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IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 21. La crisis de Ucrania

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Capítulo 21

LA CRISIS DE UCRANIA

Antes de 2008, se esperaba que el motor de la crisis sería el equilibrio del terror financiero entre Estados Unidos y China. Se temía que un gran despliegue de la inestabilidad global centrada en China y Estados Unidos, impulsado por los graves desequilibrios internos de ambas naciones, socavaría el poder de los norteamericanos. En 2008, la expansión de la Unión Europea y la OTAN, con la oposición de Rusia, había añadido una nueva dimensión de riesgo. Georgia y Rusia habían chocado y Moscú se había aproximado a Pekín con la intención de organizar un ataque conjunto contra la fragilidad financiera de Estados Unidos. Pekín se había contenido. No hubo una gran liquidación de dólares. El curso geoeconómico de la crisis adoptó un rumbo inesperado e innovador. Las líneas de swap de liquidez de la Reserva Federal estabilizaron el sistema financiero basado en el dólar. En noviembre de 2008, la actualización del G20 había añadido un foro de liderazgo global que había contribuido a dar legitimidad a la expansión radical de los recursos del FMI en 2009. Esto actuó como red de seguridad para que el FMI interviniera con urgencia en la Europa del Este. Un año más tarde, de forma llamativa, el FMI se halló destinando cientos de miles de millones de dólares para rescatar la zona euro. Al mismo tiempo, Estados Unidos insistía en que se aprobara un nuevo sistema de regulación para la banca mundial, por medio del Comité de Basilea, y lo hacía con suma decisión, en comparación con la lentitud habitual de este organismo.

En 2008 y 2009, Washington se mantuvo por delante de los desafíos económicos desatados por la crisis. ¿Podría mantener el ritmo? En mayo de 2010, la administración de Obama y el FMI fueron cruciales para obligar a los europeos a aplicar un primer remedio para la zona euro. Pero las cosas empezaron a complicarse. Noviembre de 2010 fue un punto de inflexión. Los demócratas perdieron el control del Congreso. La recuperación era tan floja, y el punto muerto fiscal, tan amenazador, que la Fed lanzó con cautela la segunda oleada de la expansión cuantitativa, que fue recibida con franco descontento en la reunión del G20 en Seúl. Pero criticar al G20 era una cosa. Cuando se trató de proteger a los europeos durante lo que bien podría haber sido un desastre, en 2011 y 2012, resultó evidente que solo la administración de Obama podía servir de contrapeso a Alemania. Obama tenía razón. Al menos en lo que a Europa respectaba, era indispensable que Estados Unidos actuara como árbitro a la vez interno y externo. Pero con la estabilización de Europa y el inicio del segundo mandato de Obama, se volvieron a poner sobre la mesa los temas de la era de Bush.1 ¿Washington debía seguir manteniendo una huella global tan enorme? ¿Podía retirarse con seguridad? Tanto las restricciones internas como las presiones externas, ¿permitirían que esto se decidiera tras una deliberación independiente? ¿Sería una retirada ordenada que dejaría un legado de estabilidad, o un sálvese quien pueda?

I

Impulsada como estaba por una energía que venía de los años noventa, una convicción de estar respondiendo a una misión, originaria de la misma época, y la ambición de alcanzar la presidencia del país, Hillary Clinton, como secretaria de Estado, se hallaba en el bando activo. En otoño de 2011, mientras se culminaba la salida de Irak, el Departamento de Estado de Clinton intentó recuperar la situación de ventaja. Su nueva iniciativa fue «pivotar hacia Asia».2 Desde la perspectiva militar, consistía en desplegar de nuevo en el Pacífico un grupo de combate aeronaval. En términos económicos tenía como eje el acuerdo transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés). Mientras Europa se adentraba en la crisis, en 2011, los representantes comerciales y el Tesoro de Estados Unidos instaban a Canadá y México a integrarse en un tratado de inversiones y comercio, de amplio alcance, con las principales economías de Asia (salvo China). El objetivo no era amilanar a China ni, menos aún, frenar su crecimiento económico. Todo el mundo tenía mucho que ganar. Se trataba de establecer un bloque lo suficientemente fuerte como para ofrecer un contrapeso al creciente poderío de China. En palabras de un indiscreto corresponsal de Hillary Clinton, era «de facto, una alianza para la contención de China».3

Si volvemos la vista a 1947, la contención fue el conglomerante que mantenía unida la coalición que Estados Unidos había construido en Europa occidental y el Asia oriental. Este sistema de alianzas sirvió para una ampliación descomunal del alcance de la influencia de Estados Unidos. Fue el terreno sobre el que los internacionalistas comprometidos con el liberalismo defendieron la idea de que la potencia norteamericana siguiera siendo una fuerza hegemónica.4 Pero también expuso a Estados Unidos a determinados riesgos. La contención podía entenderse de diversas maneras, que dependían tanto de las decisiones que se tomaran en Washington como de los propios aliados, quienes, por su parte, respondían a sus propios problemas económicos y su propia situación política. El hecho de que entraran en la esfera estadounidense, ya fuese a través de los bancos, el comercio o la política de seguridad, exacerbó tales intereses. Desde el punto de vista de Pekín, pivotar hacia Asia adquirió un matiz mucho más preocupante cuando Japón eligió como primer ministro a un nacionalista, ShinzŌ Abe. Para Abe, el poder de China era un serio motivo de inquietud; era partidario, sin reservas, de que Japón contara con unas fuerzas armadas más poderosas e independientes. Por otro lado, estaba dispuesto a aparcar los intereses económicos nacionales en nombre de la cooperación estratégica con Estados Unidos. Más aún, estaba dispuesto incluso a sacrificar el cultivo nipón del arroz si con ello su país se convertía en un pilar clave del TPP.5 Si ni siquiera en esa cuestión se arredraba, ¿qué más se mostraría dispuesto a hacer? En 2014 cundió el temor a que pudiera estallar una guerra entre Japón y China.

Empujar a Corea del Sur, Australia, Japón y Vietnam a incorporarse al sistema de alianzas geoeconómico de Estados Unidos era ciertamente sencillo. Era obvio que tenían interés en contener a China. El peligro era que la nueva implicación de los norteamericanos en Asia endureciera las posiciones y sirviera de acicate a choques regionales que no iban a beneficiar a los norteamericanos. En el caso de Europa, la situación era distinta. Pero, por eso mismo, la participación de los europeos en el proyecto de contención de China era menos fiable. La Unión Europea estaba sumamente interesada en la inversión y el comercio chinos. Alemania quería vender allí coches y equipos de ingeniería. Cuando se cansaba de las batallas interminables de la zona euro, a la élite política de Berlín le gustaba fantasear con un futuro global en asociación con Pekín.6 La City de Londres ansiaba ocupar una posición especial en la internacionalización de la divisa china: el renminbi.7 Los estadounidenses no eran los únicos que ambicionaban llevar a cabo una estrategia geoeconómica expansiva.

En octubre de 2013, de camino a la reunión del Foro de Cooperación Asia-Pacífico (APEC) en Bali, el presidente Xi Jinping dio a conocer la propuesta de un nuevo banco de inversión chino. La presentó como una audaz iniciativa multilateral de actualización de la infraestructura de Asia, a la que invitaba a sumarse a todos los presentes. Era una acción que parecía sacada del propio manual estadounidense y que Washington recibió con desagrado. La administración de Obama hizo saber que desaprobaba la iniciativa china, y Corea del Sur, Japón y Australia no tardaron en seguir sus pasos.8 En cambio el Reino Unido, que estaba haciendo todo lo posible para cortejar a los empresarios chinos, aceptó la oferta de Pekín y se convirtió en miembro fundador del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB, por sus siglas en inglés).9 Washington se mostró muy enojado.10 Un representante del Departamento de Estado afirmó que Londres había tomado esta decisión sin consultarlo primero; Estados Unidos no estaba de acuerdo con la «tendencia a un acomodo constante con China, que no es la mejor forma de responder a una potencia en ascenso».11 Pero Londres no estaba escuchando, al igual que los otros europeos que también se apresuraron a incorporarse. Cuando se le preguntó por la oposición de Estados Unidos, un funcionario británico respondió con mordacidad que, para la administración de Obama, en las circunstancias del momento, no debía resultar fácil desarrollar una política económica internacional. Si el Congreso de Estados Unidos se negaba a aprobar un minúsculo incremento de la cuota de China en el FMI, ¿qué cabía esperar en el campo del comercio y las inversiones? «En realidad, si [los estadounidenses] hubieran querido sumarse al AIIB, no habrían podido obtener la aprobación de su Congreso».12 De hecho, por efecto de la paralización del Congreso, Obama no pudo asistir a la cumbre del foro APEC, en Bali. Los problemas de Estados Unidos en materia de política interior estaban afectando al desarrollo de su estrategia global, y el mundo no se iba a quedar a la espera.

Dado que Estados Unidos, evidentemente, estaba sometido a una enorme presión, quizá habría sido razonable invertir la famosa jugada de Kissinger en la década de 1970 y, con la voluntad de contener a China, intentar establecer una relación más próxima con Rusia. Sin embargo, no está claro que Washington estuviera dispuesto a tomarse en serio a Rusia en tanto que socio estratégico, en un nivel similar al de Japón o Arabia Saudí.13 En 2009, la administración de Obama se esforzó por mejorar las relaciones. Con Medvédev como presidente, parecía posible «reiniciar» el trato. Para fomentar el programa de modernización de Medvédev, se lo invitó a conocer Silicon Valley en compañía del gobernador Schwarzenegger.14 Los empresarios rusos no desaprovecharon las ocasiones que les ofrecía la financiación en dólares a bajo precio. En 2011 Medvédev aceptó la intervención de la OTAN en Libia, hasta el extremo de que provocó una contrarreacción en Moscú. Putin, que estaba a la expectativa desde su posición subordinada, como primer ministro, recibió con profunda inquietud las grabaciones sobre el terrible destino de Gadafi. Las mismas potencias occidentales que habían cortejado al dictador libio sin asomo de vergüenza se habían vuelto ahora en su contra, habían bombardeado sus fuerzas armadas y lo habían entregado a una masa vengativa. Confiar en ellas sería un error. La política de apaciguamiento de Medvédev solo acarrearía futuras agresiones. Así, Putin resolvió recuperar el control, y se confirmó en tal decisión cuando Moscú estalló en protestas durante el invierno de 2011-2012, tras unas elecciones parlamentarias amañadas. Clinton apenas disimuló el entusiasmo que le merecía un cambio de régimen. En vez de emprender un «reinicio» marcado por la «distensión», Putin volvió a la presidencia en 2012 con una nueva determinación. Frente al liberalismo de la administración de Obama, el Kremlin enarboló la bandera del nacionalismo cultural conservador. Los derechos homosexuales, las provocadoras del pop feminista y las raciones de yogur griego para los atletas olímpicos de Estados Unidos quedaron absorbidos en una repetición posmoderna de la guerra fría.15

Sin lugar a dudas, esto no suponía equilibrar el poder de China según se podría haber esperado. Pero no fueron los estadounidenses los que provocaron una crisis directa en las relaciones entre Rusia y Occidente, sino su aliado principal: los europeos. La Unión Europea afirmaría luego que «entró sonámbula» en la crisis de Ucrania; esto se acompañaba de una candorosa insistencia en que «la Unión Europea no hace geopolítica».16 Es posible que esto defina bien la ingenuidad de algunos funcionarios de Bruselas, pero nunca sonó creíble de verdad. Sería más justo afirmar que los Estados nacionales europeos no se pusieron de acuerdo en qué geopolítica querían que la UE desarrollara. Francia y Berlín eran partidarios claros de la distensión con Moscú, pero Polonia y Suecia, no. Con el apoyo activo de la OTAN, los «nuevos europeos» defendieron que la Unión Europea estableciera una «Asociación Oriental» con antiguas repúblicas soviéticas. No era un secreto, en Varsovia o en Riga, que de facto esto era, al igual que el TPP, una política de «contención». En lo que respectaba a Polonia, la prioridad era clara. En palabras del presidente Bronisław Komorowski: «No queremos tener, nunca más, una frontera compartida con Rusia».17

Como instrumentos para la asociación con la Europa del Este, la UE recurrió a acuerdos de asociación. Se trataba de documentos complejos que armonizaban regulaciones y liberalizaban el comercio y el movimiento de trabajadores. El acuerdo con Ucrania, suscrito en 2012, se saludó como el tratado más extenso nunca firmado con países que no eran miembros de la Unión Europea. El texto, en efecto, contenía 1.200 páginas de detalles técnicos, subdivididos en veintiocho secciones distintas del acervo comunitario (acquis communautaire).18 Los acuerdos de asociación se centraban en la regulación comercial y empresarial, pero no eran inocentes con respecto a las políticas de seguridad. Así, el artículo 4 del acuerdo de asociación con Ucrania requería «diálogo político en todas las áreas de mutuo interés [...] lo cual fomentará la convergencia gradual en materia de seguridad y política exterior, con el objetivo de implicar a Ucrania, cada vez más profundamente, en el área de seguridad europea».19 El artículo 7 hablaba de la «convergencia entre la Unión Europea y Ucrania en asuntos exteriores, seguridad y defensa». Según el artículo 10, en referencia a la «prevención de conflictos, gestión de crisis y cooperación tecnológico-militar», Ucrania y la Unión Europea debían «explorar el potencial de la cooperación tecnológica y militar. Ucrania y la Agencia Europea de Defensa (AED) establecerán un contacto estrecho para analizar la mejora de la capacidad militar, incluyendo aspectos tecnológicos».20

En 2013, las conversaciones con Ucrania eran las más avanzadas. Pero las negociaciones de Asociación Oriental de la Unión Europea se desarrollaban en un frente amplio. En una cumbre que se celebraría en Vilna el 29 y 30 de noviembre de 2013, Bruselas confiaba no solo en firmar el acuerdo de asociación con Ucrania, sino también unos primeros tratados con Moldavia, Georgia y Armenia. Además había estado negociando con Bielorrusia.21 Tras incorporar a los Estados bálticos y el pacto de Varsovia en los primeros años de la década de 2000, ahora Bruselas intentaba transformar y reforzar las relaciones con el resto de la antigua Unión Soviética. Es innegable que se trataba de un paso importante en las relaciones internacionales, aún más significativo por el hecho de que chocaba de frente con las ambiciones de Rusia en la región. Desde 2011 Rusia estaba ampliando la Unión Aduanera Euroasiática para forjar una Unión Económica Euroasiática, de mayor alcance. No había duda de que se trataba de una alternativa a la Asociación Oriental de la Unión Europea. Los detalles de sus acuerdos eran mucho menos exigentes que los planteados por la UE. Pero suponían entrar en una relación desigual con Rusia y la unión aduanera incluía establecer aranceles externos comunes. Esto era incompatible con el acuerdo de asociación de la UE.

Con buena voluntad se podría haber llegado a alguna concertación entre los Acuerdos de Asociación de la Unión Europea y la Unión Aduanera Euroasiática. Pero ninguna de las dos partes estaba por la labor. A las dificultades económicas y técnicas de armonizar dos bloques económicos distintos se sobreponía la tensión geopolítica, tanto si Bruselas lo reconocía como si no. Habría que decidirse: los gobiernos de la Europa del Este ¿querían mirar hacia el Oeste o hacia el Este? Bruselas hizo saber que pertenecer a la Unión Euroasiática era incompatible con los Acuerdos de Asociación de la Unión Europea. Barroso, el presidente de la Comisión, rechazó la invitación del Kremlin de entablar negociaciones entre los dos bloques.22 Bruselas no aceptaba que fueran equivalentes. En ausencia de pacto, Moscú comunicó a Ucrania y Armenia que si se aproximaban a la Unión Europea, debían contar con las sanciones de Rusia; más aún, advirtió que firmar un acuerdo de asociación sería un «paso suicida».23 Mediante conceptos tan anodinos como ‘asociación’, ‘cooperación’ y ‘convergencia’ se estaba cargando un enorme peso político sobre una región frágil que ya adolecía de una considerable tensión económica y política.

II

En los distintos países surgidos de la Unión Soviética, la recuperación económica y política, con respecto al golpe de 2008, era irregular. En el flanco septentrional, los Estados bálticos seguían acercándose a Occidente. Estonia se sumó al euro el 1 de enero de 2013. Letonia, el centro de la crisis de 2009, adoptó la divisa común el 1 de enero de 2014, y un año después Lituania hizo lo mismo. El resto de la Europa del Este, según lo acordado en los tratados de acceso a la Unión Europea, en 2004, también debía ir incorporándose al euro. Pero los avances en esta dirección sufrieron un duro revés con la crisis de la zona euro. El ministro de Exteriores polaco, Sikorski, anunció en diciembre de 2011 que esperaba que Polonia adoptaría el euro en 2016, pero solo si la unión monetaria se reformaba y si se tenía la certeza de que ello favorecería el interés nacional.24 El primer ministro Donald Tusk prometió organizar un debate nacional sobre la adhesión al euro. Pero Ley y Justicia, el principal partido de la oposición, de carácter nacionalista, se apresuró a denunciar que cualquier nuevo paso hacia la integración europea equivaldría a «subordinarse a Alemania».25

En Polonia, los nacionalistas estaban en la oposición. En Hungría, en cambio, eran el gobierno. En las elecciones de abril de 2010, el Partido Socialista, que había tenido el poder hasta entonces, pagó por su gestión corrupta y mentirosa de la política económica, así como por el desastre financiero de 2008. Una coalición encabezada por el partido nacionalista Fidesz y los cristianodemócratas, que prometía proteger de los atropellos del FMI a la nación y en particular a los pensionistas, se hizo con el 53 % de los votos. El movimiento Jobbik, que jugueteaba abiertamente con el neofascismo, obtuvo un resultado aún más sorprendente: el 17 % de los votos, con lo que los representantes nacionalistas ascendieron a un 70 % del total. Entre las herejías de Fidesz figuraba su negativa a separar las cuestiones de la soberanía política y la dependencia financiera. Hizo caso omiso del FMI y la Unión Europea y, apelando a una situación de grave necesidad histórica, justificó tanto imponer tributos a los bancos extranjeros como saquear los fondos de pensiones privados.26 Desde que se había liberado del yugo soviético, durante los últimos veinte años, Hungría «por desgracia, había tenido que experimentar la validez y verdad del viejo principio según el cual se puede subyugar a una nación por dos caminos: con la espada y con la deuda».27 Mientras Grecia se sometía a la troika en abril de 2010, el primer ministro Orbán, en una conferencia de noticias, planteó un desafío: «Desde mi punto de vista, no debemos subordinarnos a los organismos financieros del FMI ni de la UE. No son nuestros jefes». Hungría negociaría, pero no aceptaría ningún «dictado» ajeno.28

El nacionalismo agresivo de Orbán, junto con la campaña de Fidesz para restringir las libertades civiles y el pluralismo político, deshicieron la liberalización de la cultura política húngara vivida desde el fin del comunismo. Pero, a su manera, la austeridad nacional y las agresivas medidas de recaudación de Orbán funcionaron. La inflación cayó por debajo del 2 %. En diciembre de 2011 se llegó a un acuerdo con los bancos extranjeros, por el que se compartiría el coste de la reestructuración del endeudamiento familiar. Después de que Hungría cumpliera con el objetivo de déficit presupuestario, fijado en el 3 %, la UE levantó el humillante «procedimiento de déficit excesivo» impuesto al país desde su acceso a la Unión. En un contexto de auge de un mercado emergente, los prestamistas extranjeros se mostraron indulgentes con el experimento nacionalista de Orbán. Con tal disponibilidad de fondos, en el verano de 2013, Hungría canceló la deuda con el FMI y pidió al Fondo que cerrara la oficina de Budapest.29 Para consolidar más su posición, a principios de 2013 Orbán se embarcó en una nueva distensión con Moscú. Una alianza con Rusia, desde luego, no era la alternativa más evidente para un nacionalista húngaro. Pero en el Kremlin recibieron a Orbán con los brazos abiertos. Putin aplaudió su experimento de democracia antiliberal y le ofreció ayuda material, aportando tecnología de reactores nucleares y subvencionando el suministro de gas, que era popular entre los votantes de Fidesz.30

Con la seguridad de estar integrada tanto en la Unión Europea como la OTAN, Hungría podía permitirse el riesgo de balancearse entre el Este y el Oeste. Un candidato mucho menor a un acuerdo de asociación con la UE, como Armenia, ante la amenaza de las sanciones de Rusia, no se hallaba en la misma posición. Ereván, vista la hostilidad de Moscú, dio un paso atrás en septiembre de 2013: declaró su intención de incorporarse a la Unión Aduanera Euroasiática, con lo que Bruselas cerró la puerta al acuerdo de asociación.31 Tras este revés, la Unión Europea concedió aún más importancia a Ucrania. Dada la extensión del país y su peso geopolítico, la postura de Kiev decidiría el equilibrio final de la influencia en la región. La UE estaba convencida de la legitimidad de su posición. Ofrecía prosperidad y el imperio de la ley. Prometía futuro. Así pues, Bruselas presionó, haciendo caso omiso del riesgo evidente de que Ucrania poseía tal debilidad económica, fragilidad política y exposición geopolítica que no soportaría la tensión generada entre Rusia y Occidente.

Era innegable que Ucrania necesitaba un cambio. Incluso después de compensar las pérdidas de 2008-2009, según las cifras oficiales, el promedio de ingresos de 2013 apenas era superior al de 1989. A diferencia de lo vivido por los vecinos occidentales, en Ucrania la transición poscomunista produjo una generación de estancamiento. Mientras una minoría diminuta se hacía fabulosamente rica, las condiciones de vida de los menos acomodados solo pudieron mantenerse en un nivel tolerable gracias a un sistema de pensiones y subvenciones al consumo energético que engullía el 17 % del PIB. En 2008, el FMI había proporcionado una ayuda de emergencia. Pero el programa venía asociado a una exigencia de cambios en los impuestos y beneficios que destruyó la legitimidad del gobierno. Para las elecciones de febrero de 2010, buena parte de la población estaba sumida en la desilusión. Ucrania se estaba quedando cada vez más atrás, no solo en comparación con los vecinos occidentales, sino también con la Rusia de Putin. El presidente Yúshchenko se retiró de la carrera y dejó que la primera ministra Timoshenko se enfrentara a Yanukóvich, cuyo fraude electoral había prendido la mecha de la revolución de 2004. Con unos votantes divididos entre la preferencia por Occidente o el Este, en 2010 se impuso Yanukóvich, por un corto margen, en este caso sin trucos.

Yanukóvich era un manipulador corrupto, que iba cambiando de curso entre los países occidentales y Rusia. Aceptó fondos del FMI y siguió negociando con la Unión Europea.32 Encarceló a Timoshenko, acusándola de corrupción, y la usó como rehén. Al mismo tiempo, coqueteaba con Putin y su bloque euroasiático. Cuando su clan hizo fortuna, menguaron a la vez la popularidad de Yanukóvich y las reservas de divisas extranjeras del país. Para las siguientes elecciones, donde era muy improbable que él venciera, parece ser que preparaba a las fuerzas de seguridad para un enfrentamiento.33 Pero las elecciones de 2014 no eran el único plazo en perspectiva. Ya en 2013, las negociaciones con la Unión Europea y Rusia habían llegado a un punto que obligaba a Kiev a tomar una decisión que, entre otras cosas, dependería de la evolución del clima económico internacional.

Hasta la primavera de 2013, bajo el impulso de la expansión cuantitativa de la Fed, entró una gran cantidad de dólares, incluso en Ucrania. El 10 de abril de 2013, Kiev rechazó la última propuesta del FMI para ayudar a financiar el enorme déficit contable de aquel momento y, en su lugar, lanzó una emisión de títulos por valor de 1.250 millones de eurodólares, que fue prontamente absorbida por los mercados, a un tipo de interés relativamente modesto del 7,5 %.34 Pero entonces Bernanke, con su anuncio del 22 de mayo, sobre la reducción del programa de compra de bonos, golpeó el mercado. Los tipos de interés subieron hasta el 10 %.

Buscando fuentes alternativas de financiación —y enriquecimiento personal—, Yanukóvich escudriñó en múltiples lugares. Estudió explotaciones de gas de esquisto, con Shell y Chevron. En otoño de 2013 se aprobó arrendar a China una parcela colosal, de 7,5 millones de acres (unos 3 millones de hectáreas), de terrenos agrícolas: una zona de la extensión de Bélgica, que representaba el 5 % del territorio de Ucrania y el 10 % de su superficie cultivable. China no buscaba únicamente espacio vital; además ofrecía destinar 10.000 millones de dólares a las instalaciones portuarias de Crimea.35 Pero lo esencial eran las conversaciones con la Unión Europea. La gran promesa con la que Yanukóvich se había presentado ante sus electores era la promesa de Europa. Los medios de comunicación de patrocinio estatal inflaban el acuerdo de asociación como si fuera el preludio a la plena integración. La UE no dio alas a esta posibilidad, pero tampoco hizo nada por desinflar las expectativas. Las fuentes de la prensa occidental calificaron la cumbre de Vilna, sin apenas ambages, como la culminación de una «campaña de seis años para atraer a Ucrania fuera de la órbita del Kremlin, hacia la integración con la Unión Europea».36

Fuente: Benn Steil y Dinah Walker, «Was Ukraine Tapered?», 25 de febrero de 2014, GeoGraphics, blog Council on Forgein Relations, https://www.cfr.org/blog/was-ukraine-tapered

A Rusia, la situación no le pasó por alto, y su amenaza de sanciones no era menor: el 25 % de las exportaciones de Ucrania iban a la Unión Europea, pero el 26 % iba a Rusia, y buena parte del resto, a Estados de la CEI, en la zona de influencia de Putin. A principios de septiembre, Yanukóvich seguía intentando intimidar a los miembros prorrusos de su partido para que aceptaran el pacto con Occidente.37 Lo que no estaba claro, hasta que Kiev recibió la carta del FMI el 20 de noviembre de 2013, era que las condiciones occidentales serían muy poco atractivas. El FMI solo ofrecía a Ucrania 5.000 millones de dólares, con el aviso de que esperaba que 3.700 millones se usaran para devolver el préstamo de 2008, vencido en 2014. En Kiev, nadie tenía razones para confiar en que el FMI sería generoso. Pero la propuesta de la Unión Europea causó una auténtica conmoción. Un comité de expertos alemanes calculó que Ucrania se arriesgaba a perder como mínimo 3.000 millones de dólares por año, en el comercio con Rusia, debido a las sanciones. En Kiev, la cifra se había inflado hasta situarse cerca de los 50.000 millones. Sea como fuere, Bruselas hizo caso omiso de todas estas cantidades.38 En conjunción con el acuerdo de asociación, la Unión Europea solo estaba dispuesta a ofrecer 610 millones de euros. A cambio el FMI exigió grandes recortes presupuestarios, un 40 % de aumento en las facturas de gas natural y una devaluación del 25 %.39 Aquello distaba mucho de ser la olla mágica que Yanukóvich había prometido. Había oligarcas ucranianos con fortunas personales superiores a esa oferta. Incluso sin tener en cuenta las sanciones con las que Rusia había amagado, aceptar aquel acuerdo habría sido un desastre político.40 En Kiev lo tomaron como una ofensa. «No podíamos contener las emociones, era inaceptable», le dijo a Reuters el representante permanente de Ucrania en la OTAN. Cuando su país había acudido a solicitar la ayuda de los europeos, estos «nos escupieron [...] [A]l parecer no somos Polonia, al parecer no estamos al mismo nivel que Polonia [...] [E]n realidad no piensan dejarnos entrar, nos quedaremos a la puerta. No somos lo peor, pero no somos polacos».41 Por suerte para Kiev —o eso parecía—, Moscú tenía un plan alternativo. El 21 de noviembre de 2013 Putin ofreció un contrato de gas, en términos de concesión, y un préstamo de 15.000 millones de dólares. La condición era que Ucrania, como Armenia, se incorporase a la Unión Aduanera Euroasiática. Yanukóvich lo aceptó.

Cuando se tiene en cuenta lo que sucedió después, es fácil pensar que la decisión de Yanukóvich fue la respuesta pavloviana de un secuaz promoscovita. Ciertamente, es posible que Rusia lo estuviera chantajeando. Pero si dejamos los rumores a un lado, no puede decirse que su actitud resultara incomprensible. En palabras del primer ministro ucraniano, Mikola Azárov, la cuestión se decidió por la «extraordinaria dureza de las condiciones» ofrecidas en conjunto por la Unión Europea y el FMI.42 Esta lógica tampoco quedó oculta a los europeos, una vez desatada la debacle. El 28 de noviembre de 2013, hablando con Der Spiegel, Martin Schulz, el presidente del Parlamento Europeo, reconoció que los representantes de la Unión Europea había cometido errores en las negociaciones. «Creo que hemos subestimado el dramatismo de la situación política interna de Ucrania.»43 El país «había quedado sumido en una profunda crisis financiera y económica» desde la introducción de la democracia. «Necesitan dinero con urgencia y necesitan un suministro de gas con urgencia». Schulz dijo que comprendía el acercamiento a Rusia. «En Europa no resulta especialmente popular ayudar a los Estados en crisis [...] y si uno se fija en las propuestas de Moscú, ofrecían a Ucrania la clase de ayuda a corto plazo que nosotros, como europeos, ni podemos ni queremos permitirnos.»

Con lo que nadie contaba —ni Yanukóvich, ni los rusos ni la Unión Europea— fue con que una minoría de la población ucraniana se atreviera a alzar la voz con contundencia. Los estudios de opinión no indican que hubiera una mayoría abrumadora partidaria de dar pasos claros hacia la Unión Europea. Según el Instituto Internacional de Sociología de Kiev, en noviembre de 2013 solo un 39 % de los encuestados preferían la asociación con Europa, frente al 37 % que se decantaba por la unión aduanera encabezada por Rusia.44 Además, en estos resultados se valoraba una asociación hipotética, no las rigurosas condiciones planteadas por el FMI y la UE. En todo caso, los acontecimientos que se produjeron en Ucrania en 2013 no se decidieron por un referéndum en el que el coste de las posibilidades estuviera detallado con claridad. Los impulsaron minorías entusiastas y enardecidas, inspiradas por el temor y la esperanza, tanto frente a Rusia como a la Europa occidental, más una gran variedad de imágenes políticas extraídas de toda la diversidad del espectro político.

En noviembre y diciembre, cientos de miles de personas se manifestaron por las gélidas calles de Kiev para protestar que Yanukóvich hubiera rechazado bruscamente el acuerdo de asociación. No se intentaba dar un golpe de Estado, y Yanukóvich podría haber dejado pasar la excitación; pero, mal aconsejado por Moscú, decidió responder con dureza. Usó la mayoría parlamentaria para imponer cambios constitucionales, con lo cual, el 16 de enero, desató una segunda oleada de protestas masivas, acompañadas en esta ocasión por la ocupación de edificios gubernamentales por todo el país. En este momento, la Unión Europea y Estados Unidos se implicaron abiertamente. La intervención de Washington quedó de relieve, en toda su profundidad, por una conversación grabada —tristemente famosa— entre Victoria Nuland, subsecretaria de Estado para los asuntos de Europa y Eurasia, y el embajador de Estados Unidos en Ucrania, una conversación que desvela cómo eran las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Europea, en este momento, y hasta qué punto se quería instrumentalizar a los políticos ucranianos. El 28 de enero de 2014, mientras Nuland analizaba posibilidades con el embajador Pyatt, dejó caer el siguiente comentario: «Eso sería genial, creo, para ayudar a resolver todo esto y hacer que la ONU lo resuelva y, bueno, a la UE, que le den». Para el gusto de Nuland, la Unión Europea se movía con demasiada lentitud y no parecía querer ceder nada ante el presidente Yanukóvich, aun a pesar de que unos pocos meses atrás se había esforzado por establecer un prolijo acuerdo de asociación. Sin vacilar, el embajador Pyatt respondió: «Tenemos que hacer algo para que la cosa no estalle, porque ten por seguro que como la cosa empiece a subir, los rusos actuarán entre bambalinas para torpedearlo».45

Dos semanas después, una resistencia desesperada en las calles de Kiev puso fin a la presidencia de Yanukóvich. El 21 de febrero, en conversaciones negociadas por los ministros de Exteriores de Alemania, Francia y Polonia, de las que fue testigo el representante de Putin en el país, se ofreció a Yanukóvich protegerlo en su posición hasta que se celebraran unas nuevas elecciones presidenciales, a finales de 2014. Pero como se había desvanecido tanto el apoyo de su propio partido como el de las fuerzas de seguridad, se lo pensó mejor y no corrió el riesgo.46 Él también tenía presente el destino de Gadafi y, a primera hora del 22 de febrero, huyó dejando un vacío. Un nuevo gobierno provisional optó por saltarse los procedimientos constitucionales y asumir el cargo hasta unas nuevas elecciones, previstas para el 25 de mayo. Lo que la Unión Europea planteaba como una transición lenta se había convertido en un derrocamiento revolucionario. Sin esperar a los resultados de la votación, el gobierno provisional, dominado por Patria, el partido de Timoshenko, y unos pocos activistas del Maidán, actuó con rapidez para consolidar su posición. Darían marcha atrás a la abrupta decisión de Yanukóvich en noviembre. Marcarían distancia con Rusia, firmarían el acuerdo de asociación con Europa y establecerían nuevos pactos financieros no con Rusia, sino con el FMI y la UE.

¿Cómo iba a reaccionar Moscú? Los dos bandos habían hecho hincapié en que la decisión de Vilna, en noviembre de 2013, era un punto de inflexión estratégico. Gracias a la mezquindad de la oferta del FMI y la UE, Moscú había obtenido una victoria importante. Esta había sido contrarrestada por protestas populares y un cambio de régimen que, aunque tenía el apoyo de una parte considerable del pueblo ucraniano, era de dudosa legalidad y, a todas luces, respondía a los intereses occidentales. Así pues, para Rusia, conformarse con este resultado habría sido peor aún que la posibilidad de que Yanukóvich hubiera optado por firmar el acuerdo de asociación. En la noche del 22 al 23 de febrero, el Kremlin decidió actuar. Aprovechando las protestas locales y activando unos planes preparados en 2008 para contrarrestar una intervención rápida de la OTAN, el 27 de febrero de 2014 tropas rusas, sin apenas disimulo, tomaron el control de la península de Crimea.47 Unos pocos días más tarde, para seguir reforzando la presión sobre Kiev, Rusia respaldó un levantamiento separatista en la región oriental de Donetsk.

III

El choque general —económico, político y diplomático— entre Occidente y Rusia que ya se había pronosticado en 2008, con la guerra librada indirectamente por los dos bandos en Georgia, se había desatado ahora y en un escenario mucho mayor. Con la integridad territorial de Ucrania en juego, el 13 de abril de 2014 el gobierno provisional de Kiev lanzó una operación «antiterrorista» con la intención de recuperar el control de la cuenca del Donetsk. En Washington y los cuarteles de la OTAN algunos pedían proporcionar a Kiev una ayuda militar directa y regresar abiertamente a la guerra fría. A McCain y otros halcones republicanos les habría encantado reunir un equipo de guerra. Esto quizá habría contribuido a devolver la coherencia a su partido, que vivía tiempos revueltos. Pero Obama, como había hecho ya en 2013 en Siria, se negó a autorizar la escalada.48 En Europa no se apoyaría una acción militar. Esto no equivalía a negarle armas a Ucrania; como en Siria, las recibiría, pero por canales clandestinos. En su fachada pública, Occidente reaccionó imponiendo sanciones económicas.

La actuación de Putin siempre se había guiado por el principio de que la geopolítica pasaba también por la geoeconomía. En Ucrania, la disputa por las negociaciones comerciales y los tratados aduaneros había dado paso a una guerra no declarada. Ahora la economía se utilizaría como un arma en sí misma. ¿Hasta qué punto? Para presionar a Irán, Estados Unidos había desarrollado un régimen de sanciones de una eficacia feroz. Rusia, al ser una economía integrada globalmente, era mucho más vulnerable. No era solo que las empresas rusas tuvieran que exportar, sino que habían bebido sin mesura en la fuente de los créditos baratos en dólares: a principios de 2014 debían 728.000 millones de dólares.49 Pero por la misma razón, en Occidente también estaban en juego intereses cuantiosos. Dejando a un lado cualquier otra consideración, Rusia era el segundo principal suministrador de petróleo y gas a los mercados mundiales. En una época de fragilidad extrema en las economías emergentes, Estados Unidos no quería precipitar más tensiones en los mercados de bienes. Para la frustración de los partidarios de la línea dura, Estados Unidos se moderó y no aplicó toda la potencia de su mecanismo sancionador. Optó por dirigirse contra miembros concretos de la camarilla próxima a Putin, el más destacado de los cuales era Igor Sechin, jefe de la gigantesca petrolífera Rosneft.50 Además, Washington limitó el acceso a los mercados de capital de varias empresas clave: Rosneft, Novatek, Gazprombank y VEB.51 No era una acción inocua, pero distaba de ser decisiva porque las relaciones económicas ruso-estadounidenses eran limitadas.

La cuestión crucial era si Europa apoyaría con todo su peso las sanciones de Estados Unidos. El comercio entre Rusia y la Unión Europea era diez veces mayor que el existente con los norteamericanos y, por su parte, la UE recibía el 41 % de todas las exportaciones rusas. Esto aumentaba la capacidad de influencia de la Unión Europea, pero también significaba que tenía más que perder. Algunas figuras de la empresa y la política alemanas, como el ex canciller Gerhard Schröder, siguieron cultivando relaciones de amistad con Putin incluso mientras las tropas rusas hacían incursiones en Ucrania. En Francia se construían dos portaaviones que eran pedido de Rusia. Las empresas energéticas de Italia tenían participaciones importantes en proyectos del mar Negro. Londres, el patio de juego de los oligarcas, era la escena crucial de las posibles sanciones. El Gobierno de Cameron hablaba mucho, pero no actuó con la misma rapidez. Por otro lado, la cuestión no se reducía a los intereses económicos. En Alemania imperaba el escepticismo sobre cualquier alianza apresurada con Estados Unidos.52 Desde el verano de 2013, el escándalo de espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés) había enturbiado mucho las relaciones germano-estadounidenses. Un año después, el porcentaje de alemanes que veían en Estados Unidos a un «socio fiable» se reducía al 38%, una cifra inaudita desde los tiempos de Bush.53 Así, mientras que el 68 % de los estadounidenses era partidario de incluir a Ucrania en la OTAN, el 67% de los alemanes estaba en contra. Una cantidad similar de alemanes (el 63 %) era contraria a permitir el ingreso de Ucrania en la Unión Europea.

Así, la Unión Europea solo fue capaz de acordar sanciones individualizadas contra dieciocho figuras destacadas de Rusia. El ala derecha del Congreso de Estados Unidos se indignó. El senador John McCain declaró: «Si los europeos deciden que las consideraciones económicas impiden adoptar sanciones rigurosas contra Vladímir Putin [...] están haciendo caso omiso de las lecciones de la historia».54 En 1938, el apaciguamiento había fracasado con Hitler; con el señor Putin no iba a funcionar mejor. En mayo la tensión transatlántica era tan elevada que Merkel y Obama se apresuraron a organizar negociaciones en la Casa Blanca. Para Merkel era obvio que había que hacer algo, pero no podía prescindir de la opinión pública europea y, por otro lado, los exabruptos de McCain no ayudaban en nada. Los dos acordaron que Obama frenaría a los halcones estadounidenses y Merkel intentaría arrancar un consenso europeo a favor de medidas más duras.

Entre tanto, si no había una ayuda militar directa, y las sanciones que se aplicaban a Rusia eran mínimas, ¿Occidente le proporcionaría a Ucrania, al menos, una asistencia financiera generosa? Tan solo para cumplir con las obligaciones pendientes, Kiev calculaba que necesitaba 35.000 millones durante dos años. La cifra no distaba mucho de la presentada por el régimen de Yanukóvich seis meses antes, que había sido rechazada de plano. En marzo de 2014, Kiev solicitó 15.000 millones de dólares al FMI. La administración de Obama respaldó la petición e intentó utilizarla también para romper el bloqueo del Congreso sobre la reforma del FMI. Así, la administración vinculó una garantía de préstamo a Ucrania de 1.000 millones de dólares, que la derecha republicana veía con buenos ojos, con una propuesta de desbloqueo de los fondos del FMI.55 La Casa Blanca hizo hincapié en que la crisis ucraniana ponía de manifiesto que el FMI poseía una importancia estratégica para Estados Unidos. Los críticos del FMI, en todo el mundo, se abalanzaron sobre esta afirmación: quedaba claro que el FMI, en realidad, servía a los intereses políticos de Estados Unidos.56 Salvo que, en el Congreso, los republicanos no transigieron y rechazaron la propuesta de financiación del FMI.

Lagarde y el FMI siguieron adelante pese a no contar con el respaldo uniforme de Estados Unidos.57 Si Ucrania hubiera sido un país bien dirigido, en paz y con instituciones capaces de aportar la mayor parte de lo debido, el endeudamiento no habría resultado ni mucho menos excesivo. Pero Ucrania no cumplía esas condiciones. Dada la enorme incertidumbre política, la inseguridad provocada por la intervención de Rusia y la debilidad de las instituciones ucranianas, cabía haber pensado más bien en lo contrario: reconocer la insolvencia del país. Había que condonar la deuda. Una actuación estándar del FMI, en circunstancias similares. Pero Ucrania no era un caso corriente. En 2010 se había financiado a Grecia por considerarla una «excepción sistémica»: el riesgo de un contagio financiero justificó un rescate insostenible. En abril de 2014, en Ucrania, el riesgo sistémico se reformuló en términos geopolíticos. Los titulares principales del FMI no querían que el acosado régimen prooccidental de Kiev se declarase en bancarrota a las pocas semanas de haberse producido una revolución contra Putin. Así pues, aun pesar de los riesgos evidentes y de que Ucrania tenía un historial de incumplimientos espantoso, el FMI se lanzó a la piscina una vez más. A partir de afirmaciones entusiastas sobre un programa de reforma y declaraciones sobre una recuperación económica que no era en absoluto realista, el FMI inventó un escenario que le permitió prestarle a Ucrania 17.000 millones de dólares durante dos años. La Unión Europea añadiría otros 11.000 millones de euros; Estados Unidos, garantías de crédito por valor de otros 1.000 millones de dólares; Japón también contribuyó. Además, la Unión Europea acordó eliminar los aranceles al 98 % de las exportaciones ucranianas. Se proyectó instaurar la libertad de circulación para 2015. Para el invierno, la Unión Europea prometió respaldar el suministro energético de Ucrania aportando un flujo de gas que atravesaría Eslovaquia, Polonia y Hungría.

Era un esfuerzo importante. Pero quedaba lejos de lo que Ucrania necesitaba. La ayuda de Europa se iría distribuyendo a lo largo de siete años. El préstamo del FMI, como siempre, estaba asociado a condiciones rigurosas: había que subir los precios del gas un 56 % y reducir el coste salarial gubernamental en un 10 %.58 Había que liberalizar el cambio de divisa, para que el tipo se ajustara a un nivel competitivo, en lo que suponía una operación muy arriesgada que, probablemente, afectaría sobremanera a los bancos ucranianos. El peligro mayor eran las operaciones militares de la zona occidental de Ucrania. El FMI nunca había prestado dinero a un país en guerra. En esta ocasión, al aprobar el paquete de medidas de abril de 2014, el Fondo sencillamente hizo caso omiso de las pruebas del agravamiento del conflicto. Según admitió Lagarde en una declaración de prensa, esto comprometió, desde buen principio, la viabilidad del programa en su conjunto.59 Pocos días después de que el paquete financiero se aprobara, se puso de manifiesto que Ucrania se enfrentaba de hecho al peor escenario imaginable. En vez de calmarse, el conflicto de la zona oriental se agravó.60 A principios de mayo, ante la necesidad de reclutar un ejército, Kiev tuvo que reintroducir el servicio militar obligatorio. Cuando el oligarca Petró Poroshenko asumió la presidencia del país, en la última semana de mayo de 2014, se vio ante un imposible: implantar el programa de austeridad del FMI al mismo tiempo que libraba una guerra; una guerra, por otro lado, que Rusia no iba a permitir que Ucrania venciera. La única esperanza de Kiev era que la escalada militar ejerciera tanta presión sobre la frágil economía de Ucrania que la apuesta política tuviera que aclararse y Occidente se viera obligado a intervenir en el conflicto.

En julio, una vigorosa ofensiva de las fuerzas ucranianas estaba a punto de derrotar a los rebeldes de la cuenca del Donetsk. Moscú respondió abasteciendo de nuevo a las milicias subversivas con armamento pesado. Así, un enfrentamiento caracterizado por escaramuzas de pequeña escala se fue convirtiendo en una guerra más o menos abierta, que implicaba la movilización de decenas de miles de personas, con miles de bajas y el desplazamiento forzoso de multitudes. El 17 de julio, una batería antiaérea de los insurrectos, provista con misiles rusos de nuevo cuño, informó con satisfacción de que había derribado un transporte pesado. Resultó ser un vuelo de Malaysian Airlines, el MH17, con un total de 298 personas a bordo, entre pasajeros y tripulación. Solo la indignación moral derivada de este escándalo permitió a Merkel aprobar un régimen de sanciones mucho más potente. La Unión Europea bloqueó la exportación a Rusia de cualquier equipamiento de las industrias militar y del petróleo, así como que los bancos y las corporaciones energéticas del Estado ruso con sede en la Unión Europea emitieran deuda a largo plazo. Estados Unidos, por su parte, restringió el acceso de Sberbank a los mercados de capital y presionó a ExxonMobil y BP para que abandonaran la colaboración con socios energéticos rusos. Pero en el siglo XXI, toda sanción auténticamente rigurosa pasaba por las finanzas. En septiembre de 2014, Rosneft, Transneft, Gazprom, Novatek, Sberbank, VTB, Gazprombank y el Banco de Moscú, más los fabricantes de armas United Aircraft Corporation y Kaláshnikov, quedaron excluidos de los mercados financieros occidentales. Dos de los bancos más estrechamente ligados a Putin y su entorno se quedaron con cientos de millones de dólares congelados en cuentas estadounidenses.61

Moscú, por su parte, replicó con represalias más clásicas. No cortó el abastecimiento de gas. Sin embargo, prohibió toda importación agrícola de Europa, a la vez que incrementó el apoyo militar a los rebeldes de la cuenca del Donetsk, que organizaron una contraofensiva sangrienta el 23 y 24 de agosto. La línea del frente quedó congelada y Kiev se vio obligado a aceptar un alto el fuego en el que Alemania y Francia actuaron como mediadores, el 5 de septiembre. La nueva guerra fría entre Rusia y Occidente se había agravado hasta dar origen a un enfrentamiento general y violento; había llegado el momento de la prueba de fuerza.

IV

Desde la conmoción de 2008, Rusia había reconstruido su posición financiera oficial. A principios de 2014, Moscú contaba con reservas de divisas extranjeras por valor de 510.000 millones de dólares. Como en 2008, la vulnerabilidad no afectaba al Estado, sino al sector privado globalizado. Aunque los oligarcas, como era de esperar, siguieron a pies juntillas las indicaciones de Putin, los mercados no mentían. La escalada de tensiones por Ucrania causó, de inmediato, un flujo de salida de capital. Cuando el Consejo de la Federación, el sábado 1 de marzo de 2014, dio su patriótica aprobación al despliegue de tropas rusas en territorio ucraniano, le siguió un «lunes negro», el 3 de marzo, con un espectacular hundimiento bursátil del 11-12 %.62 Para los bancos rusos internacionalizados, como Sberbank —un gigante que controlaba el 28 % de los activos bancarios rusos—, las sanciones crearon una situación verdaderamente esquizofrénica. El presidente de la junta directiva de esta entidad, Herman Gref, tuvo que reconocer que el 50 % de las acciones negociables de Sberbank estaban en manos de inversores estadounidenses y británicos, pero que al banco se le había vetado obtener fondos en Occidente.63 Por fuerza, a lo largo de 2014, las compañías rusas redujeron su endeudamiento exterior de 729.000 a 599.000 millones de dólares, pero para que pudieran hacer este reembolso, el banco central tuvo que desplegar sus reservas.64 La tensión se fue incrementando, pero no estalló como crisis hasta otoño.

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