Criminal

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Capítulo dieciocho

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Lunes 14 de julio de 1975

El capitán Bubba Keller era uno de los amigos con los que Duke jugaba al póquer, lo que significaba que tal vez llevaba a planchar su bata blanca a la tintorería donde había muerto la madre de Deena Coolidge. Probablemente, su esposa la llevaría, y él no sabría ni quién se la lavaba.

Amanda nunca había dado mucha importancia a la afiliación de su padre al Klan. El Klan aún continuaba controlando el Departamento de Policía de Atlanta cuando ingresaron Duke Wagner y Bubba Keller. Formar parte de la organización era obligatorio, así como prestar servicios en la Orden Fraternal de la Policía. Ninguno de los dos se había negado. Tenían ascendencia alemana. Ambos ingresaron en la armada con la esperanza de que los enviasen al Pacífico y no tuviesen que combatir en Europa. Los dos llevaban el pelo cortado al estilo militar, los pantalones con la raya bien marcada y la corbata impecablemente anudada. Eran hombres que asumían el control de las cosas, que abrían la puerta a las mujeres, que protegían a los inocentes y castigaban a los culpables, que sabían la diferencia entre el bien y el mal.

Es decir, que siempre tenían razón y que sabían que todos los demás estaban equivocados.

A finales de los años sesenta, el jefe de policía Herbert Jenkins había expulsado al Klan del cuerpo, pero la mayoría de los hombres con los que Duke jugaba al póquer aún seguían afiliados. Por lo que Amanda sabía, pertenecer a esa organización consistía exclusivamente en sentarse y quejarse de lo mucho que habían empeorado las cosas. Hablaban de los viejos tiempos, y de lo bien que estaban las cosas antes de que los negros lo arruinasen todo.

Lo que no reconocían es que las cosas que resultaban malas para ellos eran buenas para todo el mundo. Durante los últimos días, Amanda había pensado en varias ocasiones que no había nada peor que cuando la injusticia llamaba a tu propia puerta.

Trató de verlo con perspectiva mientras entraba en la prisión de Atlanta. El capitán Bubba Keller estaba orgulloso de su puesto, a pesar de que el edificio en la Decatur Street estaba en un estado ruinoso, peor que cualquier cosa que pudiera verse en Attica. Los murciélagos colgaban del techo, el tejado tenía goteras, el suelo de cemento estaba desmenuzado. Durante el invierno, a los prisioneros se les permitía dormir en los pasillos por miedo a que muriesen de frío en las celdas. El año anterior habían tenido que llevar a un hombre al Grady porque le había atacado una rata. El animal le arrancó la mayor parte de la nariz antes de que los funcionarios lograran matarla con una escoba.

Lo más sorprendente de la historia no es que hubiera una escoba en la cárcel, sino que el funcionario notase que algo estaba ocurriendo. La seguridad estaba dejada de la mano de Dios. La mayoría de los hombres llegaban borrachos a trabajar. Los intentos de fuga eran una rutina, un problema que se agravaba aún más porque la Secretaría estaba ubicada al lado de las celdas. Amanda había oído contar historias horrorosas a las mecanógrafas, de cómo los violadores y los asesinos pasaban al lado de sus mesas buscando la puerta principal.

—Señora —dijo un agente, que se golpeó el sombrero en señal de saludo cuando la vio subir las escaleras.

El hombre respiró una bocanada de aire fresco mientras se dirigía a la calle. Amanda pensó que ella haría otro tanto cuando saliera de ese lugar. El olor era tan horrible como el de los suburbios.

Sonrió a Larry Pearse, que controlaba la habitación de pertenencias detrás de una puerta enrejada. Él le guiñó un ojo mientras le daba un sorbo a una petaca. Amanda esperó a estar en las escaleras para mirar el reloj. Aún no eran las diez de la mañana. Probablemente, la mitad de la cárcel tenía las luces encendidas.

El runrún de las máquinas de escribir aumentó cuando se acercó a la Secretaría. Ese había sido el trabajo de sus sueños, pero ahora no podía imaginarse sentada todo el día detrás de una mesa. Ni tampoco trabajando para Bubba Keller. Era lascivo y grandilocuente, dos características que no trataba de ocultar delante de ella, a pesar de ser uno de los mejores amigos de Duke.

A menudo se preguntaba qué sucedería si le dijese a su padre que Keller le había tocado el pecho más de una vez, que la había empujado contra la pared y le había susurrado cosas obscenas en el oído. A Amanda le gustaba imaginar que su padre se enfadaría, que rompería su amistad con él, que le pegaría un puñetazo en la nariz. Sin embargo, sabía que tal vez no hiciera nada de todo eso, por lo que era mejor no decir nada.

Como esperaba, oyó la voz de Keller por encima del murmullo de las máquinas de escribir. Su oficina estaba enfrente de la Secretaría, que era grande y abierta. Había unas sesenta mujeres sentadas en hileras de mesas, mecanografiando diligentemente, simulando que no podían oír lo que estaba sucediendo a escasos metros. Holly Scott, la secretaria de Keller, estaba en la entrada de su oficina. Era lo bastante inteligente como para no pasar del umbral. Keller tenía la cara roja de rabia. Levantó los brazos, pero luego bajó una mano y tiró todos los papeles al suelo.

—¡Qué narices has hecho! —gritó Keller. Holly murmuró algo, pero él cogió el teléfono y lo estampó contra la pared. La escayola se desconchó, salpicando una lluvia de polvo blanco—. ¡Limpia este estropicio! —ordenó antes de coger el sombrero y salir de la oficina. Se detuvo al ver a Amanda—: ¿Qué coño haces aquí?

No tuvo que pensar para inventar una mentira.

—Butch Bonnie me dijo que viniera a comprobar…

—No me importa un carajo —interrumpió—. Espero que no estés aquí cuando regrese.

Amanda lo vio marcharse. Era la viva imagen de un elefante en una cacharrería. Empujaba las mesas, tiraba los montones de papeles. Había sesenta mujeres sentadas a sus mesas, mecanografiando e intentando que no se fijara en ellas.

Hubo un suspiro colectivo cuando salió de la sala. Las máquinas de escribir se detuvieron por un momento. Se oyeron algunos gritos procedentes de las celdas.

—Buenas noches, Irene —dijo Holly.

Respondieron con algunas risitas. Las secretarias reanudaron su trabajo. Holly le hizo un gesto a Amanda para que entrase en la oficina de Keller.

—Dios santo —dijo Amanda—, ¿qué ha pasado?

Holly se agachó para recoger una botella rota de Old Grand-Dad.

—Sencillamente, me negué a hacer lo que me pedía.

Amanda se agachó para ayudarla a recoger los papeles esparcidos.

—¿Por qué?

—Estamos intentando mecanografiar el nuevo manual de Reggie para llevarlo a la imprenta —dijo Holly tirando la botella rota en la papelera—. Estamos a tope de trabajo y se nos ha echado el tiempo encima. Keller tiene a los altos cargos presionándole.

—¿Y qué?

—Pues que, aun así, creía que era el momento más adecuado para llamarme a la oficina y pedirme que le enseñe las tetas.

Amanda suspiró. Conocía de sobra esa sensación. Normalmente iba seguida de una risa perturbadora y un sobeteo.

—¿Y?

—Le dije que iba a presentar una queja contra él.

Amanda recogió el teléfono. El plástico estaba rajado, pero aún funcionaba.

—¿Serías capaz de eso?

—Probablemente, no —admitió Holly—. Pero mi marido me dijo que, la próxima vez que lo intentase, cogiese el bolso y me marchase.

—¿Y por qué no lo has hecho?

—Porque ese gilipollas está a punto de palmarla de un ataque al corazón y yo quiero sobrevivirle. —Cogió el resto de los papeles. Sonrió—. Por cierto, ¿qué haces aquí?

—Necesito hablar con un preso.

—¿Blanco o negro?

—Negro.

—Mejor, porque tenemos una epidemia de piojos. —Todo el mundo sabía que los negros no cogían piojos—. Keller va a tener que volver a fumigar con DDT. Es la tercera vez este año. El olor es horrible. —Holly cogió un bolígrafo del escritorio y lo puso sobre una hoja de papel—. Dime el nombre de la chica.

Amanda notó que se le agarrotaba la garganta.

—Es un hombre.

Holly soltó el bolígrafo.

—¿Quieres entrar ahí y hablar con un negro?

—Con Dwayne Mathison.

—Dios santo, Mandy. ¿Estás loca? Ha matado a una mujer blanca. Lo ha confesado.

—Solo necesito unos minutos.

—No. —Holly negó con la cabeza—. Keller me mataría. Y con razón. Jamás he oído una estupidez semejante. ¿Para qué demonios quieres hablar con él?

No era la primera vez que Amanda pensaba que debería haber planeado sus respuestas.

—Es por uno de mis casos.

—¿Qué caso?

Holly se sentó en el escritorio para poner en orden los papeles. Había dos botellas más de whisky sobre el cartapacio, una de ellas casi vacía. El vaso de cristal esmerilado que había entre ellas tenía un círculo permanente, pues Keller no dejaba de rellenarlo durante todo el día. En la madera del escritorio se veía el dibujo de un pene y un par de tetas.

Holly miró a Amanda.

—¿Qué pasa?

Amanda acercó otra silla, como había hecho Trey Callahan esa misma mañana en la Union Mission. Se sentó frente a Holly. Sus rodillas casi se tocaban.

—Han desaparecido algunas chicas.

Holly dejó de ordenar los papeles.

—¿Crees que ese chulo las mató?

Amanda no mintió del todo.

—Es posible.

—Debes decírselo a Butch y Rick. Es su caso. Y sabes que se enterarán de esto. —Se puso una mano en el corazón y levantó la otra, como si estuviera jurando lealtad—. No se enterarán ni por mí ni por las chicas, pero ya sabes que aquí se sabe todo.

—Lo sé.

No había nada más normal en el cuerpo de policía que el chismorreo.

—Mandy —dijo Holly moviendo la cabeza, como si no pudiera entender lo que le había pasado a su amiga—. ¿Por qué quieres meterte en problemas?

Amanda la miró. Holly Scott tenía el cuerpo delgado de una bailarina. Ella misma se alisaba el pelo. Su maquillaje era perfecto. Su piel también. Incluso bajo aquel calor tan sofocante, la podían fotografiar para un anuncio de una revista. Seguro que, a la hora de contratarla, Keller había tenido más en cuenta eso que el hecho de que pudiera tomar dictados casi perfectamente y fuese capaz de mecanografiar ciento diez palabras por minuto.

Amanda se giró y cerró la puerta. Se seguía escuchando a las mecanógrafas, pero eso le daba una sensación de confidencialidad.

—Rick Landry me amenazó. —No le gustó inmiscuir a Evelyn en eso, pero dijo la verdad cuando añadió—: Me llamó zorra delante de mi jefe. Me humilló. Me dijo que debía permanecer al margen de… su caso.

Holly apretó los labios.

—¿Le vas a hacer caso?

—No. Estoy cansada de hacer lo que me piden. Cansada de tenerles miedo y de cumplir sus órdenes, cuando lo hago mejor que ellos.

Lo dijo tranquilamente, pero en sus palabras se palpaba un aire de rebeldía.

Nerviosa, Holly miró por encima del hombro de Amanda. Temía que la oyesen, formar parte de eso, pero, aun así, preguntó:

—¿Has estado alguna vez en las celdas de los hombres?

—No.

—Es horrible. Mucho peor que las de las mujeres.

—Lo imagino.

—Ratas, heces, sangre.

—No exageres.

—Keller se pondrá furioso.

Amanda se encogió de hombros.

—Bueno, tal vez así le dé el ataque al corazón que tanto deseas.

Holly la miró fijamente durante un buen rato. Sus ojos brillaban por unas lágrimas que no terminaban de caer. Estaba asustada de verdad. Amanda sabía que tenía un hijo y un marido que desempeñaban dos trabajos para poder vivir en un barrio residencial. Holly iba a la facultad por la noche, ayudaba en la iglesia los domingos y colaboraba voluntariamente en la biblioteca. Y trabajaba allí cinco días a la semana, soportando las insinuaciones y las proposiciones de Keller porque el Ayuntamiento era el único lugar que aplicaba esa ley federal que obligaba a pagar el mismo salario a las mujeres que a los hombres.

Holly continuó mirándola mientras cogía el teléfono del escritorio de Keller. Puso el dedo en el disco. La mano le temblaba ligeramente. No tuvo que mirar para marcar el número. Ella misma se encargaba de hacer las llamadas para Keller. Guardó silencio mientras esperaba a que respondiesen.

—Martha. Soy Holly, de la oficina de Keller. Necesito que traslades un prisionero a la celda de tránsito.

Amanda la observó atentamente mientras Holly transmitía la información relacionada con Dwayne Mathison. Tuvo que buscar entre los papeles que había en el escritorio de Keller para encontrar su acta de detención, la cual tenía su número de inscripción. Sus manos se tranquilizaron al realizar esas tareas tan cotidianas para ella. Tenía las uñas cortas y pintadas con esmalte transparente, como las de Amanda, y la piel casi tan blanca como la de Jane Delray, aunque, por supuesto, sin marcas de ningún tipo. Vio sus venas azuladas en el reverso de su mano.

Amanda se miró sus propias manos, posadas sobre su regazo. Tenía las uñas bien cortadas, aunque, la noche anterior, no se había molestado en pintárselas. Tenía arañazos en uno de los lados de la palma, pero no recordaba cómo se los había hecho. Quizá se hubiera arañado mientras limpiaba. Había una pieza de metal que sobresalía del refrigerador que siempre le hacía daño al limpiarlo.

Holly colgó el teléfono.

—Lo van a trasladar. Será cuestión de diez minutos. —Se detuvo—. Ya sabes que puedo volverles a llamar y anularlo. No hay necesidad de que sigas con esto.

Amanda estaba pensando en otras cosas.

—¿Puedo utilizar el teléfono mientras espero?

—Por supuesto. —Holly refunfuñó mientras descolgaba el auricular—. Estaré fuera. Te aviso cuando esté todo preparado.

Amanda buscó la libreta de direcciones en su bolso. Debería estar asustada. Se iba a enfrentar de nuevo a Juice, pero verse los arañazos en la mano le hizo darse cuenta de que tenía que resolver otros temas más urgentes.

Tenía una tarjeta en el reverso de su libreta de direcciones con los teléfonos que utilizaba más a menudo. Butch omitía constantemente detalles en sus notas. Tenía que llamar al depósito al menos una vez por semana. Solía hablar con la mujer que se encargaba de los archivos, pero esa vez preguntó por Pete Hanson.

Respondieron al tercer tono.

—Coolidge.

Amanda pensó en colgar, pero tuvo una suerte de brote de paranoia, como si Deena Coolidge pudiera verla. La cárcel estaba a pocos pasos del depósito. Amanda miró nerviosamente a su alrededor.

—¿Dígame? —dijo Deena.

—Soy Amanda Wagner.

La mujer aguardó unos instantes.

—Dime.

Amanda miró hacia la Secretaría. Todas las mujeres estaban ocupadas con su trabajo, con la espalda erguida y la cabeza un poco inclinada, mecanografiando las páginas de un manual que probablemente la mitad del cuerpo utilizaría como papel del váter, y la otra, como diana.

—Tengo que hacerle una pregunta al doctor Hanson. ¿Está por ahí?

—Está en el juzgado, testificando sobre un caso. —Deena dejó de mostrarse tan recelosa y añadió—: ¿Puedo ayudarte en algo?

Amanda cerró los ojos. Hubiera sido más fácil con Pete.

—Tenía que preguntarle sobre el trozo de piel que encontraron en las uñas de la víctima. —Amanda se miró el arañazo que tenía en la palma de la mano—. Me preguntaba si…

No pudo continuar. Quizá debería esperar a Pete. Probablemente, estaría en su despacho al día siguiente, y Jane Delray estaría igual de muerta.

—Vamos, jovencita —dijo Deena—. No me hagas perder el tiempo. Suéltalo ya.

—Pete encontró algo en las uñas de la chica el sábado.

—Así es. Tejido epitelial. Debió de arañar a su agresor.

—¿Lo han analizado ya?

—Aún no. ¿Por qué?

Amanda movió la cabeza, deseando mimetizarse con la silla. Probablemente, lo mejor sería andarse sin rodeos.

—Si el agresor era un negro, ¿no sería negra la piel que encontraron en su uña?

—Hm. —Deena guardó silencio durante unos instantes—. Bueno, ya sabes, Pete tiene esa luz especial. Si la enfocas sobre una muestra de piel y tiene un tono anaranjado, entonces es de un negro.

—¿De verdad? —Amanda jamás había oído hablar de eso—. ¿Ha hecho la prueba ya? Porque yo creo que…

Al principio pensó que Deena estaba llorando, pero luego se dio cuenta de que se estaba riendo tanto que empezaba a faltarle el aire.

—Muy gracioso —respondió Amanda—. Voy a colgar.

—No, espera —dijo Deena, que continuaba riéndose, aunque trataba de controlarse—. No cuelgues. —Continuó riéndose. Amanda miró el escritorio de Keller. El cenicero estaba repleto de colillas. Su taza de café, manchada de nicotina—. De acuerdo —añadió, y empezó a reírse de nuevo.

—Bueno, voy a colgar.

—No, espera. —Deena tosió varias veces—. Ya estoy bien.

—Yo solo he hecho una pregunta sincera.

—Lo sé, cariño. —Volvió a toser—. Escucha, ¿has visto ese anuncio de la loción Pura y Sencilla en la que aparecen las diferentes capas de la piel?

Amanda no sabía si estaba bromeando de nuevo.

—Hablo en serio, chica. Escúchame.

—De acuerdo. Sí, he visto el anuncio.

—La piel tiene tres capas, básicamente, ¿verdad?

—Sí.

—Normalmente, si arañas a alguien, le arrancas la epidermis, que es blanca, sea cual sea la raza a la que pertenezcas. Para obtener la capa pigmentada, tienes que arañarle hasta la hipodermis, lo que significa que has de clavarle las uñas lo bastante hondo como para que sangre. Entonces no habría un trozo pequeño de piel en la uña, sino uno de un tamaño considerable.

Amanda observó que utilizaba el mismo tono profesional de Pete en sus explicaciones.

—Entonces, ¿no hay forma de saber si la chica del viernes arañó a un agresor negro o blanco?

Deena se quedó en silencio de nuevo, aunque ya no se reía.

—Estás hablando del chulo ese que arrestaron por matar a la chica blanca, ¿no?

Amanda vio a un funcionario acercarse hasta la mesa de Holly. Era un hombre desgarbado, con un bigote grande y el pelo moreno. Ella le hizo un gesto para indicarle que Juice estaba preparado.

—Amanda —dijo Deena—. Estoy hablando en serio. Más vale que pienses lo que haces.

—Creía que estarías dispuesta a ayudar a uno de tu misma especie.

—Ese asesino cabrón no tiene nada que ver conmigo. —Luego bajó la voz y añadió—: Lo único que me interesa es conservar la cabeza encima de los hombros.

—Bueno, gracias por responder a mi pregunta.

—Espera.

Holly le hizo un gesto de urgencia. Probablemente, temía que Keller regresase. Amanda levantó la mano para indicarle que esperase un instante.

—Dime.

—Ten cuidado. Las personas que ahora te protegen serán las mismas que, luego, cuando sepan lo que estás haciendo, se te echarán encima.

Hubo un prolongado silencio. Ambas reflexionaron sobre eso.

—Gracias —dijo Amanda, que no quiso interpretar la manera tan brusca con la que se despidió Deena.

Colgó el teléfono. El corazón le latía con fuerza. Ella tenía razón. Duke se pondría furioso si supiese lo que estaba haciendo. Al igual que Keller, Butch, Landry y, posiblemente, Hodge. Y también toda la gente del departamento si supiera que estaba ayudando a que un hombre negro saliera de la cárcel. Un hombre negro que ya había confesado haber cometido el asesinato.

Holly se acercó a la puerta.

—Date prisa, Mandy. Phillip te va a acompañar y se quedará contigo. —Bajó la voz—. No dirá nada.

Amanda sintió la necesidad de salir huyendo. Su coraje subía y bajaba como el pistón de un motor.

—Estoy preparada.

Se levantó de la mesa. Esbozó una sonrisa cuando Phillip entró en la oficina. Llevaba puesto el uniforme azul marino de los funcionarios de prisión, un llavero colgando de un lado del cinturón y una porra en el otro.

Era más joven que Amanda, pero le habló como si fuese una niña.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo, chica?

A Amanda se le hizo un nudo en la garganta. Deseaba que Evelyn estuviese con ella, apoyándola. Luego se sintió culpable, porque ella se había llevado la peor parte de la cólera, y no solo de Rick Landry, sino de Butch y de quien la hubiese trasladado a la Model City.

Puede que Deena tuviese razón, y la gente fuese más cuidadosa con Amanda porque tenían miedo de Duke. Por eso, pensó, en lugar de tener también miedo de él, debería aprovecharse, al menos mientras pudiese.

—No estoy segura de que nos conozcamos —dijo Amanda dirigiéndose hacia el hombre con la mano extendida—. Soy Amanda Wagner, la hija de Duke.

Phillip miró a Holly, y después a Amanda mientras le estrechaba la mano.

—Sí, conozco a Duke.

—Es amigo de Bubba.

Amanda nunca llamaba a Keller por su nombre, pero el funcionario no tenía por qué saberlo. Cogió el bolso de la silla y empezó a buscar un nuevo bolígrafo y una libreta que había traído de casa. Le dio el bolso a Holly.

—¿Te importa guardármelo?

Holly la observó mientras Amanda salía de la oficina. Ella trató de mantener el paso firme al pasar por la Secretaría. El constante traqueteo de las máquinas de escribir parecía ir acorde con el latido errático de su corazón, pero siguió caminando. Entrar en la prisión era parecido a ir a la piscina. O bien te metes y aguantas la primera impresión del agua, o bien te vas metiendo poco a poco mientras la carne se te pone de gallina y te castañetean los dientes.

Amanda entró de sopetón.

Se apoyó en la barandilla al bajar las escaleras. No esperó a que Phillip le abriera la puerta. La empujó con la palma de la mano. Las celdas. Holly estaba en lo cierto cuando dijo que la sección de hombres era mucho peor que la de las mujeres. Había enormes grietas en las paredes. Las palomas arrullaban en las vigas; sus heces cubrían todo el suelo. Pasó por encima de un borracho que estaba apoyado en la pared. Ignoró los silbidos y las miradas. Se mantuvo erguida, con la mirada al frente, hasta que Phillip habló.

—Está a la izquierda.

Amanda se detuvo delante de la puerta. Alguien había utilizado una navaja para grabar

interrogación en la gruesa capa de pintura. Había una ventana cuadrada a la altura de los ojos, aunque apenas se podía ver nada de lo sucia que estaba.

Phillip cogió el manojo de llaves y buscó la correcta. Se tambaleó un poco, obviamente porque había bebido. Al final, encontró la llave, la metió en la cerradura y empujó la puerta. Amanda se giró, impidiéndole el paso al interior.

—Entraré sola —dijo.

Él se rio, pero luego vio que hablaba en serio.

—¿Estás loca?

—Te llamaré si te necesito.

—Entonces no tendré bastante tiempo. —Señaló la puerta—. El cerrojo se echa cuando cierras la puerta. Puedo dejarla entornada, así…

—Gracias.

Utilizó una estrategia de Rick Landry: aproximarse a él y obligarle a retroceder sin tocarle. Lo último que vio de Phillip fue su expresión consternada cuando ella cerró la puerta.

El ruido del pestillo retumbó en la habitación. Vio fugazmente el sombrero azul del funcionario, solo el borde, pero nada más.

Luego se dio la vuelta.

Dwayne Mathison estaba sentado a la mesa. Tenía un vendaje ensangrentado alrededor de la cabeza; uno de los ojos, morado; y la nariz, rota. Había echado la silla hacia atrás, por eso casi tocaba la pared. Amanda vio que llevaba la misma ropa que la semana anterior, aunque ahora la tenía manchada de sangre y mugre. Tenía las piernas separadas. Uno de sus brazos colgaba por detrás del respaldo de la silla y sus dedos casi le llegaban al suelo. Vio el tatuaje de Jesucristo que llevaba en el pecho, el lunar de su mejilla, el odio en sus ojos.

—¿Qué coño haces aquí, zorra?

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