Crash!

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Vaughan murió ayer en un último choque. Mientras fuimos amigos había ensayado su propia muerte en numerosos choques, pero éste fue el único accidente verdadero. Lanzado oblicuamente contra la limusina de la actriz, el automóvil saltó sobre la baranda del paso elevado del aeropuerto de Londres y atravesó el techo de un autobús repleto de pasajeros. Los cadáveres triturados de los turistas, como una hemorragia del sol, aún yacían cruzados sobre los asientos de vinilo cuando una hora más tarde me abrí paso entre los técnicos de la policía. Aferrada al brazo de su chófer, la actriz Elizabeth Taylor, con quien Vaughan había soñado morir durante tantos meses, permanecía aparte bajo las luces intermitentes de las ambulancias. Cuando me arrodillé junto al cuerpo de Vaughan, la actriz se llevó al cuello una mano enguantada.

¿Entreveía acaso, en la postura de Vaughan, la clave de la muerte que él había proyectado para ella? En las últimas semanas Vaughan no había pensado sino en la muerte de la actriz, una coronación de heridas que había puesto en escena con la devoción de un jefe de ceremonias. Las paredes de las habitaciones de Vaughan, cerca de los estudios de Shepperton, estaban cubiertas de fotos que él había tomado con el zoom todas las mañanas, cuando la actriz salía del hotel de Londres, desde los puentes de las autopistas que iban al oeste, y desde la azotea del garaje de varias plantas de los estudios. Los detalles amplificados de las rodillas y las manos, de la cara interior de los muslos y la comisura izquierda de la boca, era yo quien se los había reproducido de mala gana en la máquina de mi oficina, alcanzándole las copias como si fueran las actas de una sentencia de muerte. En casa de Vaughan vi cómo él ensamblaba los detalles del cuerpo de la actriz con fotografías de heridas grotescas sacadas de un texto de cirugía plástica.

En esa visión de un choque de coches con la actriz, las imágenes que obsesionaban a Vaughan eran los impactos y las heridas múltiples, el cromo agonizante y la chapa hundida de dos automóviles que se encontraban de frente en choques repetidos e interminablemente reiterados en películas de cámara lenta, las heridas idénticas en los dos cuerpos, la imagen del vidrio del parabrisas que se escarchaba alrededor de la cara de la actriz mientras ella quebraba la matizada superficie como una Afrodita nacida de la muerte, las fracturas múltiples de los muslos aplastados contra el freno de mano, y ante todo las heridas abiertas en los genitales de ella y de él, el útero de la actriz traspasado por el pico heráldico del emblema del fabricante, el semen de Vaughan derramado en el tablero luminoso que registraba para siempre la última temperatura del motor y el nivel de gasolina en el tanque.

Sólo en estas ocasiones, mientras me describía el accidente final, Vaughan parecía tranquilo. Hablaba de estas heridas e impactos con la ternura erótica de un amante que no ve desde hace tiempo a la mujer amada. Mientras examinaba las fotografías, se volvía de lado hacia mí, de manera que la robusta ingle me tranquilizaba con el perfil de un pene casi erecto. Él sabía que mientras siguiera provocándome con su propio sexo —que utilizaba con desenfado, como si en cualquier momento pudiera deshacerse de él— yo nunca lo abandonaría.

Hace diez días, cuando robó mi coche del garaje de mi casa, corrió trepando por la rampa de cemento, como una máquina amenazadora que se aparece de pronto, impulsada por un resorte. Ayer su cuerpo yacía al pie del paso elevado, a la luz de los reflectores de la policía, velado por un delicado encaje de sangre. Las posturas truncas de los brazos y las piernas, la geometría sanguinolenta del rostro, parodiaban de algún modo las fotografías de cuerpos aplastados que recubrían las paredes de su casa. Le miré por última vez la ingle maciza y anegada de sangre. A veinte metros, bajo el resplandor de las luces intermitentes, la actriz trastabillaba del brazo del chófer. Vaughan había soñado morir mientras ella alcanzaba el orgasmo.

Hasta ese momento, Vaughan había participado en muchos accidentes. Cuando pienso en él, lo veo abrazado para siempre a superficies plásticas y metálicas deformes, en los coches robados que conducía y destrozaba. Yo lo había encontrado dos meses antes en la calzada inferior del paso elevado del aeropuerto, donde acababa de ensayar por vez primera su propia muerte. Un chófer de taxi ayudaba a dos azafatas aturdidas a bajar de un pequeño coche que Vaughan había embestido saliendo de una oculta carretera de acceso. Mientras corría hacia Vaughan, lo vi a través del parabrisas resquebrajado del convertible blanco que él había robado de la Oceanic Terminal. Un arco iris roto le iluminaba la cara exhausta, los labios lastimados. A duras penas pude abrir la portezuela abollada. Vaughan, tendido en el asiento cubierto de astillas de vidrio, estudiaba su propia postura con una mirada satisfecha. La sangre de las rodillas desgarradas le cubría las manos, que le colgaban con las palmas hacia arriba. Vaughan se examinaba los restos de vómito en las solapas de la chaqueta de cuero, y se inclinaba hacia adelante para tocar los glóbulos de semen adheridos al tablero de mandos. Traté de sacarlo del coche, pero las nalgas angostas parecían empalmadas entre sí, como si se hubiesen contraído con fuerza hasta extraer las últimas gotas de las glándulas seminales. En el asiento de al lado, rotas en pedazos, vi las fotografías de la actriz que esa mañana yo había reproducido en la oficina. Los fragmentos ampliados del labio y las cejas, del ángulo del brazo y el codo, se ordenaban en un mosaico resquebrajado.

En Vaughan la sexualidad y los choques de coches habían consumado un matrimonio último. Lo recuerdo de noche, acompañado por jóvenes crispadas en los compartimientos traseros de coches aplastados, abandonados como chatarra, y en las fotografías que los retrataban en las diversas posturas de unos incómodos actos sexuales. El flash polaroid iluminaba caras contraídas y muslos tensos que evocaban a los perplejos sobrevivientes de un desastre submarino. Estas prostitutas incipientes, que Vaughan encontraba en los cafés nocturnos y en los supermercados del aeropuerto de Londres, eran primas hermanas de los pacientes que aparecían en los textos quirúrgicos. Cuando premeditadamente cortejaba a mujeres heridas, Vaughan continuaba obsesionado por los bubones de las bacterias infecciosas, las deformaciones faciales y las heridas genitales.

Descubrí a través de Vaughan el auténtico significado de un choque de coches, el golpe seco y breve como un latigazo y los vuelcos, y el éxtasis de los impactos frontales. Visitábamos juntos el centro de pruebas de accidentes, treinta kilómetros al oeste de Londres, y mirábamos cómo los vehículos se estrellaban contra los blancos de cemento. Más tarde Vaughan proyectaba en cámara lenta los simulacros que había filmado. Sentados a oscuras en los almohadones, observábamos los silenciosos impactos que centelleaban sobre la pared por encima de nuestras cabezas. Las repetidas secuencias de choques de coches primero me calmaban y luego me excitaban. A solas en la autopista bajo el resplandor amarillo de las luces de sodio, me veía sentado al volante de esos vehículos destrozados.

En los meses que siguieron, Vaughan y yo pasamos muchas horas recorriendo las autopistas periféricas al norte del aeropuerto. En las serenas noches estivales, estas veloces carreteras se convertían en una zona de colisiones de pesadilla. Escuchábamos los comunicados policiales en la radio de Vaughan, e íbamos de un accidente a otro. A menudo nos demorábamos bajo los faros que iluminaban el escenario de los impactos mayores, mirando cómo los bomberos y los técnicos de la policía trabajaban con palancas y lámparas de acetileno para liberar a esposas inconscientes atrapadas junto con maridos muertos, o esperábamos mientras un médico se afanaba atendiendo a un moribundo aplastado bajo un camión dado vuelta. A veces los otros espectadores empujaban a Vaughan, y él forcejeaba con el personal de las ambulancias que querían quitarle las cámaras. Ante todo, Vaughan se interesaba en los choques frontales contra los pilares que sostenían las partes elevadas de la carretera, la melancólica conjunción de un vehículo destruido abandonado en la hierba y la móvil y serena escultura de cemento.

Una vez fuimos los primeros en llegar al sitio donde una mujer acababa de chocar. De mediana edad, era cajera en el despacho de bebidas del aeropuerto; yacía desencajada en la cabina deshecha, y las astillas del parabrisas le enjoyaban la frente. Cuando se acercó un coche de la policía iluminando el camino con las palpitaciones de la luz de emergencia, Vaughan corrió a tomar la cámara y el flash. Me quité la corbata y busqué en vano las heridas de la mujer. Ella me miró, tendiéndose de costado sobre el asiento. Observé la sangre que le empapaba la blusa blanca. Cuando Vaughan terminó de sacar las fotos, se arrodilló dentro del coche, le sostuvo la cara con mucho cuidado, y le susurró algo al oído. Luego los dos ayudamos a subirla a la camilla de la ambulancia.

Mientras volvíamos, Vaughan reconoció a una muchacha que esperaba a la entrada de un restaurante, una prostituta del aeropuerto que ocasionalmente trabajaba de acomodadora en un cine y se quejaba una y otra vez de lo mal que funcionaba el audífono de su hijo sordo. Se sentaron en el asiento trasero y ella empezó a criticar mi forma nerviosa de conducir. Vaughan observaba los movimientos de la mujer con una mirada abstraída, casi incitándola a que gesticulara con las rodillas y las manos. Nos detuvimos en la azotea desierta de un garaje de Northolt y esperé junto a la balaustrada. En el asiento trasero del coche, Vaughan acomodó los miembros de la mujer en la postura de la cajera moribunda. El cuerpo vigoroso de Vaughan, encorvado sobre ella bajo el reflejo fugaz de las luces de los coches, se movió en una serie de posiciones estilizadas.

Vaughan me reveló poco a poco todas sus obsesiones, en relación con el misterioso erotismo de las heridas: la lógica perversa de los paneles de instrumentos empapados de sangre, de los cinturones de seguridad sucios de excrementos, los parasoles revestidos de tejido cerebral. Los coches accidentados provocaban siempre en Vaughan una temblorosa excitación: las complejas geometrías de un guardabarros abollado, las imprevistas variaciones de radiadores hundidos, la prominencia grotesca de un tablero de instrumentos inclinado entre las piernas del conductor como en una calibrada fellatio mecánica. El tiempo y el espacio íntimo de un ser humano habían quedado fosilizados para siempre en esta telaraña de cuchillos de cromo y vidrio escarchado.

Una semana después del funeral de la cajera, mientras recorríamos de noche el perímetro occidental del aeropuerto, Vaughan viró hacia la cuneta y atropello a un perro vagabundo. El impacto sordo, como de un martillo acolchado, y la lluvia de vidrio cuando el cuerpo del animal voló sobre el techo, me convencieron de que estábamos a punto de morir estrellados. Vaughan no se detuvo. Vi cómo aceleraba mientras se sacudía coléricamente las astillas de vidrio de las mejillas, inclinando la cara cubierta de cicatrices contra el parabrisas resquebrajado. Los actos de violencia de Vaughan eran ya tan imprevisibles que yo me había convertido en un espectador pasivo. A la mañana siguiente, sin embargo, en la terraza del garaje donde abandonamos el coche, Vaughan me mostró con serenidad las profundas abolladuras en el capó y en el techo. Mientras observaba el despegue de un avión repleto de turistas, la cara lívida se le contrajo en una expresión de terquedad aniñada. Las marcas triangulares del coche se habían formado con la muerte de una criatura anónima, de identidad desvanecida, inscrita abstractamente en la geometría del vehículo. ¿Cuánto más misteriosas podían ser nuestras propias muertes, y las de los afamados y poderosos?

Aun esta primera muerte parecía tímida comparada con aquellas otras en que Vaughan participaba, y con las muertes imaginarias que le poblaban la mente. Vaughan se empeñaba una y otra vez en preparar un catálogo aterrador de desastres automovilísticos imaginarios y heridas insensatas: pulmones de hombres de edad traspasados por la manija de una portezuela, senos de mujeres jóvenes empalados en el eje del volante, mejillas de hermosos adolescentes perforadas por las aletas cromadas de las luces interiores. Para Vaughan estas heridas eran como las claves de una nueva sexualidad, nacida de una tecnología perversa. Las imágenes de estas heridas le colgaban en la galería de la mente como reses expuestas en un matadero.

Ahora, cuando pienso en Vaughan, que estaba ahogándose en su propia sangre a la luz de los reflectores de la policía, recuerdo los innumerables desastres imaginarios que él me describía mientras recorríamos juntos las autopistas del aeropuerto. Soñaba con limusinas de embajadores que embestían camiones cisterna, con taxis repletos de niños alborotados que se incrustaban en los coloridos escaparates de supermercados desiertos. Soñaba con hermanos y hermanas separados cuyas trayectorias se reencontraban por azar en vías de acceso a laboratorios de petroquímica, incestos inconscientes que se manifestaban en metales retorcidos, en hemorragias de tejido cerebral que ahora florecía bajo los compresores y las cámaras de reacción aluminizadas. Vaughan imaginaba que sus enemigos morían chocados desde atrás, en muertes concebidas por el odio y celebradas por el combustible que ardía en las zanjas laterales, por la pintura que hervía bajo el sol opaco de una tarde provinciana. Imaginaba los choques especializados de criminales fugitivos, de recepcionistas de hotel atrapadas entre el volante y el regazo del hombre a quien estaban masturbando. Pensaba en los accidentes de parejas en luna de miel, sentados juntos después de estrellarse contra la cisterna de un camión enloquecido. Pensaba en la más abstracta de las muertes, los choques de los estilistas del automóvil, que agonizaban en los coches acompañados por complacientes compañeras de laboratorio.

Vaughan elaboraba innumerables variantes de estas colisiones, pensando ante todo en reiterados choques frontales. Un pederasta y un médico agotado representaban sus propias muertes: primero chocando de frente, luego volcando; una prostituta retirada embestía un parapeto de cemento: el cuerpo entrado en carnes salía despedido por el parabrisas y el emblema cromado del capó le desgarraba el vientre menopáusico. La sangre se esparcía en el asfalto blanqueado por el crepúsculo, obsesionando para siempre al mecánico de la policía que trasladaba el cuerpo mutilado en una mortaja de plástico amarillo. Luego Vaughan la imaginaba aplastada por un camión que salía de una estación de servicio triturándola contra el flanco del coche en el instante en que ella se agachaba para aflojarse el zapato derecho, hundiéndole los contornos del cuerpo en el molde sanguinolento de la portezuela. Veía cómo atravesaba el parapeto del paso elevado para morir como más tarde moriría el mismo Vaughan, incrustándose en el techo del autobús de una compañía aérea, cuya carga de complacidos destinos era multiplicada por la muerte de esta mujer madura y miope. Veía cómo salía del coche e iba a vaciar la vejiga a una letrina callejera, para ser atropellada por un taxi que arrojaba el cuerpo a treinta metros en un torbellino de orina y sangre.

Pienso ahora en las otras muertes que imaginábamos, las muertes absurdas de los contusos, los mutilados y los tullidos. Pienso en los accidentes de los psicópatas: colisiones improbables llevadas a cabo con rencor y disgusto, insidiosos choques múltiples entre oficinistas exhaustos en coches robados al atardecer. Pienso en accidentes absurdos, amas de casa neuróticas que vuelven de la clínica de enfermedades venéreas y se estrellan contra coches estacionados en calles suburbanas. Pienso en los accidentes de esquizofrénicos excitados que embisten de frente el camión de un lavadero, descompuesto en una calle de una sola dirección; en maníaco-depresivos aplastados mientras dan inútiles medias vueltas en los accesos a una carretera; en paranoicos infortunados lanzados a toda velocidad contra una pared de ladrillo en el extremo de un conocido callejón sin salida; en institutrices sádicas decapitadas dentro de coches volcados en encrucijadas difíciles; en jefas de supermercado lesbianas que arden en la carrocería destrozada de pequeños vehículos, bajo la mirada estoica de bomberos maduros; en niños autistas chocados por detrás, aplastados, los ojos dulcificados por la muerte; en autobuses repletos de débiles mentales que se ahogan estoicamente en un canal de desechos paralelo a la ruta.

Mucho antes que muriera Vaughan yo había empezado a pensar en mi propia muerte. ¿Con quién moriría yo, y desempeñando qué papel: el de psicópata, el de neurasténico, el de criminal que desaparece? Vaughan no se cansaba de soñar con la muerte de los célebres, y les inventaba accidentes imaginarios. Alrededor de las muertes de James Dean y Albert Camus, de Jayne Mansfield y John Kennedy, había entretejido una red de complejos desvaríos. La imaginación de Vaughan era una galería de tiro al blanco donde desfilaban actrices de cine, políticos, magnates y productores de televisión. Vaughan los seguía a todas partes con la cámara. El zoom los observaba desde la terraza del Oceanic Terminal, en el aeropuerto, desde balcones de hotel y los parques de los estudios. Para cada uno de ellos Vaughan proyectaba una muerte óptima. Onasis y su mujer morirían en una recreación del asesinato de Dealey Plaza. A Reagan lo veía en un choque múltiple, sorprendido por detrás, en una muerte estilizada, mostrando así hasta qué punto lo obsesionaban los órganos genitales de Reagan, quizá tanto como el exquisito tránsito del pubis de la actriz por las fundas de vinilo, en los asientos de las limusinas alquiladas.

Luego de que intentara matar una vez más a mi mujer, supe que Vaughan se había retirado al fin, y vivía ahora encerrado en su propio cráneo. En ese reino encandilado donde imperaban la violencia y la tecnología, él conducía eternamente a lo largo de una carretera desierta, dejando atrás unos solitarios puestos de gasolina, en los lindes de unas vastas llanuras, atento a la aparición de un único coche. Vaughan llegaba a imaginar un mundo víctima de una catástrofe automovilística simultánea, donde millones de vehículos se estrellaban fundiéndose en una cópula definitiva, coronada por una eyaculación de esperma y líquido refrigerante.

Recuerdo mi primer y pequeño accidente en el parque desierto de un hotel. Inquietos por la proximidad de un coche de la policía, Catherine y yo nos habíamos afanado en un apresurado acto sexual. Al salir del parque, choqué contra un árbol poco visible. Catherine vomitó en mi asiento. Este charco de vómito, con coágulos de sangre que parecían rubíes líquidos, tan viscoso y discreto como todas las secreciones de Catherine, aún sintetiza para mí la esencia del delirio erótico del choque de coches, más excitante que las mucosidades rectales y vaginales de mi mujer, tan refinado como el excremento de una reina de las hadas, o las gotas minúsculas que se le formaban a Catherine alrededor de las lentes de contacto. En este charco mágico, esta extraña descarga de fluido, brotada de su garganta como de una urna enigmática y remota, vi mi propio reflejo, un espejo de sangre, semen y vómitos destilado por una boca cuyos contornos, pocos minutos atrás, se habían cerrado con firmeza sobre mi pene.

Ahora que Vaughan ha muerto nos iremos con los otros, los que se congregaron alrededor, como multitudes atraídas por un inválido herido, en cuyas posturas deformes creen descubrir las fórmulas secretas de las mentes y las vidas de ellos mismos. Todos los que conocimos a Vaughan aceptamos el erotismo perverso del choque de coches, tan doloroso como la extracción de un órgano entre los labios de una herida quirúrgica. He observado parejas que copulaban surcando las oscuras autopistas nocturnas, hombres y mujeres a punto de alcanzar el orgasmo cuyos coches trazaban una serie de trayectorias incitantes precipitándose hacia los faros que fulguraban en la corriente de tránsito. Un joven solitario, al volante de su primer coche, una ruina destartalada rescatada a la chatarra, se masturba mientras los neumáticos gastados ruedan hacia un destino desconocido. Tras eludir un choque en una encrucijada, mancha de semen el cristal resquebrajado del velocímetro. Más tarde, el cabello lustroso de la primera joven que se tiende en el asiento con la boca sobre el pene, acaricia esas gotas de semen seco. La mano derecha del joven aferra el volante del coche, internándolo en la oscuridad rumbo a un empalme múltiple; y los frenos que chirrían le extraen el semen mientras el coche roza la cola de un camión cargado de televisores. Con la mano izquierda estimula el clítoris de la joven, y los faros del camión lanzan un destello de advertencia por el espejo retrovisor. Luego observa cómo un amigo lleva a una adolescente al asiento trasero. Grasosas manos de mecánico exponen las nalgas a los cartelones de publicidad que desfilan velozmente. En las carreteras húmedas centellea el fulgor de las luces y rechinan los frenos. El glande reluce encima de la muchacha cuando el hombre eyacula hacia el maltrecho techo plástico del coche, manchando la tela amarilla con líquido seminal.

La última ambulancia había partido. Una hora antes habían llevado a la actriz de cine hasta la limusina. A la luz del crepúsculo, debajo del paso elevado, el cemento pálido parecía una aeropista secreta donde unas máquinas misteriosas se elevaban hacia un cielo metalizado. El avión de cristal de Vaughan volaba sobre las cabezas de los espectadores aburridos que volvían a los coches, mientras los extenuados policías juntaban las maletas y los bolsos aplastados de los turistas. Pensé en el cuerpo de Vaughan, ahora más frío, con una temperatura rectal que disminuía paralelamente a la de las otras víctimas de la colisión. Las ondas de esa temperatura descendían como serpentinas en el aire nocturno, desde los edificios de oficinas y viviendas de la ciudad, y desde la cálida mucosa de la actriz encerrada en la suite del hotel.

Volví hacia el aeropuerto. Las luces de la Western Avenue resplandecían sobre los veloces automóviles, que avanzaban juntos hacia una celebración de heridas.

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