Criminal

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Capítulo treinta y tres

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En la actualidad. Una semana después

Los galgos de Sara estaban realmente malcriados. Will había empezado a darles queso, algo que Sara descubrió de mala manera. Al parecer lo hacía de forma continuada, y los perros estaban obsesionados. En cuanto le veían por la calle, empezaban a tirar de la correa como si fuesen huskies corriendo por el Klondike. Cuando llegó a la entrada de su casa, sentía que le habían descoyuntado los brazos.

Cogió las correas con una mano mientras se metía la otra en el bolsillo para sacar la llave de la casa de Will. Afortunadamente, su Porsche apareció detrás de ella. Él la saludó al detenerse. Los perros empezaron a saltar.

—Míralos —dijo Will en tono cariñoso y acariciándolos—. Qué cariñosos son.

—Son una pesadilla —dijo Sara—. No les des más queso.

Will se reía cuando se levantó.

—Los perros necesitan queso. No pueden encontrarlo en el bosque.

Sara abrió la boca para contradecirle, pero él le dio un beso tan largo y tan bien dado que se olvidó de todo.

Él la miró sonriendo.

—¿Te ha respondido tu primo?

—Sí. Podemos disponer de la casa de la playa toda la semana.

Él sonrió de oreja a oreja. Cogió las correas de los perros, que se comportaron mucho mejor mientras él los llevaba por el camino de entrada. Sara pensó en cómo había mejorado su aspecto. Había recuperado su anterior trabajo, dormía plácidamente toda la noche y no se mostraba tan hermético.

Esperó hasta que Sara cerró la puerta principal para soltar a los perros. Se dirigieron a la cocina, pero Will no los siguió.

—Henry comparecerá ante el juez la semana que viene.

—Podemos dejar el viaje a la playa si…

—No.

Sara observó cómo vaciaba sus bolsillos y ponía las llaves y el dinero en el escritorio.

—¿Cómo va el caso?

—Henry se está defendiendo, pero no puede hacer nada contra el ADN. —Se quitó la funda de la pistola del cinturón—. ¿Y a ti? ¿Cómo te ha ido el día?

—Tengo que decirte algo.

Will se puso tenso. Sara no podía culparle, porque había recibido muchas malas noticias en los últimos días.

—El examen de Toxicología de tu padre ha llegado.

Él puso derecha la pluma que tenía encima del escritorio.

—¿Qué han encontrado?

—Tenía Demerol en la sangre, aunque no mucho.

Él la miró atentamente.

—¿Pastillas?

—No, medicinal, inyectable.

—¿Qué cantidad?

—Era un hombre grande, por eso resulta difícil estar seguro. Creo que suficiente para que se relajase, pero no para acabar con él. Encontraron el frasco en la nevera que había debajo del minibar. Había una jeringa en un pequeño recipiente con residuos. Han encontrado sus huellas en las dos cosas.

Will se frotó la mejilla con los dedos.

—Él nunca consumió drogas. Estaba en contra de ellas.

—Ya sabes lo mal que se pasa en prisión. Muchas personas cambian de opinión sobre las drogas cuando están dentro.

—¿De dónde sacó Demerol líquido?

Sara trató de buscar una explicación.

—La prostituta que le visitó la noche anterior pudo habérselo llevado. ¿La ha encontrado la policía?

—No —respondió Will—. Ni tampoco el esmalte de uñas.

Sara sabía que Will odiaba los cabos sueltos.

—Quizá lo robó. La mayoría de esas chicas son adictas. No practican el sexo con veinte o treinta hombres al día porque les resulte divertido.

—¿Cuál ha sido la causa de la muerte? —Parecía no atreverse a pronunciar la palabra—. ¿Sobredosis?

—No tenía bien el corazón. Ya sabes que esas cosas no son siempre concluyentes. El forense dictaminó causa natural, pero podía haber tomado otros medicamentos o haber inhalado o tragado algo que le produjese una mala reacción. Es imposible comprobarlo todo.

—¿Ha llevado Pete el caso?

—No, está de baja. Fue uno de sus ayudantes. Un chico inteligente. Confío en él.

Will seguía tocándose la mandíbula.

—¿Sufrió?

—No lo sé. Ojalá pudiera decírtelo.

Betty ladró. Empezó a dar saltos a los pies de Will.

—Voy a darles de comer.

Fue a la cocina. Sara le siguió. En lugar de coger los recipientes y sacar las latas de comida del armario, Will se quedó en medio de la habitación.

Había un sobre acolchado en la mesa de la cocina. En el centro tenía estampada la marca de un beso con carmín rojo. Sara se dio cuenta de que era cosa de Angie Trent. Ella había encontrado una nota con la misma marca de beso en su coche todas las mañanas de esa semana. Dudaba que le hubiese escrito la palabra «zorra» en el interior, pero, aun así, le preguntó a Will.

—¿Qué quiere?

—Ni idea. —Will parecía enfadado, luego a la defensiva, como si pudiera controlar su vida—. He cambiado las cerraduras. No sé cómo ha podido entrar.

Sara no se molestó en responder. Angie era expolicía. Sabía cómo abrir una cerradura. Al trabajar en la Brigada Antivicio, había aprendido a cruzar la línea con impunidad.

—Voy a tirarlo.

Sara trató de calmarlo.

—No pasa nada.

—Sí, sí pasa.

Will cogió el sobre. No estaba cerrado. La solapa se abrió.

Sara retrocedió, aunque lo que cayó en la mesa no era nada peligroso. Al menos ya no.

La prostituta del Four Seasons había sido la última persona en ver vivo al padre de Will. Ella conocía a las chicas de la calle, cómo se vestían y dónde recogían a sus proxenetas. Y lo más importante: sabía que, ajustándose el sombrero delante de la cámara del ascensor, atraería la atención de sus uñas recién pintadas.

Y, por si eso no era bastante, como un gato que deja un animal muerto en la puerta de su dueño, Angie Trent había cogido un recuerdo de la escena del crimen para que Will supiera lo que había hecho por él.

Un frasco de cristal. Con el tapón blanco y puntiagudo.

Rojo intenso.

Era el bote de esmalte de uñas Max Factor que había desaparecido.

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