Crash

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III. La zona euro » Capítulo 14. Grecia 2010: «extend & pretend»

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Merkel presentó el paquete de rescate al Bundestag alemán el miércoles 5 de mayo. Era, según declaraba, «aternativlos», sin alternativa.49 Esta reformulación de las famosas declaraciones de Margaret Thatcher —«No hay alternativa»— se haría tristemente célebre. Entre tanto, ese mismo día Grecia se vio sacudida por una huelga general que movilizó a las dos alas principales del movimiento sindicalista y paralizó los servicios públicos y de transporte. En Atenas, los manifestantes libraron batallas con los antidisturbios. Mientras los parlamentarios debatían el programa de austeridad en comité, una bomba incendiaria atravesaba la ventana de una sucursal de Marfin Bank, prendía fuego al edificio y acababa con la vida de tres empleados. Karolos Papoulias, el canoso presidente de la República Helénica y veterano de la resistencia griega en la segunda guerra mundial, declaraba: «Nuestro país está al borde del abismo».50 El 6 de mayo, el Parlamento griego se reunió para votar el programa de austeridad más draconiano jamás propuesto a una democracia moderna. Aquella mañana, la junta del BCE se reunió en Lisboa y varios periodistas enviaron por e-mail la noticia de que el arrogante Jean-Claude Trichet se había negado incluso a debatir la posibilidad de intervenir comprando bonos griegos. Esa misma semana, en el contexto del nuevo programa fiscal, el BCE había aceptado a regañadientes seguir recobrando la deuda griega, pero comprar bonos de forma activa era ir demasiado lejos.51 No era lo que necesitaban oír los mercados.

Cuando se inició la actividad bursátil en Estados Unidos —por la tarde, hora europea—, los precios se desplomaron. A la una del mediodía, el mercado había caído un 4 %. Dado que el BCE se negaba a prestar apoyo, estaban circulando muchas permutas de cobertura por incumplimiento crediticio sobre la deuda del Gobierno griego. En un solo día, el Índice de Volatilidad (VIX), un indicador de incertidumbre de los mercados, aumentó un 31,7 %. El euro cayó en picado y perdió 2,5 céntimos a primera hora de la tarde.52 Lo que sucedió aquella tarde entre terminales situados a ambos lados del Atlántico acabaría siendo motivo de disputa en los tribunales estadounidenses. Pero, a las 14.32, el mercado empezó a sufrir espasmos.53 Media hora después, a las 15.05, los principales mercados estadounidenses habían perdido un 6 % de su valor, lo cual evaporó 1 billón de dólares de las carteras. Mientras los aterrados corredores de bolsa buscaban productos de calidad, la demanda de bonos estadounidenses se disparó, lo cual redujo los rendimientos del 3,6 % al 3,25 % en cuestión de minutos.

Gracias a la diferencia horaria transatlántica, la noticia de la «repentina debacle» llegó a las BlackBerry de la cúpula del BCE justo cuando se sentaba a cenar en Lisboa. Dieciocho meses después de la crisis de Lehman, parecía que la demora en el rescate griego estaba a punto de precipitar una segunda catástrofe económica. Incluso el ortodoxo Axel Weber, director de Bundesbank, se dio cuenta de que el BCE no podía mantener la línea dura que había adoptado Trichet aquella mañana. El «BCE debe comprar bonos gubernamentales», exclamó desde el otro lado de la mesa.54 Para el equipo conservador que lideraba el BCE fue un momento dramático.

Sabían que debían actuar. El mundo los observaba. Atenas estaba ardiendo, literalmente. Pronto podía hacerlo Roma. Pero el BCE no quería ser el único comprador del mercado. Estaba decidido a impedir que los gobiernos de Europa se zafaran. Quería austeridad en todas partes. Además, si bien el BCE podía comprar bonos para prestar un apoyo temporal, lo que tarde o temprano se necesitaría era un gigantesco fondo estatal que infundiera confianza a los mercados de bonos. Hacer responsables a los gobiernos y contribuyentes europeos de sus respectivas deudas crearía un embrollo político catastrófico, pero al menos restablecería la clara línea entre política fiscal y monetaria, en la que el BCE fundamentaba su preciada reivindicación de independencia.

Al día siguiente, 7 de mayo de 2010, el tono en la reunión del Consejo Europeo fue apocalíptico. El comisario Rehn y el presidente Trichet lanzaron advertencias funestas. «Es Europa. Es global. Esta situación está deteriorándose con extrema rapidez e intensidad», reiteraba Trichet. Según The Financial Times, ello conmocionó al a veces provinciano Consejo Europeo: «Los líderes de países más pequeños de la zona euro que no estaban del todo conectados a los mercados financieros internacionales no eran conscientes hasta ese momento de la gravedad de la crisis. Pero incluso los líderes más experimentados se mostraron estupefactos». «[Nicolas] Sarkozy estaba pálido —aseguraba un embajador—. Nunca lo había visto así.»55 Pero, pese a la sensación de crisis y al acuerdo con Grecia, no había ningún pacto destinado a crear un paraguas de seguridad general para la zona euro en su conjunto. Sarkozy señaló al BCE. ¿Cómo resistiría el Banco Central Europeo si el crédito de los gobiernos del continente estaba en ruinas? ¿Por qué no actuaba el BCE como la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra? «Sarkozy gritó: “¡Vamos, vamos, dejad de titubear!”», recordaba un legislador de la UE. Sarkozy contaba con el respaldo del italiano Silvio Berlusconi y el portugués José Sócrates, que tenían razones para temer una crisis de deuda soberana generalizada. Pero Merkel, los holandeses y los fineses los obligaron a retroceder. El BCE era independiente y debía poder actuar como considerara oportuno. El viernes 7 de mayo terminó sin un acuerdo. Pero, tras los acontecimientos en Wall Street, estaba claro que había que hacer algo grande antes de que se retomaran las operaciones bursátiles en Asia el lunes 10 de mayo. Los europeos tendrían que distanciarse del rescate nacional para Grecia y optar por un respaldo económico exhaustivo en toda la zona de su divisa. No podían plantearse abordar sus problemas Estado por Estado por medio de acuerdos bilaterales con el FMI. Semanas antes se resistían a reunir varias decenas de miles de millones de euros, pero ahora deberían contemplar cifras mucho mayores.

Sometidos a la gran presión que ejercían gobiernos de todo el mundo, los líderes europeos se citaron de nuevo la tarde del domingo 9 de mayo.56 Obama había llamado a Merkel y a todos los demás líderes clave de Europa. Ben Bernanke solicitó una conferencia telefónica improvisada del FOMC para aprobar la renovación de las líneas de canje con el BCE, el Banco de Inglaterra, el Banco Nacional de Suiza y el Banco de Canadá.57 Asimismo, el G7 organizó una conferencia telefónica que coincidiría con la reunión de los ministros de Economía europeos. Japón, Canadá y Estados Unidos estaban al teléfono. En ese momento crucial, Schäuble fue hospitalizado por una reacción alérgica a un medicamento. Así pues, España ocupó la presidencia y Christine Lagarde, ministra de Economía francesa, tuvo que ejercer de enlace entre ambos grupos. Con dos teléfonos funcionando simultáneamente, tenía a la UE de los veintisiete en una oreja y al G7 en la otra. La envergadura del rescate pactado era enorme: 60.000 millones de euros provendrían de los fondos de la Comisión de la Unión Europea y 440.000 de los gobiernos europeos. Dominique StraussKahn ofreció utilizar los recursos del FMI para respaldar el fondo en la misma ratio que se había utilizado en Letonia el verano anterior. Pero, mientras que la pequeña Letonia solo había necesitado unos pocos miles de millones de euros, ahora el FMI prometía 250.000. Era, con diferencia, el mayor compromiso adquirido por la institución con cualquier programa. Los dos billones prometidos al FMI en la reunión del G20 en Londres, que supuestamente debían marcar la llegada de una nueva era de lucha contra incendios globales, serían desplegados para rescatar a Europa. Las cifras eran impresionantes, pero la pregunta crucial era cómo se constituirían y financiarían. ¿Era un primer paso hacia la mutualización de las deudas soberanas y, por tanto, un paso radical más allá de Lisboa? Berlín no pensaba ceder ante algo así.58 El acuerdo pendió de un hilo hasta que un participante holandés con experiencia en operaciones bancarias en la sombra propuso que el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (EFSF, por sus siglas en inglés) fuese incorporado como una entidad privada especial registrada en el paraíso fiscal de Luxemburgo. Los gobiernos de la zona euro aportarían capital país por país sin asumir ningún compromiso «europeo» intergubernamental.

Incluso con este formato improvisado, se tardarían meses en crear el EFSF. Lo que se necesitaba cuando se retomaron las operaciones bursátiles el lunes por la mañana era el apoyo inmediato de los mercados de bonos europeos. Eso solo podía materializarlo el BCE. El acuerdo del EFSF satisfizo a Trichet. Ahora, los gobiernos se habían puesto serios. La cuestión era si Trichet podría convencer a la junta del BCE y, más concretamente, si podría ganarse al Bundesbank. Después de aceptar la compra de bonos en el momento de pánico del 6 de mayo, Axel Weber había cambiado de parecer. No quería correr el riesgo de desmarcarse de la opinión pública alemana y del economista Jürgen Stark, su compatriota en la junta del BCE. A su regreso a Fráncfort tras su visita a Portugal, se retractó del acuerdo. No obstante, el domingo 9 de mayo, Trichet sometió la propuesta a voto y obtuvo la aprobación por mayoría. No lo anunció públicamente hasta el 10 de mayo a primera hora, cuando los gobiernos de Europa por fin estaban listos para presentar su desvencijado fondo de rescate.59 El BCE no haría el primer movimiento.

En los días posteriores se impuso la calma en los mercados. A pesar de la oposición alemana, la promesa de compra del BCE ayudó. Había menos prisa por vender si existía un comprador a la desesperada. Pero, para que el BCE pudiera gestionar ese compromiso, había otra faceta no publicitada del acuerdo. Aunque no se llevara a cabo una reestructuración inmediata de la deuda griega, no debía permitirse a los bancos que se deshicieran de todos sus títulos de deuda problemática. Un elemento concomitante de la compra de bonos por parte del BCE en el que insistieron con especial vehemencia Merkel y Schäuble fue que todos los ministros de Economía de la zona euro presionaran a sus principales bancos para que, además de los griegos, no vendieran otras carteras de bonos problemáticos. La negociación nunca llegó a consumarse. En Alemania, Deutsche Bank lideró a un grupo que aceptó quedarse con la deuda durante tres años.60 Pero muchas entidades más pequeñas rechazaron ese compromiso y pronto corrieron rumores de que buena parte de los primeros 25.000 millones de euros en bonos adquiridos por el BCE provenían de Francia.

El FMI dio el visto bueno al acuerdo en una reunión de la junta directiva celebrada el domingo 9 de mayo de 2010. Con Strauss-Kahn en Europa, la silla en Washington fue ocupada por John Lipsky, un hombre designado por Bush que había alternado su labor en el FMI con algunas temporadas en J. P. Morgan. En el cuartel general del FMI nadie estaba contento con la situación.61 Era un compromiso enorme. Resultaba sumamente inquietante que se gestionara una crisis en Grecia, un país europeo comparativamente rico, a instancias de la UE. Los griegos recibirían préstamos muy superiores a su cupo, la aportación de capital que normalmente limitaba los derechos de un país a los préstamos del FMI. Se exigió al Fondo que compartiera el control del programa con los demás miembros de la troika y sus expertos no estaban en absoluto convencidos de que las deudas de Grecia fueran sostenibles. Tal como observaban entre bastidores: era innegable que «importantes incertidumbres sobre» el programa dificultaban «el afirmar categóricamente» que Grecia podría pagar algún día sus deudas a los bancos. En circunstancias normales, esto habría hecho saltar las alarmas. Al fin y al cabo, ¿quién se beneficiaría de que Grecia recibiera dinero de prestamistas oficiales para pagar deudas privadas existentes que no podía saldar? El locuaz miembro brasileño del consejo insistió en que no se tildara al programa de «rescate a Grecia, que tendrá que someterse a un doloroso ajuste, sino de rescate a los acreedores privados griegos, principalmente instituciones financieras europeas».62

Difícilmente podría existir una explicación más clara sobre la táctica de «venta con señuelo», mediante la cual, un problema de préstamo bancario excesivo se convirtió en una crisis de préstamo público.63 Pero dicha sustitución no obedecía tanto a una hábil artimaña ideológica como a un compromiso de mínimos entre los principales actores del drama de la deuda griega: Alemania, Francia, el BCE, el FMI y la administración de Obama. Desde luego, en el FMI no cundía la ilusión por los compromisos que estaban contrayendo. El 9 de mayo, el tono en la sala de reuniones de la junta del FMI era tan negativo que Lipsky juzgó necesario plantear el argumento opuesto, ya que estaba plenamente comprometido con la línea de la Casa Blanca. Era un devoto de la lógica de la fuerza máxima que esgrimía Geithner.64 De hecho, a Lipsky le gustaba avergonzar a sus homólogos cosmopolitas del FMI pidiendo que el Fondo no adoptara la Doctrina Powell, sino la táctica de «conmoción y pavor», el título que otorgó el ejército de EE. UU. a su devastador ataque aéreo contra Bagdad en 2003.65 Desde la silla que ocupaba en la crucial reunión celebrada en Washington el 9 de mayo, Lipsky aceptó las preocupaciones y críticas de sus colegas, pero aseguró sentirse «un poco preocupado por la propuesta de que el programa del Fondo debía implicar una reestructuración de la deuda o incluso un impago». La reestructuración «habría tenido repercusiones inmediatas y devastadoras para el sistema bancario griego, por no hablar de efectos colaterales más generalizados». En última instancia, este era el factor decisivo.

La junta del FMI aprobó el desproporcionado y peligroso rescate griego no porque tuviera sentido en sí mismo o porque fuera bueno para Grecia, sino porque, según la trayectoria seguida hasta la fecha, la incapacidad de Europa para contener la crisis griega significaba que existía un «riesgo elevado de efectos colaterales sistémicos en todo el mundo».66 En lugar de reestructurar las insostenibles deudas de Grecia, lo que habría que reestructurar era todo su sector público y su ruinosa economía. Las heroicas suposiciones sobre recortes del gasto y ganancias eficientes eran la manera que tenía el FMI de hacer encajar el programa griego con su conciencia. Tal vez si se agitaba con suficiente fuerza, la «esclerótica» y «clientelista» Grecia enfilaría un camino de crecimiento más elevado que lograra que sus deudas fueran sostenibles. La austeridad y la «reforma» eran los únicos puntos de la agenda en los que todas las partes del acuerdo, por lo demás divididas, podían coincidir. Que fuera económicamente eficaz o políticamente sostenible y qué significaría para las políticas democráticas de Europa eran cuestiones totalmente distintas.

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