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III. La zona euro » Capítulo 15. El problema de la deuda

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Capítulo 15

EL PROBLEMA DE LA DEUDA

«Bueno, Glenn, mi mensaje es que los PI[I]GS somos nosotros [...] Podríamos vernos muy pronto en una situación parecida a la de Grecia».1 Eran palabras del historiador Niall Ferguson, que por aquel entonces trabajaba en Harvard, en el programa de Glenn Beck emitido el 11 de febrero de 2010 en Fox News TV. El «nosotros» al que hacía alusión Ferguson eran los ciudadanos y contribuyentes de Estados Unidos. Los PIIGS*> eran los casos problemáticos de la zona euro: Portugal, Irlanda, Italia, Grecia y España. Beck y sus invitados regalaron al público escenas de desorden, huelgas, revueltas en las calles y coches ardiendo. Tal como demostró Grecia, una vez que los mercados perdían la confianza, no había salida fácil. «O bien incumples el pago de gran parte de la deuda —afirmaba Ferguson en términos drásticos—, o tienes que devaluar la moneda. No hay muchas otras opciones para un país con una deuda de este calibre. Y ninguno de esos procesos es divertido.» Si los tipos de interés aumentaban, podía ocurrir lo mismo en Estados Unidos ese año. Según explicaba Ferguson: «La lección de lo que está sucediendo hoy en Europa y lo que sucedió en Rusia hace veinte años es que la debacle puede acercarse sigilosamente y atacarte de manera muy repentina». Teniendo en cuenta esta posibilidad, Ferguson recibió positivamente la reacción populista que estaba produciéndose en Estados Unidos contra cierto intervencionismo estatal. Era un indicio saludable, pero necesitaba algo más: «Hasta que no haya un líder político con valor para decir a los estadounidenses: “Tenemos que hacer esto, tenemos que reformar nuestro sistema de arriba abajo”, me temo que nos precipitaremos no solo en la dirección de la economía europea, sino la latinoamericana».

Ferguson era académico de la Ivy League. Beck era uno de los defensores más mediáticos del conservadurismo estadounidense. Pero en 2010 el temor a la deuda y sus consecuencias potencialmente desastrosas era omnipresente. Estaba allí antes de la crisis, en los llamamientos rubinitas a la consolidación y en la campaña a favor de un freno de deuda en Alemania. Ahora se veía enormemente amplificado por la sacudida de 2008 y 2009. Aquel fue el golpe más duro que habían sufrido las finanzas gubernamentales de un país desarrollado importante desde la segunda guerra mundial. El destino de Grecia en 2010 parecía representar lo que le aguardaba a cualquier Estado que cayera por el precipicio de la insolvencia. Las advertencias iban desde diatribas alarmantes de gente como Beck hasta estudios académicos, en especial los de dos antiguos economistas del FMI, Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff.

Después de su best seller sorpresa Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera, en enero de 2010, Reinhart y Rogoff presentaron un estudio bajo el título de «Crecimiento en una época de deuda».2 Este pretendía demostrar que, cuando la deuda pública superaba el umbral del 90 % del PIB, el crecimiento económico se ralentizaba de forma notable. Era una pendiente resbaladiza que culminaba en una montaña. Una deuda excesiva era un peso para el crecimiento, lo cual hacía que la deuda fuera aún menos sostenible y frenara aún más el crecimiento. Para evitarlo, era crucial tomar medidas más pronto que tarde. Observándolo más detenidamente, el análisis de Reinhart y Rogoff estaba plagado de errores. Una vez que su hoja de Excel fue editada adecuadamente, no se producía una discontinuidad marcada en el umbral del 90%, y el argumento de las medidas de emergencia era mucho más endeble de lo que ellos afirmaban.3 Pero, a principios de 2010, sus tesis llevaban la batuta. En The Financial Times opinaban: «Cuanto antes acepten los políticos el ajuste, menores serán los riesgos de unos problemas de deuda verdaderamente paralizadores [...] Aunque la mayoría de los gobiernos aún gozaban de acceso a los mercados financieros a unos tipos de interés muy bajos, la disciplina del mercado puede llegar sin previo aviso». Cuando los mercados de bonos fueron conscientes de la auténtica envergadura del «tsunami fiscal» desencadenado por la crisis bancaria, su criterio fue despiadado. «Los países que no hayan realizado los trabajos preliminares para el ajuste se arrepentirán.»4 Nadie estaba a salvo. Tal como declaraba Rogoff al periódico alemán de derechas Welt am Sonntag: «Las finanzas públicas de Alemania no están en una senda sostenible [...] Llegará un momento en que el país tendrá un problema como el de Grecia [...] No será tan grave como allí, pero resultará doloroso».5

Como debían de saber comentaristas tan experimentados como Ferguson, Reinhart y Rogoff, la disciplina del mercado que se apreciaba en la zona euro no había «llegado sin previo aviso». El BCE y el Gobierno alemán estaban cortejando deliberadamente a los vigilantes de los bonos que revoloteaban sobre Grecia. Si querían atenuar la presión, lo único que debía hacer el BCE era lo que habían hecho la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra y el Banco de Japón: comprar bonos griegos. Pero el BCE no tenía intención de hacerlo, al menos hasta el último momento. La institución pretendía enviar un mensaje: «¡Austeridad o ya veréis!». Debían de estar encantados con la reacción global. El año 2010 se convertiría en un punto de inflexión para la recuperación. Utilizando a Grecia como ejemplo, una alianza de conveniencia entre alarmistas de derechas, emprendedores políticos conservadores y halcones fiscales centristas ladeó la balanza política. Aunque el desempleo seguía siendo alto y la producción era renqueante, se abandonó cualquier estímulo. De manera más prematura y radical que en cualquier otra recesión de la historia reciente, se apretó la clavija fiscal. A ambos lados del Atlántico, el resultado fue un entorpecimiento de la recuperación.

I

El ejemplo más destacado de contagio de la austeridad fue el Reino Unido. Las disputadas elecciones que pondrían fin al largo reinado del Nuevo Laborismo concluyeron el 6 de mayo de 2010, el mismo día que los bancos ardieron en Atenas y la debacle repentina hundió los mercados financieros estadounidenses. Las políticas fiscales fueron clave para los comicios y las negociaciones de coalición posteriores. Gran Bretaña fue una de las más afectadas en 2007 y 2008. Aunque, a diferencia del BCE, el Banco de Inglaterra nunca permitió que se cuestionara el apoyo oficial a la deuda del Tesoro británico, y aunque el Reino Unido mantenía su calificación crediticia, la libra se desplomó con respecto al dólar y el euro. Siempre y cuando el Banco de Inglaterra estabilizara el mercado, no era causa inmediata de preocupación. Pero ello convirtió al gobernador Mervyn King en una figura crucial y, como había demostrado en primavera de 2009 antes de la reunión del G20 en Londres, no dudaba en hacer uso de su influencia.6

El 21 de diciembre de 2009, el ministro de Economía «en la sombra» George Osborne inició la campaña electoral de la oposición tory asegurando que, si Gran Bretaña no diseñaba un programa creíble de consolidación fiscal, pronto seguiría los pasos de Grecia. «Al poner a prueba la paciencia de los inversores internacionales —declaraba Osborne—, los laboristas están jugando con fuego económico.» Los países que desearan conservar la calificación AAA no podían «permitirse el lujo de esperar a que la recuperación estuviera asegurada para anunciar planes de consolidación fiscal creíbles».7 Osborne reforzó sus argumentos con citas de analistas de Paribas, Deutsche y Barclays. Bill Gross, el célebre gestor de fondos de PIMCO, el gigante de los mercados de bonos, intervino para declarar a The Financial Times que ahora había incluido los bonos británicos en la categoría «a evitar». Con su habitual extravagancia, Gross afirmó que la deuda pública británica yacía «en una cama de nitroglicerina» y debía ser rodeada de un «anillo de fuego» que no solo incluyera al Reino Unido, Grecia e Irlanda, sino también a España, Francia, Italia, Japón y Estados Unidos.8 El 14 de febrero de 2010, veinte economistas de renombre, entre ellos Ken Rogoff, escribieron a The Sunday Times para reiterar la acusación de Osborne, según el cual, el gobierno laborista no estaba haciendo suficiente para tener el presupuesto bajo control.9 Obtuvieron respuesta mediante una carta dirigida a The Financial Times por una lista mucho más extensa y no menos distinguida que se oponía a la llamada al atrincheramiento fiscal por considerarlo prematuro y señalaba la ironía de que, «al alentar un ritmo más rápido de reducción del déficit para tranquilizar a los mercados financieros, los firmantes de la carta de The Sunday Times aceptan implícitamente como vinculantes las opiniones de los mismos mercados financieros cuyos errores precipitaron la crisis en un primer momento».10

El resultado de las elecciones del 6 de mayo fue una derrota del Partido Laborista, pero los conservadores no obtuvieron mayoría y necesitaban el apoyo de los liberaldemócratas. Las negociaciones de coalición se convirtieron en una enconada batalla por el futuro de la política fiscal.11 «El déficit —escribía David Laws, negociador socialista—, era el espectro que se cernía sobre nuestras conversaciones.»12 Los conservadores convirtieron el recorte del gasto en el elemento central de las negociaciones. Y los halcones tories de la deuda sabían que podían contar con el Tesoro y el Banco de Inglaterra. El 12 de mayo de 2010, Mervyn King indicó al nuevo gobierno: «Ahora mismo, lo más importante es enfrentarse al desafío del déficit fiscal [...] Creo que, sobre todo en las dos últimas semanas, pero, en el caso de Grecia, en los tres últimos meses, hemos visto que no tiene sentido correr el riesgo de una reacción adversa de los mercados».13

En lo que en junio de 2010 fue denominado un «presupuesto de emergencia», Osborne recortó el gasto e incrementó el IVA. El objetivo era tranquilizar a los mercados comprometiéndose con cerrar el déficit en 2015.14 En 2010, el argumento era la «necesidad». Pero, tal como observaba Neil Irwin más tarde, «Gran Bretaña [...] estaba embarcándose en algo que rara vez se ha intentado [...] recortar el gasto y aumentar los impuestos en un ataque preventivo contra el riesgo de una futura crisis de deuda».15 Según comentaba Paul Krugman desde Nueva York: «Una cosa es sentirse intimidado por los vigilantes del mercado de bonos y otra bien distinta es sentirse intimidado por el miedo a que puedan aparecer cualquier día».16 A medida que continuaban las restricciones trascendieron otros motivos. Se descubrió que reducir el Estado era un objetivo en sí mismo. El propósito final, como diría David Cameron en su discurso en el Banquete del Alcalde tres años después, era «algo más profundo»: hacer que el Estado fuera «más austero [...] no solo ahora, sino de manera estructural».17

En 2015, Osborne aseguraba haber recortado 98.000 millones de libras en gasto anual del presupuesto británico. De un máximo de 6,44 millones de empleados del sector público británico en septiembre de 2009, se vería reducido a 5,43 millones en julio de 2016.18 Se recortaron, privatizaron o externalizaron un millón de empleos. Era una reducción más amplia que la impuesta por los gobiernos de Thatcher o Major en los años ochenta y noventa. Traducido a la masa salarial del sector público estadounidense, sería el equivalente a la supresión de 3,3 millones de puestos. Dado que el gasto en pensiones y sanidad era de cumplimiento obligado, el dolor se concentraba sobre todo en los gobiernos locales. Según declaraba categóricamente el ministro: «El gobierno local es un elemento muy destacado del gasto público. Ha vivido durante años con un crecimiento insostenible, unas finanzas públicas insostenibles [...] La gente culpa a los banqueros, pero creo que el gran gobierno es tan responsable como los grandes bancos».19 Entre 2010 y 2016, el gasto de los ayuntamientos en cosas como centros de día para ancianos, servicios de autobús, parques públicos y bibliotecas se redujo en más de un tercio. Gran Bretaña se convirtió en un lugar más oscuro, sucio y peligroso y menos civilizado. Cientos de miles de personas que malvivían con pagas por discapacidad o desempleo se vieron abocadas a la desesperación absoluta.20 Según la OCDE, solo Grecia, Irlanda y España fueron sometidas a peores contracciones que las infligidas al Reino Unido.21

Fuentes: Oficina Presupuestaria del Congreso, «Understanding the Long-Term Budget Outlook» (julio de 2015), y Oficina Presupuestaria del Congreso, «Historical Data on Federal Debt Held by the Public» (julio de 2010), www.cbo.gov/publication/21728

El motivo por el que los socialdemócratas estadounidenses siguieron tan fielmente las políticas del Reino Unido no era solo su partidismo con el derrotado Gordon Brown. Temían que los hechos acaecidos allí en 2010 pudieran presagiar un giro parecido en casa. La presión tampoco provenía solo de expertos alarmistas y la realidad alternativa de Fox News, sino del seno de la administración de Obama. Ya en febrero de 2009, el presidente había celebrado una Cumbre de Responsabilidad Civil en la Casa Blanca. Un año después, la administración recibía presiones de centristas del Partido Demócrata ansiosos por sus credenciales fiscales. La administración necesitaba su apoyo para elevar el techo que limita la emisión de deuda por parte del gobierno federal.22 Para horror de los comentaristas keynesianos, el 27 de enero de 2010, en el segundo debate sobre el estado de la Unión de Obama, lo prioritario fue la reducción del déficit, no el empleo.23 Obama prometió que, en 2011, todo el gasto no militar discrecional quedaría congelado a los niveles de aquel momento. «Familias de todo el país están apretándose el cinturón y tomando decisiones difíciles —declaraba Obama—. El gobierno federal debería hacer lo mismo.»24 Lo que desesperó a los economistas fue la analogía simplista de los cabezas de familia.25 Y encajaba a la perfección con el discurso de la «responsabilidad fiscal» que ahora dominaba Washington. Como decía un comentarista conservador: «Si los argumentos en los próximos años oscilan entre congelaciones y recortes del gasto, ya hemos ganado».26 El 18 de febrero de 2010, por orden ejecutiva, el presidente designó a la Comisión Nacional de Responsabilidad y Reforma Fiscal, también conocida como Comisión Simpson-Bowles, que debía hacer recomendaciones para conseguir un balance presupuestario en 2015. La comisión no presentaría un informe hasta diciembre, después de las votaciones a media legislatura para el Congreso. Entre tanto, afloraron divisiones perjudiciales en la administración de Obama por la cuestión fiscal.27 Halcones como Orszag abogaban por subidas de impuestos incluso para aquellos que ganaran menos de 250.000 dólares. Esto incumplía una promesa básica de la campaña de Obama y se topó con la férrea oposición de Emanuel, como jefe de Gabinete, por cuestiones políticas, pero también la de Larry Summers por cuestiones económicas. Entre tanto, la alternativa al alarmismo de la deuda fue planteada de manera especialmente convincente por Ben Bernanke, que recientemente había sido nombrado director de la Reserva Federal. Bernanke no negaba la escala de los déficit o las graves repercusiones que podía tener una deuda mucho mayor a largo plazo. Pero desaconsejó medidas de austeridad drásticas. La incipiente recuperación económica en Estados Unidos tal vez no resistiría una gran sacudida fiscal. Lo más importante era separar el corto y el medio plazo. Un estímulo continuado a corto plazo debía ir acompañado de un plan realista sobre cómo acabar con los déficit a medio plazo.28 La combinación sería un puntal inmediato para la economía y un empujón tranquilizador para la confianza de los inversores.

No era suficiente para halcones presupuestarios como Orszag, que abandonó la administración en verano de 2010.29 El juicio del electorado a los dos primeros años de Obama sería aún más devastador. Con el desempleo trabado a poco menos del 10 %, cuatro de cada cinco estadounidenses consideraban que la situación económica era mala o bastante mala. El Tea Party estaba concentrando la opinión nacionalista conservadora contra la élite de Washington.30 Incluso entre los demócratas, una mayoría relativa atribuía los rescates de 2008 a su bando.31 Se equivocaban con el presidente, pero, teniendo en cuenta quién había apoyado la medida en el Congreso, la asociación no era tan disparatada. El 2 de noviembre, el enojado electorado concedió una victoria histórica a los republicanos. El Partido Republicano obtuvo treinta y seis escaños en la Cámara de Representantes, el mayor giro desde 1948. Fue un cambio que redefiniría la política estadounidense.

Desesperada por impedir que la recuperación se frenara de golpe, la administración de Obama trabajó frenéticamente para aprobar una segunda ronda de estímulos en la sesión del Congreso saliente. La Ley de Alivio Fiscal, Reautorización de la Prestación por Desempleo y la Creación de Puestos de Trabajo de diciembre de 2010 propició, según algunos cálculos, un aumento de la demanda de hasta 858.000 dólares.32 Pero un indicativo de su dilema político era que el estímulo ahora consistía enteramente en recortes tributarios, incluida la prolongación de los beneficios enormemente desiguales para los que más ganaban, lo cual era una herencia de la etapa Bush. A los dos años de un mandato de ocho, sería la última gran ley económica que aprobaría la administración de Obama. Al año siguiente, con el nuevo Congreso republicano, estarían a la defensiva. Puesto que incluían modestos incrementos en el ámbito de los ingresos, las recomendaciones del Comité Simpson-Bowles llegaron ya muertas, aunque estaban fuertemente orientadas a los recortes de los privilegios. Encabezados por Eric Cantor, el contundente líder de la mayoría en la Cámara, los jóvenes republicanos no consentirían subidas de impuestos.33 Su objetivo eran unos recortes inmediatos de 100.000 millones de dólares que, cuando se concentraran en el gasto discrecional, sembrarían el caos en varios programas federales, entre ellos la seguridad alimentaria, la ayuda a damnificados y el control del tráfico aéreo. Al «matar de hambre a la bestia», acabarían con la maldición del gran gobierno y revivirían el sueño americano.

II

Estados Unidos y el Reino Unido habían sufrido graves desequilibrios fiscales debido a la crisis económica. Por tanto, no fue ninguna sorpresa que se oyeran llamamientos a la racionalización. ¿Había otras economías que podían llenar el vacío? Aparte de Japón y las economías de mercado emergentes, el candidato obvio a ejercer de contrapeso global era Alemania. Tal como reconocía Angela Merkel en verano de 2010, «otros miembros de la UE y la administración de EE. UU. han alentado a Alemania a gastar más para mantener la actual recuperación económica y reducir su superávit de exportación».34 Pero Alemania no veía así su papel. La crisis, según la interpretación alemana preponderante, era consecuencia de una deuda excesiva. Lo que necesitaba el mundo para guiar su recuperación no era que Alemania actuara como un contrapeso expansionista, sino que liderara el camino para ofrecer un modelo de austeridad.

Nota: Eurostat para Europa, descargado el 29 de noviembre de 2014. Los gastos gubernamentales de la zona euro son para los dieciocho países que forman parte de ella en la actualidad.

Fuente: BEA para EE. UU., descargado el 29 de noviembre de 2014.

En vista del estado de ánimo generalizado, era bastante fácil esgrimir ese argumento. El déficit alemán se situaba en 50.000 millones de euros al año. Su deuda se había disparado a más del 80 % del PIB. El meme de Reinhart y Rogoff había llegado a Europa. Schäuble, el ministro de Economía, invocó el amenazante umbral del 90% para defender la necesidad de respuestas inmediatas.35 Al anunciar los mayores recortes presupuestarios en la historia de la República Federal el lunes 7 de junio, la canciller Merkel declaró que restablecer el equilibrio de presupuestos alemán constituiría una «muestra única de fuerza [...] Como la economía más grande, Alemania tiene el deber de dar ejemplo».36, 37 En 2011 se recortarían 11.200 millones de euros y, en 2014, un total de 80.000. En Alemania ello también exigía la toma de decisiones sobre la forma futura del Estado. Fue llamativo que los recortes más grandes propuestos por el gobierno de Merkel recayeran en el Ministerio de Defensa, al que se pidió una reducción del 25 % en 2014. La fortaleza del Bundeswehr debía menguar y el reclutamiento desaparecer progresivamente. Para Berlín era más importante alcanzar la norma de déficit del 3 % especificada por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la zona euro que cumplir su compromiso con la OTAN, según el cual gastaría al menos un 2% del PIB en defensa.38

En la reunión del G20 celebrada en Toronto en junio de 2010 se preparó el escenario para otra ronda de debates transatlánticos en torno a la política fiscal. Antes de la reunión, Obama publicó una carta abierta en la que hacía un llamamiento a que la consolidación fiscal fuese escalonada y evitar así que la recuperación estuviera en peligro.39 Schäuble recurrió a las páginas de The Financial Times para defender el característico planteamiento a largo plazo de la política económica de su país ante el cortoplacismo estadounidense. Defendió el freno de deuda como un puntal de estabilidad para Europa.40 Contaba con el respaldo del primer ministro Cameron y los anfitriones canadienses. Por insistencia de la administración de Obama, el texto definitivo del comunicado del G20 hacía referencia a la necesidad de secuenciar la consolidación fiscal para que «el impulso de la recuperación del sector privado» no corriera peligro.41 Pero todo ello se vio superado por las exigencias de consolidación fiscal.42 Después de la peor crisis económica desde los años treinta, en una época en la que, según la OCDE, había cuarenta y siete millones de parados en el mundo rico y la cifra total de personas con poco trabajo y desanimadas se acercaba a los ochenta millones, los miembros del G20 se comprometieron a reducir a la mitad sus respectivos déficits en un plazo de tres años.43 Era la falacia del cabeza de familia extendida a escala global, una receta para una recuperación agonizantemente larga e incompleta.

Para Alemania, si siquiera eso era suficiente. La lección que extrajo Berlín de la crisis griega fue que el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la zona euro había fracasado. Alemania o, más bien, la coalición rojiverde que gobernaba el país en 2003, tenía que aceptar cierta responsabilidad. Ahora, con Merkel y Schäuble al timón, Berlín lideraría la reorientación de la zona euro hacia la autodisciplina. Esto no solo era vital para recuperar la salud económica, sino también para la política de la zona euro. La crisis griega había demostrado que los gobiernos europeos tendrían que trabajar juntos. Federalistas como Schäuble seguían insistiendo en que la respuesta última a la crisis sería «más Europa». Pero, para que ello resultara aceptable para los contribuyentes del norte de Europa, había que asegurarles que todos seguían las mismas reglas.

A medida que la crisis en la zona euro ganaba intensidad y el papel crucial de Alemania resultaba cada vez más pronunciado, la retórica se volvió más acalorada. Los manifestantes llevaban pancartas en las que aparecía Merkel con un bigote hitleriano pintado con espray. No solo era ofensivo y grotescamente injusto, sino que denotaba una mala interpretación fundamental de la postura de Alemania. Cuando se la acusó de imperialismo, la clase política alemana podría haber respondido honestamente que no abrigaba ambiciones de dominio continental. Pero Berlín sí tenía una visión de la disciplina económica y fiscal que debía ser aceptada de forma general antes de que Alemania consintiera más pasos hacia la integración.44 Por motivos de competitividad global, era esencial que el gasto y la deuda gubernamentales estuvieran bajo control. Las presiones demográficas de Europa no hacían sino añadir urgencia a la situación. En cuanto a los mercados laborales y el desempleo, el resto de Europa tenía que aprender las lecciones del Hartz IV alemán. Cuando a los keynesianos les preocupaba la demanda nacional, la respuesta alemana eran las exportaciones. Un continente envejecido debía exportar al mundo y crear un fondo de reserva para los mercados emergentes de crecimiento rápido. Sobre este particular, la nueva coalición de Merkel, con sus socios proempresas del FDP, fue más clara que nunca. Alemania había aprobado una enmienda constitucional en forma de freno de deuda. Si Alemania debía aceptar un reparto de responsabilidades económicas con el resto de la zona euro, no podía pedir menos a sus socios.

Por más prósperos que fueran y por mucho que se beneficiaran de la integración europea, los contribuyentes y votantes del corazón de la CDU no aceptarían la transformación de la UE en una «unión de transferencias» continental. Solo si el resto de Europa podía garantizar su conformidad con una normativa común, Alemania se plantearía el reparto de la soberanía. El problema era que había que decidir, ratificar e imponer esa normativa. Y ahí es donde las cosas se volvieron incómodas.

En el verano de 2010, varios planes rivales para un nuevo régimen de gobierno económico europeo fueron preparados por equipos que trabajaban independientemente para Barroso, el presidente de la Comisión de la Unión Europea, y Herman van Rompuy, el primer líder permanente del Consejo Europeo, un cargo creado por el tratado de Lisboa y concebido para reforzar el carácter intergubernamental de la toma de decisiones en la UE.45 El objetivo último de Berlín era que algunas disposiciones constitucionales sobre el freno de deuda como las que había aprobado en 2009 fueran convertidas en leyes para todos los miembros de la zona euro. Quienes se apartaran de las normas serían sometidos a un sistema automático de sanciones, incluida la suspensión del derecho a voto. Para aquellos que se encontraran en apuros económicos reales, las sanciones serían aún más severas. En palabras de Trichet: «Cuando activas un mecanismo de apoyo, un país pierde de iure o de facto su autonomía fiscal».46 Francia, por su parte, se resistía a las sanciones automáticas. Como cabría esperar, algunos países pequeños que tenían razones para temer que las normas les fueran aplicadas más estrictamente se negaron a hablar de la suspensión del derecho a voto.

Eran elementos de peso para el futuro de Europa. Pero ¿qué relación guardaban con la cuestión inminente de la estabilización económica? En verano ya estaba claro que la solución ideada para contener la crisis griega en mayo de 2010 no era sostenible. Los peores miedos de los analistas más pesimistas del FMI estaban confirmándose rápidamente. El gobierno del PASOK no solo era lento a la hora de ejecutar los cambios que exigía la troika, sino que, cuando lo hacía, los resultados eran contraproducentes. En una clásica espiral descendente keynesiana, la demanda cayó y el desempleo aumentó aún más, lo cual redujo los ingresos. En 2010, el PIB griego se reduciría un 4,5%. Lo peor vino en 2011.47 Los ingresos fiscales que llegaban a Atenas, que en el mejor de los casos no eran ni mucho menos abultados, se redujeron a un goteo a la vez que los salarios, los beneficios y el gasto en consumo se contraían. El programa de 2010 se había trazado dando por sentado que Grecia podría volver a los mercados de capital en un plazo de dos años. Pero, ante el aumento del déficit y la carga de deuda, había pocas posibilidades de que eso ocurriera. A finales de agosto de 2010, el diferencial de rendimientos del bono griego a diez años en relación con los Bunds se había disparado a 937 puntos, más incluso que en la cúspide de la crisis de la primavera.48 Y, pese al fracaso, la troika seguía empeñada en que Grecia respetara el programa de mayo de 2010.

Si había alguna justificación para la prolongada tortura a Grecia era el temor a que una reestructuración inmediata de la deuda contagiara a otros deudores soberanos de la zona euro y desestabilizara a los bancos europeos, lo cual provocaría una crisis mucho mayor. Por tanto, la prioridad inmediata de la política económica europea debería haber sido aprovechar el tiempo conseguido prolongando y fingiendo para fortalecer la resistencia del sistema económico de la zona euro y la salud de los bancos. Si habían de seguir el ejemplo estadounidense, el siguiente paso obvio era realizar una prueba de estrés para calcular pérdidas probables y luego iniciar una enérgica recapitalización con fondos públicos o privados.

En 2009 y 2010, los europeos efectuaron una especie de prueba de estrés. El ejercicio de 2010 fue más allá que el de 2009, ya que nombró a bancos concretos. Pero eso también era una farsa. Los resultados publicados el 23 de julio de 2010 proclamaban que, de noventa y un bancos europeos importantes, solo siete verían reducido peligrosamente su capital primario de nivel 1 por una crisis de bonos soberanos.49 En total, el Comité de Supervisores Bancarios Europeos calculó que los bancos del Viejo Continente no debían recaudar más de 3.500 millones de euros en nuevo capital. Pero, tal como señalaban algunos analistas escépticos, este resultado tan optimista obedecía a la suposición de que la gran mayoría de la deuda soberana propiedad de los bancos tenía un riesgo nulo de impago o estaba plenamente protegida por la política de estabilidad económica de la UE.50 Según los cálculos de la OCDE, con suposiciones menos optimistas la pérdida potencial para los bancos europeos derivada de una crisis de bonos periférica no eran los 26.400 millones de euros que anunciaban los resultados oficiales, sino 165.000. Esas pérdidas se concentrarían en los sistemas bancarios nacionales de los países vulnerables: Grecia, Irlanda, Portugal y España. Estos sufrirían daños catastróficos. Si la crisis se extendía a España e Italia, los sistemas bancarios alemán y francés estarían en peligro. Como siempre, los riesgos más graves se concentraban en los balances de algunos bancos peligrosos. Dexia y Fortis copaban la lista junto a Hypo Real Estate, una atribulada entidad alemana. Según la OCDE, la capitalización de Hypo era tan inadecuada que una crisis de deuda soberana en Italia, España, Irlanda o Grecia cuestionaría su supervivencia.

Las instituciones europeas no tenían autoridad para intervenir en políticas bancarias nacionales. Los fondos para recapitalización que habían sido creados en 2008 y 2009 eran desiguales, facultativos y no obligatorios en su aplicación.51 Los gobiernos nacionales eran demasiado complacientes y no estaban dispuestos a alterar el cómodo statu quo. Por el contrario, Europa se embarcó en una doble ficción. La troika siguió fingiendo que la deuda griega era sostenible si Atenas adoptaba suficientes medidas de austeridad, lo cual no era cierto, como resultaba evidente con el paso de los meses: Grecia estaba hundiéndose. Entre tanto, las pruebas de estrés pretendían demostrar que los bancos europeos eran fuertes, una falsedad manifiesta. De hecho, su debilidad debería haber sido el mejor argumento para negar el riesgo de la reestructuración griega. Sin embargo, no era algo que el BCE expresara en voz alta por temor a sembrar el pánico. Asimismo, habría sido necesaria una acción seria en el ámbito de la recapitalización, a la que tanto los bancos como el gobierno nacional se resistían. Atrapada en este doble embrollo, la troika se vio obligada a fingir que todo iba bien en todos los frentes. Entre tanto, en Grecia el desempleo pasó de un mínimo del 8 % en el verano de 2008 a más del 12 % en 2010. Entre los jóvenes superaba ya el 30 %.

Si los propios griegos eran las víctimas de su «extend & pretend», ¿quiénes eran los beneficiarios? Miles de millones de euros correspondientes al primer tramo del programa de mayo de 2010 fueron desembolsados a Atenas, que a su vez los pagó a sus acreedores. Los que tuvieron la suerte de ser titulares de deudas que vencían en 2010 o 2011 recibieron el pago completo y a tiempo. Los bancos que decidieron reducir las pérdidas y vender pudieron encontrar compradores entre los fondos de cobertura que aceptaban deuda por tan solo 36 céntimos por euro, pues creían que las cosas solo podían mejorar y que, en el peor de los casos, recibirían parte de un acuerdo final.52 Al parecer, los bancos franceses y holandeses fueron los más activos a la hora de incumplir el embargo formal sobre las ventas de bonos griegos. Las propiedades de deuda griega de las entidades francesas cayeron entre marzo y diciembre de 2010 de 27.000 millones de dólares a 15.000 y las holandesas, de 22.900 millones a 7.700.53 Pero la huida del bono griego no se extendió a toda la periferia. Mientras vendían bonos griegos e irlandeses, los bancos europeos buscaban rendimientos rotando su dinero en bonos españoles e italianos.54 En general, cabía esperar que los bancos europeos a los que les interesaba su propia supervivencia y prosperidad estuvieran recapitalizando y reorientando enérgicamente sus negocios para un futuro más allá de la crisis, pero había escasos indicios de ello. Mientras que las grandes entidades estadounidenses operaban bajo la disciplina de los «planes de capital» anuales y se les exigía que conservaran los beneficios que no repartieran como bonos para reconstruir las reservas, los bancos europeos podían actuar como consideraran oportuno. En un esfuerzo desesperado por tener contentos a sus accionistas, pagaron los pocos beneficios que cosecharon en dividendos con la esperanza de que en algún momento pudieran conseguir nuevo capital.55 Pero ese momento no había llegado.

III

En el caso de Grecia, la reestructuración de la deuda y la obligación de los bancos de reconocer pérdidas no figuraban en la agenda. Pero Irlanda volvió a sacarlo a la palestra. Sorprendentemente, en verano de 2010 todos los bancos irlandeses fueron considerados aptos en las pruebas de estrés europeas, incluso Anglo Irish Bank, el caso perdido más notorio de 2008. En aquel momento, los préstamos de las entidades irlandesas consistentes en fondos especiales del BCE ascendían ya a 60.000 millones de euros y todo su sistema bancario se hallaba a solo unas semanas de un «precipicio de financiación», momento en el cual expiraría la garantía gubernamental emitida en septiembre de 2008 y perderían el acceso a los mercados de financiación. A partir de entonces, dependerían enteramente del banco central irlandés y el BCE. El 30 de septiembre, el Gobierno irlandés anunció que, debido a su obligación de respaldar a los bancos, el requisito de préstamo público de Irlanda en 2010 pasaría del 14% a un asombroso 32 % del PIB. Ello elevaría la deuda pública del país de un modesto 25 % del PIB en 2007 a un 98,6 % en 2010. El Gobierno irlandés, en su día un parangón de las finanzas públicas austeras, se vio obligado a echar mano del mercado de bonos.56

Si Irlanda quería seguir atendiendo toda la deuda de sus bancos, en su mayoría perteneciente a inversores extranjeros, el impacto sería terrible. Desde el inicio de la crisis en 2008, los ingresos irlandeses habían sido objeto de gravámenes, los subsidios para los jóvenes que buscaban empleo habían sido recortados, las prestaciones de salud para los mayores de setenta años se vieron sometidas a una verificación de recursos, los salarios del sector público se redujeron entre un 5 % y un 10 %, los beneficiarios de prestaciones sociales sufrieron recortes del 4% y las prestaciones por tener hijos se redujeron.57 Los costes del recorte bancario anunciados en septiembre conllevaban más recortes y subidas de impuestos. Informalmente, con la ayuda del FMI, Dublín empezó a valorar sus opciones.58 Una facción muy ruidosa del FMI no había aceptado nunca su repliegue de la reestructuración de la deuda griega. Irlanda representaba una oportunidad para que los inversores que se habían aprovechado del auge económico del país asumieran pérdidas. Aunque solo se impusiera una rebaja a los acreedores de Anglo Irish Bank, la entidad más atribulada, los ahorros ascenderían a 2.400 millones de euros. Si los inversores de los cuatro bancos protegidos eran sometidos a esa rebaja, el alivio presupuestario ascendería a 12.500 millones. En relación con los ingresos tributarios totales, que se cifraban en 32.000 millones de euros, eran unos ahorros enormes. En aquel momento, la postura del BCE era de sobra conocida. Pelearía la reestructuración hasta el final. Pero ¿cuál sería la postura del resto de la zona euro? La opinión pública alemana se mostraba aún más contraria a los programas de la zona euro que no exigieran una aportación a los bancos y sus inversores.59

El 18 de octubre de 2010, Sarkozy y Merkel recibieron al presidente ruso Medvédev en Deauville, una ciudad turística situada en la costa de Normandía. Para espanto de Washington, el programa de la reunión era debatir futuros ámbitos de cooperación en política exterior, sobre todo en Oriente Próximo.60 Las noticias que llegaban de Deauville coparon los titulares. Pero lo que estaba en juego no era la Alianza Atlántica, sino la zona euro. Sin consultar a sus socios de esta última, el BCE o Estados Unidos, Merkel y Sarkozy —que pronto serían conocidos como «Merkozy»— elaboraron una nueva agenda, que consistía en una mezcla de ideas francesas y alemanas. El Pacto para la Estabilidad y Crecimiento rubricado en 1997 se vería reforzado con varias normas del freno de deuda constitucional al estilo alemán. Pero los franceses obligaron a los alemanes a aceptar que, en lo tocante a medidas disciplinarias, debía haber un elemento de prudencia política. Las sanciones solo se aplicarían mediante voto mayoritario y cualificado en aquellos casos en los que los gobiernos presentaran déficits superiores al 3 % del PIB o deudas por encima del 60 % del PIB. Las sanciones serían duras y podían incluir la privación del derecho a voto. Pero la disciplina no lo era todo. También existiría una versión institucionalizada del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, que contaría con una base legal firme en 2013 a más tardar por medio de una modificación del tratado. Esa medida ofrecería préstamos de emergencia a cualquier miembro de la zona euro que se hallara en apuros. Pero no se reproduciría el pacto griego. Merkel y Sarkozy acordaron que, a partir de 2013 y en cualquier crisis futura, los acreedores deberían asumir pérdidas. No solo aportarían nuevos fondos los contribuyentes. Aplicar una rebaja a los acreedores ayudaría a reducir las deudas. Era equitativo y tendría una útil función punitiva. Los acreedores se tomarían más en serio sus responsabilidades si sabían que se jugaban algo. El paquete fue anunciado sin previo aviso en una rueda de prensa celebrada el 18 de octubre de 2010 a última hora de la tarde.

Decir que Deauville cayó como un jarro de agua fría sería un eufemismo. Francia y Alemania habían actuado por su cuenta. Recordaba a los viejos tiempos, a la Europa de los Seis, y no a la Europa posterior a la guerra fría. No solo habían actuado solos, sino que habían abordado el que todo el mundo consideraba el tema candente de la crisis —la participación del sector privado y la reestructuración de la deuda— de manera unilateral y sin preparar a los mercados o sus socios. Para Trichet, aquello fue un desastre. La innombrable contingencia de la reestructuración había sido mencionada en público. Cuando la noticia del acuerdo entre Merkel y Sarkozy llegó a Luxemburgo, donde se reunieron los ministros de Economía, el presidente del BCE estaba furioso. «¡Van a destruir ustedes el euro!», gritó Trichet a la delegación francesa, sentada al otro extremo de la mesa. Diez días después, Trichet se enfrentó a Sarkozy cara a cara. «No es consciente de la gravedad de la situación», espetó al presidente francés, que repuso: «Puede que usted esté hablando con banqueros, pero nosotros somos responsables de los ciudadanos».61 Es posible que Trichet otorgara prioridad a la confianza en los mercados financieros, pero Merkel y Sarkozy debían tener en cuenta la indignación de los votantes europeos. En el Bundestag, Merkel sabía que las mayorías para su política europea serían a lo sumo frágiles si las rebajas no formaban parte del acuerdo.62 Tal como reconocería más tarde Mario Draghi, el sucesor de Trichet, las conversaciones sobre la participación del sector privado podían ser prematuras desde el punto de vista de los mercados, pero, «para ser justos una vez más, hay que abordar otro aspecto. La falta de disciplina política en ciertos países fue percibida por otros [a saber, Alemania] como una pérdida de la confianza que debía sostener al euro. Por tanto, la participación del sector privado fue una respuesta política con vistas a recuperar la confianza de los ciudadanos de dichos países».63

¿Cuánto daño causó realmente el anuncio de Deauville? Los defensores de la táctica de prolongar la situación («extend & pretend») insistían siempre en que fueron Merkel y Sarkozy los que empujaron a Irlanda al abismo, en que Trichet tenía razón y en que aquel era el «momento Lehman» de Europa: un error no forzado y con motivaciones políticas. Pero, como en el caso de Lehman, se mezclaron criterios políticos y técnicos. Habida cuenta de su gigantesco déficit presupuestario y del vencimiento de la garantía de 2008 para sus bancos, Irlanda se adentraba en aguas turbulentas con o sin Deauville. Los diferenciales de la deuda del Gobierno irlandés ya estaban disparándose antes del anuncio sorpresa de Merkel y Sarkozy. Deauville no ayudó, pero tampoco sembró el pánico en los mercados, que ya estaban lidiando con la posibilidad de un rescate.64 El principal impacto de Deauville fue el endurecimiento de la actitud del BCE. Trichet estaba decidido a que Dublín no utilizara el anuncio de Merkel y Sarkozy como una cortina de humo para quemar a los titulares de bonos de los bancos. Por el contrario, Irlanda debía aceptar un programa como el que se había impuesto a Grecia. Y, como en Grecia, teniendo en cuenta que las entidades irlandesas dependían totalmente de la financiación del BCE para su supervivencia diaria, Trichet tenía la sartén por el mango.65

Fuente: William A. Allen y Richhild Moessner, «The Liquidity Consequences of the Euro Area Sovereign Debt Crisis», World Economics, 14, n.º1 (2013), pp. 103-126, gráfico 2.3.

Dublín no se rindió sin presentar batalla. Verse abocada a la sala de urgencias económica junto a Grecia fue un golpe humillante. Por tanto, el BCE aplicó la fuerza bruta. El 13 de noviembre, el Consejo de Gobernación del BCE amenazó con retirar su apoyo al sistema bancario irlandés y filtró a los medios que Irlanda estaba a punto de solicitar un rescate. El 18 de noviembre, Patrick Honohan, el presidente del banco central irlandés, que acababa de salir de una reunión con el BCE en Fráncfort, contactó con el canal RTÉ para anunciar que solo faltaban unos días para un rescate nacional.66 El 19 de noviembre, Trichet expuso al primer ministro irlandés en una carta confidencial las condiciones en las que el BCE estaría dispuesto a hacer extensiva su ayuda a los bancos irlandeses.67 Dublín debía solicitar inmediatamente esa ayuda y someterse a las instrucciones de la troika. Asimismo, debía aceptar un programa urgente de consolidación fiscal, reformas estructurales y reorganización del sector financiero. Los bancos debían ser enteramente recapitalizados y la devolución de la financiación a corto plazo del BCE para la banca irlandesa debía estar garantizada al ciento por ciento.

Pese a las desorbitadas exigencias del BCE, el 21 de noviembre, Dublín no tuvo más opción que aceptar. The Irish Times respondió con un extraordinario editorial que captaba el ambiente de humillación nacional e incluía una frase de la elegía de Yeats al nacionalismo romántico irlandés: «Septiembre de 1923: ¿Fue para esto?». ¿Fue para esto, preguntaba el periódico, que los nacionalistas irlandeses libraron durante siglos su batalla?: «Un rescate de la canciller alemana con unos pocos chelines de simpatía por parte del ministro de Economía británico. Es una vergüenza. Tras obtener la independencia política de Gran Bretaña para ser dueños de nuestros asuntos, ahora hemos cedido la soberanía a la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional». Pero, en lugar de regodearse en la autocompasión, The Irish Times añadía: «La auténtica ignominia de nuestra situación actual no es que nos hayan arrebatado la soberanía nacional, sino que la hemos despilfarrado nosotros mismos. No intentemos mitigar la sensación de bochorno con la reconfortante ilusión de que las naciones poderosas de Europa están conspirando para adueñarse de nosotros. Al fin y al cabo, ahora mismo no somos un gran premio para ningún aspirante a jefe supremo. Ningún europeo racional aceptaría voluntariamente la tarea de arreglar el desaguisado que hemos causado. Es la incompetencia de los gobiernos a los que elegimos la que ha puesto en riesgo nuestra capacidad para tomar decisiones».68 Pese a su brillantez, lo más destacado del editorial era a quién culpaba. «Los gobiernos a los que elegimos» cargaban con la culpa histórica, y no los bancos e inversores irlandeses y sus socios de Europa y el resto del mundo, ni tampoco los expertos financieros, economistas y reguladores. La pérdida de soberanía política sin duda era dolorosa. Pero ¿quién pagaría realmente el precio de «arreglar el desaguisado»? ¿Serían los votantes y los contribuyentes o quienes se habían beneficiado de hinchar la burbuja del crédito? En el caso de Grecia al menos, las deudas eran públicas. En Irlanda se pedía a los contribuyentes que pagaran las grandes pérdidas en las que incurrieron unos bancos sumamente irresponsables y sus inversores de toda Europa. El 7 de diciembre, Dublín anunció un presupuesto con una nueva ronda de 6.000 millones de euros en recortes, la mitad de lo que se habría ahorrado si se hubiera aplicado una rebaja de valoración a los titulares de bonos bancarios. Por el contrario, se incrementaron los impuestos a los trabajadores con salarios bajos. Los subsidios para cuidado infantil fueron recortados y las tasas universitarias aumentaron. Las prestaciones para desempleados, cuidadores y discapacitados también se vieron reducidas.

Dejando al margen la absoluta desigualdad de las exigencias de la troika, ¿era plausible que Irlanda planteara unos riesgos de contagio comparables a Lehman? Tal como exponía Martin Sandbu, de The Financial Times, con inusual rotundidad: «Lehman era un banco global». Su negocio «se encontraba en el epicentro de las tuberías financieras del mundo». No rescatarlo fue un desastre. Los bancos irlandeses, por el contrario, eran «un pequeño rumor en la periferia económica de Europa, perdiendo afanosa y exuberantemente [...] el dinero de los inversores en la vieja tradición de prestar más de lo que valían las viviendas». Ningún elemento «sistemático» dependía de que sus acreedores recuperaran todo su dinero.69 Por supuesto, había riesgo de contagio. Pero, si los bancos franceses y alemanes sufrían daños colaterales, era porque habían participado con mucho entusiasmo y rentabilidad en el auge irlandés. Puesto que la responsabilidad estaba muy repartida, ¿era razonable imponer todo el coste que conllevaba contener los efectos colaterales a los contribuyentes irlandeses? Ajai Chopra, del FMI, observaba: «Sí, habría efectos colaterales. Pero [...] el BCE podría haber intervenido [...] Para eso está un banco central, para gestionar ese tipo de daños colaterales».70

Pero ese no era el concepto que tenía el BCE de sí mismo. El 26 de noviembre, sus representantes en Dublín dejaron claro que si había rebajas para los acreedores no habría rescate. Al día siguiente, el equipo del FMI en la capital irlandesa recibió instrucciones directas de Washington para que descartara cualquier plan que incluyera a los bancos. Los ministros de Economía del G7 habían hecho saber a Dominique Strauss-Kahn que a ninguno le gustaban las menciones a rebajas, sobre todo en el caso de Estados Unidos. Como aseguraba Tim Geithner más adelante: «En Acción de Gracias yo me encontraba en cabo Cod y recuerdo que llamé al G7 [...] desde mi pequeña habitación de hotel [...] Les dije: “Si hacéis eso [rebajas], lo único que conseguiréis es acelerar el pánico en Europa [...] Hasta que podáis proteger al resto de Europa del posterior contagio, esto es solo una metáfora de nuestra caída en 2008”».71 Ante el silencio de los herejes del FMI, los irlandeses no tenían otra alternativa. El primer ministro Lenihan reconocía a regañadientes: «No puedo ir en contra del G7 al completo». Para Irlanda, la rebaja de valoración unilateral era «política e internacionalmente inconcebible».72 El 28 de noviembre, Irlanda aceptó 85.000 millones de euros en préstamos de urgencia: 63.500 de la troika y el resto en forma de apoyo bilateral de otros miembros de la UE, en especial el Reino Unido, cuyos mercados financieros tanto habían contribuido a la debacle.

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