Crash

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III. La zona euro » Capítulo 17. La espiral destructiva

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Sin duda, la zona euro necesitaba orientación, y esta solo podía llegar desde Berlín. Radek Sikorski, ministro de Asuntos Exteriores polaco y ex periodista formado en Oxford, expuso el argumento con histórica rotundidad. El 28 de noviembre de 2011, tras elegir como plataforma el Consejo Alemán de Relaciones Exteriores en Berlín, Sikorski exigió «que Alemania, es decir, Merkel, diera un paso al frente y liderara. Si lo hacía, Polonia estaría a su lado».61 A su juicio, la mayor amenaza para la seguridad y la prosperidad de Polonia en aquel momento no eran «el terrorismo, los talibanes ni, desde luego, los tanques alemanes. Ni siquiera los misiles rusos» que Moscú amenazaba con desplegar en la frontera oriental de la UE. Para Sikorski, el escenario más espantoso era un desmoronamiento de la zona euro, que sin duda arrastraría a los Estados más débiles de la periferia. Y añadía: «Exijo a Alemania que, por ella misma y por nosotros, la ayude a sobrevivir y prosperar. Sabéis que nadie más puede hacerlo.

Probablemente yo sea el primer ministro de Asuntos Exteriores polaco que dice algo así, pero allá va: temo menos al poder alemán de lo que empiezo a temer su inactividad. Os habéis convertido en una nación indispensable para Europa. Tenéis que tomar la delantera».

La primera semana de diciembre de 2011, un mes después de Cannes, circulaban por Bruselas dos visiones del futuro de Europa.62 Lo que suscribían Merkel y Sarkozy era una versión actualizada de la agenda acordada por primera vez en Deauville en 2010: una disciplina fiscal incluida en la ley nacional y los pactos internacionales. Para Francia, ello ofrecía la seguridad de la asociación con Alemania. Merkel, por su parte, necesitaba a Sarkozy para responder a las alegaciones de unilateralismo alemán. Pero a la luz del recrudecimiento de la crisis en 2011 solo podía parecer una agenda mínima y esencialmente negativa. En su carta conjunta al Consejo Europeo de principios de diciembre, Merkel y Sarkozy no se comprometían con la recapitalización bancaria y no mencionaban la crisis latente en el mercado de bonos soberanos. En la interpretación más optimista, el convenio fiscal de ambos era la condición política fundamental para que Alemania diera otros pasos. Pero en Bruselas estaban presionando para que se dieran esos pasos. El 7 de diciembre, Van Rompuy, el presidente del Consejo Europeo, publicó su «informe parcial». Aunque el Consejo Europeo supuestamente debía ser el guardián de la visión intergubernamental mínima del tratado de Lisboa, ante las presiones de la crisis Van Rompuy hizo un llamamiento a acciones osadas. Propuso un gran incremento del poder financiero del EFSF/MEDE. En casos extremos, debía poderse recapitalizar a los bancos europeos en apuros, rompiendo así el bucle desastroso. Y, para respaldarlo en «una perspectiva más a largo plazo», Van Rompuy conminó a la UE a hacer frente a la necesidad de una mutualización de la deuda. Limitada por criterios estrictos y toda la supervisión europea que fuera necesaria, tendría que darse una puesta en común de crédito europeo para proteger a los miembros más débiles del valor crediticio de los prestatarios más fuertes y eliminar así el elemento del pánico del mercado que estaba haciendo insostenible la situación de Italia. Lo que pedía el G20 era una versión de esos pasos. Era lo que defendían las voces progresistas de Europa. De hecho, la idea de los eurobonos estaba atrayendo el tímido respaldo de la oposición alemana, el SPD. Pero, para Merkel, y en particular para el FDP, su socio de coalición, era execrable. Para agudizar la indignación alemana, mientras que el pacto fiscal de Sarkozy y Merkel debía ser instituido mediante una enmienda solemne de los tratados de la UE, Van Rompuy proponía que sus medidas, que tenían un alcance mucho mayor, fuesen aprobadas por legislación secundaria y acuerdo limitado entre los miembros de la Unión Monetaria. Para Berlín estaba claro: Bruselas estaba obrando sus «trucos» habituales.

En este momento crítico entró en juego otra fuerza que agravó el punto muerto. Además de Polonia, el otro gran miembro de la UE que no formaba parte de la zona euro era el Reino Unido. Londres había observado el desarrollo de la crisis de la eurozona con una mezcla de Schadenfreude y frustración.63 Siempre que podía, el primer ministro Cameron sermoneaba a los miembros de la zona euro sobre la necesidad de una mayor integración a la vez que eximía a Londres de cualquier compromiso. Por el bien de Europa, de Gran Bretaña y de la economía mundial en general, Londres exigía que la eurozona avanzara hacia la plena unión económica. Para Cameron, que luchaba por contener el auge del euroescepticismo en el partido tory, la crisis europea era una oportunidad para regatear. Explotando las divisiones de la zona euro, creía que podría obtener exclusiones voluntarias para la City de Londres, especialmente ante las exigencias de un impuesto a las transacciones financieras. Pero esas concesiones se toparon con la violenta oposición de Sarkozy, y Merkel necesitaba mucho más a Francia que al Reino Unido. Cuando se dio cuenta de que estaba aislado, Cameron anunció que no solo vetaría un acuerdo colectivo entre los veintisiete miembros de la UE.64 También ejercería su derecho a bloquear cualquier paso hacia una mayor integración de los miembros de la Unión Monetaria dentro del marco de la UE.

Para la relación de Gran Bretaña con la UE fue una despedida. Estaba claro, al menos para los conservadores británicos, que pronto habría que decidir si seguían adelante como miembros cooperadores de la Unión. Para la eurozona que surgió de los enfrentamientos de diciembre de 2011, era el mínimo común denominador de las dos opciones que le brindaban. Alemania consiguió su pacto fiscal, aunque no como el cambio de tratado que quería Merkel, sino en el formato legal mínimo de un acuerdo intergubernamental fuera del contexto del tratado de Lisboa.65 Las condiciones del pacto fiscal eran draconianas. En el futuro, los presupuestos de Europa debían estar equilibrados o presentar superávit. Por enmienda constitucional o su equivalente, los déficits deberían estar limitados al 0,5 % del PIB. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea supervisaría la transposición de esas normas en el ámbito nacional. Los Estados cuyo déficit superara el 3 % del PIB serían sometidos a sanciones automáticas a menos que se opusiera una mayoría cualificada. Los países con un nivel de deuda que sobrepasara el 60 % del PIB tendrían que embarcarse en una reducción de la deuda. Era la visión del freno de deuda alemán trasladada al nivel europeo. En el tema más general de completar la arquitectura del euro, Merkel no hizo ni una sola concesión. No habría responsabilidad compartida por los préstamos europeos, ni eurobonos, ni recapitalización de los bancos ni incremento de la envergadura del EFSF/MEDE. La única concesión de Berlín fue que, en julio de 2012, el EFSF improvisado sería sustituido por un Mecanismo Europeo de Estabilidad con poder para intervenir en los mercados de bonos secundarios y la idoneidad del cortafuegos de la UE podría ser reevaluada en marzo de 2012. Berlín también aceptó enterrar los fantasmas de Deauville limitando cualquier participación del sector privado a los criterios estipulados por el FMI. Pese a la intensidad de la crisis italiana y el drama de Cannes, Alemania seguía marcando el ritmo.

Con las soluciones tan mínimas y esencialmente negativas del intergubernamentalismo, ¿el BCE, la única agencia federal poderosa de toda la zona euro, estaría a la altura de las circunstancias? Todas las miradas estaban puestas en Mario Draghi, que había ocupado la presidencia del BCE el 1 de noviembre de 2011. En los años noventa, durante su paso por la Agencia Tributaria en Roma, había sido un miembro crucial del equipo que introdujo a Italia en el euro. Desde 2006 había estado en el candelero como gobernador del Banco de Italia. Antes había sido vicepresidente de Goldman Sachs tras su paso por el Banco Mundial. En los años setenta había obtenido un doctorado en Economía en el MIT, la cuna de la macroeconomía estadounidense, al mismo tiempo que Ben Bernanke y Lucas Papademos, que ahora era primer ministro griego. En el MIT, Mervyn King, del Banco de Inglaterra, y Bernanke habían compartido despacho. Entre todos, la fraternidad de los bancos centrales al menos tenía una respuesta inmediata a los problemas del sistema financiero europeo. Los bancos sufrían una presión enorme por la retirada de la financiación global y la escasez de financiación en dólares era especialmente aguda. Todo recordaba horriblemente a 2008. Para mitigar las presiones de financiación ocasionadas por la retirada de los fondos del mercado monetario estadounidense, el Banco de Francia, entre otros, había recurrido a medidas de emergencia para que las entidades francesas dispusieran de dólares.66 El 30 de noviembre, todos los grandes bancos centrales del mundo —la Reserva Federal, el BCE, el Banco de Inglaterra, el Banco de Japón, el Banco Nacional Suizo y el Banco de Canadá— reabrieron las líneas de canje instituidas en 2008 y bajaron los tipos de interés. El alcance global del acuerdo fue un «teatro»; los bancos japoneses y canadienses no sufrían presión alguna. Una vez más, era la eurozona la que necesitaba dólares.67

En verano de 2012, Mario Draghi se erigiría en «salvador del euro». Más tarde sería acusado de inflacionista italiano por la derecha alemana y jaleado por el mundo anglosajón por ser un banquero central competente. Pero lo que ignora esta versión es que la capacidad de Draghi para alterar la conversación en el verano de 2012 tenía una condición previa esencial: el respaldo de Berlín. Normalmente, la fortaleza de la relación de Draghi con Merkel se achaca a la sutileza del primero como político.68 Pero ello obvia el hecho de que, si bien los alemanes de línea dura se oponían a cualquier activismo del banco central de Europa, para Merkel el BCE había sido una herramienta útil desde el principio. Lo había hecho con discreción, pero en varias ocasiones se había distanciado del Bundesbank, reconociendo que la intervención del BCE era el complemento necesario para el proceso que durante una década había transferido la visión «reformista» de Alemania al resto de Europa. Pese a las protestas de la derecha alemana, Merkel sabía que podía contar con los banqueros centrales de Europa. No tenía nada que temer de un conservador fiscal y monetario como Trichet. Draghi era un buen socio precisamente porque daba todos los indicios de coincidir con la visión de Alemania sobre cómo revisar el estado del bienestar europeo.69 De hecho, era un elemento tan importante de la identidad de Draghi como economista formado en EE. UU. y alumno de Goldman Sachs como su visión expansiva de la política de los bancos centrales.

Tal como recordaba Draghi a los lectores de The Financial Times poco después de ocupar su cargo en el BCE, era un veterano de las duras medidas de estabilización de Italia en los años noventa.70 En agosto de 2011, Draghi rubricó el ultimátum de Trichet a Berlusconi, donde exigía cambios en los servicios públicos y los mercados laborales de Italia. Draghi compartía con su predecesor la frustración por las evasivas de Roma y la inacción del resto de los gobiernos de Europa. El 1 de diciembre de 2011, Draghi marcó el comienzo de su presidencia en el BCE personándose en el Parlamento Europeo para respaldar el plan de disciplina fiscal de Merkel y Sarkozy.71 Y su simpatía por las exigencias de «reformas» alemanas no era fingida. Como dijo a The Wall Street Journal en febrero de 2012, el modelo social europeo que priorizaba la seguridad laboral y el bienestar social ya había desaparecido. Al fin y al cabo, ¿qué significaban los discursos sobre un modelo social cuando un 50 % de los jóvenes españoles estaban en paro?72 Los mercados laborales europeos tendrían que ser reinventados, probablemente inspirándose en la agenda Hartz IV alemana. En los años setenta, cuando era estudiante de posgrado en el MIT, Draghi recordaba que sus profesores se maravillaban ante la disposición europea a «pagar a todo el mundo por no trabajar. Eso se acabó». Para el nuevo director del BCE no había una «solución intermedia factible» entre la reforma del mercado laboral y la austeridad fiscal. «Retractarse sobre los objetivos fiscales provocaría una reacción inmediata del mercado», y Draghi dejó claro que no tenía intención de suavizar esa disciplina. En diciembre de 2011, durante una conversación con The Financial Times, se negó a comentar la posibilidad de que el BCE respaldara el EFSF como avalista último del cortafuegos de la UE. Tampoco consintió en hablar de una expansión cuantitativa para Europa. Empezó su mandato insistiendo en que el programa de compra de bonos de Trichet, el programa del mercado de valores, no era «eterno ni infinito».73 De hecho, teniendo en cuenta la reputación posterior de Draghi, merece la pena repetir que, en 2012, su primer año en el cargo, cesó la compra de bonos por parte del BCE. Su prioridad era restablecer un «sistema en el que los ciudadanos vuelvan a confiar los unos en los otros y en el que los gobiernos sean dignos de confianza en materia de disciplina fiscal y reformas estructurales».

Lo que Draghi quería hacer inmediatamente era apoyar a los bancos.74 Las líneas de canje eran un mecanismo. Otro era revivir el famoso sistema de financiación bancaria barata del BCE. Ante el temor que reinaba en los mercados de crédito, en 2009 y 2010 los bancos europeos se habían visto obligados a recurrir a fuentes de financiación cada vez más a corto plazo que ahora había que renovar. Si no podía encontrar nueva financiación, la zona euro se exponía a una gran contracción del crédito.75 Ya en octubre de 2011, el BCE había anunciado que ofrecería liquidez al sistema bancario europeo mediante la operación de refinanciación a largo plazo (o LTRO, por sus siglas en inglés), unos préstamos a largo plazo con unos tipos de interés muy favorables.76 Draghi abrió el grifo ofreciendo financiación a tipos favorables en un plazo sin precedentes de tres años y aceptando unas calificaciones de riesgo muy inferiores.77 El 21 de diciembre de 2011, 523 bancos recibieron financiación por valor de 489.000 millones de euros. En febrero, 800 recibieron otros 500.000 millones. Del primer tramo de la LTRO, un 65 % fue para los bancos de la periferia: Italia, España, Irlanda y Grecia.

Aunque Draghi se apresuró a explicar que obviamente no equivalía a «un incremento de la compra de bonos por parte del BCE», a su debido tiempo el billón de euros en préstamos de la LTRO se reinvertiría en las compras de deuda soberana por parte de los bancos.78 Esto aumentó la demanda de los mercados de bonos y redujo los rendimientos. Fue un apoyo para el mercado de deuda soberana. Permitió a los bancos obtener unos beneficios fáciles en el diferencial entre el 1 % que cobraba el BCE y el 5 % que se ofrecía a quienes quisieran hacerse con bonos del Gobierno italiano.79 Pero, igual que en 2009, tenía un precio. En lugar de permitir a los frágiles bancos europeos que se deshicieran de activos dudosos a cambio de dinero seguro, como hizo la expansión cuantitativa en Estados Unidos, el programa del BCE incrementó sus posesiones de deuda gubernamental periférica.80 Los bancos españoles e italianos fueron especialmente proactivos. Por tanto, los bancos y la calificación crediticia estaban cada vez más unidos. Y ninguna de las dos partes estaba a salvo. El 14 de enero, S&P efectuó un análisis de las calificaciones crediticias europeas y rebajó a cuatro. Francia y Austria perdieron su preciada calificación AAA. Portugal quedó reducido a «basura». En la zona euro, solo Alemania, Holanda, Finlandia y Luxemburgo conservaron su codiciada AAA. Incluso el fondo de rescate de la zona euro, el EFSF/MEDE, se exponía a una rebaja. Los europeos protestaron, igual que hizo Washington cuando S&P rebajó su calificación, pero esta vez la agencia se mostró firme en su criterio. Meses de negociaciones no habían «producido un avance de suficiente envergadura» como para ser optimista con el futuro del euro.81 Pese al Sturm und Drang de otoño de 2011, el impasse político no se había roto. El control del calendario lo era todo y Berlín marcaba el ritmo. En el marco del G20, Merkel opinaba el 5 de noviembre frente al Palais des Festivals de Cannes: «La crisis de deuda no se resolverá de una tacada y es seguro que tardaremos una década en llegar a una posición mejor».82 Fueron declaraciones reveladoras en cuanto al horizonte temporal de Alemania, pero la cuestión era si el resto de Europa tendría tanto tiempo.

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