Criminal

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Capítulo ocho

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En la actualidad. Lunes

El taxista miró dubitativamente a Will cuando se detuvo delante del número 316 de Carver Street.

—¿Está seguro de que es aquí?

—Sí.

Will miró el taxímetro y le dio un billete de diez.

—Quédese con el cambio.

El hombre se mostró reacio a coger el dinero.

—Sé que es policía, pero eso no importa gran cosa a estas horas de la noche.

Will abrió la puerta.

—Le agradezco la advertencia.

—¿Está seguro de que no quiere que le espere?

—No, gracias.

Will salió del coche. Aun así, el hombre se entretuvo. Hasta que no lo vio ir hacia el lateral del edificio no se puso en marcha.

Will vio las luces traseras desaparecer al bajar la calle. Luego se dio la vuelta y se abrió camino entre los hierbajos y las zarzas, mientras se dirigía a la parte trasera del orfanato. Gracias a la luz de la luna y a las farolas, podía ver claramente. Esquivó jeringuillas y condones, vasos rotos y montones de basura apilada.

Recordó la advertencia que le había hecho Sara aquella mañana sobre los peligros que había en el interior de la casa. Esa noche hizo muchos comentarios. No quedaba duda de que estaba muy cabreada. Will no podía culparla. Él también estaba cabreado consigo mismo. De hecho, estaba furioso.

Y seguía estándolo.

Apretó los puños cuando dio la vuelta a la casa. Sabía que se encontraba en un estado en que se negaba a aceptar lo que le perturbaba. Su padre había salido de prisión. Ese monstruo estaba gozando del aire libre. Trató de quitarse esa idea de la cabeza, tal como había hecho desde que se había enterado.

Durante todo el tiempo que Sara le había estado suturando el tobillo, lo único en que pensó era en entrar en la habitación de Amanda y sacarle la verdad. ¿Por qué la Junta de Libertad Condicional había dejado salir a su padre de la cárcel? ¿Por qué Amanda se enteró antes que él? ¿Qué más le ocultaba?

Tenía que estar escondiéndole algo. Siempre lo hacía.

Y moriría antes de revelárselo. Era más dura que cualquier hombre que hubiese conocido. No es que fuese exactamente una mentirosa, pero manipulaba la verdad de tal forma que te hacía pensar que te estabas volviendo loco. Will había renunciado hacía mucho tiempo a ser directo con ella. Quince años estudiando su personalidad no le habían revelado nada, salvo que vivía para las sutilezas y los enigmas. Se regodeaba engañándole. Por cada pregunta que le hacía, ella le respondía con otra, y al rato se encontraba en tal situación que hablaban de cosas que le hacían desear no haberse levantado esa mañana. O ese año. O nunca en la vida.

¿Por qué se había presentado en el orfanato aquella tarde? ¿Qué estaba buscando? ¿Qué sabía de su padre?

Will ya podía deducir sus respuestas. Había salido a dar una vuelta. A quién no le gustaba dar una vuelta por el gueto cuando se suponía que debía estar trabajando en un caso de secuestro. Vio a Will y a Sara en el interior de la casa y se preguntó qué hacían allí. ¿Es pecado sentir curiosidad? Por supuesto que sabía quién era su padre. Ella era su jefa. Tenía la obligación de saber todo lo que le concernía.

Excepto una cosa. La vieja viga le había golpeado tan fuerte en la cabeza que perdió su acostumbrado control.

«Le dije a Edna millones de veces que apuntalara estas escaleras», había dicho.

Edna. Se refería a la señora Edna Flannigan.

Amanda estaba en medio de un caso más importante. La prensa estaba pendiente de ella. Probablemente, tenía al director del GBI encima. Sin embargo, lo dejó todo, cogió un martillo y fue hasta aquel lugar. Solo había una forma de conseguir una respuesta sincera acerca de lo que hacía allí, y Will estaba dispuesto a echar abajo el orfanato con las manos con tal de averiguarla. Y luego se la restregaría por la cara.

Miró la parte trasera de la casa. En su momento, allí había una terraza, pero ahora solo quedaba un enorme agujero donde solía estar la ventana del sótano. Los paramédicos no habían podido sacar a Amanda a través de la puerta interior y tuvieron que romper las tablas que cubrían una de las ventanas del sótano y quitar algunos ladrillos para agrandar la abertura.

Will miró las farolas de las calles. Las polillas revoloteaban alrededor, emitiendo una luz estroboscópica. Volvió a mirar el hueco de la ventana.

Visto en retrospectiva, había formas mejores de hacer aquello. Will podía haberle pedido al taxista que lo dejase en casa, que estaba a menos de una milla de distancia. Tenía muchas herramientas en el garaje. Dos mazas, una palanqueta, incluso un martillo mecánico que había comprado de segunda mano en el Habitat Store. Todos estaban muy gastados y usados. Había comprado su casa porque la habían ejecutado hipotecariamente, pero había dedicado tres años y mucho dinero en transformarla en un hogar.

Lo más difícil había sido convencer a los drogadictos de que la casa tenía un nuevo propietario. Los primeros seis meses tuvo que dormir con una escopeta al lado del saco de dormir. Cuando no estaba demoliendo paredes o soldando las tuberías de cobre, se encontraba en la puerta diciéndole a alguien que se fuese a otro sitio a buscar crac.

Y eso fue una buena preparación para lo que estaba a punto de hacer.

Se metió por la abertura. La luz estroboscópica iluminaba gran parte del sótano. Utilizó el móvil para ayudarse. Se abrió camino por entre las escaleras rotas. Amanda Wagner era la viva imagen de la meticulosidad, por eso no podía imaginarla adentrándose en el sótano oscuro sin una linterna. Vio la caja azul tan familiar sobre los estantes vacíos. Presionó el botón. La linterna era lo bastante pequeña como para guardársela en el bolsillo, pero alumbraba como los faros de un antiguo Chevy.

Will no había sido del todo sincero con Sara. Él también había pasado sus ratos con Angie en el sótano. Obviamente, no había estado allí tomando medidas, pero sus recuerdos del lugar lo habían dejado reducido a una caja de zapatos, a pesar de que era tan grande como la planta de arriba.

Pasó la mano por las paredes. La escayola lisa quedaba interrumpida cada medio metro por los agujeros de los clavos que había debajo. Una pared divisoria partía la habitación por la mitad. Esa construcción era nueva. La madera contrachapada tenía los bordes cubiertos de moho negro. Faltaban algunos trozos en la parte de abajo. Se veían vigas de pino amarillo de dos por cuatro en la base, que parecían piernas debajo de una enagua.

Había una habitación pequeña en la parte de atrás con un lavabo y una taza de váter, probablemente para casos de urgencia. Las paredes estaban recubiertas de tablas de pino. Miró detrás de las tuberías; luego le dio una patada al desagüe de debajo del lavabo, pero no encontró nada.

Quitó la tapa de la cisterna y vio que estaba vacía. La taza estaba llena de agua negra. Miró a su alrededor buscando algo con lo que poder ayudarse. La vieja instalación de electricidad colgaba lánguidamente de las viguetas. Arrancó un trozo de cable largo y lo dobló hasta que estuvo bastante rígido como para hurgar en el interior de la taza. Aparte de un olor repugnante, no percibió nada.

La linterna iluminó las telarañas y los daños que las termitas habían causado en las vigas del suelo mientras recorría la habitación. Los estantes de madera del almacén estaban vacíos. La tolva de carbón estaba cubierta de un polvo negro, junto con un par de jeringas y algunos condones usados. Utilizó la linterna para examinar el tiro. Había excrementos de pájaros y rasguños. Se podía observar que algún animal se había quedado allí atrapado en algún momento. Will cerró la puerta metálica y giró la manecilla para ponerla en su lugar.

Se quitó la chaqueta y la colgó de uno de los clavos de las viguetas. Llevaba su Glock en el cinturón, a mano. Encontró el martillo de Amanda al lado de las escaleras. Estaba nuevo; aún llevaba la etiqueta colgada. Ferretería Midtown. Cuarenta dólares.

Se guardó la linterna en el bolsillo trasero. Con las farolas de la calle tenía bastante. Observó el martillo. Era de acero azul, con la cara lisa y una funda de nailon. La empuñadura era de plástico, para reducir la vibración. Era la herramienta de un albañil, no la de una persona que enmarca cuadros. Will dedujo que Amanda lo había comprado por su forma, no por su función. O quizá lo había escogido porque el azul hacía juego con su linterna. En cualquier caso, era una herramienta bien equilibrada. El sacaclavos estaba muy afilado y se empotró limpiamente en la escayola cuando golpeó la pared exterior.

Desclavó el martillo y volvió a golpear de nuevo la pared para agrandar el agujero. Arrancó un trozo de escayola. Se desmenuzó entre sus dedos. Había pelo de caballo en la mezcla, tiras pequeñas y sedosas que habían servido para unir el yeso y la arena durante casi un siglo.

Arrancó un trozo lo bastante grande como para poder meter la mano por detrás del listón. La madera estaba podrida, húmeda aún por el agua que había penetrado en los cimientos. Debería llevar guantes, gafas o al menos una mascarilla, ya que sin duda había moho detrás del yeso, probablemente merulio. El olor en el interior de la pared era de humedal, el típico que desprenden las casas cuando se están muriendo. Will utilizó el martillo para arrancar otro pedazo de yeso, y luego otro.

Poco a poco, recorrió el perímetro del sótano, arrancando el yeso trozo a trozo. Luego quitaba los escombros y apartaba los trozos de periódico que habían utilizado para aislarlo, hasta que pasaba a la siguiente sección.

Sostenía la linterna de Amanda entre los dientes cuando la luz de las farolas no iluminaba lo bastante como para ver los rincones más oscuros. Un polvo blanco impregnaba la atmósfera y hacía que le lloraran los ojos. Empezó a moquear por el polvo y el moho. La tarea no era difícil, pero resultaba aburrida y repetitiva, y la temperatura del sótano parecía subir por momentos. Sudaba copiosamente cuando quitó el último trozo de yeso. Una vez más, se deshizo en su mano, como papel húmedo. Utilizó el martillo para arrancar la madera podrida. Como había hecho con cada sección, iluminó con la linterna el hueco desnudo.

Nada.

Presionó la mano contra la fría pared. Solo había una delgada capa de ladrillos obstaculizando la basura que había alrededor de los cimientos. Will había roto algunas secciones para echar un vistazo, pero luego se detuvo por miedo a provocar un derrumbe. Sacó el teléfono del bolsillo y miró la hora. Eran las doce y dos minutos de la noche. Llevaba trabajando tres horas.

Y todo para nada.

Se alejó de la pared. Tosió y escupió un pedazo de yeso.

Tres horas.

No había ninguna nota, ni pasadizos escondidos, ni manos cortadas, ni bolsas con habichuelas mágicas. Por lo que veía, nadie había tocado el interior de las paredes desde que construyeron la casa. La madera estaba tan vieja que podía ver las marcas que habían hecho con las hachas al cortar los árboles.

Volvió a toser. El aire era irrespirable. Con el reverso de la mano se enjugó el sudor de la frente. Le dolían los brazos de tanto dar martillazos. Aun así, continuó con la pared divisoria que había en el centro de la habitación. En muchos aspectos, los paneles de madera contrachapada resultaban más difíciles de quitar que el yeso. El conglomerado estaba húmedo y el yeso empapado. La pared se desmenuzaba en trozos pequeños. La capa de aislante rosa estaba repleta de insectos que intentó que no se le metieran en la boca y en la nariz. Los clavos se estaban saliendo del suelo de arriba.

Transcurrieron otros cuarenta minutos, y seguía sin encontrar nada. Era hora de hacerse la molesta pregunta que le había rondado por la cabeza durante las dos últimas horas: ¿por qué no había empezado por el suelo?

Amanda había comprado un martillo de albañil. El suelo del sótano estaba hecho de losetas. Will reconoció el logotipo de la Chattahoochee Brick Company en algunos trozos. Eran muy parecidas a las de su casa; las había elaborado una fábrica de Atlanta que luego fue transformada en edificio de apartamentos durante el auge financiero.

Will cogió el martillo. Había pensado que Amanda lo había comprado por ser de color azul. Podía escuchar su irritante voz diciéndole: «Yo creía que eras detective».

No había sido muy cuidadoso a la hora de destruir el sótano. No había ni un centímetro limpio. Apoyó la espalda en la esquina y miró dentro de la habitación. Sin la pared del centro, resultaba más sencillo distribuir el trabajo. Cada loseta medía unos diez por veinte centímetros. Podía quitar hileras de cinco por nueve, lo que supondría una sección de un metro cuadrado. Si la habitación tenía cincuenta metros, tardaría toda una eternidad.

Apartó los escombros con el pie, luego se puso de rodillas y empezó con la primera sección. No sentía el más mínimo placer en saber que había elaborado un plan lógico para levantar el suelo. Will dibujaba arcos precisos con el martillo, utilizaba la punta para arrancar los trozos de loseta y cerraba los ojos para que no le entrase ninguna esquirla. Las losetas no salían con facilidad. La arcilla estaba vieja. La técnica de horneado que se empleaba en los años treinta no era muy científica. Los inmigrantes probablemente habrían trabajado de sol a sol, agachados, habrían rellenado los moldes de madera con arcilla que se secaba al sol y luego se metían en el horno.

La primera hilera de losetas se desmoronó al primer golpe del martillo. Los bordes estaban blandos, y no sostendrían el centro. Will tuvo que utilizar las manos para sacar los trozos. Finalmente, cuando llegó a la tercera hilera, encontró un método más efectivo. Tenía que dar un golpe preciso para meter la cuña en las grietas. Las juntas estaban repletas de arena que se le metía en los ojos y en la boca. Apretó los dientes. Se imaginó a sí mismo como una máquina mientras recorría la habitación de un lado a otro, quitando loseta a loseta y cavando unos centímetros para ver qué había debajo.

Llevaba una tercera parte del trabajo hecho cuando un sentimiento de inutilidad se apoderó de él. Apartó los escombros que cubrían la sección siguiente, luego la otra. Utilizó la linterna de Amanda para mirar por cada ranura, por cada grieta. Las losetas estaban bien pegadas. Nadie las había movido, al menos desde la construcción del edificio.

Nada. Al igual que en las paredes, no encontró nada.

—¡Maldita sea!

Arrojó el martillo al otro lado de la habitación. Notó un tirón en el bíceps. El músculo se contrajo y tuvo que agarrarse el brazo. Miró el montón de escombros, el fruto inútil de su trabajo.

Pensó en sus fantasías de venganza en la sala de urgencias del Grady. Veía la imagen de Amanda, aterrorizada, dispuesta a responder cualquier pregunta que le hiciera. Se había peleado innumerables veces en su vida, pero jamás había utilizado los puños contra una mujer. Amanda probablemente estaría durmiendo como un bebé en la cama del hospital mientras él perseguía fantasmas que no estaba seguro de poder encontrar.

Apretó las manos. Tenía pequeños cortes en los dedos, como arañazos, pero más profundos. El tobillo suturado le ardía. Intentó levantarse, pero las rodillas se lo impidieron. Lo intentó de nuevo y se tambaleó tanto que tuvo que agarrarse a una de las vigas. Una astilla se le clavó en la palma de la mano. Gritó para mitigar el dolor. Le dolían todos los músculos del cuerpo.

Y todo para nada.

Sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió la cara. Descolgó la chaqueta del clavo. Las farolas de la calle habían dejado de emitir esa luz estroboscópica cuando salió del sótano. El aire estaba tan frío que empezó a toser y escupió algunos trozos de escayola. Se dirigió al grifo que había en el centro del patio. Era el mismo que había utilizado de chico, durante los meses de verano, cuando la señora Flannigan los echaba de casa y les decía que no regresasen hasta la cena. La palanca de la bomba estaba muy oxidada.

Cuidadosamente, movió la palanca de arriba abajo hasta que salió un hilillo de agua de la espita. Acercó la boca y bebió hasta que tuvo el estómago lleno. Luego puso la cabeza debajo del chorro y se quitó la porquería. Los ojos le escocieron con el contacto del agua. Probablemente, contendría algunos agentes químicos, pero prefirió no pensar en ello. Cuando era pequeño, había una curtiduría al bajar la calle, por lo que tal vez había ingerido suficiente benceno para llenar un pabellón de cancerosos.

Otro recuerdo de su infancia.

Se irguió, apoyándose en la palanca para ayudarse. La manivela se rompió. Sacudió la cabeza, resignado. Tiró la manecilla al suelo y emprendió el largo camino de regreso a casa.

Se sentó a la mesa de la cocina, con una carpeta de color azul entre las manos. Apenas podía mantener los ojos abiertos de lo cansado que estaba. No se había molestado en irse a la cama. Cuando llegó a su casa, ya eran más de las tres de la madrugada. Tenía que marcharse a las cuatro para llegar al aeropuerto justo en el momento en que salían los hombres de negocios. Se había duchado. Había preparado un desayuno que no pudo tomar. Le había dado un paseo al perro alrededor de la manzana. Había limpiado sus zapatos. Se puso una chaqueta y una corbata. Untó de Bactine los innumerables cortes y escoriaciones que tenía en las manos. Y se había limpiado el fluido rosado y extraño que supuraba a través del vendaje del tobillo.

Ahora, sin embargo, apenas podía levantarse de la mesa.

Cogió el borde de la carpeta. El nombre de su madre aparecía mecanografiado en la etiqueta pegada en la cejilla. Había visto tantas veces las letras que le ardían las retinas. Tenía veintidós años cuando por fin había logrado tener acceso a esa información. Tuvo que rellenar muchos papeles, ir a los juzgados, resolver un montón de asuntos, la mayoría de los cuales implicaban recorrer el sistema de justicia juvenil. El mayor obstáculo era él mismo, pues antes tuvo que llegar a ese punto de su vida en que la perspectiva de presentarse ante un juez no le produjera un sudor frío.

Betty entró por la puerta para perros. Miró con curiosidad a Will. Era un perro adoptado, una vulgar mezcla de chihuahua diminuto que cayó en sus manos por motivos ajenos a su voluntad. Le puso las patas delanteras en el muslo. Pareció consternada cuando él no se agachó para cogerla y ponerla en su regazo. Después de un rato, cejó en su empeño y dio varias vueltas antes de sentarse delante de su recipiente para la comida.

Will volvió a mirar el archivo, el nombre de su madre. Las letras mecanografiadas en negro resaltaban en la etiqueta blanca, aunque ya no era tan blanca, pues había pasado tantas veces los dedos por encima que ya amarilleaba.

Abrió la carpeta. En la primera página aparecía lo que normalmente se encuentra en un informe policial. La fecha, seguida por el número de caso en la parte superior. Luego había un apartado dedicado a los detalles más importantes: nombre, dirección, peso, altura, causa de la muerte.

Homicidio.

Miró la fotografía de su madre, tomada con una Polaroid, años antes de su muerte. Tendría trece o catorce años. Al igual que la etiqueta, la foto estaba amarillenta de haberla tocado tanto, o puede que el tiempo hubiese descompuesto los agentes químicos. Estaba de pie, delante de un árbol de Navidad. A Will le habían dicho que la cámara fue un regalo de sus padres. Sostenía un par de calcetines, probablemente otro regalo. Tenía una sonrisa en el rostro.

Will no era el tipo de persona que se mirase mucho al espejo, pero había pasado mucho tiempo observando sus rasgos con detalle, intentando encontrar parecidos entre su madre y él. Tenían la misma forma almendrada de los ojos, y a pesar de que la foto estaba descolorida, vio que también tenían el mismo color azul. Su cabello rubio rojizo tendía más al color castaño que el de su madre, que tenía bucles amarillos. Uno de sus dientes inferiores estaba un poco torcido, como el de ella. En la foto aparecía con un aparato en la boca. Probablemente, cuando la asesinaron, el diente ya estuviera en su sitio.

Alineó la foto con el borde de la primera página, asegurándose de colocar el clip en el mismo lugar. Pasó a la segunda página. No podía concentrar la mirada; las palabras se entremezclaban. Parpadeó varias veces. Luego miró la primera palabra de la primera línea. Se la sabía de memoria, por eso no le resultó nada difícil: «Víctima».

Will tragó. Leyó las siguientes palabras: «… encontrada en Techwood Homes».

Cerró la carpeta. No hacía falta que leyera de nuevo los detalles; se los sabía de memoria, formaban parte de él.

Miró de nuevo el nombre de su madre. Las letras no aparecieron tan nítidas esa vez. Si su cerebro no hubiese rellenado los huecos, apenas habría sido capaz de descifrarlas.

Nunca había sido un gran lector. Las palabras se desplazaban por la página. Las letras se trasponían. Con el paso del tiempo, había desarrollado algunos trucos para parecer que leía con más fluidez. Colocar una regla debajo de la línea de texto impedía que saltase a la siguiente. Utilizaba los dedos para aislar las palabras difíciles; luego repetía la frase mentalmente para tratar de encontrarle el sentido. Aun así, tardaba el doble de tiempo que Faith en rellenar los informes que tenían que presentar a diario. Que una persona como Will hubiese escogido una profesión que requería tanto papeleo era algo de lo que podría haber escrito Dante.

Cuando supo que tenía dislexia, ya estaba en la universidad. O mejor dicho, cuando se lo dijeron. Era el decimoquinto aniversario de la muerte de John Lennon. La profesora de apreciación musical comentó que John Lennon padecía dislexia. Con todo lujo de detalles, describió los síntomas de ese trastorno: parecía estar describiendo la vida de Will. De hecho, la mujer había pronunciado una suerte de soliloquio dirigido exclusivamente a Will sobre el don de ser diferente.

Él se marchó de la clase. No quería ser diferente. No quería integrarse. Quería ser normal. Durante toda su etapa escolar, le habían dicho que no encajaba en la estructura del curso. Los profesores le habían llamado estúpido, le habían ordenado que se sentase en la parte de atrás del aula y que dejase de hacer preguntas cuyas respuestas jamás comprendería. Durante el tercer año, tuvo que presentarse en el despacho del jefe de estudios, quien le dijo que haría bien en dejarlo.

De no ser por la señora Flannigan, probablemente lo habría hecho. Recordaba bien la mañana en que le encontró en la cama, en lugar de estar esperando el autobús de la escuela. Will la había visto abofetear a otros chicos en innumerables ocasiones. Nada del otro mundo, solo un bofetón en la cara o un golpe en el trasero. Jamás le había pegado antes, pero en esa ocasión sí lo hizo. Tuvo que ponerse de puntillas. «Deja de compadecerte. Y sube a ese autobús antes de que te encierre en la despensa», dijo.

Will no podía contarle esa anécdota a Sara. Era otra parte de su vida que jamás comprendería. Lo consideraría un abuso. Diría que había sido una crueldad. Pero fue justo lo que necesitaba: si la señora Flannigan no hubiese subido las escaleras y le hubiese empujado hasta la puerta, nadie se habría molestado en hacerlo.

Betty levantó las orejas. La placa identificativa tintineó cuando giró la cabeza. Soltó un gruñido grave. Will oyó que alguien abría la puerta principal. Durante un segundo pensó que podría ser Sara, y le invadió un sentimiento de ligereza. Luego recordó que Sara no tenía llave de la casa y la oscuridad se cernió de nuevo cuando recordó el porqué. Sara no necesitaba una llave. Ellos no pasaban mucho tiempo en su apartamento, porque siempre pendía la constante amenaza de que Angie se presentase.

—¿Willie? —gritó Angie mientras se dirigía al salón.

Se detuvo en la entrada de la cocina. Angie siempre le había sacado partido a su lado femenino. Utilizaba faldas ajustadas y camisas que mostraban su amplio canalillo. Aquel día, llevaba una camiseta negra y unos vaqueros por debajo de la cintura. Había adelgazado en las últimas tres semanas, que era el tiempo que había pasado desde la última vez que la había visto. Vio un cinturón negro asomando por encima de la cintura.

Betty empezó a gruñir de nuevo. Angie la mandó callar. Luego miró a Will, y después a la carpeta azul que tenía en la mano.

—¿Estabas leyendo, cariño?

Él no respondió.

Angie fue a la nevera y cogió una botella de agua. Desenroscó el tapón y le dio un buen sorbo mientras le miraba atentamente.

—Estás hecho un asco.

Así se sentía. Lo único que quería era apoyar la cabeza en la mesa y echarse a dormir.

—¿Qué quieres?

Ella se apoyó en el mostrador. Lo que dijo no debería haberle sorprendido, porque nada de lo que dijera Angie podía sorprenderle.

—¿Qué vamos a hacer con tu padre?

Will miró la carpeta. Reinaba el silencio en la cocina, y podía oír la respiración sibilante de

Betty al respirar, el tintineo de la placa del collar cuando volvió a sentarse.

Angie nunca le había dado tiempo para pensar.

—¿Qué me dices?

Will no sabía qué responderle. Llevaba dieciocho horas pensando en ello y no había encontrado una solución.

—No pienso hacer nada.

Angie parecía decepcionada.

—Tienes que llamar a tu novia y pedirle que te devuelva los cojones.

Will la miró.

—¿Qué es lo que quieres, Angie?

—Tu padre lleva fuera de la cárcel seis semanas. ¿Lo sabías?

Will notó que el estómago le daba un vuelco. No se había molestado en mirar los detalles en la base de datos estatal, pero dedujo que había salido recientemente, en los últimos días, no casi dos meses antes.

—Tiene sesenta y cuatro años —dijo ella—. Diabético. Tuvo un ataque al corazón hace unos años. Cuesta mantener y cuidar a las personas mayores.

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