Crash!

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Las moscas se apretujaban sobre el parabrisas sucio de aceite, zumbando contra el vidrio. Las cadenas de estos cuerpos eran como un velo azul que me separaba del tránsito de la carretera. Puse en marcha los limpiaparabrisas, pero las palas de goma se movieron sobre las moscas sin perturbarlas. Vaughan yacía en el asiento con los pantalones a la altura de las rodillas. Las moscas se le juntaban en montones en el pecho manchado de sangre y en el vientre lívido, como un delantal de vello que se extendía desde los testículos fláccidos hasta las cicatrices del diafragma. Cubrieron el rostro de Vaughan, revoloteando alrededor de la boca y las fosas nasales como si esperaran la aparición de los licores rancios destilados por un cadáver. Los ojos de Vaughan, abiertos y vivaces, me observaban con calma. Traté de alejarle las moscas de la cara, pensando que podían irritarlo, y vi entonces que los insectos me cubrían las manos y los brazos, y estaban en todo el coche.

La horda retinal bullía sobre el volante y el tablero. Ignorando la mano alzada de Vaughan, abrí la portezuela. Vaughan trató de detenerme. Tenía la cara exhausta contraída en un gesto admonitorio, un rictus de alarma y preocupación, como asustado de lo que yo pudiera encontrar fuera del coche. Salí al camino, ahuyentando mecánicamente de mis manos y mis brazos estas motas de irritación óptica. Me encontraba ahora en un mundo abandonado. Los guijarros de la carretera se clavaban en las suelas de mis zapatos, tirados allí como después del paso de un huracán. Los muros de hormigón del camino elevado parecían resecos y grises como la entrada a una catacumba. Los coches que circulaban desordenadamente por la carretera habían descargado la luz, y ahora se alejaban traqueteando como los cobres abollados de una orquesta fugitiva.

Pero cuando me volví, la luz del sol se alzaba en los pilares como un cubo de luz intensa, casi como si los muros fueran ahora incandescentes. Pensé que la rampa blanquecina era parte del cuerpo de Vaughan, y yo una de las moscas que lo hostigaban. Tuve miedo de quemarme en esta rutilante superficie, y me llevé las manos al cráneo, sosteniéndome el blando tejido cerebral.

Bruscamente, la luz se apagó. El coche de Vaughan se hundió en la oscuridad debajo del puente. El mundo era otra vez opaco. Las reservas de aire y luz se habían agotado. Eché a andar por el camino, alejándome del coche, y advertí que Vaughan extendía hacia mí un brazo débil. Caminé a lo largo del parapeto, hasta la entrada poblada de maleza del cementerio de automóviles. Arriba, los coches de la carretera se movían como ruinas motorizadas, de colores gastados y descascarados. Los conductores se sentaban rígidos al volante, y subían a los autobuses de las aerolíneas, repletos de maniquíes vestidos con ropas disparatadas.

En una acera, debajo del paso elevado, había un coche al que habían quitado el motor y las ruedas. Abrí la portezuela de goznes herrumbrados. Unos confeti de vidrio cubrían el asiento delantero. Me senté allí durante una hora, esperando a que el ácido completara el circuito de mi sistema nervioso. Reclinado sobre el tablero manchado de barro de esta ruina hueca, apreté las rodillas contra el torso, flexionando los músculos de las pantorrillas y los brazos, tratando de expulsar de mi cuerpo las últimas gotas microscópicas de esa sustancia irritante y demente.

Los insectos habían desaparecido. Los cambios de luz se hicieron menos frecuentes y el aire sobre la carretera se estabilizó. Los últimos rocíos de oro y plata se hundieron entre los coches abandonados en el cementerio. Los distantes pilares de la carretera parecían otra vez formas borrosas. Inquieto y agotado, empujé la portezuela y salí del coche. Los nodos de vidrio brillaban en el suelo como monedas falsas.

Un motor arrancó con un rugido. Puse el pie en la carretera, y advertí brevemente que un pesado vehículo negro corría hacia mí saliendo de la sombra del camino elevado donde Vaughan y yo habíamos estado juntos. Los neumáticos de borde blanco se abrieron paso entre las botellas rotas y los paquetes de cigarrillos de la alcantarilla, treparon a la acera y se precipitaron hacia mí. Dándome cuenta al fin de que Vaughan no se detendría, me aplasté contra la pared de cemento. El Lincoln cambió de rumbo buscándome; el guardabarros derecho golpeó la parte trasera del coche donde yo estuviera sentado, y pasó de largo, arrancando la portezuela abierta. Una columna de polvo turbulento y de periódicos desgarrados se levantó en el aire mientras el Lincoln patinaba de costado en el camino de acceso. Las manos ensangrentadas de Vaughan movían frenéticamente el volante. El Lincoln salió otra vez del camino en el extremo opuesto, y derribó diez metros de la empalizada. Las ruedas traseras mordieron de nuevo la superficie del camino y el coche subió tambaleándose hacia la carretera.

Caminé hacia el coche abandonado y me apoyé en el techo. La portezuela había golpeado el guardabarros de adelante, y los metales deformados se habían soldado con el choque. Pensando en el tejido cicatrizal de Vaughan, unido a la piel por las mismas costuras arbitrarias, contornos de una violencia súbita, vomité un líquido viscoso y ácido. En el momento en que el Lincoln echaba abajo la empalizada, Vaughan se había vuelto, estudiando con una mirada dura la posibilidad de un segundo ataque. Pedazos de papel se arremolinaban aún en el aire a mi alrededor, adhiriéndose a distintos puntos de las puertas y el capó aplastado.

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