Criminal

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Capítulo veintidós

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La furgoneta volvió a girar. Evelyn redujo la velocidad y tomó la curva, asegurándose de que no las viese. Vieron brillar un poco las luces traseras de la furgoneta. Ulster sabía adónde iba. Se movía lenta y estudiadamente.

Amanda lo intentó de nuevo con la radio.

—Central, la unidad dieciséis dirigiéndose al norte por Cherry.

El hombre de la unidad veintitrés respondió:

—¿Qué dices, dieciséis? ¿Que quieres que te desvirgue?

Se oyeron más clics; la radio tenía interferencias.

La operadora cortó el parloteo.

—Diez-treinta-cuatro, todas las unidades. Dieciséis, repita su diez-veinte.

—Es Rachel Foster —dijo Evelyn. Las mujeres de la central eran las únicas que podían poner fin a las estupideces. Evelyn cogió la radio—. Dieciséis dirigiéndose al norte por Cherry. Posible treinta-cuatro en una furgoneta Dodge color verde. Matrícula de Georgia… —Miró a la furgoneta y añadió—: Charlie, Victor, William, ocho, ocho, ocho.

—¿Verificado diez-veinte, unidad dieciséis? —dijo Rachel.

Amanda cogió la radio para que Evelyn pudiese conducir con ambas manos.

—Verificado Cherry Street, operadora. Dirigiéndonos al norte.

—¿Me estáis tomando el pelo? —dijo Rachel con tono seco. Conocía las calles mejor que la mayoría de los policías que estaban de patrulla—. ¿Dieciséis?

En el interior del coche se hizo el silencio. Ambas miraron la furgoneta verde que se adentraba en el gueto. ¿Acaso Ulster pretendía tenderles una trampa?

—¿Dieciséis? —repitió Rachel.

—Verificada dirección norte por Cherry.

Durante unos segundos, solo se oyó el ruido de la estática.

—Dadme cinco minutos —dijo Rachel—. Mantened vuestra localización. Repito, mantened vuestra localización.

Amanda puso la radio sobre su regazo. Evelyn continuó conduciendo.

—¿Por qué dijiste que la furgoneta posiblemente era robada? —preguntó.

—Porque lo que menos necesitamos es que el vaquero ese que está en la unidad veintitrés venga aquí con las luces y las sirenas encendidas.

—Quizá fuese lo más conveniente.

Amanda jamás había estado en esa parte de la ciudad, y dudaba que ninguna mujer blanca lo hubiese hecho. No había placas con el nombre de las calles, ni luces en el interior de las casas que alumbrasen ambos lados de la calle. Hasta la luna parecía brillar con menos intensidad en esa zona.

La furgoneta volvió a girar a la izquierda. El aire era de lo más denso. Amanda tuvo que respirar por la boca. En la calle había una hilera de coches hechos una chatarra. Si Evelyn seguía a Ulster, no habría forma de evitar que viera la camioneta. Al final, no lo necesitaron. Las luces de freno centellearon cuando se detuvo delante de una casa de madera. Al igual que en las demás, no se veía ninguna luz dentro. La electricidad era un lujo en esa parte de la ciudad.

—¿Están abandonadas? —preguntó Evelyn refiriéndose a las casas.

Algunas parecían entablilladas, y otras en tan mal estado que el techo se había caído.

—No lo sé.

Permanecieron sentadas en el coche. Ninguna de las dos sabía qué hacer. No podían echar la puerta abajo y entrar con las armas en la mano.

—Rachel debería habernos llamado por radio —dijo Amanda.

Evelyn continuaba con las manos en el volante. Ambas miraban la casa de Ulster. Una luz se encendió en una de las habitaciones de atrás, dibujando una línea blanca en la parte delantera de la furgoneta verde que estaba en la entrada.

—¿Pensarías que soy una cobarde si te digo que deberíamos llamar a la unidad veintitrés? —susurró Evelyn.

Amanda se había estado preguntando cómo hacerle esa misma pregunta.

—Él tipo le podría decir a Ulster que la furgoneta era robada.

—Y pedirle si podía mirar en el interior de la casa.

Y recibir un tiro en la cara. O en el pecho. O un puñetazo. O una puñalada. O recibir una paliza.

—Hazlo —dijo Evelyn.

Amanda presionó el botón de la radio.

—¿Veintitrés? —Solo se oía la estática. Incluso los clics habían desaparecido—. ¿Operadora?

—Joder —maldijo Evelyn—. Probablemente estemos en una bolsa. —Había puntos sin cobertura por toda la ciudad. Evelyn metió la marcha atrás—. Funcionaba en la última manzana. Vamos a…

Un gritó rompió el silencio. Fue un grito salvaje, terrorífico. El cuerpo de Amanda se estremeció y empezó a recorrerla un sudor frío. Todos los músculos se tensaron. El sonido despertó el primitivo instinto de salir huyendo.

—Dios santo —exclamó Evelyn—. ¿Ha sido un animal?

Amanda aún podía oír el grito retumbándole en los oídos. Jamás había oído algo tan aterrador en su vida.

De pronto, la radio empezó a funcionar.

—¿Dieciséis? Aquí la unidad veintitrés. ¿Reconsideran mi oferta?

—Gracias a Dios —susurró Evelyn. Presionó el botón, pero no tuvo tiempo de hablar.

El segundo grito atravesó el corazón de Amanda como un cuchillo. No era un animal. Era el grito desesperado de una mujer pidiendo ayuda.

—¿Qué demonios ha sido eso? —dijo una voz por la radio.

El bolso de Amanda estaba en el suelo. Lo agarró y sacó el revólver. Luego cogió la manecilla de la puerta.

El pie de Evelyn soltó el freno.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Para el coche. —Se estaba moviendo hacia atrás—. Páralo.

—Amanda, no puedes…

La mujer gritó de nuevo.

Amanda abrió la puerta. Se cayó al salir del coche y se golpeó la rodilla contra el asfalto. La media se le rasgó. Pero no había tiempo que perder.

—Llama a la unidad veintitrés. Llama a quien te dé la gana.

Evelyn le gritó que esperase, pero ella se quitó los zapatos y echó a correr.

La mujer volvió a gritar. Estaba en la casa. En la casa de Ulster.

Amanda aferró el revólver con fuerza mientras bajaba a toda prisa por la calle. Agitaba los brazos. Su visión se estrechaba. Se agazapó al girar en la entrada de la casa. La media se le había bajado hasta el talón. Se detuvo. La puerta principal estaba cerrada. La única luz procedía de la parte trasera.

Trató de recuperar el aliento, abriendo la boca y respirando profundamente. Pasó al lado de la furgoneta. Se puso en cuclillas para que nadie pudiera verla. La casa bloqueaba la luz de la luna y lo cubría todo de sombras. Apuntó con el revólver hacia delante, con el dedo en el gatillo, no en el lado, como le habían enseñado: pensaba dispararle a cualquiera que se interpusiera en su camino.

Se volvió a oír otro grito. No era tan fuerte, pero sí más desesperado, más aterrador.

Amanda se irguió al aproximarse a la ventana. La luz atravesaba unas cortinas negras y gruesas. Podía oír los gemidos de la mujer cada vez que respiraba. Parecía maullar. Con suma cautela miró entre las cortinas. Vio un lavabo viejo, un fregadero y una cama. La mujer estaba allí, sentada. Su pelo rubio con vetas rojas. Estaba escuálida, salvo por su henchido vientre. La piel de los brazos y los hombros estaba cubierta de sangre. Tenía los labios y los párpados desgarrados de haberlos intentado abrir. La sangre le goteaba por cada centímetro de su cuerpo: la cara, el cuello, el pecho.

La chica gritó de nuevo, pero no antes de que Amanda oyese algo a su espalda.

Un zapato arrastrándose por el cemento.

Amanda empezó a girarse, pero una enorme mano la aferró por detrás.

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