Criminal

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Capítulo dieciocho

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La señorita Lula asintió. Amanda observó cómo Evelyn servía cuatro tazas de té. Se sentía de lo más extraña. Jamás había estado en casa de una persona negra como invitada. Normalmente, procuraba entrar y salir lo antes posible. Se sentía como si estuviera en uno de esos

sketches de Carol Burnett más dedicados a las crónicas sociales que al humor.

—La señorita Lula fue profesora en la escuela para negros de Benson —comentó Deena.

—Mi madre también fue profesora de una escuela primaria —añadió Amanda.

—Yo también —respondió la señorita Lula. Cogió la taza y el platillo que le ofreció Evelyn. Tenía las manos viejas, los nudillos inflamados, con un ligero color ceniza. Juntó los labios y sopló para enfriar el té.

Evelyn sirvió a Deena y luego a Amanda.

—Gracias —dijo Amanda, notando el calor a través de la porcelana. No obstante, se bebió el té hirviendo, esperando que la cafeína la ayudase a eliminar los efectos del vino.

Miró las fotos de Kennedy y Martin Luther King mientras observaba de nuevo el ordenado apartamento que la señorita Lula consideraba su hogar.

Cuando Amanda trabajaba como agente patrulla, muchos hombres se entretenían aterrorizando a esos ancianos. Se colocaban detrás de ellos en sus coches patrulla y hacían petardear el coche. A los ancianos se les caían las bolsas de la compra, levantaban los brazos sobresaltados y muchos de ellos incluso se tiraban al suelo, ya que las detonaciones del tubo de escape sonaban como el tiro de una escopeta.

Deena esperó hasta que todas tomaron un poco de té.

—Señorita Lula, ¿puede contarles a estas mujeres lo que me ha dicho?

La mujer bajó la mirada de nuevo. Obviamente, estaba asustada.

—Oí un alboroto en la parte de atrás.

Amanda se dio cuenta de que el apartamento daba a la parte trasera del complejo. Era la misma zona donde habían encontrado a Jane Delray tres días antes.

—Miré por la ventana y vi a una chica tendida. Estaba muerta. —Movió la cabeza—. Fue algo horrible. No importa los pecados que haya cometido, nadie merece morir así.

—¿Había alguien más en la parte de atrás? —preguntó Evelyn.

—No que yo sepa.

—¿Cómo era el ruido que oyó, el que le hizo mirar por la ventana?

—¿Quizá fue la puerta trasera al abrirse de golpe?

No parecía segura, pero asintió como si fuese la única explicación posible.

—¿Ha visto a algún extraño merodeando por los alrededores? —preguntó Amanda.

—Como de costumbre. La mayoría de esas chicas reciben visitas nocturnas y entran por la puerta de atrás.

Era lógico. Probablemente, los hombres que las visitaban no querían que nadie los viese.

—¿Reconoció a la chica? —preguntó Amanda.

—Vive en la planta de arriba. No sé su nombre. Pero, desde el principio, dije que no deberían haberles permitido vivir aquí.

—Porque son prostitutas, no porque sean blancas —añadió Deena.

—Ejercían su oficio en el apartamento —dijo la señorita Lula—, y eso va contra la ley de Vivienda.

Evelyn dejó la taza de té sobre la mesa.

—¿Vio a alguno de sus clientes?

—Alguna que otra vez. Como ya le he dicho, la mayoría de ellos utilizaban la puerta de atrás. Especialmente, los blancos.

—¿Veían a hombres blancos y negros?

—Con frecuencia a uno después del otro.

Todas guardaron silencio mientras reflexionaban sobre lo que acababa de decir.

—¿Cuántas mujeres vivían en ese apartamento? —preguntó Evelyn.

—Al principio, la más joven. Dijo que se llamaba Kitty. Parecía una chica agradable. Les daba caramelos a los niños, algo que le permitimos hasta que supimos a qué se dedicaba.

—¿Y después? —preguntó Amanda.

—Después se trasladó otra mujer. Eso fue hace un año y medio, aproximadamente. La segunda chica también era blanca, y se parecía mucho a Kitty. Nunca supe su nombre. Sus visitantes no eran tan discretos.

—¿Era Kitty la mujer que vio por la ventana esta noche?

—No, era una tercera. No he visto a Kitty desde hace tiempo. Ni tampoco a la segunda. Estas chicas van y vienen. —Se detuvo y luego añadió—: Que el Señor las ayude. Han escogido un camino muy difícil.

Amanda recordó los carnés que tenía en el bolso. Los sacó.

—¿Reconoce a algunas de estas chicas?

La anciana cogió los carnés. Tenía sus gafas bien plegadas a un lado de la mesa, apoyadas sobre una Biblia muy usada. Todas la observaron mientras se las colocaba. La señorita Lula examinó detenidamente los carnés, prestándole a cada chica la misma atención.

—Esta es Kitty —dijo dándole el carné de Kathryn Treadwell—, aunque imagino que ustedes la conocerán por su nombre.

—Nos han dicho que le alquilaba el apartamento a otras chicas —dijo Amanda.

—Sí, es posible.

—¿Habló alguna vez con ella?

—En una ocasión. Parecía tener un concepto muy alto de sí misma. Al parecer, su padre tenía mucha influencia política.

—¿Eso le dijo ella? —preguntó Evelyn—. ¿Le dijo Kitty quién era su padre?

—No con esas palabras, pero me dejó muy claro que no pertenecía a este lugar. ¿Acaso alguno de nosotros pertenece a este lugar?

Amanda no pudo responder a esa pregunta.

—¿Conoce a alguna de las otras chicas?

La mujer examinó los carnés de nuevo. Cogió el de Jane Delray.

—Los hombres que visitaban a esta eran muy diferentes. Ella no era tan selectiva como… —Levantó la foto de Mary Halston—. Esta tenía muchos clientes asiduos; no los llamaría caballeros. Es la chica que hay atrás. —Leyó el nombre—. Donna Mary Halston. Bonito nombre, teniendo en cuenta lo que hacía.

Amanda notó que Evelyn se quedaba sin habla. Ambas pensaban hacerle la misma pregunta.

—¿Ha dicho usted que Mary tenía clientes asiduos?

—Así es.

—¿Vio alguna vez a un hombre blanco de casi uno noventa, con el pelo rubio, patillas largas y un traje hecho a medida, probablemente de color azul?

La señorita Lula miró a Deena. Cuando le devolvió los carnés a Amanda, su rostro carecía de expresión.

—Tendré que pensar sobre eso. Mañana se lo digo.

Amanda frunció el ceño. O el efecto del vino se le estaba pasando, o el té funcionaba. El apartamento de la señorita Lula estaba al final del pasillo. Había al menos diez pasos desde las escaleras, y más desde la puerta de atrás. A menos que la anciana se pasase el día sentada detrás del edificio, no había forma de que se diera cuenta de las entradas y salidas de las chicas o de sus visitantes.

Amanda abrió la boca para hablar, pero Deena la interrumpió.

—Señorita Lula —dijo—, le agradecemos el tiempo que nos ha dedicado. Tiene mi número. Llámeme para hablarme de ese asunto. —Dejó el platillo sobre la bandeja. Al ver que ni Evelyn ni Amanda se movían, cogió sus tazas y las colocó al lado de la suya—. Es hora de que nos vayamos —dijo tajante. Solo le faltó dar una palmada para hacer que se movieran.

Amanda se adelantó la primera, con el bolso pegado al pecho. Pensó en darse la vuelta para despedirse, pero Deena la empujó hacia la puerta.

El vestíbulo estaba vacío, pero, aun así, Amanda habló en voz baja.

—¿Cómo es posible que…?

—Espera hasta mañana —dijo Deena—. Averiguará si tu hombre misterioso estuvo aquí o no.

—Pero ¿cómo puede…?

—Es la reina de las abejas —dijo Deena mientras las conducía por el vestíbulo. No se detuvo hasta llegar a la puerta de salida. Estaban en el mismo lugar donde Rick Landry había amenazado a Evelyn—. Lo que os ha dicho la señorita Lula no es lo que vio, sino lo que oyó.

—Pero ella no…

—Regla número uno del gueto: busca a la mujer más vieja y que lleve más tiempo. Ella es la dueña del lugar.

—Vale —dijo Evelyn—. Me gustaría saber por qué tenía una escopeta debajo del sofá.

—¿Cómo dices? —preguntó Amanda.

—Y además estaba cargada —señaló Deena abriendo la puerta.

La escena del crimen estaba acordonada con cinta amarilla. No había luces en la parte de atrás, o al menos que funcionasen. Las bombillas de las farolas estaban rotas, probablemente a pedradas. Había seis agentes patrulla ocupándose del problema. Estaban de pie, rodeando el cuerpo, con sus linternas sobre el hombro para iluminar la zona.

Los terrenos que había detrás del edificio eran tan yermos como los de la parte delantera. La arcilla roja de Georgia estaba compactada por el constante pisar de los pies descalzos. No había ninguna flor, ni hierba, tan solo un árbol con sus caídas ramas colgando. Justo debajo se encontraba el cuerpo. Pete Hanson impedía su visión con su amplia constitución. A su lado había un joven de la misma altura y complexión. Al igual que él, llevaba una bata blanca de laboratorio. Le dio un golpe a Pete en el hombro y le hizo un gesto para indicarle la presencia de las mujeres.

Pete se levantó y esbozó una sonrisa.

—Detectives. Me alegro de que estén aquí, aunque lo digo con reservas, dadas las circunstancias. —Señaló al joven y añadió—: Este es mi alumno, el doctor Ned Taylor.

Taylor las saludó de forma adusta. A pesar de la escasa luz, Amanda percibió el tono verdoso de su piel. Parecía como si estuviese enfermo. Evelyn tenía un aspecto parecido.

—Pete, ¿por qué no le describes a Amanda lo que ha pasado? —dijo Deena.

Amanda supuso que debía sentirse orgullosa de su falta de escrúpulos, pero empezaba a pensar que debía guardarlo como uno más de sus secretos.

—Yo iré a ver el apartamento —dijo Evelyn—. Puede que a Butch y a Landry se les haya pasado algo por alto.

—De eso no me cabe la menor duda —replicó Deena refunfuñando.

—Por aquí, cariño —dijo Pete poniendo su mano debajo del codo de Amanda para dirigirla hacia el cadáver.

Los seis oficiales que sostenían las linternas parecían sorprendidos de que Amanda estuviese allí, aunque ninguno de ellos preguntó nada, quizá por deferencia a Pete.

—¿Te importaría? —dijo Pete, que se apoyó sobre una rodilla y ayudó a que Amanda hiciera lo mismo.

Ella se bajó la falda para no mancharse las rodillas. Probablemente, le saldrían ampollas en los talones; no iba vestida de forma adecuada para eso.

—Dime qué ves —dijo Pete.

La víctima estaba bocabajo. El pelo rubio le caía por los hombros y la espalda. Llevaba una minifalda negra y una camiseta roja. Su mano descansaba sobre el suelo, a escasos centímetros de su cara. Sus uñas estaban pintadas de rojo brillante.

—Igual que la otra víctima. Le han hecho la manicura.

—Así es. —Pete echó el pelo rubio de la chica hacia atrás—. Cardenales en el cuello, aunque no puedo decir que le hayan fracturado el hioides.

—¿No la estrangularon?

—Creo que hay algo más. —Levantó la camiseta roja. La chica tenía una línea de marcas en el costado, parecidas a un descosido—. Tiene esas laceraciones por todo el cuerpo.

Amanda vio el patrón duplicado en la pierna de la chica. Lo había confundido con una carrera en las medias. Igualmente, la parte externa de sus brazos mostraba las mismas marcas. Era como un patrón de McCall, en el cual alguien había intentado desgarrar la costura uniendo la parte delantera a la trasera del cuerpo.

—¿Qué o quién pudo hacer algo así? —preguntó Amanda.

—Dos buenas preguntas. Por desgracia, no sé cómo responderte a ninguna de ellas.

Más que preguntarle, parecía hablar en voz alta.

—Le dijiste a Deena que nos llamase y nos hiciera venir.

—Sí. La manicura de sus uñas es muy similar. El lugar también. Pensé que había algo más, pero después de un examen más minucioso… —Empezó a levantarle la minifalda, pero luego cambió de idea—. Tengo que advertírtelo, incluso yo me he sorprendido. No he visto nunca una cosa así.

Amanda movió la cabeza.

—¿A qué te refieres?

Levantó la falda. Había una aguja de hacer punto entre las piernas de la chica.

Amanda no necesitó los consejos de nadie en esa ocasión. De forma automática, empezó a respirar profundamente, llenándose los pulmones y soltando el aire poco a poco.

Pete movió la cabeza.

—No hay motivo en el mundo para hacerle a una chica una cosa como esta.

—No hay sangre —observó Amanda.

Pete se apoyó en los talones.

—No.

—Imagino que lo normal es encontrar sangre, ¿no? ¿De la aguja?

—Sí.

Pete le abrió las piernas. Uno de los agentes retrocedió ligeramente y casi tropieza con la rama rota de un árbol. Se oyeron un par de risas nerviosas, pero el hombre logró mantener el equilibrio. Enfocó la linterna a las piernas de la víctima.

Tenía los muslos blancos y pálidos. Sin sangre.

—¿Se han encontrado huellas en la aguja? —preguntó Amanda.

A pesar de las circunstancias, Pete le sonrió.

—No. Estaba completamente limpia.

—Ella no se lo hizo.

—No lo creo. La han lavado y alguien la trajo hasta aquí.

—Al mismo lugar donde encontramos a la otra víctima.

—No exactamente, pero muy cerca. —Señaló un lugar a unos cuantos metros—. A Lucy Bennett la encontramos allí.

Amanda miró el edificio. El apartamento de la señorita Lula estaba en el extremo más lejano. Desde su ventana no podía ver el árbol ni el lugar donde habían encontrado a Jane Delray. Deena tenía razón. Había otra persona o personas que lo habían visto, pero tenían miedo de hablar.

—Ned —dijo Pete—. Cógela por los pies. Yo la sujetaré por los hombros.

El joven doctor obedeció. Con cuidado, le dieron la vuelta al cuerpo.

Amanda miró el rostro de la chica. Estaba destrozada por completo. Habían hecho jirones con sus párpados. La boca estaba rota en pedazos. Aun así, se la podía reconocer. Amanda abrió su bolso y encontró su carné. Después se lo dio a Pete.

—Donna Mary Halston —leyó—. ¿Vive aquí? —Miró la parte superior del edificio—. Deduzco que en la planta de arriba. Igual que Lucy Bennett.

Amanda buscó entre los carnés hasta encontrar el de Lucy Bennett. Se lo dio a Pete y esperó.

—Hmm —dijo observando la foto. Era consciente de que estaba rodeado de seis agentes cuando le dijo a Amanda—: No conozco a esta chica.

Amanda le pasó el carné de Jane Delray.

Una vez más, examinó la foto. Soltó un profundo suspiro que sonó como un gruñido.

—A esta sí la reconozco.

Le devolvió los dos carnés a Amanda y preguntó:

—¿Y ahora qué?

Ella movió la cabeza. Se sintió bien al ver que Pete corroboraba sus identidades, pero eso no cambiaría las cosas.

La puerta trasera se abrió. Evelyn negó con la cabeza.

—No hay nada en su apartamento. Aún está hecho un desastre, pero no creo que nadie…

Se detuvo. Amanda se percató de que había visto la aguja de hacer punto. Evelyn se llevó la mano a la boca. En lugar de alejarse, miró hacia el árbol y luego volvió a mirar a la chica.

—¿Qué te pasa? —preguntó Amanda.

Algo no encajaba. Se levantó y se acercó a Evelyn. Era lo mismo que con aquel rompecabezas de su casa. A veces, lo único que se necesitaba era un cambio de perspectiva.

La rama del árbol estaba rota. La chica yacía en el suelo. La habían hecho abortar.

—Dios santo —dijo Amanda—. Ofelia.

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