No. He estado en Grady Homes varias veces. —Amanda no le dijo que casi siempre cogía las llamadas de North Atlanta, donde las víctimas eran blancas y generalmente madres que le ofrecían té y le hablaban con suma rapidez sobre su terrible experiencia—. ¿Y tú?

—Más o menos. Tu padre me envió allí unas cuantas veces.

Amanda pisó el acelerador al mismo tiempo que giraba la llave. El motor arrancó al segundo intento. Guardó silencio mientras salían del aparcamiento. Evelyn había patrullado casi toda su carrera a las órdenes de Duke Wagner. A él no le gustó mucho su ascenso a policía secreta, pero las cosas estaban cambiando y tuvo que resignarse. Amanda podía imaginar fácilmente a su padre enviándola a los suburbios para darle una lección.

—Veamos dónde está.

Evelyn desplegó el mapa y lo extendió sobre su regazo. Pasó el dedo sobre la zona cercana a Georgia Tech. Los suburbios de Techwood no parecían armonizar muy bien con la construcción de una de las mejores universidades tecnológicas del país, pero la ciudad se estaba quedando sin espacio para alojar a los pobres. Clark Howell Homes, University Homes, Bowen Homes, Grady Homes, Perry Homes, Bankhead Courts, Thomasville Heights, todas tenían largas listas de espera, a pesar de ser verdaderos suburbios.

Y no es que ninguno de ellos hubiese comenzado como tal. En los años treinta, el Ayuntamiento había construido los edificios de apartamentos Techwood sobre un antiguo barrio de chabolas llamado Tanyard Bottom. Era el primer proyecto de viviendas sociales en Estados Unidos. Todos los edificios tenían electricidad y agua corriente. Había una escuela, así como una biblioteca y una lavandería. El presidente Roosevelt había asistido a la ceremonia de inauguración. Sin embargo, tardó menos de diez años en volver a tener el aspecto de suburbio de antes. Duke Wagner decía con frecuencia que eliminar la segregación racial sería la gota que terminaría por colmar el vaso en Techwood. No importaba cuál era el caso, Georgia Tech gastaba miles de dólares al año contratando seguridad privada para que los vecinos no agrediesen a los estudiantes. Era una zona de guerra.

—Venga, vamos —dijo Evelyn plegando el mapa—. Vamos a Techwood Drive y ya te avisaré cuando lleguemos allí.

—Los edificios no tienen números.

Ese problema no se limitaba a los suburbios. Cuando Amanda era una agente de uniforme, perdía casi siempre media hora buscando la dirección correcta.

—No te preocupes —respondió Evelyn—. Entiendo su sistema.

Amanda fue hacia Ponce de León Avenue, pasó el antiguo Spiller Field, donde solían jugar los Cracker. El estadio había sido derribado para construir un centro comercial, pero el magnolio que crecía en el centro del campo aún estaba allí. Acortó por un callejón cerca del edificio Sears para llegar a North Avenue. Tanto Amanda como Evelyn subieron la ventanilla al acercarse a Buttermilk Bottom. Las chabolas habían sido demolidas una década antes, pero nadie se había molestado en solucionar el problema del alcantarillado. Un olor horrible penetró en las fosas nasales de Amanda. Tuvo que respirar por la boca durante las siguientes cinco manzanas. Luego bajaron las ventanillas de nuevo.

—¿Cómo va el caso de tu padre? —preguntó Evelyn.

Era la segunda vez que se lo preguntaba, cosa que le producía cierto recelo.

—No habla conmigo de eso.

—Lo de Oglethorpe es una buena noticia, ¿no te parece? Es una buena señal para él.

—Espero que sí.

Amanda se detuvo en un semáforo en rojo.

—¿Qué tendrá que ver este código cuarenta nueve con la aparición de Treadwell?

Amanda había estado demasiado abrumada para pensar en ello, pero dijo:

—Quizás estaba denunciando una violación en nombre de un cliente.

—Los abogados que llevan un traje de cien dólares no tienen clientes en Techwood —respondió Evelyn, que apoyó la cabeza sobre una de sus manos—. Treadwell se ha mostrado muy mandón con Hodge, y él con nosotras. Tiene que haber una conexión, ¿no te parece?

Amanda negó con la cabeza.

—No tengo ni idea.

—Parece joven. No hace mucho que habrá salido de la facultad. El bufete de su padre respaldó la candidatura del alcalde.

—¿De Maynard Jackson? —preguntó Amanda.

Jamás había pensado que las personas blancas apoyasen al primer alcalde negro de la ciudad, pero luego se dio cuenta de que los empresarios de Atlanta no dejarían que la raza se interpusiese en su camino para ganar dinero.

—El bufete Treadwell-Price estaba metido de lleno en la campaña. El padre de Treadwell se hizo una foto con Jackson el día que ganó las elecciones. Salieron en el periódico, abrazados como dos

vedettes. ¿Cómo se llamaba? ¿Adam? ¿Allen? —Soltó un resoplido—. No, Andrew. Se llama Andrew Treadwell. Probablemente será un estudiante de tercer curso. Apuesto a que le llaman Andy.

Amanda movió lentamente la cabeza de un lado al otro. La política era asunto de su padre.

—Jamás he oído hablar de ninguno de ellos.

—Desde luego, Júnior se movía con mucho aplomo. Hodge estaba aterrorizado. Dejando las pantomimas al margen. ¿No es gracioso?

—Sí.

Amanda miró el semáforo rojo, preguntándose por qué tardaba tanto en cambiar.

—Sáltatelo —sugirió Evelyn. Vio la expresión de preocupación en el rostro de Amanda y añadió—: No te preocupes. No voy a arrestarte.

La otra chica miró a ambos lados un par de veces, luego una tercera, antes de iniciar la marcha.

—Cuidado —le advirtió Evelyn. Había un Corvette subiendo la colina en Spring Street. Saltaron chispas cuando el motor rozó contra el asfalto y cruzó la intersección—. ¿Dónde está la policía cuando se la necesita?

A Amanda le dolía la pantorrilla de tener pisado el freno.

—El seguro del coche lo tengo con Benowitz, por si estás intentando ganar algo de dinero para tu marido.

Evelyn se rio.

—Benowitz no está mal si pasas por alto los cuernos.

Amanda no sabía si se estaba riendo de ella o expresándole su opinión. Miró el semáforo. Aún en rojo. Avanzó un poco, estremeciéndose al pisar el acelerador. No pudo relajar los hombros hasta que pasaron el restaurante Varsity. Luego volvieron a subir.

El olor invadió el interior del coche en cuanto llegaron a la autopista de cuatro carriles. Esa vez no fue el alcantarillado, sino la pobreza, las personas viviendo aglomeradas como si fuesen animales enjaulados. El calor atenuaba el mal olor. Techwood Homes estaba hecho de hormigón con fachadas de ladrillo que transpiraban como las medias de Amanda.

A su lado, Evelyn cerró los ojos; jadeaba ostensiblemente.

—Sigue —dijo. Movió la cabeza y miró el mapa—. Tuerce a la izquierda en Techwood. Y luego a la derecha en Pine.

Amanda redujo la velocidad para recorrer aquellas calles estrechas. A lo lejos veía las casas de ladrillos y los apartamentos ajardinados de Techwood Homes. Las fachadas estaban cubiertas de grafiti y, donde no había nada pintado, había basura amontonada hasta la cintura. Un grupo de niños jugaba en un patio sucio. Estaban vestidos con harapos. Incluso desde la distancia vio las heridas que tenían en las piernas.

—Tuerce a la derecha —dijo Evelyn.

Amanda avanzó hasta que la carretera se convirtió en un lugar intransitable. Un coche quemado bloqueaba la calle. Tenía las puertas abiertas, el capó levantado y el motor a la vista como si fuese una lengua carbonizada. Amanda se subió al arcén y echó el freno de mano.

Evelyn no se movió. Miraba a los niños.

—Se me había olvidado lo penoso que es esto.

Amanda miró a los muchachos. Todos tenían la piel oscura y las rodillas protuberantes. Utilizaban los pies para patear un balón de baloncesto pinchado. No había hierba por ningún lado, solo la típica tierra seca y rojiza de Georgia.

Los niños dejaron de jugar. Uno de ellos señaló el Plymouth, comprado por el Ayuntamiento en lotes y reconocido por todos por ser el coche camuflado de la policía. Otro chico corrió hasta el edificio más cercano, levantando el polvo.

Evelyn se rio malhumorada.

—Ya va el angelito a avisar al comité de bienvenida.

Amanda tiró de la manecilla para abrir la puerta. Podía ver la torre de Coca-Cola a lo lejos, encajonando el suburbio de catorce manzanas con el Georgia Tech.

—Mi padre dice que Coca-Cola está intentando que el Ayuntamiento derribe este lugar y lo traslade a otro sitio.

—No puedo imaginar al alcalde echando a las personas que le votaron.

Amanda no la contradijo, pero sabía por experiencia que su padre siempre tenía razón sobre esas cosas.

—Podría solucionar el problema.

Evelyn empujó la puerta para abrirla y salió del coche. Abrió el bolso y sacó la radio, que era la mitad de grande que la linterna y casi igual de pesada. Amanda se aseguró de llevar el bolso cerrado mientras Evelyn informaba de su localización. La radio de Amanda casi nunca funcionaba, por mucho que le cambiase las pilas. Si no fuese por el sargento Geary, la dejaría en casa, pero el sargento obligaba a todas las mujeres a vaciar la bolsa para asegurarse de que llevaban todo el equipo.

—Por aquí.

Evelyn subió la colina para dirigirse al bloque de apartamentos. Amanda podía notar cientos de ojos observándolas. Dado el lugar donde se encontraban, era normal que muchas personas no estuviesen trabajando durante el día. Tenían tiempo de sobra para mirar por la ventana y esperar que algo horrible sucediera. Cuanto más se alejaban del Plymouth, más enferma se sentía Amanda. Por eso, cuando Evelyn se detuvo delante del segundo edificio, estuvo a punto de vomitar.

—Aquí es —dijo Evelyn señalando la entrada y contando «tres, cuatro, cinco…».

Continuó en silencio mientras avanzaba. Amanda la siguió, preguntándose si Evelyn sabía lo que hacía o si solo intentaba alardear.

Finalmente, se detuvo de nuevo y señaló el piso superior del bloque que había en medio.

—Ya hemos llegado.

Ambas miraron la puerta abierta que conducía a las escaleras. Un solo rayo de sol iluminaba los escalones de abajo. Las ventanas que había delante del vestíbulo y en los rellanos estaban entablilladas, pero el tragaluz encastrado en metal dejaba pasar la suficiente luz. Al menos mientras fuese de día.

—Quinta planta —dijo Evelyn—. ¿Cómo te fue en el examen físico?

Era otra de las nuevas normas de Reggie.

—Hice el tiempo justo en correr la milla.

Tenían que hacerlo en ocho minutos y medio, y Amanda usó hasta el último segundo.

—De no ser porque me dieron un aprobado en el ejercicio de flexiones, estaría en casa viendo

Captain Kangoroo. —Esbozo una sonrisa optimista—. Espero que tu vida no dependa de la fuerza que tengo en los brazos.

—Seguro que corres más que yo si es necesario.

Evelyn se rio.

—De eso no te quepa duda.

Cerró la cremallera de su bolsa y abrochó la solapa. Amanda comprobó una vez más que la suya estaba bien cerrada. Lo primero que se aprendía al ir a los suburbios era a no dejar la bolsa abierta ni apoyada en ningún lado, ya que nadie quería regresar a su casa con ella llena de piojos o cucarachas.

Evelyn respiró profundamente, como si fuese a sumergir la cabeza bajo el agua, y luego entró en el edificio. El olor fue como un bofetón en la cara. Se tapó la nariz con la mano mientras empezaba a subir las escaleras.

—Pensaba que pasarme el día cambiándole los pañales a un niño me había hecho inmune al olor de la orina, pero los hombres comen cosas distintas. Sé que los espárragos hacen que la mía tenga un olor fuerte. Una vez probé la cocaína. No recuerdo cómo me olía la orina, pero la verdad es que no me importó un carajo.

Amanda se quedó perpleja, allí, en la parte baja de las escaleras, mirando a Evelyn, que parecía no haberse dado cuenta de que había admitido haber consumido drogas.

—No se lo digas a Reggie. Yo pasaré por alto lo del semáforo en rojo.

Esbozó una sonrisa. Dio la vuelta al descansillo y desapareció.

Amanda agitó la cabeza mientras la seguía escaleras arriba. Ninguna de las dos se atrevía a tocar la barandilla. Las cucarachas corrían por sus pies. Los peldaños estaban pegajosos. Las paredes parecían acercarse cada vez más.

Amanda hizo un esfuerzo por respirar por la boca, al igual que tuvo que esforzarse por seguir avanzando. Era una locura. ¿Por qué no habían pedido refuerzos? La mitad de los códigos 49 en Atlanta procedían de mujeres que habían sido violadas en unas escaleras. Era algo tan común en los suburbios como la pobreza y las ratas.

Cuando Evelyn dio la vuelta al siguiente descansillo, se tiró del pelo. Amanda dedujo que era un tic nervioso. Ella sentía el mismo nerviosismo. Cuanto más subían, más retortijones sentía en el estómago. Catorce policías habían sido asesinados en los dos últimos años. La mayoría de ellos habían muerto de un disparo en la cabeza; otros, de uno en el estómago. Un agente había sobrevivido durante dos días antes de morir. Sufrió unos dolores tan fuertes que sus gritos se podían oír en la sala de urgencias del hospital Grady.

A Amanda le dio un vuelco el corazón cuando giraron en el siguiente rellano. Las manos empezaron a temblarle, y las rodillas parecían no responderle. Sentía unas ganas enormes de echarse a llorar.

Seguramente, alguna de las unidades había recibido la llamada de Evelyn informando de su localización. Los hombres raras veces esperaban que una agente solicitara apoyo. Sencillamente, se presentaban en la escena, se adueñaban del caso y las echaban como si fuesen niñas estúpidas. Amanda solía sentirse molesta por esa muestra de machismo, pero, en aquel momento, la recibiría encantada.

—Es una locura —murmuró girando en el siguiente descansillo—. Una completa locura.

—Solo un poco más —respondió alegremente Evelyn.

No eran dos policías secretas. Todo el mundo sabía que había dos agentes en el edificio. Dos agentes blancas. Dos mujeres. El murmullo de las televisiones y de las susurrantes conversaciones se podía oír por todos lados. El calor era tan abrumador como las sombras. Cada puerta cerrada representaba una oportunidad para que alguien se abalanzase sobre ellas y las hiriese.

—Venga, no te preocupes tanto —dijo Evelyn sin dirigirse a nadie en particular—. Según las estadísticas, en el último año, se denunciaron cuatrocientas cuarenta y tres violaciones. —Su voz repiqueteó por las escaleras como una campana—. Ciento trece eran mujeres blancas. ¿Qué significa eso? ¿Una de cada cuatro? —Miró a Amanda—. ¿El veinticinco por ciento?

Amanda movió la cabeza. La mujer hablaba inconscientemente.

Evelyn continuó subiendo las escaleras.

—Cuatrocientas trece… —Su voz se apagó—. Casi estaba en lo cierto. Tenemos un veintiséis por ciento de posibilidades de que hoy nos violen. No es un porcentaje muy alto. Hay un setenta y cuatro por ciento de que no nos suceda nada.

Las cifras, al menos, tenían su lógica. Amanda sintió que se quitaba un peso de encima.

—No es tanto.

—No, no lo es. Si tuviese el setenta y cuatro por ciento de posibilidades de ganar el Bug, iría corriendo a Auburn para apostar toda la paga del mes.

Amanda asintió. El Bug era un juego de lotería que se celebraba en Colored Town.

—¿Dónde te…?

Les llegó una conmoción del pasillo de abajo. Una puerta se cerró de golpe. Un niño gritó. Se oyó la voz de un hombre ordenando a todo el mundo que se callasen de una maldita vez.

El miedo volvió a apoderarse de ellas.

Evelyn se detuvo en las escaleras. Miraba directamente a Amanda.

—Desde un punto de vista estadístico, estamos de suerte.

Esperó hasta que Amanda asintiera para continuar subiendo, pero por su forma de andar se veía que no estaba tan segura. Respiraba con dificultad. Amanda se dio cuenta de que ella había tomado el mando. Si había algo malo esperándolas al final de las escaleras, Evelyn Mitchell sería la primera en enfrentarse a ello.

—¿De dónde has sacado esas cifras? —Jamás las había oído y, honestamente, no le importaban lo más mínimo. Lo único que sabía es que hablar le impedía vomitar—. ¿De los informes de violaciones?

—De un proyecto de clase. Estoy estudiando estadística en la Tech.

—¿En la Tech? —repitió Amanda—. ¿No es muy difícil?

—Es una buena forma de conocer hombres.

Una vez más, Amanda no supo si estaba bromeando, pero tampoco le preocupó.

—¿Cuántos violadores eran blancos?

—¿Cómo dices?

—En Techwood, el noventa por ciento son negros. ¿Cuántos violadores eran…?

—Ya entiendo. —Evelyn se detuvo en la parte de arriba de las escaleras—. Ahora mismo no lo recuerdo, pero te lo diré después. Aquí es. —Señaló el fondo del pasillo. Todas las luces estaban apagadas. El tragaluz dibujaba sombras por todos lados—. Cuarta planta a la izquierda.

—¿Quieres mi linterna?

—No creo que sirva de mucho. ¿Estás preparada?

Amanda tragó con dificultad. El corazón de una manzana parecía estar moviéndose en el suelo. Estaba cubierto de hormigas.

—Aquí no huele tan mal —dijo Evelyn.

—No.

—Imagino que, si quieres orinar en el suelo, no hace falta que subas cinco plantas.

—No —repitió Amanda.

—¿Vamos?

Evelyn recorrió el pasillo armada de valor. Amanda se puso a su lado al llegar a la puerta principal. Vio una pegatina con la letra C clavada en la pared. Debajo de la mirilla, había pegada una tira de papel escrita con letras mayúsculas e infantiles.

—Kitty Treadwell —leyó Amanda.

—La cosa se complica —dijo Evelyn, que respiró profundamente por la nariz—. ¿Lo hueles?

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