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I. Tormenta inminente » Capítulo 1. La «crisis equivocada»

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Capítulo 1

LA «CRISIS EQUIVOCADA»

El 5 de abril de 2006, el joven senador por Illinois Barack Obama hizo una pausa en los debates que se celebraban en el Capitolio sobre el acuerdo nuclear con India para asistir a la presentación de un nuevo proyecto en la Institución Brookings.1 La Brookings es considerada por muchos como el centro de investigación en ciencias sociales más influyente del mundo. La comparecencia de Obama en Brookings fue una cita que definiría su presidencia.2 El discurso inaugural que pronunció versaba sobre una nueva iniciativa, el Proyecto Hamilton, lanzada por Robert Rubin, uno de los hombres fuertes del Partido Demócrata. Rubin personificaba el vínculo forjado en los años noventa entre demócratas centristas y banqueros de inversion con una mentalidad global que reconfiguraría el programa de políticas económicas estadounidense. En 1993, Rubin había abandonado su puesto en la cúspide de Wall Street, como vicepresidente de Goldman Sachs, para convertirse en el primer director del Consejo Económico Nacional, que Bill Clinton había creado como contrapartida del Consejo de Seguridad Nacional. Dos años más tarde, Rubin fue nombrado secretario del Tesoro. Presidiendo la reunión de abril de 2006 en Brookings junto a Rubin estaba un joven economista llamado Peter Orszag, también un veterano de la administración Clinton, que llegaría a convertirse en el director de la Oficina de Presupuestos de Obama. Obama reclutó en 2008 a prácticamente todo su equipo económico entre los veteranos del Tesoro de Rubin. Doce meses antes de la crisis financiera, y dos años y medio antes de la investidura de Obama, la puesta en marcha del Proyecto Hamilton muestra a pequeña escala la visión del mundo de algunos de sus asesores más influyentes y revela tanto lo que podían ver como lo que no.

I

Tras haber regresado al mundo corporativo en 1999, a Rubin le preocupaba la deriva de Washington. La globalización había sido el desafío principal en los años noventa y, en el nuevo milenio, aún lo era más. Sin embargo, tras dos años del segundo mandato del presidente Bush, las políticas de la administración republicana estaban poniendo a Estados Unidos en peligro. En lugar de mitigar las presiones de la competencia mundial, estaban dividiendo a la sociedad estadounidense, lo que amenazaba con provocar una reacción en contra de la globalización, así como una crisis financiera catastrófica, que pondría en entredicho la estabilidad monetaria de Estados Unidos y la fortaleza mundial del dólar.

No es que a Rubin y a su círculo les fuera mal en un mundo globalizado. Después del Tesoro, Rubin se había retirado a una sinecura influyente como presidente no ejecutivo de Citigroup. Orszag, que comenzó su carrera alternando entre el mundo académico, el gobierno y la consultoría, también acabaría con el tiempo en Citigroup. Sin embargo, para el estadounidense promedio la historia era diferente. Había habido buenos momentos. Los clintonianos seguían celebrando los años noventa y el doble boom tecnológico y de Wall Street. Pero desde los años setenta los salarios no habían ido a la par con la productividad. Para los partidarios del Proyecto Hamilton era evidente dónde recaía la culpa. Las escuelas estadounidenses no estaban impartiendo a los jóvenes la educación esencial para ir en cabeza. Los primeros informes publicados por el Proyecto Hamilton estaban repletos de propuestas para mejorar la contratación de profesores y hacer un mejor uso de las vacaciones estivales de los niños.3 Se trataba del tipo de enfoque de la mejora de la productividad práctico, «empírico» y no ideológico que predominaba en el debate sobre políticas económicas en la época. Sin embargo, su propósito era eminentemente político. Como afirmó Obama en su discurso inaugural:

«Cuando se invierte en educación, en atención sanitaria y en prestaciones para los trabajadores estadounidenses, se generan dividendos en todos los niveles de nuestra economía [...] Creo que, si se nos preguntara a muchos de los presentes en esta sala, la mayoría somos firmes partidarios del libre comercio y la mayoría creemos en los mercados. Bob [Rubin] y yo hemos mantenido un continuo debate durante casi un año sobre cómo tratamos a los perdedores en una economía globalizada. En el pasado solíamos decir, vale, hemos conseguido aumentar el pastel y recapacitaremos a quienes necesiten reciclaje. Pero, en realidad, nunca nos hemos tomado esa parte de la ecuación con la seriedad necesaria [...] Recordemos que [...] hay personas en lugares como Decatur, Illinois, o Galesburg, Illinois, que han visto cómo se eliminaban sus puestos de trabajo. Han perdido el seguro médico. Han perdido la seguridad de una jubilación [...] Creen que esta puede ser la primera generación en la que a sus hijos les vaya peor que a ellos».4

Era una traición al sueño estadounidense de mejora sin fin y amenazaba con degenerar en una reacción política. Como señaló Obama: «Parte de ello acabará manifestándose en la clase de sentimiento nativista, de proteccionismo y de animosidad hacia la inmigración que estamos debatiendo aquí, en Washington. Por tanto, el trabajo que se está haciendo aquí tiene consecuencias reales. No es un proceso incruento».5

En medio de los temores acerca de la globalización y del riesgo de una revuelta populista, ya evidentes en 2006, existía un cierto nacionalismo económico que el propio Obama no temió mencionar: «Cuando se mantienen el déficit bajo y la deuda fuera de las manos de naciones extranjeras, todos podemos ganar». Además de la competitividad global, la otra preocupación que definía al equipo del Proyecto Hamilton era la cuestión de la deuda.

Cuando Robert Rubin era secretario del Tesoro de Clinton, presumía de haber convertido los déficits de la época de Reagan en considerables superávits presupuestarios. Desde entonces, con los republicanos, Estados Unidos avanzaba con rapidez en la dirección equivocada. En junio de 2001, tras la caída de las puntocom y unas controvertidas elecciones, la administración Bush había aplicado una reducción fiscal que se estimaba que costaría al gobierno federal 1,35 billones de dólares en diez años.6 Esto benefició a sectores clave, pero también acabó con los superávits de Rubin y lo hizo intencionadamente. Los republicanos se habían convencido de que los superávits tendían a fomentar un mayor gasto público. Su enfoque fue el contrario, lo que los estrategas republicanos de la época de Reagan denominaron «matar de hambre a la bestia».7 Al consolidar los recortes tributarios y exponerse a una crisis fiscal, crearían una imperiosa necesidad de recortar el gasto, restringir el derecho a las prestaciones sociales y reducir la impronta del gobierno.

El problema fue que los recortes del gasto que se suponía que seguirían a las reducciones fiscales nunca se produjeron. Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 pusieron a Estados Unidos en pie de guerra. La administración Bush respondió con un enorme incremento del gasto en defensa y seguridad. Después sumió a Estados Unidos, de un modo que recordaba espantosamente a Vietnam, en el atolladero iraquí. En 2006, mientras se reunía el grupo del Proyecto Hamilton, Irak se encontraba al borde de una sangrienta guerra civil sectaria. La cuestión era cómo salir de ahí. No solo era desmoralizador y humillante, también era extremadamente costoso. La administración Bush hizo todo lo posible para mantener los costes de la guerra fuera del presupuesto ordinario, por lo que un grupo de expertos del Partido Demócrata decidió hacer las cuentas. Para 2008, la factura solo para Afganistán e Irak ascendía como mínimo a 904.000 millones. Los cálculos menos conservadores situaban la cifra en 3 billones de dólares. Era, sin duda, más de lo que Estados Unidos había gastado en cualquier guerra desde la segunda guerra mundial.8

Obviamente, se habría podido pagar.9 Estados Unidos era mucho más rico que en tiempos de Pearl Harbor. Sin embargo, la administración Bush no solo no anuló los recortes fiscales, sino que, en mayo de 2003, redobló la apuesta introduciendo una nueva ronda de desgravaciones. En vista de que el presupuesto militar era sagrado y de que el resto de los gastos discrecionales no bastaban para marcar la diferencia, los republicanos propusieron reducir la brecha con recortes muy poco equitativos en «beneficios» sociales. Sin embargo, no pudieron obtener la aprobación del Senado, donde los republicanos tenían una escasa mayoría y los «moderados» eran decisivos. Este bloqueo fue el que convirtió el superávit presupuestario de Rubin, 86.400 millones de dólares en 2000, en un déficit sin precedentes de 568.000 millones en 2004, y sin que se avistara un final.10

Fuentes: Oficina de Gestión y Presupuestos, y Oficina de Análisis Económico.

El Proyecto Hamilton se inspiró originalmente en un documento elaborado en 2004 por Orszag y Rubin en el que se daba la voz de alarma.11 En primer lugar, los déficits de Bush elevarían los tipos de interés y reducirían la inversión privada. Más adelante se avecinaba una situación mucho más grave. «Los déficits sustanciales proyectados a largo plazo pueden provocar un cambio fundamental en las expectativas de los mercados y una pérdida asociada de confianza tanto en el país como en el extranjero —advertían Rubin y Orszag—. Los efectos dinámicos desfavorables que podrían derivarse están excluidos en buena medida, cuando no totalmente, del análisis convencional de los déficits presupuestarios. Esta omisión es comprensible y apropiada en el contexto de los déficits que son pequeños y temporales; sin embargo, es cada vez más insostenible en un entorno con déficits grandes y permanentes. Los déficits importantes continuos pueden afectar de forma grave y adversa a las expectativas y a la confianza, lo que, a su vez, puede generar un ciclo negativo que se retroalimente entre el déficit fiscal subyacente, los mercados financieros y la economía real.» En resumen, los análisis convencionales no eran suficientemente alarmistas. Lo que no «consideraban seriamente» era la posibilidad de que Estados Unidos se encaminara hacia un «desorden fiscal o financiero».

Los veteranos de la administración Clinton sabían de lo que hablaban cuando se referían a un «ciclo negativo» entre el «déficit fiscal subyacente, los mercados financieros y la economía real». En su opinión, era lo que habían heredado de las administraciones con un elevado nivel de gasto de Reagan y Bush. En 1993, ante una venta masiva de bonos, Clinton había aparcado los ambiciosos planes de estímulo.12 La reducción del déficit, alentada por Rubin y Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal, se convirtió en un mantra del equipo de Clinton. Al asesor político de Clinton James Carville le hizo reflexionar: «Solía pensar que, de existir la reencarnación, me gustaría volver como presidente, papa o estrella del béisbol. Pero ahora me gustaría reencarnarme en un player dominante del mercado de bonos. Puedes intimidar a todo el mundo».13

Los grandes inversores de renta fija tuvieron su momento de gloria en los años ochenta y noventa. Diez años más tarde, aún seguían en el mercado. En realidad, los fondos de bonos eran más grandes que nunca, pero, como Obama había insinuado, lo que más preocupaba a los rubinitas no eran los inversores nacionales. La principal preocupación eran los inversores extranjeros. Los déficits de la administración Bush fueron financiados en gran medida por la compra de bonos desde el extranjero. Como señalaba el documento de Orszag y Rubin, se seguía considerando que los bonos del Tesoro estadounidense eran la inversión más segura del mundo. No había ninguna posibilidad de impago o de un aumento repentino de la inflación. «Pero si esa expectativa cambiara y a los inversores les costara entender cómo el proceso de políticas podría evitar tomar medidas extremas, las consecuencias podrían ser mucho más graves de lo que sugieren las estimaciones tradicionales.» No solo el grupo de Clinton estaba preocupado. En 2003, la Oficina de Presupuestos del Congreso, una entidad no partidista, creyó conveniente recordar un caso extremo en el que los inversores extranjeros dejaran de comprar valores estadounidenses: el dólar se hundiría y los tipos de interés y la inflación se dispararían. «Ante la previsión de una disminución de los beneficios y un aumento de la inflación y de los tipos de interés, los mercados de valores podrían hundirse y los consumidores podrían reducir de repente su consumo. Además, los problemas económicos de Estados Unidos podían extenderse al resto del mundo y debilitar gravemente las economías de los socios comerciales de Estados Unidos.»14

La magnitud de los déficits de Estados Unidos hacía que fuera vulnerable a las presiones del mercado de bonos. El hecho de que los inversores extranjeros pudieran dar la espalda de repente a los títulos del Tesoro evocaba la pesadilla de una repentina paralización de la financiación externa de los desequilibrios estadounidenses. No obstante, era la identidad de los inversores extranjeros lo que hacía que este escenario suscitara verdadero terror. Hasta los años ochenta, los principales inversores extranjeros en Estados Unidos habían sido europeos. Después había tomado el relevo Japón, con sus enormes superávits comerciales. En el nuevo siglo seguía siendo uno de los acreedores más importantes de Estados Unidos. Pero en los años noventa, con el yen en alza y la economía nacional paralizada por una devastadora burbuja inmobiliaria, la amenaza competitiva de Japón se había desvanecido. Desde el año 2000, la globalización había adquirido un nuevo rostro asiático. En abril de 2006, cuando Obama habló de mantener la «deuda alejada de las manos de inversores extranjeros», todo el mundo sabía que se estaba refiriendo a China y su régimen comunista.

II

China había sido una piedra angular de la geopolítica estadounidense desde los años setenta. Nixon y Kissinger habían trastocado los frentes de la guerra fría distanciando a China del abrazo soviético. Para entonces la Unión Soviética había desaparecido de escena y el escenario europeo de la guerra fría se había desvanecido con él. El Pacífico era el nuevo horizonte de poder estadounidense y China, el futuro rival. Por primera vez desde el ascenso del nazismo en Alemania, Estados Unidos se enfrentaba a una potencia que era, a un tiempo, un posible competidor geopolítico, un tipo de régimen político hostil y un ejemplo de éxito económico capitalista. El hecho de que Obama acudiera a la Brookings desde las conversaciones sobre un acuerdo nuclear con India era una reveladora coincidencia. Estados Unidos estaba buscando nuevos aliados en Asia. Sin embargo, más importante que las armas nucleares, al menos para el grupo del Proyecto Hamilton, era la economía.

La administración Clinton había introducido China en la globalización. En noviembre de 1995, Washington animó a Pekín a solicitar su adhesión a la recién creada Organización Mundial del Comercio (OMC). Naturalmente, Estados Unidos ya lo había hecho antes, con Europa occidental después de 1945, con Japón y el este de Asia en los años cincuenta y sesenta, y con Europa del Este en los años noventa. La apertura de mercados era buena para los empresarios, los inversores y los consumidores estadounidenses. Los intereses económicos de Estados Unidos eran tan amplios, que coincidían, de facto, con el capitalismo mundial.15 Para mediados de los años noventa, Washington ya había renunciado a desafiar frontalmente al régimen comunista chino por los derechos humanos, el Estado de derecho o la democracia. En su lugar, los globalistas de los Partidos Demócrata y Republicano apostaron por que la poderosa e impersonal fuerza de la integración comercial acabara convirtiendo con el tiempo a China en un dócil y afable «participante» en el orden mundial.16

El crecimiento de China era espectacular. Los inversores estadounidenses iban a obtener enormes beneficios. Los fabricantes estadounidenses como GM empeñarían su futuro en China.17 Tras una tormenta pasajera sobre el estrecho de Taiwán en 1995-1996, las relaciones diplomáticas se calmaron, pero el enorme tamaño de China la convertía en un competidor. Con la represión en Tiananmén en 1989, el Partido Comunista había manifestado su intención de no abandonar su liderazgo unipartidista. Desde entonces había creado una ideología popular que era tanto nacionalista como comunista.18 Mientras Washington apostaba por el comercio internacional y la globalización para «occidentalizar» China, el Partido Comunista Chino aceptó el otro lado de la apuesta.19 Los dirigentes del partido optaron por que el crecimiento sobrealimentado no los debilitara, sino que consolidara su posición como airosos timoneles de la espectacular recuperación de la nación. Pekín aprovechó las oportunidades comerciales, pero nunca se adhirió a mercados totalmente abiertos. Decidía quién invertía y en qué condiciones. Controlaba la entrada y la salida de fondos, lo que, a su vez, permitía al Banco Popular de China fijar el tipo de cambio y, desde 1994, lo había hecho con respecto al dólar.

China no fue el único país en fijar su tipo de cambio al dólar. Pese al discurso imperante de la liberalización de los mercados, el mundo financiero no era plano. El sistema monetario mundial era jerárquico y la divisa clave, el dólar, ocupaba la cúspide de la pirámide.20 El siglo XXI empezó con una red de divisas vinculadas al dólar que representaban, aproximadamente, el 65 % de la economía mundial (ponderada según el PIB).21 Las monedas que no estaban vinculadas al dólar solían estarlo al euro. Muchas veces la vinculación era una señal de debilidad. En muchos casos se fijaba un tipo de cambio sobrevaluado y deseable. Esto creaba ventajas a corto plazo: abarataba las importaciones y los oligarcas locales podían adquirir con descuento propiedades inmobiliarias de prestigio en el extranjero. Pero también entrañaba un riesgo enorme. La vinculación se podía romper y con frecuencia lo hacía de manera explosiva. La apariencia de estabilidad que ofrecía un tipo de cambio fijo estimulaba una gran afluencia de fondos extranjeros, que ayudaban a impulsar la actividad económica nacional, creando una balanza comercial desequilibrada financiada desde el extranjero. Los bancos que actuaban como un conducto para los fondos extranjeros prosperaron. Esto desencadenó la crisis.22 Cuando los inversores internacionales perdieron la confianza, el resultado fue una parada súbita y devastadora. Las reservas de divisas del banco central se agotaron y no quedó otra opción que abandonar el anclaje al dólar. La estabilidad dio paso a una devaluación catastrófica. Quienes sacaran primero su dinero, se salvarían. Quienes hubieran adquirido préstamos en moneda extranjera se enfrentarían a la bancarrota.

Esta fue la saga de los años noventa: en 1994 en México; en 1997 en Malasia, Corea del Sur, Indonesia y Tailandia; en 1998 en Rusia; en 1999 en Brasil. La contención de estas crisis fue lo que hizo que el presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, el secretario del Tesoro Robert Rubin y Larry Summers, el número dos de Rubin, se ganaran el sobrenombre de «Comité para Salvar al Mundo».23 En 2001 se hizo patente lo que sucedía cuando no estaban disponibles los superhéroes estadounidenses. Con la administración Bush totalmente distraída por los atentados terroristas del 11 de septiembre, la especulación financiera se centró en Argentina. Pese a haber recibido un préstamo de 22.000 millones de dólares del FMI, la situación de Argentina se volvió insostenible sin el respaldo de Estados Unidos; el 80 % de la deuda privada de Argentina estaba denominada en dólares, mientras que solo el 25 % de la economía argentina estaba orientada a la exportación.24 En diciembre de 2001, mientras los dólares salían del país, el Gobierno argentino suspendió el acceso a las cuentas bancarias. En medio de disturbios que costaron la vida a veinticuatro personas, el gobierno se desmoronó. El 24 de diciembre de 2001, Argentina anunció la suspensión del pago de la deuda, que ascendía a 144.000 millones de dólares de deuda pública, incluidos 93.000 millones adeudados a acreedores extranjeros. El valor del peso se desplomó de 1:1 a 3:1 frente al dólar, provocando la quiebra de los deudores en dólares. La economía retrocedió hasta niveles nunca vistos desde principios de los años ochenta. A comienzos del siglo XXI, más de la mitad de la población argentina vivía por debajo del umbral de la pobreza.25

China no tenía ninguna intención de convertirse en víctima de una parada súbita o en el necesitado receptor de ayuda estadounidense.26 Para invertir el balance de riesgos, cuando Pekín fijó su tipo de cambio eligió uno que no era demasiado elevado, sino demasiado bajo. Era lo que habían hecho Japón y Alemania en los años cincuenta y sesenta.27 Era una receta para el crecimiento basado en las exportaciones, pero generó sus propias tensiones. La subvaluación de la moneda hizo que las importaciones fueran más caras de lo necesario, lo que hizo descender el nivel de vida de los chinos. Al tener un superávit comercial con Estados Unidos y comprar bonos del Estado estadounidenses, la pobre China estaba exportando capital al rico Estados Unidos, financiando a los consumidores estadounidenses para que compraran los productos de sus nuevas y enormes fábricas. Además, el mantenimiento del tipo de cambio artificialmente bajo fue una batalla en sí misma. Con un superávit comercial con Estados Unidos que aumentó de 83.000 millones de dólares en 2000 a 227.000 millones en 2009, para mantener el valor del yuan bajo, el banco central chino tenía que comprar continuamente dólares y vender su propia divisa. Para ello emitió yuanes. En condiciones normales, esto habría dado rienda suelta a la inflación interna, eliminando cualquier ventaja competitiva y generando malestar social. Así pues, para «esterilizar» los efectos de su propia intervención, el Banco Popular de China exigió a todos los bancos chinos mantener unos niveles de reservas cada vez mayores, retirando en la práctica moneda en circulación. Fue una situación de gran desequilibrio, solo posible por la gran complicidad existente entre la élite política china y sus líderes empresariales, una relación basada en su afiliación común al Partido Comunista, la coacción y el beneficio mutuo. Las empresas chinas y sus propietarios, los nuevos oligarcas, se beneficiaron enormemente del gigantesco auge del desarrollo impulsado por las exportaciones.28 Los campesinos y los trabajadores chinos perseguían el sueño de la prosperidad urbana. Entre tanto, las gigantescas reservas de divisas de Pekín eran la mejor garantía para que, en caso de crisis, China mantuviera su soberanía.

Con tantas monedas vinculadas al dólar, sin la posibilidad de ajustar la competitividad de las exportaciones mediante la devaluación o la apreciación, no fue una sorpresa que la economía mundial se polarizara en países con excedentes de exportaciones y con déficits de importaciones. Solo en los tres primeros meses de 2005, Estados Unidos registró un déficit por cuenta corriente (un exceso de pagos al extranjero por el comercio de bienes y servicios y rentas de inversión) de casi 200.000 millones de dólares. Durante el año ascendió a 792.000 millones y en 2006 mostraba señales de un deterioro aún mayor. Para los países en el lado del superávit de los «desequilibrios mundiales», los llamados fondos soberanos (SWF, por sus siglas en inglés) se convirtieron en enormes depósitos de capital. Según los cálculos del Instituto Peterson de Economía Internacional de Washington D. C., en 2007 los fondos soberanos de inversión de los mercados emergentes poseían al menos 2 billones de dólares en activos, además de los billones en reservas de sus bancos centrales.29 La Autoridad Monetaria de Arabia Saudí rebosaba de liquidez, al igual que los fondos soberanos de Noruega y Singapur. Algunos SWF hicieron inversiones en valores arriesgadas. La Administración Estatal de Cambio de Divisas de China buscaba rendimientos seguros y previsibles. Los activos seguros preferidos fueron la deuda pública estadounidense a largo plazo y los valores garantizados por el Gobierno estadounidense.

Nota: Estimaciones ajustadas para tener en cuenta las participaciones belgas y los flujos británicos.

Fuente: Brad Setser, «How Many Treasuries Does China Still Own?», Follow the Money (blog), Council on Foreign Relations, 9 de junio de 2016, https://www.cfr.org/blog/howmany-treasuries-does-china-still-own

Los desequilibrios eran preocupantes, pero, al menos en lo que respectaba a los países con superávit, auguraban que el primer impacto en caso de una corrección lo soportaría la otra parte. Era Estados Unidos, la gran economía deficitaria del mundo, la que sufriría una devaluación de su moneda y un incremento de los tipos de interés cuando los inversores extranjeros abandonaran los activos estadounidenses.

Este escenario era el que tanto preocupaba a Orszag, Rubin y el senador Obama. Y no eran los únicos. En la prestigiosa revista del Consejo de Relaciones Exteriores, Foreign Affairs, Peter G. Peterson, presidente del consejo, del Instituto de Economía Internacional y del grupo de capital privado Blackstone, alertó del doble déficit estadounidense.30 Los economistas Nouriel Roubini y Brad Setser advirtieron de que si los inversores llegaban a perder la confianza, Estados Unidos se podría enfrentar a una repentina depreciación del dólar y a una enorme subida de los tipos de interés.31 Podría ser la peor recesión desde la segunda guerra mundial.32 Y Estados Unidos no solo se enfrentaría a una depresión. Sería humillada por el creciente poder de Asia. Naturalmente, si Estados Unidos sufría una crisis, China también se vería perjudicada.33 Niall Ferguson y Moritz Schularick acuñaron el término «Chimérica» para describir la compleja relación económico-financiera entre China y Estados Unidos.34 A Larry Summers, que después de presidir el Tesoro ejerció durante un aciago período como rector de Harvard, le evocaba recuerdos de la destrucción mutua asegurada de la época de la guerra fría. Dijo ante una audiencia en Washington que lo que sustentaba la economía mundial era el «equilibrio del terror financiero».35 La diferencia era que, durante la guerra fría, la economía había sido el punto fuerte de Estados Unidos y ahora la baza de Estados Unidos consistía en confiar en ser simplemente «demasiado grande» para que China lo dejara caer. No era un diagnóstico muy tranquilizador.

III

Para mitigar estos desequilibrios, la solución obvia que reclamaba el Proyecto Hamilton era la austeridad fiscal. Reducir el déficit federal, contraer la demanda interna y reducir las importaciones de productos y fondos chinos. Pero a la administración Bush no parecía importarle. En 2004, el ex secretario del Tesoro Paul O’Neill, destituido en 2002, publicó un revelador resumen de los primeros tiempos de la administración Bush. Contenía algo que obsesionaba a los responsables de políticas económicas. En noviembre de 2002, O’Neill intentó advertir al vicepresidente Dick Cheney de que el aumento de los «déficits presupuestarios [...] constituía una amenaza para la economía». Cheney se limitó a interrumpirle con el siguiente comentario: «Ya sabes [...] Reagan demostró que los déficits no importan». Los republicanos habían ganado las elecciones legislativas de mitad de mandato; la reducción de impuestos era lo que se «esperaba» de los republicanos. Al cabo de un mes, O’Neill fue despedido.36 Para los demócratas rubinitas, esto no solo demostraba un desconocimiento de la economía, también era un escándalo político. Siguiendo los pasos de George Bush padre, habían pasado años angustiosos subsanando los déficits de Reagan. Si se imponía la versión del republicanismo de Cheney, se socavaban los pilares de la alternancia del sistema bipartidista estadounidense. ¿Cómo podían los demócratas aplicar una política económica «nacional» responsable si los republicanos percibían la economía como un recurso a exprimir para beneficiar a sus electores privilegiados? Como comentó con pesar Brad DeLong, subsecretario adjunto de políticas económicas del Tesoro en la administración Clinton: «Rubin y nosotros, los subalternos, movimos cielo y tierra para restablecer el equilibrio fiscal en la administración estadounidense y aumentar la tasa de crecimiento económico. Sin embargo, al final resultó que lo que hicimos [...] fue permitir la lucha de clases de derechas de George W. Bush: su impulso de una mayor desigualdad en los ingresos después de impuestos».37

La cuestión era acuciante ya que, tras las trascendentales elecciones de noviembre de 2006, el control de la Cámara de Representantes y del Senado cambió de manos. En un giro de los acontecimientos que solo puede calificarse de fatídico, serían los demócratas quienes tendrían el poder en el Congreso durante la mayor crisis del capitalismo estadounidense desde los años treinta. Pero eso ocurriría en el futuro. En 2006, la cuestión era si los demócratas, al ser la nueva fuerza en el Capitolio, debían volver a asumir la responsabilidad de reducir el déficit. Muchos en el partido, sobre todo los del ala izquierdista, se preguntaban por qué debían aceptar esa carga.38 Como señaló un centrista: «En el caso de la responsabilidad presupuestaria, hacen falta dos para bailar un tango y, dado que el Partido Republicano no quiere bailar, los demócratas no se pueden permitir asumir toda la responsabilidad».39 Tal vez la mejor manera de prevenir otra «ofensiva polarizadora de la riqueza» de un Congreso republicano sería gastar tanto en obras públicas, asistencia social y creación de empleo, que ni siquiera un republicano considerara la posibilidad de introducir más reducciones fiscales. Como DeLong observó con resignación, las «políticas presupuestarias que crean superávit establecidas por Robert Rubin y compañía en la administración Clinton habrían sido muy beneficiosas para Estados Unidos si dicha administración hubiera tenido un sucesor normal. Pero ¿cuál es la política presupuestaria adecuada que debía seguir una futura administración demócrata cuando no existe ninguna garantía de que vuelva a haber un sucesor republicano “normal” alguna vez?».40

A la vista de este dilema, las situaciones catastróficas evocadas por Orszag y Rubin adquieren un significado diferente. Tenían tanto que ver con controlar la agenda dentro del Partido Demócrata como con ganarse a los republicanos. Si todo lo que había en juego en la lucha sobre el déficit era un punto porcentual de crecimiento económico aquí o allá, ¿por qué no debían anteponer los demócratas sus propias preferencias partidistas? Pero si la amenaza era un desastre al estilo de Weimar, entonces el ala izquierdista de los demócratas se avendría y daría prioridad al recorte presupuestario.

En vista del estancamiento político en la política presupuestaria y los evidentes desequilibrios de la economía estadounidense, los otros agentes que cabía esperar que empezaran a actuar eran los poderosos guardianes de la Junta de la Reserva Federal. Bajo la presidencia primero de Paul Volcker (1979-1987) y después de Alan Greenspan (1987-2006), la autoridad del banco central estadounidense alcanzó nuevas cotas. En lo que atañe a su autoridad competente y a su inexpugnable posición dentro de la estructura del Gobierno estadounidense, llegó a rivalizar con el aparato de seguridad del país.41 Sin embargo, lo irónico fue que a medida que la reputación y la autoridad de la Fed aumentaban, el instrumento clave de su política parecía perder eficacia. El tipo de interés a corto plazo fijado por la Fed ya no parecía estar marcando el ritmo del resto de la economía.

Tras la quiebra de las puntocom, Greenspan había rebajado los tipos al 3,5 %. Después de los atentados del 11 de septiembre, hubo nuevas bajadas, que llegaron al 1 % en el verano de 2003. Después, a partir de 2004, la Fed empezó a subir los tipos. En vista del déficit comercial de Estados Unidos y de su rápido auge interno, era la receta estándar, que debía incrementar el ahorro privado y restringir la inversión.42 Pero para consternación de la Fed, los resultados fueron escasos. Lo más sorprendente fue que cuando la Fed subió los tipos a corto plazo, las tasas en los mercados de bonos a largo plazo no respondieron. Había demasiados compradores de bonos a largo plazo, lo que hacía que aumentaran los precios y disminuyeran los rendimientos. No debería haber sido una sorpresa.43 Al fijar sus monedas con el dólar, muchos de los socios comerciales de Estados Unidos no solo impidieron una tendencia a la baja del dólar, lo que podría haber restablecido la competitividad del país, sino que también evitaron la apreciación de la moneda estadounidense, que normalmente habría acompañado a una subida de los tipos de interés. Con unos tipos de cambio fijos, un aumento de los tipos no reduciría la oferta de crédito. Tuvo el efecto contrario: hizo que fuera más atractivo invertir en Estados Unidos, lo que atrajo un mayor flujo de fondos extranjeros.

La Fed se encontró atrapada entre la determinación de China de vincular su moneda y la negativa del Congreso a contener el déficit presupuestario estadounidense. La desequilibrada senda de crecimiento de China creó un exceso de ahorro que había que invertir en el extranjero. Los títulos del Tesoro estadounidense con calificación AAA eran el activo reserva preferido. Una de las primeras aportaciones al debate político del economista de Princeton Ben Bernanke, recién nombrado miembro de la Junta de la Reserva Federal, fue acuñar la expresión «exceso de ahorro mundial» para describir esta situación en la que el principal instrumento político de la Fed perdió su influencia en la economía.44 La disponibilidad de financiación extranjera obstaculizó los esfuerzos de la Fed para subir los tipos de interés. Al mismo tiempo, redujo la presión al Congreso para que endureciera la política fiscal. La afluencia de capital hizo bajar los tipos de interés estadounidenses, estimulando el auge económico nacional y atrayendo importaciones, sobre todo de China. Pero, a menos que se produjera un cambio de parecer en el Congreso o una liberalización general de los tipos de cambio, poco podía hacer la Fed. Este fue el ambiguo legado que se encontró Bernanke el 1 de febrero de 2006, cuando se hizo cargo de la presidencia de la Reserva Federal.

Bernanke, un personaje apacible y de perfil bajo, no tardaría en llegar a ocupar un lugar muy destacado en la historia de la economía mundial. Acabaría siendo un ejemplo excepcional y significativo de la posibilidad de «aprender de la historia». En noviembre de 2002, durante la fiesta de cumpleaños de Milton Friedman y Anna Schwartz, la coautora con Friedman de la monumental A Monetary History of the United States, 18671960, la biblia del monetarismo, Bernanke prometió: «Me gustaría decirles a Milton y Anna algo sobre la Gran Depresión. Tenían razón. Lo sentimos mucho. Pero, gracias a ustedes, no volverá a pasar».45 En vista de la asociación forjada en los años setenta entre el monetarismo y la lucha contra la inflación, se podría confundir fácilmente la promesa de Bernanke con el clásico compromiso de un banquero central con la estabilidad de los precios. En realidad, Bernanke se estaba comprometiendo con la estabilidad de precios, pero lo que prometía era prevenir la deflación, no la inflación. La lección de los años treinta era que la Fed debía actuar con celeridad no solo para evitar que la oferta monetaria se ampliara excesivamente, sino también para impedir que las quiebras bancarias la hicieran estallar.46 Bajo la vigilancia de Bernanke, no habría deflación. Esta firme determinación, encarnada por el nuevo presidente de la Reserva Federal y compartida por el grueso de encargados de la política estadounidense, definiría la respuesta de la política monetaria a la crisis. En el proceso, Bernanke redefinió lo que puede hacer un banco central en tanto que organismo de gobierno moderno. En vista del peso de esta idea, resulta fácil olvidar lo anodino que pareció su nombramiento en aquel momento. Era una persona competente, sin ego desmesurado, un republicano serio y moderado. En términos políticos, fue conocido, sobre todo, por su convicción de que la mejor manera de perpetuar la era de la gran moderación, en la que tanto el desempleo como la inflación estaban fluctuando mucho menos que nunca, era adoptar un enfoque de la formulación de políticas basado en normas que describió como «discrecionalidad limitada».47

Al ser un economista que conocía bien la desastrosa historia del patrón oro en los años veinte y treinta, Bernanke era muy consciente de los peligros que entrañaba un sistema de tipo de cambio fijo desequilibrado. Era extremadamente crítico con la política monetaria china.48 Pero las relaciones entre los bancos centrales son siempre correctas. No correspondía a la Fed dar lecciones a los chinos sobre política monetaria. Las mismas normas no se aplicaban al Tesoro o al Congreso de Estados Unidos. A principios de los años 2000, se empezaron a tramitar decenas de proyectos de ley en el Congreso en los que se acusaba a China de manipular divisas contraviniendo las normas de la OMC y donde se exigían sanciones. Estas iniciativas fueron las que suscitaron temor al «proteccionismo populista» en círculos como el Proyecto Hamilton. En julio de 2005, para aliviar la presión sobre la economía estadounidense, China empezó a permitir una lenta apreciación de su moneda. Con el tiempo, esto provocaría una reevaluación del 23 %, pero fue sumamente lenta.

Para acelerar las cosas, algunos en Washington se decantaron por activar el FMI. ¿Por qué el órgano de control monetario mundial no estaba exigiendo a China que abordara el desequilibrio de su balanza de pagos? En septiembre de 2005, el subsecretario del Tesoro Tim Adams comentó en un discurso muy difundido que el FMI parecía estar «dormido al volante».49 Sin embargo, la promoción del FMI como árbitro tenía graves consecuencias. No cabía esperar que China aceptara consejos del FMI hasta que tuviera una representación en el Directorio del FMI acorde con su tamaño. Además, Pekín esperaría que el control del FMI se aplicara también a Estados Unidos. No era probable que ese control agradara a una Casa Blanca republicana.50 Descartados el ajuste impulsado por el mercado o la supervisión internacional, el equilibrio del «terror financiero» se gestionó mediante la diplomacia de cumbres al estilo de la guerra fría. No fue una coincidencia que el presidente Bush eligiera como su último secretario del Tesoro a Hank Paulson. Paulson, al igual que Rubin, llegó al Tesoro después de haber sido presidente ejecutivo de Goldman Sachs. Pero aparte de sus credenciales en la banca de inversión, lo que recomendaba a Paulson para el puesto era su reputación de tener mucha experiencia con China. Le gustaba presumir de que, desde la matanza en la plaza de Tiananmén, había visitado China en setenta ocasiones.51 No tenía un cariño especial a instituciones multilaterales como el FMI. Prefería el diálogo bilateral, lo que algunos habían empezado a llamar «G2».52 Una de las primeras medidas de Paulson fue entablar un diálogo estratégico y Económico entre Estados Unidos y China y encargarse personalmente de la parte estadounidense.53

IV

En el otoño de 2007, aun cuando una crisis bastante diferente asomaba en el horizonte, el dólar seguía siendo el centro de atención. The Economist advertía de un «pánico del dólar».54 El semanario alemán Der Spiegel anunciaba un «Pearl Harbor sin guerra». Se informó de que Bill Gross, el magnate del gigante de la gestión de fondos PIMCO, estaba vendiendo activos en dólares, al igual que el multimillonario inversor Warren Buffett. En noviembre de 2007, Bloomberg informó de que la supermodelo mejor pagada del mundo, la brasileña Gisele Bündchen, había exigido a Procter & Gamble cobrar en euros para promocionar su marca Pantene. Bündchen, con un patrimonio superior a los 300 millones de dólares, no podía permitirse ignorar la tendencia de los mercados de divisas. Mientras tanto, la estrella del hip hop Jay-Z se dedicaba a enseñar fajos de euros en MTV.

Si el euro era la nueva joya ostentosa, ¿significaba eso que el dólar estaba a punto de pasar de moda? En el verano de 2007, un año antes de que le fuera concedido el premio Nobel, Paul Krugman esbozó la lógica de lo que describió como un «momento Coyote», en el que los inversores extranjeros se darían cuenta de repente de que no había nada que sostuviera a la moneda estadounidense salvo su propia dinámica de adquisición de dólares.55 Al igual que el personaje de dibujos animados suspendido en el aire por el movimiento propulsor de sus piernas, el dólar pendía sobre un precipicio. Krugman tranquilizaba a sus lectores diciendo que era reconfortante que la mayor parte de las deudas de Estados Unidos fueran en su propia moneda, lo que amortiguaría el impacto de la caída del dólar. No sería Argentina. Pero si la Fed se veía de pronto obligada a subir los tipos de interés, Estados Unidos se enfrentaría a una fuerte contracción. «No será divertido», concluía Krugman.

Los mejores y más brillantes de la política económica estadounidense no se equivocaron al preocuparse por el desequilibrio sinoestadounidense. De haber estallado, habría sido una catástrofe. Diez años después, este escenario todavía se cierne sobre la economía mundial. La amenaza de una crisis fue contenida en 2008 porque había profundos intereses en ambas partes y porque Washington y Pekín lo abordaron como un tema de la máxima prioridad. Desde un principio, las relaciones financieras sinoestadounidenses estuvieron explícitamente politizadas y se entendieron como un asunto «diplomático de una gran potencia». Nadie se hizo ilusiones de que se trataba simplemente de una relación de mercado, de un asunto de negocios normal. Cuando a Paulson le preocupaba una liquidación masiva de dólares por parte de China, sabía a quién llamar en Pekín. La analogía de la guerra fría de Larry Summers resultó ser más apropiada de lo que supuso. El equilibrio del terror financiero se mantuvo.56 Pero mientras tanto, se hizo cada vez más evidente que la élite estadounidense encargada de formular políticas se había centrado, como lo expresaría Bradford DeLong, en la «crisis equivocada».57 La crisis que se asociará para siempre con 2008 no fue una crisis de deuda soberana estadounidense motivada por una liquidación masiva de China, sino una crisis plenamente inherente al capitalismo occidental, un colapso de Wall Street impulsado por los préstamos de alto riesgo tóxicos que amenazaba con arrastrar a Europa.

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