Criminal

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Capítulo cinco

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Suzanna Ford

En la actualidad

Zanna se dejó caer de espaldas sobre la cama, con los pies aún en el suelo. Levantó su iPhone y miró los mensajes. No tenía ningún mensaje de texto, ni de voz, ni tampoco ningún correo electrónico. El muy gilipollas llevaba ya diez minutos de retraso, pero, si ella se presentaba en la planta de abajo sin nada de dinero, Terry le patearía el culo. Una vez más. Él parecía olvidar que su trabajo era proteger a esas perdedoras, pero jamás asumía la responsabilidad de nada.

Miró por la ventana al centro de la ciudad. Zanna había nacido y se había criado en Roswell, a media hora y a toda una vida de Atlanta. De no ser porque los edificios tenían nombres rotulados en ellos, no tendría ni la menor idea de lo que estaba mirando. El Equitable, el AT&T, el Georgia Power. Lo único que sabía es que lo pasaría realmente mal si su chulo no aparecía.

El televisor de plasma de la pared se encendió. Zanna había presionado el mando sin darse cuenta. Vio a Monica Pearson detrás de su mesa. Al parecer, una chica había desaparecido. Blanca, rubia, bonita. Si a ella le ocurriera eso, a ellos les importaría una mierda.

Cambió de canales, buscando algo más interesante, pero lo dejó cuando pasó a los tres dígitos. Soltó el mando sobre la mesita de noche. Le picaban los brazos. Quería un cigarrillo, aunque necesitaba algo más fuerte que eso.

Si pensaba en la metanfetamina, sentía su sabor en el fondo de su garganta. A pesar de que la nariz se le estaba pudriendo por dentro, no podía dejar de esnifar, ni de pensar en el pelotazo que le llegaba al cerebro, ni en la forma en que la droga le recorría el cuerpo, ni en cómo hacía que su vida resultase más llevadera.

Eso no iba a suceder hasta al menos dentro de una hora. Para consolarse, fue al minibar y cogió cuatro botellitas de vodka. Zanna se las bebió una tras otra, y luego llenó los envases vacíos en el lavabo. Estaba colocando de nuevo las botellas en el refrigerador cuando alguien llamó a la puerta.

—Menos mal —gruñó.

Se miró en el espejo. No tenía muy mal aspecto. Aún podía fingir que tenía dieciséis años si las luces no estaban encendidas del todo. Giró la varilla para cerrar las persianas y apagó una de las lámparas de la mesita de noche antes de abrir la puerta.

El hombre era enorme. Casi rozaba el dintel de la puerta con la cabeza. Su espalda era tan ancha como el marco. Zanna sintió una oleada de pánico, pero luego recordó que Terry estaba en la planta de abajo, que le habría dejado pasar, y que sucediese lo que sucediese no tendría la más mínima importancia cuando las anfetas le llegasen al cerebro.

—Hola, papaíto —dijo al ver que era un hombre mayor.

Esperaba que el pureta no utilizase el cheque de la seguridad social por los servicios. Le miró la cara, que no tenía demasiadas arrugas, teniendo en cuenta su edad. Tenía un cuello un tanto esquelético. Sin embargo, sus manos estaban cubiertas de manchas de la edad. El vello de sus brazos ya había encanecido, pero el cabello que le quedaba en la cabeza era de color castaño.

Zanna abrió la puerta de par en par.

—Entra, grandullón.

Intentó balancear las caderas al caminar, pero la moqueta y los nuevos zapatos de tacón no eran una buena combinación, por lo que terminó teniendo que apoyarse en la pared. Se dio la vuelta y esperó hasta que entró.

El hombre se tomó su tiempo. No parecía estar nervioso, y sabía que a esa edad no era la primera vez que iba de putas. Aun así, miró de arriba abajo el vestíbulo antes de cerrar la puerta. Parecía estar en buena forma, a pesar de la edad. Llevaba el pelo cortado al estilo militar. Tenía los hombros cuadrados. Pensó que habría estado en la Segunda Guerra Mundial, pero luego recordó sus clases de historia en la escuela secundaria y se dio cuenta de que no era lo bastante mayor para eso. Probablemente, en Vietnam. Muchos de sus nuevos clientes eran jóvenes que regresaban de Afganistán. No sabía qué era peor: los tristes que querían hacer el amor o los que estaban llenos de rabia y querían infligir daño.

Fue derecha al grano.

—¿Eres poli?

Él respondió de la forma acostumbrada.

—¿Tengo aspecto de eso?

Se desabrochó los pantalones sin preámbulos. Era el último vestigio de democracia. Incluso de paisano, un policía no podía sacarse la polla.

—¿Estás contenta?

Zanna asintió, reprimiendo un estremecimiento. El hombre la tenía enorme.

—Joder —dijo—. Eso sí es una polla.

El hombre volvió a abrocharse la cremallera.

—Siéntate —dijo indicándole una silla.

Zanna se sentó, con las piernas separadas, así tendría una buena perspectiva desde la cama, pero él continuó de pie. Su sombra se extendía por toda la habitación, llegando casi al borde de la puerta.

—¿Cómo te gusta? —preguntó ella, aunque tuvo el presentimiento de que le gustaba a lo bruto. Trató de encoger los hombros para parecer más pequeña de lo que realmente era—. Sé amable conmigo. Solo soy una niña.

El labio del hombre tembló, pero fue la única reacción que obtuvo por su parte.

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

Ella pensó que se lo preguntaba literalmente, es decir, subiendo Peachtree y torciendo a la izquierda en Edgewood. Luego se percató de que se refería a su actual empleo.

Zanna se encogió de hombros.

—¿Qué quieres que te diga? Me encanta el sexo.

Eso es lo que los clientes querían oír. Eso es lo que ellos intentaban decirse a sí mismos cuando te apartaban de su lado y te tiraban el dinero a la cara: que te encantaba, que no podías vivir sin ello.

—No —respondió él—. Quiero que me cuentes la verdad.

—Bueno, ya sabes.

Resopló. Su historia era muy aburrida. No se podía ver la televisión sin toparte con una historia similar. A ella nadie la había obligado a trabajar en la calle, ni habían abusado de ella. Sus padres estaban divorciados, pero eran buenas personas. El problema era ella. Empezó a fumar hierba para que un chico pensase que era una tía guay. Luego se pasó a las pastillas porque estaba aburrida. Había empezado a fumar anfetas para adelgazar. Luego fue demasiado tarde para hacer nada, salvo estar todo el día pendiente del próximo chute.

Su madre la dejó vivir en su casa hasta que se dio cuenta de que fumaba algo más que Marlboro. Su padre le permitió vivir en el sótano hasta que su nueva esposa encontró el papel tiznado que olía a malvavisco. Luego la encerraron en un apartamento. Después de ponerse duros con ella y de dos intentos fallidos de rehabilitación, se vio en la calle, ganándose el sueldo abriéndose de piernas.

—Dime la verdad —repitió el hombre—. ¿Cómo llegaste a esta situación?

Zanna intentó tragar, pero tenía la boca seca. No sabía si era por el mono o por el miedo que empezaba a darle aquel hombre. Le dijo lo que quería oír.

—Mi padre me pegaba.

—Lamento oír eso.

—No tuve otra elección.

Se sorbió la nariz y miró al suelo. Con el reverso de la mano se quitó las lágrimas de cocodrilo. Se le podía haber abierto la boca como a una boa de lo aburrida que era su historia.

—No tenía adónde ir. Dormía en las calles. Me gusta el sexo, y se me da bien, por eso…

El hombre se arrodilló para mirarla. Incluso de rodillas era más alto que ella. Zanna le miró, pero luego apartó rápidamente la mirada. Lo que ese hombre buscaba era vergüenza. Era de los que pertenecían a la vieja generación, de los que se regodeaban con eso. Pues bien, ella podía darle toda la vergüenza que quisiera. Valerie Bertinelli, Meredith Baxter, Tori Spelling. Zanna había reconocido esa mirada en todas las películas autobiográficas que había visto.

—Le echo de menos. Eso es lo más triste —dijo. Volvió a mirar al hombre y parpadeó unas cuantas veces—. Echo de menos a mi padre.

Él le cogió la mano y la colocó entre las suyas. Zanna no pudo ver nada, salvo su muñeca. Le acariciaba suavemente la piel, pero se sentía atrapada. Empezó a respirar con dificultad. El miedo era un instinto natural que creía saber controlar, pero había algo en aquel hombre que encendió todas las alarmas.

—No me engañes, Suzanna.

La bilis le llegó a la boca.

—Yo no me llamo así. —Intentó apartarse, pero el hombre le aferró la muñeca—. Yo no te he dicho mi nombre.

—¿No?

Deseaba matar a aquel maldito chulo. Estaba claro que era uno de esos tipos que vendería a su madre por un billete de veinte dólares.

—¿Qué te ha dicho Terry? Yo me llamo Trixie.

—No —insistió el hombre—. Tú me dijiste que te llamabas Suzanna.

Notó que el dolor le subía por el brazo. Bajó la mirada. Le tenía cogidas las dos muñecas con una sola mano. Se introdujo entre sus piernas, arrinconándola contra la silla.

—No te resistas —dijo cogiéndola con la otra mano por el cuello. La punta de los dedos le llegaba hasta la nuca—. Solo quiero ayudarte, Suzanna. Salvarte.

—Yo no me…

No pudo hablar. La estaba asfixiando. No podía respirar. El pánico le recorrió el cuerpo como si estuviera recibiendo una descarga eléctrica. Los ojos se le pusieron en blanco. Notó que la orina le caía por la pierna.

—Relájate, hermana.

Se echó sobre ella. Sus ojos la miraban de arriba abajo, como si no quisiera perderse un segundo de su miedo. Esbozó una sonrisa.

—El Señor guiará mi mano.

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