Criminal

Criminal


Capítulo cuatro

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Amanda tuvo que concentrarse para distinguir el nuevo olor.

—¿Vinagre?

—No. Así es como huele la heroína.

—¿También la has probado?

—Eso solo lo sabe mi peluquera.

Le indicó a Amanda que se pusiera a un lado de la puerta. Ella ocupó el lado contrario. En parte, eso garantizaba su seguridad si alguien estaba al otro lado de la puerta con una escopeta.

Evelyn levantó la mano y llamó a la puerta tan fuerte que crujieron las bisagras. Su voz cambió por completo —era más grave y masculina— cuando gritó: «¡Departamento de Policía de Atlanta!». Vio la expresión de Amanda y le guiñó un ojo antes de volver a llamar de nuevo: «¡Abran!».

Amanda podía oír los latidos de su corazón, su respiración jadeante. Transcurrieron unos segundos. Evelyn levantó la mano de nuevo, pero luego la bajó al oír la voz amortiguada de una mujer que, desde detrás de la puerta, exclamó: «Dios santo».

Se oyeron unos pasos arrastrándose en el interior del apartamento. Luego el sonido de una cadena al soltarse. Después una cerradura al girarse. Otra cerradura. Por último, el picaporte se movió cuando se desactivó el pestillo.

Parecía claro que la chica que había dentro era una prostituta, aunque llevaba unas enaguas finas de algodón más apropiadas para una niña de diez años. Su pelo rubio le llegaba hasta la cintura. Su piel era tan blanca que parecía azulada. Podía tener entre veinte y sesenta años. Tenía marcas de pinchazos por todo el cuerpo: en los brazos, el cuello, las piernas, agujeros abiertos como bocas rojas y húmedas en las venas de los pies descalzos. Los dientes que le faltaban le daban a su rostro un aspecto cóncavo. Amanda vio cómo la articulación de su hombro giraba cuando dobló sus brazos por encima de la cintura.

—¿Kitty Treadwell? —preguntó Evelyn.

—¿Qué coño queréis, zorras? —respondió ella con la voz ronca de fumador.

—Yo también me alegro de verla.

Evelyn se coló en el apartamento, que tenía el aspecto que Amanda había imaginado. El fregadero estaba atestado de platos llenos de moho. Había bolsas de comida por todos lados. La ropa estaba esparcida por el suelo. Había un sofá teñido de azul en medio de la habitación con una mesilla de café delante. Una jeringa y una cucharilla sobre una sucia toallita. Cerillas. Trozos de filtros de cigarrillo. Había una bolsa pequeña de polvo blanco al lado de dos cucarachas que, o bien estaban muertas, o bien estaban tan colgadas que no podían moverse. Alguien había movido el horno de la cocina hasta el centro de la habitación. La puerta del horno estaba abierta, con el borde apoyado en la mesita de café para sostener el televisor que había encima.

—¿Estás viendo a Dinah? —preguntó Evelyn. Subió el volumen. Jack Cassidy estaba cantando con Dinah Shore—. Me encanta su voz. ¿Viste a David Bowie la semana pasada?

La chica parpadeó varias veces.

Amanda comprobó que no hubiera cucarachas antes de encender la lámpara de pie. Una luz intensa iluminó la estancia. Las ventanas estaban cubiertas con papel amarillo, pero solo servían para filtrar el brillante sol de la mañana. Puede que por esa razón se sintiera más segura dentro del apartamento que en las escaleras. Su corazón empezaba a latir con normalidad. Ya solo sudaba por el calor que hacía.

—David Bowie —repitió Evelyn apagando el televisor—. Estuvo en el programa de Dinah la semana pasada.

Amanda afirmó lo que ya resultaba obvio.

—Está completamente colgada.

Soltó un profundo suspiro. ¿Habían arriesgado la vida por eso?

Evelyn le dio unas palmaditas a la chica en la mejilla. Su mano sonó fuerte al chocar contra la piel.

—¿Me oyes, cariño?

—Yo me lavaría luego con cloro —le aconsejó Amanda—. Vámonos de aquí. Si la han violado, probablemente se lo merecía.

—Hodge nos envió por algún motivo.

—Te envió a ti y a Vanessa —contraatacó Amanda—. Nos ha hecho perder toda la mañana.

—Fonzie —murmuró la chica—. Estaba hablando con Fonzie.

—Así es —dijo Evelyn mirando a Amanda como si hubiese ganado un premio—. Bowie salió en el programa de Dinah, con Fonzie de

Happy Days.

—Los vi.

Kitty dio la vuelta al sofá y se dejó caer sobre los cojines. Amanda no sabía si era la droga o las circunstancias lo que hacía que resultase imposible entender lo que decía. No soltaba más que incongruencias.

—No recuerdo qué canción.

—Yo tampoco —respondió Evelyn. Luego le indicó a Amanda que registrase el resto del apartamento.

—¿Qué quieres que busque? ¿Ediciones antiguas de

Good Housekeeping?

Evelyn sonrió con dulzura.

—¿No sería gracioso si encontrases alguna?

—Sí, para partirse de risa.

De mala gana, Amanda hizo lo que le pedía, intentando no tocar con las manos las paredes del estrecho pasillo mientras se dirigía a la parte de atrás. El apartamento era más grande que el suyo. Tenía una habitación separada del salón. Alguien había sacado la puerta del armario de sus bisagras. Había varias bolsas de basura de color negro llenas de ropa. Estaban rotas. La cama era un montón de sábanas manchadas y apiladas sobre la moqueta.

Aunque parecía imposible, el cuarto de baño era más repulsivo que el resto del apartamento. El moho negro se había apoderado de la lechada de los azulejos. El lavabo y la taza servían de ceniceros. El cubo de basura estaba atestado de compresas y de papel del váter. El suelo estaba manchado de algo que no quiso saber qué era.

Aprovechando los espacios disponibles, había diversos productos de belleza que para Amanda fueron la definición de la ironía. Vio dos botes de laca Sunsilk, cuatro botes de champú Breck (todos empezados), una caja abierta de Tampax, un frasco vacío de Cachet de Prince Matchabelly, dos botes abiertos de crema Pond (ambos cubiertos de una capa amarillenta), suficiente maquillaje para llenar el mostrador de Revlon del Rich’s. Cepillos, lápices, delineador líquido, máscara, dos peines, ambos llenos de pelos. Tres cepillos de dientes muy usados saliendo de un vaso de Mayor McCheese.

La cortina de la ducha estaba descolgada, lo cual proporcionaba a las cucarachas de la bañera una amplia perspectiva de Amanda. La miraron fijamente mientras ella se estremecía casi sin control. Agarró el bolso, a sabiendas de que lo tendría que sacudir antes de meterse de nuevo en el coche.

Cuando regresó al salón, Evelyn había dejado de hablar de Arthur Fonzarelly[3] y comentaba la razón de su visita.

—¿Andy Treadwell es tu hermano o tu primo?

—Mi tío —dijo la chica. Amanda asumió que se refería a Andrew Treadwell—. ¿Qué hora es?

Amanda miró su reloj.

—Las nueve en punto. —Luego tuvo la necesidad de añadir—: De la mañana.

—Mierda.

La chica buscó entre los cojines del sofá y sacó un paquete de cigarrillos. Amanda observó cómo miraba, casi en trance, el paquete de Virginia Slims como si hubiesen caído como el maná del cielo. Con lentitud sacó un cigarrillo. Estaba doblado. Aun así, cogió las cerillas de la mesa y lo encendió con manos temblorosas. Soltó una bocanada de humo.

—He oído que eso mata —dijo Evelyn.

—Eso espero —respondió la chica.

—Hay formas más rápidas —contrarrestó Evelyn.

—Tú quédate por aquí y ya las verás.

Amanda detectó un tono amenazante en su voz.

—¿Por qué lo dices?

—Los chicos os han visto subir. Mi papaíto querrá saber por qué dos putas blancas vienen a hablar conmigo.

—Creo que tu tío Andy está preocupado por ti —dijo Evelyn.

—Querrá meterme la polla otra vez.

Amanda intercambió una mirada con Evelyn. La mayoría de esas chicas afirmaban que un tío o un padre habían abusado de ellas. En las unidades de delitos criminales las denominaban «Complejo de Edipo». No era correcto desde el punto de vista técnico, pero casi, y obviamente suponía una pérdida de tiempo para la policía.

—No me pueden arrestar. Yo no he hecho nada —dijo Kitty.

—No queremos arrestarte —replicó de nuevo Evelyn—. Nuestro sargento nos dijo que te habían violado.

—Cada uno tiene lo que se merece —concluyó Kitty. Soltó otra bocanada de humo, esta directamente a sus caras.

La buena disposición de Evelyn empezó a flaquear.

—Kitty, tenemos que hablar contigo y tomarte declaración.

—Ese no es mi problema.

—De acuerdo. Entonces nos vamos.

Evelyn cogió la bolsa de heroína de la mesilla de café y se giró sobre sus tacones.

Si Amanda no se hubiera sorprendido tanto de ver a Evelyn coger la droga, también se habría dirigido hacia la puerta. Al quedarse quieta, lo vio todo: vio la cara de consternación de la chica, la forma en que saltó del sofá, con las uñas abiertas como si fuese un gato.

Intencionadamente, Amanda levantó el pie. No le hizo una zancadilla, sino que la golpeó en las costillas, enviándola contra el horno. Fue un golpe duro. Kitty chocó contra el televisor y rompió la puerta del horno. El televisor cayó al suelo. Los tubos estallaron y la pantalla se hizo añicos.

Evelyn miró a Amanda totalmente perpleja.

—Estaba a punto de abalanzarse contra ti.

—Ya veo que la has parado.

Evelyn se arrodilló en el suelo, sacó un pañuelo del bolso y se lo dio a la chica.

—Putas —dijo Kitty arrastrando las palabras. Se llevó los dedos a la boca y se arrancó uno de los pocos dientes que le quedaban—. Putas de mierda.

Evelyn retrocedió: no parecía muy sensato estar arrodillada delante de una prostituta enfurecida. Luego dijo:

—Tienes que decirnos qué ha sucedido. Estamos aquí para ayudarte.

—Que os jodan —murmuró la chica palpándose con los dedos el interior de la boca. Amanda vio que tenía antiguas cicatrices en las muñecas de haber intentado cortarse las venas—. Largaos de aquí.

Evelyn habló con tono tajante.

—No hagas que te llevemos a la comisaría, Kitty. Me importa un comino quién sea tu tío.

Amanda pensó en su coche, y en el tiempo que tardaría en limpiar el asiento trasero.

—No estarás pensando seriamente en… —le dijo a Evelyn.

—¿Por qué no?

—Bajo ningún pretexto voy a dejar que…

—¡Cállate! —gritó la chica—. Yo ni siquiera soy Kitty. Me llamo Jane. Jane Delray.

—Por el amor de… —exclamó Amanda levantando las manos. Todo el miedo que había pasado en las escaleras se transformó en rabia—. Ni siquiera hemos encontrado a la chica correcta.

—Hodge no nos dio ningún nombre. Solo una dirección.

Amanda negó con la cabeza.

—No sé ni por qué le escuchamos. Lleva en la comisaría menos de un día. Igual que tú, por cierto.

—Yo llevé un uniforme durante tres años antes de que…

—¿Por qué has regresado? —instó Amanda—. ¿Has venido para trabajar o por algo más?

—Tú eres la que quiere salir pitando de aquí.

—Porque esta perra no nos va a decir nada.

—¡Oye! —gritó Jane—. ¿A quién estás llamando perra?

Evelyn miró a la chica. Su voz estaba impregnada de sarcasmo cuando dijo:

—¿De verdad, cariño? ¿Quieres que discutamos de eso ahora?

Jane se limpió la sangre de la boca.

—Vosotras no sois del Gobierno.

—Brillante deducción —dijo Evelyn—. Pero dime: ¿quién del Gobierno te está buscando?

La chica se encogió de hombros ligeramente.

—Fui al Five para sacar dinero de una cuenta.

Evelyn se llevó la mano a la cabeza. Con «el Five» se refería a la línea de autobús de Five Points Station que proporcionaba servicio a la oficina de asistencia social.

—Intentaste cobrar la paga de asistencia estatal de Kitty.

—¿No se la envían por correo?

Ambas miraron fijamente a Amanda.

—Los buzones de correos no son muy seguros en esta zona —explicó Evelyn.

—Kitty no la necesita —dijo Jane—. Nunca la ha necesitado. Es rica. Tiene una familia con muchos contactos. Por eso estáis aquí, zorras.

—¿Dónde está ahora?

—Se fue hace seis meses.

—¿Dónde?

—No lo sé. Desapareció. Igual que Lucy. Y que Mary. Todas desaparecieron.

—¿Son prostitutas? —preguntó Evelyn.

La chica asintió.

—¿Kitty también?

La chica volvió a asentir.

Amanda ya había escuchado bastante.

—¿Debo anotar eso para la prensa? Tres prostitutas se han marchado. Últimas noticias.

—No se han marchado —insistió la muchacha—. Se fueron para siempre. Desaparecieron. —Se limpió la sangre de los labios—. Todas viven aquí. Sus cosas están aquí. Se supone que viven aquí. Cobran sus pagas en el Five.

—Hasta que tú intentaste cobrar sus asignaciones —interrumpió Amanda.

—Veo que no me escuchas —insistió Jane—. Todas desaparecieron. Lucy lleva un año sin aparecer. Estuvo aquí, pero un minuto después… —chasqueó los dedos—. Puff.

Evelyn, muy seria, le dijo a Amanda:

—Debemos emitir un comunicado inmediatamente sobre un hombre que lleva una capa y un sombrero de mago. Espera un momento. Veamos si Doug Henning[4] está en la ciudad.

Amanda no pudo contenerse y se echó a reír.

Todas se sobresaltaron cuando la puerta se abrió de golpe. El pomo de la puerta se clavó en la pared, haciendo saltar trozos de escayola. El aire parecía temblar.

Un hombre negro y fornido apareció en la puerta. Estaba jadeando porque probablemente había subido corriendo las escaleras. Sus espesas patillas se unían con el bigote y la perilla que rodeaban su boca. Llevaba unos pantalones y una camisa color verde lima. No había duda de que era el proxeneta de Jane. No cabía duda de que estaba cabreado.

—¿Qué coño hacéis aquí, zorras?

Amanda no podía moverse. Parecía haberse quedado de piedra.

—Estamos buscando a Kitty —respondió Evelyn—. ¿Conoces a Kitty Treadwell? Su tío es un buen amigo del alcalde Jackson. —Tragó saliva—. Por eso hemos venido. Nos pidieron que lo hiciésemos. El amigo del alcalde. Están preocupados porque ha desaparecido.

El hombre la ignoró y cogió a Jane por el pelo. Ella gritó de dolor y le clavó las uñas para sujetarle la mano e impedir que se lo arrancase.

—¿Qué estabas haciendo? ¿Hablando con la poli, guarra?

—No les he dicho nada, te lo juro. —Jane apenas podía hablar del miedo—. Se presentaron aquí.

La empujó hasta el vestíbulo. Jane se tambaleó y chocó contra la pared, pero consiguió mantener el equilibrio.

—Ya nos vamos —dijo Evelyn con voz temblorosa. Fue hacia la puerta, indicándole a Amanda que la siguiese—. No queremos problemas.

El hombre cerró la puerta, produciendo un estruendo parecido al de una escopeta. Miró a Amanda durante unos segundos y luego a Evelyn. Sus ojos irradiaban ira.

—Nuestro sargento sabe que estamos aquí —dijo Evelyn.

El hombre se dio la vuelta y echó la cadena lentamente. Luego cerró uno de los pestillos de seguridad, después el otro.

—Hablamos por radio antes de que…

—Ya te he oído, cerda. Veamos si el alcalde puede llegar aquí antes de que yo termine con vosotras. —Cogió la llave de la cerradura y se la guardó en el bolsillo. Su voz adquirió un tono bajo—. Vaya, veo que estás muy buena.

No hablaba con Evelyn. Tenía la mirada puesta en Amanda. Se chupó los labios y empezó a mirarle los pechos. Ella intentó retroceder, pero él se acercó. Las piernas de Amanda chocaron con el brazo del sofá. El hombre le tocó la mejilla.

—Muñeca, estás muy rica.

Amanda intentó no marearse. Cogió el bolso y trató de buscar la cremallera para intentar abrirlo.

—Pediré refuerzos.

Evelyn ya tenía la radio en la mano. Le dio al interruptor.

La mano del hombre rodeó el cuello de Amanda, presionándolo con el pulgar debajo del mentón.

—La radio no funciona aquí. Estamos demasiado altos para las antenas.

Evelyn le dio al interruptor furiosamente, pero solo se oía la estática.

—Joder.

—Vamos a divertirnos un poco, ¿verdad que sí, putita?

Le apretó aún más la garganta. Amanda podía oler su colonia y su sudor. Tenía una marca de nacimiento en la mejilla. El pelo del pecho le salía por el cuello de la camisa. Llevaba una cadena de oro, y un tatuaje de Jesucristo con una corona de espinas.

—Ev… —masculló Amanda.

Podía palpar el borde de su revólver dentro del bolso. Intentó quitarle el seguro.

—Mmm-hmm —gemía el chulo. Se desabrochó la cremallera de los pantalones—. Estás para comerte.

—Eh-eh, Ev… —tartamudeó Amanda.

El hombre le había metido la mano por debajo de la falda; podía notar sus uñas arañándole la carne, presionándole el muslo contra él.

Evelyn metió la radio en su bolso y echó la cremallera como si estuviese dispuesta a marcharse. Amanda se quedó aterrorizada, pero luego soltó un grito ahogado al ver que Evelyn cogía el bolso por la correa con ambas manos y le propinaba un golpe en la cabeza al hombre.

La pistola, la insignia, las esposas, la linterna, la radio, la porra, todo junto pesaba casi diez kilos. El chulo cayó al suelo como una muñeca de trapo. La sangre empezó a brotarle de la cabeza. Las borlas indias le habían abierto la piel y le habían provocado cortes profundos en la mejilla.

Amanda sacó su revólver del bolso, que cayó al suelo. Las manos le temblaban mientras intentaba agarrarlo. Tuvo que apoyarse en el brazo del sofá para no caerse.

—Dios santo.

Evelyn estaba de pie, al lado del hombre, boquiabierta. El chulo sangraba de verdad. Tenía los pantalones abiertos.

—Dios mío —susurró Amanda mientras se bajaba la falda. Las uñas del proxeneta le habían roto las medias y aún podía notar su mano aferrándole el cuello—. Dios mío.

—¿Estás bien? —preguntó Evelyn. Puso sus manos en los brazos de Amanda—. Estás bien, ¿verdad? —Poco a poco, cogió el revólver de Amanda—. Dame eso, ¿de acuerdo?

—¿Y tu pistola? —Amanda jadeaba con tanta fuerza que en cualquier momento iba a hiperventilar—. ¿Por qué no…? ¿Por qué no le disparaste?

Evelyn se mordió el labio inferior. Miró fijamente a Amanda por lo que pareció un minuto entero y luego admitió:

—Bill y yo acordamos que, por el niño, no debíamos tener un arma cargada en casa.

Las palabras se aturullaban en la garganta de Amanda.

—¡No llevas el arma cargada! —gritó.

—La verdad es que… —Evelyn se pasó los dedos por el pelo—. Bueno, el caso es que no ha pasado nada, ¿no? —Soltó una risa forzada—. No ha pasado nada. Las dos estamos bien. Las dos. —Miró al chulo de nuevo y añadió—: Me parece que no es cierto lo que dicen sobre…

—¡Ha estado a punto de violarme! ¡Nos iba a violar a las dos!

—Estadísticamente… —La voz de Evelyn se apagó antes de admitir—: Sí, es cierto. Es muy probable que sucediera. No te lo quise decir antes, pero… —Cogió el bolso de Amanda del suelo—. Sí.

Por primera vez en dos meses, Amanda no sentía calor. Su cuerpo estaba frío.

Evelyn continuaba balbuceando. Guardó el revólver de Amanda en su bolso y se lo colgó del hombro.

—Las dos estamos bien, ¿verdad? Yo estoy bien. Tú también. Las dos lo estamos.

Vio un teléfono en el suelo, al lado del sofá. La mano le temblaba tanto que se le cayó el auricular. Pulsó repetidamente la horquilla, haciendo sonar el timbre. Finalmente, consiguió coger el teléfono y llevárselo a la oreja.

—Llamaré a la central. Los muchachos vendrán corriendo. Nosotras nos iremos de aquí. No nos ha pasado nada, ¿no?

Amanda parpadeó para quitarse el sudor de los ojos.

Evelyn puso el dedo en el disco del teléfono.

—Lo siento. Me da por hablar cuando me pongo nerviosa. Mi marido se desespera con eso. —El disco giraba de un lado a otro—. ¿Qué me dices de las chicas que mencionó la puta esa? ¿Reconoces alguno de sus nombres?

Amanda volvió a parpadear para quitarse el sudor. Una serie de imágenes extrañas le pasaban por la cabeza. El repugnante cuarto de baño, los botes de champú, el montón de maquillaje.

—Lucy, Mary, Kitty Treadwell —dijo Evelyn—. Deberíamos apuntar sus nombres en algún lado. Seguro que se me olvidan en cuanto me tome una copa. O dos. O una botella entera. —Soltó un breve suspiro—. Me parece extraño que Jane estuviese preocupada por ellas. Esas chicas no se preocupan por nada más que contentar a su chulo.

Tres cepillos de dientes usados en un vaso. El pelo negro y largo enredado en uno de los peines.

—Jane es rubia —dijo Amanda.

—Yo no estaría tan segura —respondió Evelyn mirando al hombre inmóvil—. Lleva la cartera en el bolsillo. Te importaría…

—¡No! —gritó Amanda. El pánico se volvió a apoderar de ella.

—Tienes razón. No importa. Ya lo identificarán en la comisaría. Seguro que tiene antecedentes. Hola, Linda. —La voz de Evelyn flaqueó cuando habló por teléfono—. Estamos en el diez-dieciséis. Hodge nos envió por un código cuarenta y nueve, pero se ha convertido en un cincuenta y cinco. —Miró a Amanda y añadió—: ¿Algo más?

—Sí, diles que tú eres un veinticuatro.

Duke Wagner se había equivocado al decir que Evelyn Mitchell era agresiva y terca. En realidad, estaba completamente loca.

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