Criminal

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Capítulo veintiséis

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Faith avanzó el vídeo de nuevo y redujo la velocidad cuando las puertas del ascensor se abrieron. La mujer entró como antes, con la cabeza agachada y el sombrero ocultándole el rostro. No necesitaba la tarjeta llave para llegar al vestíbulo. Presionó el botón. Una vez más se puso de frente, pero, en esta ocasión, levantó las manos para ajustarse el sombrero.

—Antes no llevaba las uñas pintadas —señaló Will.

—Exacto —dijo Faith—. Lo comprobé cuatro veces antes de subir.

Will miró las manos de la mujer. Las uñas estaban pintadas de rojo, sin duda con Max Factor Ultra Lucent.

—No hay pintura de uñas al lado de su cama. Solo instrumentos de manicura —dijo.

—Puede que la trajera ella misma —sugirió Faith.

—No es muy probable —interrumpió Amanda—. A él le gusta controlar las cosas.

Sara se ofreció.

—Miraré en la otra habitación.

Amanda se dirigió a Faith.

—Seguridad dice que la chica ha estado aquí antes. Quiero que revises cada segundo de vídeo que tengan. Su cara tiene que aparecer en alguna cámara.

Faith salió de la habitación.

Amanda sacó un guante de látex del bolso. No se lo puso, pero lo utilizó como barrera entre sus dedos mientras abría los cajones del escritorio. Lápices, papeles, pero ninguna pintura de uñas Max Factor con su distintivo capuchón blanco.

—Para hacer eso no hacen falta dos personas —dijo Amanda.

Will se fue a la cocina. Había dos tarjetas llave en la encimera. Una era completamente negra, la otra tenía la imagen de una cinta de correr, es probable que fuera para el gimnasio. Había un montón de billetes arrugados. Will no tocó el dinero, pero calculó que había unos quinientos dólares, todo en billetes de veinte.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Amanda.

Will fue detrás del minibar. Varillas para cóctel, servilletas, una coctelera. Una Biblia con un sobre entre las páginas. El libro era antiguo. La portada de piel estaba tan gastada por las esquinas que se veía el cartón que había debajo.

—Necesito tu guante —le dijo a Amanda.

—¿Cómo dices?

No se lo dio. En su lugar, se limpió la palma en la falda y se lo puso ella. Abrió la Biblia.

El sobre se quedó pegado a la página. Estaba claro que llevaba allí desde hace un tiempo. El papel era viejo. La tinta había borrado el logotipo redondo que había en la esquina. Con el tiempo, la dirección mecanografiada se había descolorido.

Amanda empezó a cerrar la Biblia, pero Will la detuvo.

Se inclinó, tratando de descifrar la dirección. Will había visto el nombre de su padre las suficientes veces como para reconocer las palabras: «Prisión de Atlanta». Él había utilizado una o ambas en todos los informes que había escrito. El matasellos estaba descolorido, pero la fecha se veía con claridad: 15 de agosto de 1975.

—La enviaron un mes antes de que yo naciera —dijo.

—Eso parece.

—Es de un bufete de abogados.

Vio la balanza de la justicia.

—Herman Centrello —añadió Amanda.

El abogado de su padre. Aquel hombre era un asesino a sueldo. También era la razón de que ellos estuviesen allí, ya que fue la amenaza de la actuación judicial de Centrello la que convenció al fiscal de Atlanta para ofrecerle un trato de condena perpetua con posibilidad de condicional.

—Ábrela —dijo Will.

En quince años, Will solo había visto a Amanda perder la compostura en una ocasión. E incluso en esos episodios era más una fisura que otra cosa. Durante un segundo, mostró algo parecido al miedo, pero esa emoción desapareció tan rápido como vino.

El sobre estaba pegado al lomo. Tuvo que darle la vuelta como si fuese una hoja. El pegamento de la tapa se había secado hacía mucho tiempo. Se ayudó del pulgar y del dedo índice para abrir el sobre. Will miró el interior.

No había carta alguna dentro, ni ninguna nota, solo la tinta descolorida que habían dejado algunas palabras.

—Al parecer solo sirve de marcapáginas —dijo Amanda.

—Entonces, ¿por qué lo conservó todos estos años?

—No ha habido suerte —dijo Sara—. No he encontrado pintura de uñas ni en el dormitorio ni en el cuarto de baño. Pero sí su kit de diabético. Las jeringas están en una caja de plástico. Tenemos que esperar a que el laboratorio las abra, pero, por lo que veo, aquí no hay nada extraño.

—Gracias, doctora Linton. —Amanda cerró la Biblia y sacó de nuevo su BlackBerry—. ¿Will?

Él no supo qué hacer, salvo continuar buscando en el bar. Utilizó la punta del zapato para abrir los armarios. Más vasos, dos cubiteras. El minibar estaba abierto. Will utilizó la punta del zapato de nuevo. La nevera estaba llena de frascos de insulina, pero nada más. Dejó que la puerta se cerrase.

Había al menos dos docenas de botellas de licor en las estanterías de detrás del bar. El espejo reflejó la imagen de Will. No quiso mirarse, porque, bajo ningún concepto, quería compararse con su padre. En su lugar, examinó las etiquetas de colores, la forma de las botellas, los líquidos ámbar y dorados.

Fue entonces cuando se percató de que uno de los botes estaba ligeramente movido. Había algo debajo que hacía que se inclinase hacia un lado.

—Coge esta botella —le dijo a Amanda.

Por una vez, ella no preguntó por qué y cogió la botella de la estantería.

—Hay una llave.

—¿Es del minibar? —preguntó Sara.

Will miró la cerradura de la nevera.

—No. Es demasiado grande.

Con cuidado, Amanda cogió la llave por el borde. La cabeza era escalonada en lugar de redondeada o angulada. Había un número grabado en el metal.

—Es de una cerradura de la fábrica Schlage —dijo Will.

Amanda parecía confusa.

—No tengo ni idea de qué es eso.

—Es de una puerta de seguridad.

Will se dirigió al vestíbulo. Los policías se habían marchado, pero McGuire aún seguía allí, con una bolsa de hielo en la nariz.

—Siento lo de antes —dijo.

McGuire hizo un gesto seco, como diciendo que no aceptaba sus disculpas.

—¿Qué habitación del hotel se abre con una llave de metal? —preguntó Will.

El jefe de seguridad se tomó su tiempo para quitarse la bolsa de hielo y sorber la sangre.

—Las tarjetas llave…

Amanda le interrumpió mostrándole la llave.

—Es de una cerradura Schlage. De seguridad. ¿Qué puerta del hotel se abre con esta llave?

McGuire no era estúpido. Se repuso de inmediato.

—Las únicas cerraduras así están en el subsótano.

—¿Qué hay allí? —preguntó Amanda.

—Los generadores, la mecánica, los huecos del ascensor.

Amanda fue hacia el ascensor.

—Llame a su equipo de seguridad —le dijo a McGuire—. Y dígales que se reúnan con nosotros allí.

El tipo aceleró el paso para ponerse a su altura.

—Los ascensores principales se paran en el vestíbulo. Tiene que ir a la segunda planta en el ascensor de servicio, y luego utilizar las escaleras de emergencia que hay detrás del spa.

Amanda presionó el botón.

—¿Qué más hay en esa planta?

—Salas de tratamiento, una sala de manicura, la piscina. —Las puertas se abrieron. McGuire dejó que Amanda saliera primero—. Las escaleras al subsótano están detrás del spa.

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