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II. La crisis mundial » Capítulo 13. Arreglar Wall Street

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Capítulo 13

ARREGLAR WALL STREET

La «confianza» es uno de los conceptos más volubles en economía. En 2007-2008 fue la pérdida de la confianza en la titulización de hipotecas, los mercados monetarios y los bancos la que echó abajo la casa e hizo necesarios los rescates. En 2009, la confianza seguía siendo el problema. Pero para entonces eran los déficits públicos y la supuesta amenaza para los inversores de bonos los que acaparaban los titulares. En vista de las condiciones que imperaban entonces en los mercados de bonos, las limitaciones que esta inquietud impuso a la política fiscal fueron un triunfo de la ortodoxia centrista previa a la crisis sobre la realidad de la situación posterior a la misma. Pese a que los vigilantes de bonos nunca aparecieron, millones de desempleados pagaron el precio de la incapacidad de mantener el estímulo fiscal. Y las consecuencias rebasaron el mercado laboral. Supuestamente, el objetivo de limitar la política fiscal era mantener la confianza y crear un espacio para la recuperación del sector privado. Pero ¿de dónde debía proceder? El mercado inmobiliario seguía hundiéndose. Los hogares necesitaban saldar sus deudas y sanear sus maltrechas finanzas. La mejora tendría que provenir de la inversión empresarial. Para ello era preciso que hubiera estabilidad financiera y crédito fácil, y de ahí el camino llevaba de vuelta a las instituciones que habían estado en el origen de la quiebra de la confianza en 2008, los bancos y sus peligrosos balances. Tras haber descartado una respuesta fiscal a gran escala por proteger la confianza, resucitar a los bancos parecía, a falta de algo mejor, la vía más prometedora hacia la recuperación.

Aunque el gran pánico general de septiembre de 2008 ya había pasado, los bancos seguían siendo muy frágiles. Cuando la magnitud de las pérdidas empezó a ser evidente (en mayo de 2009 el FMI calculó reducciones del valor contable de 1,5 billones en todo el mundo), las primas de los seguros contra impago de las deudas bancarias aumentaron a 300 puntos básicos en la zona euro y 400 puntos básicos en Estados Unidos.1 Con estos aumentos, la nueva financiación bancaria era prohibitivamente cara. Y en la primavera de 2009, Bank of America y Citigroup, dos de los bancos comerciales más grandes de Estados Unidos, aún seguían estando en peligro.2 Bank of America estaba digiriendo los horrores del balance de Merrill Lynch. En Citigroup la situación era todavía peor. Pese a la doble inyección de capital del Tesoro y la segregación de unos 300.000 millones de sus activos más tóxicos, en mayo de 2009 las acciones de Citi cotizaban a 97 céntimos.3 La Fed de Nueva York estaba haciendo planes para llevar a cabo una operación de rescate que exigiría garantizar toda su deuda y 500.000 millones en depósitos extranjeros. Mientras tanto, en lugar de reconocer el trauma político causado por los rescates de 2008, los banqueros, con su autocomplaciente aislamiento, seguían llevándose la mayor parte de los ingresos que generaban.

En Gran Bretaña, el caso más notorio fue el de RBS, un banco que para entonces estaba mayoritariamente en manos del Estado y que anunció en febrero de 2009 que tenía la intención de pagar bonificaciones por un valor de 1.000 millones de libras.4 En Estados Unidos, las cifras fueron muy superiores. En 2008, tras haber sufrido pérdidas por valor de decenas de miles de millones, Wall Street pagó a sus altos directivos bonus por valor de 18.400 millones de dólares, una cantidad dos veces y media superior a la aprobada por el Congreso para modernizar las infraestructuras de banda ancha, una de las prioridades del presidente. De haber retenido estos fondos, los bancos habrían contribuido sustancialmente a su recapitalización.5 Pero los bancos de inversión no eran sociedades anónimas convencionales. Eran sociedades gestionadas principalmente en beneficio de su élite directiva, que esperaba cobrar pasara lo que pasase. En 2008, Merrill Lynch pagó 4.000-5.000 millones de dólares en bonus. Y se aseguró de hacerlo antes de lo normal en el mes de diciembre de 2008, justo después de que la firma revelara unas pérdidas en el cuarto trimestre de 21.500 millones y días antes de hundirse y acabar en manos de Bank of America.6 Pero de todos los escándalos relacionados con las bonificaciones, el que realmente llamó la atención de la opinión pública fue el de AIG. Cerró el cuarto trimestre de 2008 con 61.700 millones de pérdidas, las mayores en la historia corporativa de Estados Unidos. Sin embargo, el 16 de marzo de 2009, la compañía anunció que su división de productos financieros, que había sido la principal responsable del vertido tóxico, iba a abonar 165 millones en bonus, una cifra que podría aumentar hasta los 450 millones. Incluso el presidente Obama expresó su «indignación» y pidió que se resarciera a los contribuyentes estadounidenses.7 ¿Qué se debía hacer?

I

Una opción era la nacionalización. Era lo que los británicos habían obligado a hacer a Lloyds-HBOS y RBS. Los bancos alemanes Commerz e Hypo estaban en manos del Estado. Los economistas mencionaron el ejemplo positivo de Suecia, que cuando se enfrentó a una grave crisis bancaria en los años noventa, adoptó medidas radicales. Tras nacionalizar y reestructurar sus bancos, la economía se había recuperado con rapidez. En cambio Japón había postergado la reestructuración y la recapitalización de sus bancos y languidecía desde entonces. Quizá la solución era seguir el ejemplo de Suecia, dividir los megabancos estadounidenses, reestructurarlos, recapitalizarlos y después devolverlos al mercado. Lo que en otro tiempo se habría tildado de ludita, era por entonces mero sentido común. En febrero de 2009, el ex presidente de la Fed Alan Greenspan, que de joven había sido discípulo de Ayn Rand, le dijo al Financial Times: «Puede que sea necesario nacionalizar temporalmente algunos bancos para facilitar una reestructuración rápida y ordenada [...] Entiendo que es algo que hay que hacer una vez cada cien años».8 El senador republicano por Carolina del Sur Lindsey Graham opinó en una cadena de televisión que «[e]sta idea de nacionalizar los bancos no es agradable [...] [p]ero creo que tenemos tantos activos tóxicos distribuidos por toda la comunidad bancaria y financiera en el mundo, que vamos a tener que hacer algo que nadie habría imaginado hace un año y que a nadie le gusta».9

La intensidad del rechazo hacia los bancos a principios de 2009 era tal, que el presidente Obama tuvo que pronunciarse. En una conferencia de prensa celebrada el 10 de febrero de 2009, sacó a colación los ejemplos internacionales de los que todo el mundo hablaba. Reconoció la desalentadora experiencia de Japón en los años noventa con su chapucero rescate y admitió que a Suecia le había ido mucho mejor después de nacionalizar los bancos. «Al ver lo que hicieron se podría pensar que Suecia es un buen modelo», prosiguió Obama. Pero el presidente nunca se sintió cómodo con la comparación: «Ese es el problema —señaló Obama—. Suecia tenía como cinco bancos [risas]. Nosotros tenemos miles. La escala de la economía y de los mercados de capitales estadounidenses es enorme [...] Nuestra conclusión fue que no tenía sentido. Y también tenemos tradiciones diferentes en este país [...] Obviamente, Suecia tiene una cultura diferente en lo que respecta a cómo se relaciona el gobierno con los mercados, y Estados Unidos es diferente. Y queremos conservar la firme convicción en que el capital privado satisface las necesidades de inversión básicas de este país. Por eso lo que hemos intentado hacer es aplicar parte de la mano firme que será necesaria, pero de un modo que también reconozca que tenemos mercados de capital privado grandes y que, en última instancia, serán la clave para conseguir que vuelva a fluir el crédito».10

No solo era el Obama más elocuente, también era toda una clara declaración de principios. Las «necesidades de inversión básicas de este país» eran un asunto que competía al «capital privado». El gasto del estímulo estatal, ya fuera en infraestructuras o en educación, era secundario. Lo fundamental era sacar a flote a los bancos. Eso era justamente lo que quería oír el hombre que aplicaría la «mano firme» que Obama prometía, Tim Geithner, el secretario del Tesoro. Para Geithner, la nacionalización nunca había sido una opción. En 2008, mientras estaba en la Fed de Nueva York, había sido testigo de la gravedad del pánico en los mercados. Había visto las peleas por Bear y Fannie Mae y Freddie Mac. Había estado presente en la sala, junto con Paulson, Bernanke y Bair, la tarde del lunes 13 de octubre en que obligaron a los banqueros a aceptar capital del TARP. Ya era suficiente. Para Geithner, haber seguido adelante con las nacionalizaciones en 2009 habría sido un «error político profundamente transformador».11

Pese al frente unido contra la opción sueca que representaban Obama y Geithner, en vista del resentimiento público en ebullición y el goteo de escandalosas revelaciones sobre los rescates, el camino que había que seguir no estaba nada claro. Larry Summers y Christina Romer, los principales economistas de la administración, se inclinaban por el ejemplo sueco, al igual que Paul Volcker. Tal vez lo que necesitaba el sistema financiero estadounidense era una reestructuración breve y enérgica bajo control estatal. El debate se volvió tan intenso, que la tarde del 15 de marzo de 2008 se convocó una reunión en la Casa Blanca para aclarar la situación.12 Ante la mirada del presidente, las discusiones se prolongaron durante varias horas antes de que Obama declarara con impaciencia que tenía que atender otros asuntos y que esperaba una conclusión al final de la noche. Después de que el presidente abandonara la sala, su malhablado jefe de Gabinete Rahm Emanuel tomó una decisión. Si la reestructuración y la recapitalización general de los bancos al estilo sueco iba a costar más de 700.000 millones de dólares, «y una mierda iba a suceder». Tras el TARP y el estímulo, y con la reforma sanitaria en trámite, Emanuel no podía pedir a los demócratas centristas de la Cámara que respaldaran más gasto. Los economistas tendrían que proponer otro plan.

En 2009, el problema ya no eran los bancos de inversión, que volvían a obtener beneficios. El problema eran los bancos comerciales con problemas. Citi era el que se encontraba en peor situación. Así pues, la reunión acordó que, en lugar de llevar a cabo una reestructuración global de todo el sistema bancario estadounidense, se debían destinar los fondos que quedaban del TARP a respaldar la «resolución» de Citigroup. Este gigantesco monolito sobredimensionado debía ser dividido, reestructurado y reducido, y se debían transferir los activos más tóxicos a un banco malo. Summers, sin alertar a Sheila Bair de la FDIC de la intensidad del debate que se estaba produciendo en la administración, había sondeado a esta sobre la posibilidad de crear un banco malo con 800.000 millones de dólares de los peores activos de Citi y transferir los costos a sus accionistas.13 El plan de Citi fue aprobado por Obama esa misma tarde y se encargó al Tesoro ultimar los detalles. Tendría que ser trascendental. Citigroup era enorme. Ya en 1998, su fusión con Travelers Group había supuesto el fin de los viejos tiempos de la «aburrida» banca comercial. Mantenía fuertes conexiones políticas con el Partido Demócrata a través de Rubin. Y la presión para actuar no hizo sino aumentar al día siguiente, cuando estalló el escándalo de las bonificaciones pagadas al personal directivo de AIG. El presidente estaba furioso y quería que se actuara. Los jefes de los trece bancos más importantes de la nación fueron convocados a una reunión en la Casa Blanca.14

En ese momento había verdadero temor en Wall Street a que la administración Obama estuviera a punto de ir a la guerra. En vista de lo impopulares que eran los bancos, habría sido una buena política, pero no sucedió. Pese a la decisión aprobada por el presidente el 15 de marzo, Geithner nunca estuvo de acuerdo con reestructurar Citigroup. Nunca nadie había intentado desenmarañar un banco tan complejo como Citigroup. No estaba claro que el Tesoro tuviera los recursos y la autoridad legal para llevarlo a cabo. Una reestructuración prolongada asustaría a los mercados. Según el análisis posterior elaborado por uno de los asesores más cercanos de Obama, el Tesoro «tardó en responder» a la propuesta de Citigroup.15 Aunque esta acción dilatoria rozaba la insubordinación, Obama se mostraba poco dispuesto a imponer su voluntad. Como habían sugerido sus comentarios sobre el «ejemplo sueco», distaba mucho de ser un radical en las cuestiones bancarias. Cuando Obama se enfrentó a los directores de los bancos el 27 de marzo, el ambiente era gélido. No los había convocado en Washington para castigarlos, sino para reconvenirlos. Instó a los banqueros a moderar sus compensaciones, remuneraciones y bonificaciones. «Ayudadme a ayudaros», rogó el presidente. Cuando varios de los directores justificaron en los términos habituales sus exorbitantes remuneraciones (sus actividades eran grandes y arriesgadas; competían contra una reserva de talentos internacional), el presidente les interrumpió, exasperado: «Cuidado con las declaraciones que hacen, caballeros. La gente no se las cree [...] Mi administración es lo único que hay entre ustedes y la horca».16

En la primavera de 2009, en lugar de pasar a la ofensiva, Obama y Geithner se posicionaron como la última línea de defensa del sistema financiero estadounidense. La misión que se habían encomendado era calmar a «las muchedumbres». Obviamente, representar el papel de policía bueno es una táctica de negociación de eficacia probada, pero normalmente se combina con demandas duras. Alguien tiene que hacer de policía malo. Lo destacable en 2009 era lo poco que la administración Obama pedía a cambio de la protección que ofrecía. Para sorpresa de los curtidos negociadores de Wall Street, el único tema que se puso sobre la mesa el 27 de marzo fue la limitación voluntaria de las remuneraciones. Era menos incluso de lo que Paulson había pedido seis meses antes cuando les había impuesto el TARP. En realidad, si alguien amenazaba con la horca a los bancos en la primavera de 2009 no era la izquierda, sino los populistas de derechas. Gracias a la atención que les prodigaba Fox News y la ayuda económica de oligarcas afines, se estaban organizando en el movimiento Tea Party. El blanco de su ira no era Wall Street, sino los liberales de la Casa Blanca. La incómoda verdad era que los obamitas no tenían horcas. La administración, denostada por la derecha y acusada por la izquierda de estar al servicio de Wall Street, según admitía el propio Geithner, iba a acabar en una «tierra de nadie» política.17

En sus primeros tiempos como secretario del Tesoro, se solía describir a Geithner como un antiguo ejecutivo de Goldman Sachs.18 En vista del precedente establecido por Paulson y Rubin, no era una sorpresa. Geithner daba el perfil. Tenía la precoz juventud y la agresividad de un exitoso banquero de inversiones. El registro de la Fed de Nueva York revelaba que durante el tiempo que Geithner estuvo allí, se relacionó habitualmente con los ejecutivos de Citigroup, donde su mentor Robert Rubin era el centro de atención.19 Y como secretario del Tesoro Geithner mantuvo estos hábitos.20 Pero, pese a cultivar relaciones en Wall Street, Geithner fue hasta 2013 un funcionario de carrera, y orgulloso de serlo. Geithner no se veía a sí mismo como un banquero, sino como un soldado, un hombre con fortaleza que trabajaba por el bien de la economía nacional y del pueblo estadounidense, dispuesto a asumir la carga moral de ensuciarse las manos, de hacer lo que fuera necesario en aras del interés público. Pero ¿cómo definía Geithner el interés público? Su compromiso era, ante todo, mantener la estabilidad del «sistema financiero», porque, en caso contrario, toda la economía estaba abocada al fracaso.21 Este era su principal dogma de fe. Los intereses de Estados Unidos y del sistema financiero estaban alineados. Para explicar sus actos no necesitamos suponer que se encontrara al servicio de ningún banco concreto. Era su compromiso con el sistema el que dictaba que no se debía dividir Citigroup. Y lo que era aún más importante, también se debía proteger a las instituciones clave de regulación financiera y del gobierno. Cuando Geithner se opuso a la nacionalización de los bancos, lo hizo tanto para proteger a las autoridades monetarias como a cualquier banco individual. Un ataque global contra Wall Street podía degenerar fácilmente en un ataque contra los organismos que supervisaban sus actividades. En 2009, «auditar a la Fed» era un grito de guerra tanto entre la derecha como entre la izquierda.

Con Geithner al mando, la respuesta del Tesoro a la crisis no consistió en enfrentarse a los «demasiado grandes para caer» dividiendo los bancos de mayor tamaño. Tampoco consistió en hacer valer los intereses del conjunto de la sociedad mediante una supervisión politizada. En su lugar, la solución del Tesoro fue incrementar la supervisión y las capacidades de gestión de los organismos reguladores estatales: el propio Tesoro, los reguladores clave y la Fed. Si las finanzas capitalistas eran un hecho, entonces habría que aceptar la necesidad de tratar con bancos gigantescos y mercados complejos y en rápida evolución. También había que aceptar que este sistema era proclive a las crisis. De hecho, las crisis eran inevitables. Lo único que se podía hacer era crear la capacidad suficiente para combatir la crisis a nivel nacional e internacional. En 2008, la Fed y el Tesoro habían intervenido a una escala espectacular cuyos efectos traspasaron las fronteras de la economía nacional estadounidense. En la cumbre del G20 celebrada en Londres, el FMI había conseguido las armas que necesitaba. Lo que el Tesoro pretendía en 2009 era seguir impulsando la consolidación a nivel nacional. Como desde octubre de 2008, giraría en torno a la recapitalización. A medida que los bancos se recuperaban del shock, no veían la hora de reembolsar los fondos del TARP. Para acelerar el proceso, la Fed y el Tesoro cooperaron para introducir un nuevo régimen de regulación y supervisión conocido como prueba de resistencia. Le seguiría un importante esfuerzo político para conseguir que se aprobara en el Congreso una legislación que legitimara y regularizara la supervisión de la estabilidad financiera. Cuando la grave crisis de 2008 se convirtiera en un recuerdo, cobraría forma una relación nueva y permanente entre los grandes bancos y las autoridades.

II

La Fed de Nueva York había adoptado la costumbre desde hacía algún tiempo de realizar, con fines exclusivamente internos, simulaciones de crisis en los principales bancos de Wall Street.22 En febrero de 2009, en su primer gran discurso como secretario del Tesoro, Geithner anunció que las llamadas pruebas de resistencia se convertirían en una actividad integral de la política pública. La Fed y el Tesoro inspeccionarían y certificarían la solvencia de todos los bancos importantes que operaran en Estados Unidos. Todos los bancos más grandes de Estados Unidos tendrían que presentar sus cuentas para ser auditadas. Los funcionarios de la Fed y el Tesoro aplicarían después a esos datos el escenario hipotético de gran estrés financiero, calculando las pérdidas que sufrirían los bancos y los recursos que podrían movilizar para resistir el golpe. En la práctica, el Tesoro y la Fed se convertirían en las principales agencias de calificación crediticia («Estados Unidos de Moody’s»), en árbitros oficiales de la solvencia y guardianes de confianza en el sistema financiero estadounidense.23 Los bancos que resultaran estar en riesgo tendrían que captar capital adicional. Los que no pudieran obtenerlo en el mercado de capitales privado, tendrían que aceptar fondos del TARP.

Al rechazar la opción sueca, el presidente Obama había mencionado a los «miles de bancos» de Estados Unidos. Cuando el presidente pronunció estas palabras, en Estados Unidos operaban 6.978 bancos comerciales. Pero estos nunca les importaron ni a Geithner ni a Bernanke. Le incumbían a la FDIC. Lo importante para la estabilidad del sistema eran los diecinueve grandes bancos cuyos activos superaban los 100.000 millones de dólares, unos 10 billones en total. Someter a estas entidades sumamente complejas a un escrutinio a fondo habría sido una tarea hercúlea. Las pruebas de resistencia eran más tácticas y ágiles. En un esfuerzo acelerado, un equipo improvisado formado por doscientos auditores, supervisores y analistas bancarios revisó las cuentas.24 El escenario de catástrofe que aplicaron distaba mucho de ser apocalíptico. Supusieron que el PIB caería solo un 2-3 %, el desempleo aumentaría al 8,5 % y el precio de la vivienda bajaría entre el 14 y el 22 %. Resultaron ser unas predicciones optimistas. Pero incluso partiendo de estas cifras y de las probabilidades de insolvencia, las conclusiones que se podían extraer eran sombrías. Además de las pérdidas por valor de 350.000 millones de dólares ya reconocidas en la primavera de 2009, según el escenario de la prueba de resistencia cabía esperar que los bancos afrontaran otros 600.000 millones en depreciaciones y cancelaciones a finales de 2010. Esto suscitaba la pregunta realmente clave: ¿cuánto capital sería necesario para que los bancos fueran seguros y poder devolver la confianza a los mercados? Era una cuestión de criterio. El Tesoro y la Fed sopesaron diversas opciones, desde solo 35.000 millones de dólares hasta 175.000 millones. El riesgo si anunciaban un enorme déficit de capital era que se pudiera quebrantar la confianza de manera irreversible. Por otra parte, si anunciaban una cifra demasiado baja, se socavaría la confianza en la prueba de resistencia.25

Según informes internos, los cálculos iniciales causaron consternación en los círculos bancarios. Bank of America tendría que obtener 50.000 millones de dólares en capital adicional y Citigroup tendría que captar 35.000 millones. Wells Fargo estaba tan consternado por la petición inicial de 17.000 millones, que amenazó con poner una demanda. Al final, llegaron a un acuerdo negociado. La mayor carga, con diferencia, fue la impuesta a Bank of America, que debía captar 33.900 millones para poder abandonar la sala de urgencias. La cuota de Wells Fargo se fijó en 13.700 millones. Según comentó su director de finanzas, «al final aceptamos la cantidad. No es que nos gustara necesariamente».26 Citigroup tenía más motivos para estar contento. Al permitir futuras fuentes de ingresos, el requerimiento de capital se redujo a solo 5.500 millones de dólares, una séptima parte de la cifra original.27 Era poco más de lo que el banco desembolsaría en bonificaciones ese año. Tras semanas de negociaciones, el 7 de mayo de 2009 se informó a la población de que los grandes bancos estadounidenses necesitaban captar una cantidad razonable, 75.000 millones de dólares.

Las pruebas de resistencia fueron un acto de equilibrismo que comenzó como un ejercicio de rigor contable y terminó en un juego de negociación y confianza.28 Ya fuera porque se lo creyeron o simplemente porque estaban encantados de descubrir lo útiles que estaban siendo el Tesoro y la Fed, los mercados respondieron bien. El diferencial entre los bonos empresariales muy seguros con calificación AA y el precio que los bancos pagaban por pedir prestado sobre sus bonos con calificación BAA cayó del 6 % al 3 %, reduciendo los costes de financiación. A la semana siguiente del comunicado se produjo un repunte sostenido del 10 % en las acciones bancarias, un punto álgido en el que los bancos más fuertes obtuvieron de inmediato 20.000 millones de capital adicional. El 19 de junio, los primeros nueve bancos reembolsaron los fondos y abandonaron el programa TARP. Durante los meses siguientes, los ocho bancos que aún participaban en el programa, incluidos los gigantescos Bank of America y Citigroup, recurrieron a toda clase de ardides en los libros de contabilidad y a toda la ayuda posible del IRS, el Fed y el Tesoro, muy cooperadores, para abandonar el TARP.29 En un período extraordinario de dos semanas en diciembre de 2009, Citigroup, Bank of America y Wells Fargo compitieron por captar un total de 49.000 millones de capital ordinario. La oferta de 19.300 millones de Bank of America fue la mayor oferta de acciones ordinarias de la historia de Estados Unidos.30 Inundaron el mercado y probablemente podrían haber obtenido más capital a un menor coste si hubieran prolongado la emisión durante varios meses. Pero las autoridades tenían prisa por poner fin al TARP y para los bancos el tiempo era vital. Cuanto antes pudieran reembolsar los fondos al Tesoro, antes podrían librarse de los límites sobre las remuneraciones impuestos a todos los receptores del TARP, lo que les permitiría retener al personal con talento y competir por él. Como comentó con tristeza Bair, todo giraba «en torno a las remuneraciones».31

Este era el guion que le gustaba a la administración. Una ligera intervención estatal había permitido al sector privado tomar la iniciativa y se había evitado la nacionalización. Como había prometido el presidente Obama, el «capital privado» satisfaría «las necesidades de inversión básicas de este país». Pero este relato jubiloso pasaba por alto las implicaciones más ambiguas de la maniobra. Las pruebas de resistencia sometieron a las cuentas de la cúspide de las finanzas estadounidenses a un intrusivo escrutinio no por parte de la población ni de los mercados, sino de equipos de supervisores bancarios del gobierno.

Asimismo, otorgaban un sello de aprobación oficial a actividades empresariales privadas con fines de lucro. Eran el ejemplo de un nuevo régimen de supervisión general anticipatoria, pero también de la implicación entre el aparato del Estado y los grandes bancos. Desde el punto de vista burocrático podía ser molesto y caro, pero también confería privilegios, concretamente la promesa implícita de que un banco que superara la prueba de resistencia sería considerado seguro por la Fed y el Tesoro. En caso de crisis, difícilmente se podría negar ayuda a un banco que hubiera superado la prueba. Entre este grupo de entidades estrictamente reguladas y con un firme respaldo no podía haber quiebras repentinas e imprevistas. Eliminado este riego, a esos bancos les resultaba mucho más barato emitir acciones y pedir dinero prestado. Un estudio calculaba que, tras la crisis, la ventaja en los costes de financiación de que disfrutaban los bancos más importantes en relación con los más pequeños se había duplicado con creces, del 0,29 al 0,78%. Para los dieciocho bancos estadounidenses más grandes esto representaba una ayuda anual de al menos 34.000 millones.32

III

Por tanto, no fue una sorpresa que los mercados recibieran de buen grado la noticia. Los bancos estaban, sin duda, en manos seguras. Con el respaldo implícito de las autoridades, finalmente se estabilizarían. Esto permitiría ganar tiempo para pensar en soluciones a más largo plazo. La administración Obama podía embarcarse en el enorme reto de llevar a cabo una reforma financiera.

En el plano político había muchos intereses en juego. En el verano de 2009, la Casa Blanca necesitaba urgentemente una «victoria». El estímulo era un fracaso en términos políticos. La reforma sanitaria topaba con una oposición irreductible. La reforma financiera como proyecto político estaba definida por la necesidad imperiosa de «hacer algo». Esto forjó una infame alianza entre el Tesoro de Geithner y los estrategas políticos del Ala Oeste encabezados por Rahm Emanuel. Salvo por su estilo pugilístico y una afición compartida por las palabrotas, la intensidad y la determinación de Emanuel y Geithner discurrían en direcciones opuestas, aunque complementarias. Para el fixer político Emanuel, lo único que importaba era anotar «puntos en el marcador». El contenido de la reforma financiera no era su problema. Por el contrario, para Geithner, que recelaba del Congreso, lo único importante era la aprobación de una legislación que otorgara el menor poder posible a los políticos «populistas» y maximizara las facultades discrecionales y la capacidad de actuación de los reguladores expertos. Sin embargo, para lograr este objetivo, el Tesoro tenía que enfrentarse al Congreso y en particular a los dos presidentes de los comités clave, Barney Frank en la Cámara y Chris Dodd en el Senado. También tenía que lidiar con reguladores como Sheila Bair de la FDIC. Y tenía que canalizar la energía de los activistas, en especial de Elizabeth Warren, la profesora de derecho en Harvard y defensora de los derechos de los consumidores, y frenar al omnipresente lobby bancario.33

El resultado fue un extenso texto legislativo de 849 páginas.34 En lugar de presentar una única tesis coherente, la Ley de Protección del Consumidor y de Reforma de Wall Street, conocida comúnmente como la ley Dodd-Frank, incluía un compendio de diagnósticos de la crisis. ¿Se debió la crisis a la depredación masiva de prestatarios mal informados? En ese caso, lo que se necesitaba era la Oficina para la Protección Financiera del Consumidor (Título X) de Elizabeth Warren. ¿Habían sido los opacos derivados OTC los que habían dinamitado el sistema? En ese caso, la solución era clara, operaciones con derivados basadas en el mercado (Título VII-Transparencia y rendición de cuentas de Wall Street). ¿Fue el reparto de responsabilidades en la extensa cadena de la titulización hipotecaria el que envenenó el pozo? En ese caso, se debía exigir a los responsables de las titulizaciones que se «jugaran el pellejo» (Título IX-Salvaguardas del inversor). ¿Era el tamaño de los bancos la causa de todos los problemas? ¿Eran, simplemente, demasiado grandes para caer? En ese caso, la respuesta era limitar los rescates y hacérselos pagar al sector (Título II-Autoridad de liquidación ordinaria), y poner un límite al crecimiento de los bancos (Título VI, apartados 622 y 623). ¿Habían usado los bancos de inversión el dinero de los clientes para correr riesgos? De ser así, lo que había que hacer era restituir las divisiones de los años treinta entre la banca comercial y banca de inversión mediante la llamada norma Volcker, que prohibía la «negociación por cuenta propia» (Título VI-La norma Volcker). Todas estas teorías sobre la crisis de 2007-2009 tenían una gran resonancia política. Todas ellas fueron incorporadas en el texto de la DoddFrank, repleto de digresiones. Muchas eran medidas razonables y útiles que corregían algunos de los desequilibrios más graves del sector de los servicios financieros. Pero, en general, tenían poco que ver con la implosión del sistema bancario paralelo con financiación mayorista que tiró la casa abajo en 2008.

El Tesoro tenía una idea más clara de la mecánica de la crisis. Quería más capital, menos apalancamiento y más liquidez. Y quería poderes centralizados en el Tesoro y la Fed para hacer frente al próximo desastre. Expuso detalladamente esta visión en un anteproyecto, que publicó en el verano de 2009.35 En muchos sentidos era bastante diferente a lo que se convirtió en la ley Dodd-Frank, pero no fue por casualidad. Muchas de las omisiones fueron estratégicas. Como señaló desvergonzadamente Geithner: «[N]o queríamos que el Congreso diseñara los nuevos coeficientes de capital, las restricciones al apalancamiento o los requisitos de cobertura de liquidez. Pese a sus defectos, los reguladores estaban mucho mejor preparados» para decidir sobre esas cuestiones técnicas. «La historia sugería que el Capitolio se dejaría influir fácilmente por el sector financiero y la política del momento; no creíamos que fuera el lugar adecuado para la complicada tarea de calibrar los amortiguadores del sistema financiero.»36 En otras palabras, el Tesoro y la Fed sabían cuáles eran los principales causantes de la crisis pero quedaron excluidos de la agenda legislativa. El Tesoro quería que el Congreso confiriera los poderes legales que Geithner creía que habían faltado en aquel crucial momento de septiembre de 2008. Si el desafío era estructurar una simbiosis más duradera entre Washington y Wall Street, era mejor hacerlo, en opinión del Tesoro, a través del Estado administrativo y regulador que mediante batallas campales en el Congreso.

Aunque el Tesoro trató de reunir a un coro de reguladores detrás de sus propuestas durante el verano de 2009, no tardó en darse cuenta de que tropezaría con la férrea resistencia de la FDIC y del Congreso. Ambos recelaban de la complicidad de la Fed y el Tesoro con Wall Street y de las mayores competencias que Geithner intentaba conseguir. Para garantizar la responsabilidad colectiva, Bair y Frank insistieron en que la supervisión de todo el sistema debían ejercerla no solo el Tesoro y la Fed, sino también un Consejo de Supervisión de la Estabilidad Financiera presidido por el Tesoro pero que reuniera a todos los reguladores clave. La idea de que las crisis las gestionara un comité horrorizó a Geithner. No obstante, en realidad el consejo contaba con muchas de las atribuciones que él quería. Tendría derecho a designar a las entidades financieras de importancia sistémica, a las que se podía someter a un régimen de mayor supervisión y regulación, incluidas las pruebas regulares de resistencia. Si un gran banco estaba a punto de causar una crisis sistémica, los derechos de intervención directiva del Consejo eran amplios. Todas las entidades de importancia sistémica tendrían que elaborar con antelación testamentos vitales que establecerían cómo se disolverían en caso de bancarrota. Y esta supervisión y este control se podían ampliar a los bancos extranjeros que operaban en Estados Unidos.

La Fed era crucial para la visión de Geithner del control en el futuro. Pero desde el punto de vista político era un desastre. Decir que la crisis perjudicó la imagen pública de la Fed sería quedarse corto. Polarizó y con el tiempo dio un vuelco a la política de la institución.37 En 2008, Bernanke, al igual que su predecesor Alan Greenspan, había gozado de más popularidad entre los republicanos que entre los demócratas. En 2010, era prácticamente igual de impopular entre ambos y en la derecha la fuerza del Tea Party iba en aumento. Mientras tanto, para Obama, Bernanke era un símbolo del bipartidismo que ansiaba. En agosto, el presidente anunció su nombramiento para cumplir un segundo mandato al frente de la Fed. La revista Time acabó 2009 nombrando a Bernanke hombre del año.38 Pero nada de ello sirvió para que se ganara el favor ni del ala derecha de los republicanos ni del ala izquierda del Partido Demócrata.39 En diciembre de 2009 y enero de 2010, el Senado fue testigo de graves enfrentamientos por el nuevo nombramiento de Bernanke. La Casa Blanca, desesperada por conseguir apoyos, movilizó a personalidades influyentes como Warren Buffett para que presionaran a favor de Bernanke. Para empeorar las cosas, al mismo tiempo Bernanke en persona hacía llamadas para tratar de impedir que el proyecto de ley de la reforma financiera de Dodd en el Senado arrebatara a la Fed la supervisión de los bancos más grandes.40

En su empeño por mantener a la Fed en el centro de la gestión financiera, Bernanke y Geithner se vieron obligados a sacrificar un peón. Aceptaron que se creara un organismo de protección del consumidor independiente, la Oficina para la Protección Financiera del Consumidor de Warren.41 Esto permitió a la campaña en favor de la reforma anotarse un importante triunfo, lo que encolerizó a los grupos de presión. En gran medida era irrelevante para la visión sobre la estabilización del sistema de Geithner y Bernanke. Podían aceptar la regulación de las tarjetas de crédito y de los créditos al consumo siempre que retuvieran la supervisión de los bancos con balances superiores a 50.000 millones de dólares. En realidad, la protección del consumidor y la regulación macroprudencial podían ser incompatibles. Como le comentó Larry Summers al presidente, la «junta de seguridad aérea no debería estar a cargo de proteger la viabilidad financiera de las líneas aéreas».42 Era razonable, pero cabía una observación adicional. Aunque hay muchas agencias de seguridad, no existen organismos encargados de garantizar la viabilidad financiera de las líneas aéreas o de ningún otro sector salvo el de los bancos. Se espera que las líneas aéreas se ocupen de sus propias finanzas. Pero Geithner y Summers preferían soslayar las ramificaciones de esta idea.

Tras la caída de Lehman, lo que más preocupaba al Tesoro era cómo se podía contener de manera segura a un megabanco en quiebra. Para Geithner, no existía ningún sustituto de la combinación que finalmente había estabilizado la situación en octubre de 2008: poderes amplios de garantía de la FDIC, preferiblemente en combinación con un aporte de liquidez general de la Fed y una recapitalización y una protección contra las pérdidas orquestadas por la Fed y el Tesoro. La crisis había demostrado que era necesaria una autoridad de resolución dotada de suficientes recursos para aquellos bancos que ya no se pudieran salvar. Pero había mal ambiente en el Congreso y Sheila Bair estaba en pie de guerra. En el fondo, la ley Dodd-Frank representaba un profundo rechazo de las prácticas de 2008. No habría más rescates pagados por los contribuyentes. La Fed podía ofrecer un aporte general de liquidez, pero tenía prohibido facilitar mecanismos hechos a medida para bancos concretos. Tras consultar con el presidente y la Fed, se exigió al Tesoro que sometiera a las entidades insolventes al control de la FDIC. Gestionaría el banco como si fuera un negocio en marcha con vistas a dividirlo y vender las partes. El único elemento de control que conservó el Tesoro fue la responsabilidad de financiar la resolución de la FDIC. Los costos se recuperarían después de que hubiera pasado la crisis mediante un gravamen impuesto al sector financiero. Bernanke y la Fed creían que podían tolerarlo. Al presidente de la Fed nunca le habían gustado las intervenciones ad hoc que había tenido que realizar en virtud de los poderes de emergencia del apartado 13(3). En opinión de Geithner, suponían una limitación alarmante. Como de costumbre, recurrió a su analogía favorita entre las crisis financieras y la seguridad nacional: «El presidente tiene poderes extraordinarios para proteger al país de amenazas contra nuestra seguridad nacional. Estos poderes van acompañados de limitaciones cuidadosamente definidas, pero permiten al presidente actuar con rapidez en casos extremos. El Congreso debe conferir al presidente y a los equipos financieros de primera respuesta los poderes necesarios para proteger al país de la devastación de las crisis financieras».43

Para Geithner, la «furia populista» de la «agenda de expiación» era una peligrosa distracción para la implacable tarea técnica de abordar una crisis.44 Pero el dolor y la angustia causados por la crisis eran fuerzas a tener en cuenta. Se manifestaban en la sociedad estadounidense en oleadas y uno de esos momentos fue a principios de 2010, cuando la ley Dodd-Frank alcanzó un punto crítico durante su dificultosa tramitación en el Congreso. Tres años después del estallido de la burbuja inmobiliaria, las consecuencias de la contracción del crédito y del desempleo masivo se dejaron sentir. Entre 2007 y 2009, se habían embargado 2,5 millones de casas y aún no se había tocado fondo. A comienzos de 2010, 3,7 millones de familias se habían retrasado más de noventa días en el pago de sus hipotecas. Millones trataban con dificultad de salir adelante y se retrasaban uno o dos meses en los pagos. A lo largo de los doce meses siguientes 1,178 millones de viviendas fueron embargadas durante el peor año de la crisis. Como los precios seguían cayendo, cada vez más propietarios pasaron a tener un patrimonio negativo. Como señaló un analista a principios de 2010: «Nos encontramos en el momento de máxima vulnerabilidad. El apego emocional de la gente a su propiedad se está desvaneciendo».45 En las zonas más afectadas, como Florida, el 12 % de las propiedades fueron abandonadas por sus propietarios o las embargaron los bancos. Las ejecuciones hipotecarias se realizaban a un ritmo tal, que estaban sujetas a procedimientos legales prácticamente automatizados que resultaron ser ruinosamente defectuosos. En medio de una maraña administrativa y jurídica de pesadilla, cada vez más víctimas se vieron afectadas por la crisis.

El contraste entre la suerte de Wall Street y la de Main Street resultaba cada vez más intolerable. Se había rescatado a los grandes bancos. Algunos de los jefes más desaprensivos podrían afrontar acciones legales, pero no se enfrentaban a la ruina personal. Se retiraron a disfrutar de sus vidas de riqueza y comodidades.46 Nadie había ido a la cárcel. Y los que estaban en la cúspide de Wall Street se estaban recuperando aparentemente sin avergonzarse ni reflexionar sobre lo ocurrido. En 2009, el pago de bonificaciones fue mejor que nunca y ascendió a 145.000 millones de dólares para los ejecutivos de los principales bancos de inversión, gestores de activos y fondos de cobertura frente a los 117.000 millones de 2008.47 Goldman obtuvo unos beneficios de 13.400 millones para sus accionistas y pagó a su personal 16.200 millones en remuneraciones y bonificaciones.48 Sorprendentemente, incluso Citigroup, que registró unas pérdidas de 1.600 millones en 2009 y solo sobrevivió gracias a la intervención estatal, desembolsó 5.000 millones en bonificaciones. Los banqueros estaban felices de dejar atrás el pasado, pero la población estadounidense, no. En la primavera de 2010, el índice de aprobación de Wall Street entre la población en general era del 6 %.49 Y los reguladores y sus abogados por fin estaban afrontando los acontecimientos de los tres últimos años. El 16 de abril de 2010, la SEC anunció que presentaría cargos contra Goldman Sachs por engañar a los inversores a los que había vendido bonos de titulización hipotecaria de calidad inferior. El anuncio desató una tormenta de indignación. Por fin uno de los peces gordos iba a tener que atenerse a las consecuencias. Para vergüenza de la administración, la ley DoddFrank no salió adelante gracias al impulso del Tesoro o la Casa Blanca, sino a una nueva oleada de furia popular.

Los ánimos estaban tan exaltados en la primavera de 2010, que una coalición formada por el Tesoro, demócratas centristas y grupos de presión empresariales bloquearon un intento de última hora de prohibir que cualquier banco que se beneficiara de la garantía de la FDIC participara en operaciones de derivados de cualquier clase. Para los bancos más grandes habría sido realmente oneroso. El compromiso resultante solo «excluyó» el 10 % de los derivados menos peligrosos. Una propuesta de última hora para abordar el problema de los «demasiado grandes para caer» fijando un límite máximo al tamaño total de los balances bancarios también fue bloqueada en el comité bancario por Chris Dodd y otros aliados «moderados». En el último momento, en mayo de 2010, se incorporó a la ley definitiva una enmienda vital, la enmienda Collins.50 La elaboró entre bastidores la FDIC y exigía que las normas de capital que la Fed y los reguladores establecieran para los bancos más grandes igualaran como mínimo el nivel exigido a los bancos más pequeños regulados por la FDIC. Bair quería revertir el favoritismo mostrado a los grandes bancos en el marco de Basilea II. También quería asegurarse de que los requerimientos de capital se aplicaran a los holdings y también a las filiales de la banca comercial. La Fed y el Tesoro se opusieron. Insistieron en que establecer los requerimientos de capital era una prerrogativa reguladora suya. Los bancos se quejaron de que las nuevas y exigentes normas de capital los obligarían a recortar el crédito en 1,5 billones de dólares. A final, todo se redujo a una lucha en el proceso de conciliación entre la Cámara y el Senado, en la que la senadora Susan Collins y Bair se impusieron con el respaldo de Dodd.

IV

La legislación Dodd-Frank, cuya entrada en vigor firmó Obama el 21 de julio de 2010, fue considerada la ley regulatoria más importante desde los años treinta. Los detractores se burlaron diciendo que no ponía el listón muy alto. Era fácil mantener una actitud cínica con respecto a un texto legislativo confuso, plagado de compromisos y tan definido por lo que omitía como por lo que incluía. Y la incoherencia llegó a ser aún más palmaria tras la aprobación de la ley. Mientras la legislación se tramitaba en el Congreso, los grupos de presión del sector bancario, conscientes de lo exaltados que estaban los ánimos, se habían contenido. Como sabían muy bien, la aprobación de la ley solo era el primer paso. Una vez que la ley fue incorporada al código legal y comenzó el debate sobre su aplicación entre bastidores, se abalanzaron sobre la legislación. Entre la complejidad inherente del tema, la rivalidad entre los reguladores y el vociferante clamor de los grupos de presión, la aplicación de la ley Dodd-Frank se convirtió en una pesadilla.

En general, la ley Dodd-Frank instaba a los reguladores y a los organismos a formular 398 normas nuevas para el sector financiero. Cada una de ellas se convirtió en blanco de las presiones sin restricciones de las partes interesadas, que ahora podían maniobrar lejos del foco en los debates del Congreso. En julio de 2013, cuando ya habían transcurrido tres años desde la aprobación de la ley, apenas se habían completado 155 de las 398 normas exigidas.51 La controvertida norma Volcker fue un ejemplo de ello.52 Cómo establecer divisiones internas dentro de los bancos para aislar el dinero de los clientes de las operaciones por cuenta propia era un asunto sumamente técnico y polémico. Incluso con la mejor voluntad del mundo, era prácticamente imposible trazar una línea entre las operaciones de un banco para crear un mercado para un cliente y las operaciones por cuenta propia. El resultado no fue tanto una línea reguladora «clara» como una mancha de Rorschach. Hasta diciembre de 2013 los cinco organismos involucrados no se pusieron de acuerdo sobre la redacción de la norma Volcker, 1.238 días después de que fuera aprobada la ley Dodd-Frank.53 El resultado fue un documento de 71 páginas con un apéndice explicativo de nada menos que 900 páginas. Más que decir a los bancos lo que tenían que hacer, se les invitaba a demostrar que no estaban infringiendo la norma. Quedaba por negociar cuál sería una prueba de cumplimiento.54 El mejor consejo que podían ofrecer los abogados era que competía a los bancos decidir con qué nivel de «tolerancia a los riesgos regulatorios» estaban conformes. Tras aprobar la ley en julio de 2010 y presentar la formulación «final» de la norma Volcker en diciembre de 2013, el año 2014 empezó con una nueva ronda de debates sobre la «orientación» que se seguiría para explicar estos riesgos regulatorios. Lo único que estaba claro era que generaría una enorme demanda de personal encargado del cumplimiento y de abogados de empresa. Según la célebre opinión de Jamie Dimon, de J. P. Morgan, para sortear el nuevo «sistema», un banquero no solo necesitaba los servicios de un abogado, sino también de un psiquiatra.55

La ley Dodd-Frank no solo causó inquietud a los banqueros. A Geithner le preocupaba cómo funcionaría durante una crisis. Temía que el proceso formal de resolución centrado en la FDIC entorpeciera la respuesta a la crisis. Pero eso hacía que tuviera más valor la prevención de las crisis y señala el cambio realmente significativo que introdujo la ley Dodd-Frank. Perpetuaba e institucionalizaba el régimen de pruebas de resistencia iniciado en la primavera de 2009 y, en ese sentido, fue pionera de un nuevo tipo de gestión denominada regulación macroprudencial.56 Para ello era necesario que se evaluara a los bancos no solo en función de sus modelos de negocio, sino en relación con su impacto en la estabilidad macroeconómica. En cambio, los escenarios macroeconómicos se evaluaban teniendo en cuenta su impacto en los principales bancos. En lo sucesivo, el riesgo de una crisis financiera ya no sería motivo de intervención ad hoc en las economías de mercado emergentes, como había ocurrido en los años noventa. Debía ser una preocupación permanente de los gobiernos de todo el G20. El Consejo de Estabilidad Financiera creado por la ley Dodd-Frank ofrecía a la Fed, al Tesoro y a los demás reguladores una plataforma permanente desde la que desarrollar esta nueva clase de supervisión y control. Cuando los reguladores gubernamentales adquirieron unos conocimientos cada vez más sofisticados de las finanzas modernas, los bancos crearon gigantescos equipos encargados del cumplimento para interactuar a diario con las autoridades reguladoras. Gracias a la interacción entre ambos se llevó a cabo la crucial tarea de definir las normas de los tres parámetros más importantes para la estabilidad financiera: el capital, el apalancamiento y la liquidez. Era una relación profundamente incestuosa llena de conflictos de intereses. Para los conservadores estadounidenses, fue el momento en el que el noble liberalismo empresarial se yuxtapuso a la actuación en beneficio propio del corporativismo liberal.57 E iba más allá de la sociología de las interacciones burocráticas y las puertas giratorias que conectaban a los reguladores, los bufetes de abogados y los bancos. Para entender cómo funcionaba la lógica de esta implicación basta con volver a las pruebas de resistencia de mayo de 2009.

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