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IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 22. #thisisacoup

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Capítulo 22

#THISISACOUP

En las manifestaciones del Maidán del invierno de 2013-2014, los ucranianos ondearon con entusiasmo la bandera azul de la Unión Europea. Tras el desgaste de las batallas de la zona euro, resultaba cierto alivio, para Europa, que alguien celebrara su existencia en algún lugar. Los manifestantes proeuropeos de Kiev ensalzaban Europa como futuro: representaba una promesa de democracia, libertad, prosperidad, imperio de la ley, «la buena Europa». Era una imagen que procedía de la década de 1990 y los primeros años del nuevo siglo, cuando Europa se congratulaba por el fin de la guerra fría, el crecimiento económico y la perspectiva de una «unión cada vez más estrecha». Para algunos expertos, tanto en el Viejo Continente como en Estados Unidos, el choque con Putin suponía una oportunidad de reafirmar esa visión frente a la amenaza exterior.1

En la estela de las crisis del euro, de 2008 a 2012, la cuestión era si la amenaza que se cernía sobre la buena Europa procedía, de hecho, del interior o del exterior. La estabilización de la eurozona en 2012 —que el resto del mundo contemplaba con inquietud— se había basado en un acuerdo entre Alemania, Italia, España, Francia y los demás. El motor del pacto fue el miedo a que una escalada derribara primero a España y luego a Italia. Un año después, la fase aguda de la crisis había pasado. Pero cuando la segunda recesión que afectaba Europa, muy poco después de la primera, empezó a dejarse sentir en toda su intensidad, la Unión Europea entró en una nueva fase de descontento.

I

La estabilización de la zona euro en 2012 estaba condicionada a una expectativa de más avances. Este era el programa con el que el Consejo Europeo del 28-29 de junio había abordado la crisis española. Era el mensaje que Draghi había transmitido en Londres. El pacto fiscal, la unión bancaria, el desarrollo del Mecanismo Europeo de Estabilidad y el programa de operaciones monetarias de compraventa (OMT, por sus siglas en inglés) del BCE fueron pasos importantes hacia la consolidación de la zona euro. La cuestión, como siempre, era si sería suficiente y si la Unión Europea mostraría la voluntad de moverse a la velocidad requerida. En lo que atañía a la unión bancaria, todo estaba aún por hacer; y Berlín no tenía prisa a la hora de suscribir un fondo único de resolución hasta que se supiera en detalle cuán dañadas estaban las economías del sur de Europa.2 Alemania y Francia estaban en absoluto desacuerdo al respecto de la crisis bancaria que había explotado en Chipre en 2013.3 Entre tanto, Merkel seguía su propio proyecto reformista. No satisfecha con haber transferido a Europa la Schuldenbremse, también quería trasladar a nivel europeo la concepción alemana de la reforma del mercado de trabajo.4 En 2013, el mantra de Merkel era la competitividad y el coste unitario de la mano de obra. Para esta cuestión, al igual que para la disciplina presupuestaria, Alemania quería contratos y normas.

Después de la crisis de la eurozona, Merkel gozaba de una autoridad poderosa y la situación de la economía alemana era la más cómoda entre las europeas. El mercado laboral había experimentado un ajuste y las exportaciones de Alemania eran acogidas por una demanda global en auge.5 Así, aunque la exportación al resto de Europa no mejoraba, los alemanes tenían pocas razones para poner en duda el relato de su propio éxito nacional. Pero incluso en este remanso de prosperidad, los políticos alemanes no eran inmunes a la tensión. El eslabón débil de la cadena era el FDP, el socio de coalición elegido por Merkel desde 2009.6 El programa del FDP —próximo a los intereses empresariales y partidario de una reducción fiscal— solía contar en Alemania con un apoyo sectorizado, incluso en el mejor de los casos. Su defensa del soberanismo nacional fue objeto de ataques crecientes en el transcurso de la crisis de la zona euro. Se habría sentido más cómodo en la oposición. Dentro de un gobierno obligado a buscar acuerdos sin tregua para mantener la cohesión de la eurozona, el FDP jugaba con cartas perdedoras. En 2012, Alemania acogió con indignación la propuesta de los eurobonos, y la nueva ronda de ayudas para Grecia, unida al activismo de Draghi, agravaron las dificultades políticas del partido. Estas se agudizaron aún más en la primavera de 2013, con la aparición del primer partido abiertamente euroescéptico de la política alemana moderna, Alternative für Deutschland (Alternativa para Alemania).7 Aunque en 2015 continuó liderando la campaña contra la acogida estatal de refugiados, con lo que congregó a un electorado xenófobo, la AfD la fundó, en origen, un grupo de profesores conservadores opuestos a la política pactista de Merkel en la zona euro. En las elecciones generales de septiembre de 2013, para alivio de la corriente central de la política alemana, el AfD quedó por debajo del mínimo del 5 % exigido para entrar en el Bundestag. Pero privó al FDP de una cantidad de votos suficiente para que este partido, por vez primera desde 1949, quedara también fuera del Parlamento. Gracias al fuerte aumento de votos de su partido, la CDU, Merkel fue elegida canciller por tercera vez, tras una nueva coalición con el SPD. El SPD, aunque había quedado en segundo lugar, negoció con dureza y exigió una parte considerable de las carteras principales. Pero la gran coalición proporcionaba a Merkel una amplia base parlamentaria, y la continuidad de Wolfgang Schäuble en el ministerio de Hacienda representaba una posición crucial para que la canciller siguiera desarrollando su programa. En septiembre de 2014, Schäuble se felicitó por poder anunciar al Bundestag que, por vez primera desde 1969, el presupuesto no incrementaría la deuda nacional ni en un euro. En un mundo conmocionado por la violencia en Ucrania, Siria e Irak, y aterrorizado por la epidemia de ébola —declaró— la solidez de las finanzas alemanas enviaría un mensaje de confianza.8 El programa de contención de la deuda, en el que Alemania se había embarcado en 2009, se estaba haciendo realidad antes de lo previsto.

En el resto de la eurozona imperaban otras preocupaciones más inmediatas. Tanto en el ámbito económico como en el político, la presión no menguaba. La batalla contra la crisis de 2012 había parado la catástrofe inmediata. Pero la confianza había quedado tan dañada, entre 2011 y 2012, que la economía de la zona euro lo estaba pagando y la consolidación fiscal se imponía con sumo rigor. La profunda recesión no empezó a corregirse hasta la segunda mitad de 2013. Por entonces, el desempleo, en Grecia y España, había ascendido a máximos del 26-27 %. Cuando por fin se inició una recuperación, esta fue de una lentitud exasperante y quedó ensombrecida por las noticias, cada vez más sombrías, de los mercados emergentes. En 2014, con un descenso de precios en toda la economía mundial, la Unión Europea se vio acosada por el temor a la deflación. ¿La UE se estaba deslizando hacia las arenas movedizas que habían atrapado la economía de Japón desde la década de 1990, con deudas incobrables que pesaban sobre la recuperación y una demanda inadecuada que se alimentaba de sí misma?9 ¿Cómo podía responder Europa? La inversión era más que necesaria, pero el pacto fiscal limitaba los gastos gubernamentales. En España, que estaba atravesando uno de los ajustes más rigurosos, la inversión pública, tanto en infraestructura como en educación, sufrió un severo recorte.10 Pero descontando la depreciación, quien tenía uno de los niveles de gasto público más bajos de Europa era Alemania. ¿El BCE cumpliría por fin la promesa de hacer «lo que haga falta»? Draghi había bajado los tipos, pero ¿el BCE daría un paso más y se embarcaría en una expansión cuantitativa?11 Cuando la inflación se acercaba al cero y las expectativas se adentraban por un territorio negativo, parecía lógico, desde el punto de vista económico, que el BCE interviniera. Pero con el ascenso del resentimiento nacionalista en Alemania y un Bundesbank escocido aún por la derrota de 2012, los riesgos políticos no eran en absoluto desdeñables.

Mientras los economistas y políticos discutían sobre qué medidas convenía tomar, una gran parte de la población europea, sencillamente, consideró que había tenido bastante. Por toda Europa, las encuestas de opinión reflejaban una caída clara del apoyo a la Unión Europea, incluso en Estados donde, históricamente, se había contado con una abrumadora mayoría partidaria de la Unión.12 En ese contexto, en marzo de 2014, llegaron las elecciones al Parlamento Europeo. Los resultados sacudieron a la clase política europea, porque los partidos nacionalistas y euroescépticos tuvieron un ascenso muy marcado. En Gran Bretaña ganó el UKIP. Más significativo aún: en Francia ganó el Frente Nacional, con un 25 % de los votos, frente a los conservadores de la UMP, con un modesto 20 %, y el Partido Socialista a la sazón en el gobierno, que tuvo que contentarse con el 14,7 %. El FN medró apelando a la profunda corriente francesa de nacionalismo, antisemitismo y racismo poscolonial. Pero desde enero de 2011, Marine Le Pen había emprendido una campaña para revertir la demonización de su partido, reformulándolo como vehículo del nacionalismo popular y dirigiéndolo contra la globalización y la Unión Europea. A su base pequeñoburguesa, el FN añadió un amplio sector de lo que antes se habría considerado electorado de izquierdas: desempleados y trabajadores no cualificados.13 Cuando se preguntó a los votantes del FN, antes de las elecciones de mayo de 2014, qué les importaba más, mencionaron tres cosas. Para el 63 %, la gran prioridad era la inmigración. Un porcentaje similar planteó temas económicos. Pero la primera posición de la lista correspondió a la hostilidad a la Unión Europea: el 83 % de los votantes del FN estaban convencidos de que pertenecer a la UE había agravado los efectos de la crisis económica en Francia; el 81 % creía que la política económica del gobierno de ese momento, guiada por la exigencia de austeridad, probablemente no daría buen resultado. Dada la experiencia de Europa desde 2008, sería difícil tildar de poco razonables tales opiniones. Dos tercios de los votantes del FN, en todo caso, llegaron a la conclusión de que Francia debía abandonar el euro.

El foco de resentimiento de la derecha nacionalista, en los márgenes de la política europea, no era nuevo, pero además de que sus partidarios se incrementaron, también aumentó mucho su credibilidad, a la luz de la desastrosa gestión de la crisis. Lo novedoso era la movilización de la izquierda. A diferencia de la base del FN —furiosa, de clase baja y poca formación—, los nuevos partidos de izquierda eran versiones actualizadas y más enérgicas de la clase de movimiento social progresista que Europa había visto, repetidamente, desde finales de la década de 1960. En España, Podemos fue una derivación del 15-M, un movimiento social imaginativo y de una amplia base social; encabezado por un profesor universitario, su electorado contaba con un porcentaje de graduados universitarios superior al de ninguna otra fuerza política española.14 Syriza contaba con la representación más equilibrada de toda Grecia en cuanto equilibrio de grupos de clase baja, media y alta. Lo que impulsó el ascenso de la izquierda desde 2008 no fue tanto una oposición fundamentalista como la sensación de que la Unión Europea estaba traicionando la promesa misma de Europa.

La reacción inmediata de los medios de comunicación tradicionales, ante los resultados de mayo de 2014, fue despreciar a los críticos del statu quo, tanto de izquierdas como de derechas, tildándolos de «populistas».15 Denunciaban que la impaciencia e irracionalidad de los partidos de protesta desharía los avances logrados por la consolidación fiscal desde 2010. Les reprochaban que dividieran Europa precisamente cuando necesitaba mantenerse unida para responder a las nuevas amenazas de sus fronteras.16 Hubo oscuros rumores de infiltraciones de Rusia. Esto era alarmante, desde luego. Pero en 2014, la idea de la guerra fría era uno de los escenarios más tranquilizadores, entre todos los posibles. Porque ¿y si Europa no estaba volviendo a la década de 1950, sino a la de 1930? ¿Acaso el guion, por desgracia, no resultaba más que conocido? Una crisis financiera abordada con una austeridad inflexible derivó en un desempleo masivo y una radicalización política. Cuando se le sumaron los miedos a una interferencia de Putin y a ataques terroristas de islamistas radicales, el recuerdo de la historia negra de Europa podía interpretarse con la imagen espeluznante de un nuevo Continente Oscuro. La manifestación más extrema de esta forma apocalíptica de euroescepticismo quizá fuera la de una revista mensual estadounidense muy popular, The Atlantic, que en marzo de 2015 se preguntaba: «¿Ha llegado el momento de que los judíos abandonen Europa?».17 El influyente periodista Jeffrey Goldberg construyó, para su público estadounidense, un relato en el que los jóvenes musulmanes, descontentos y desempleados, intensificaban su resentimiento en los cascos viejos de las ciudades europeas, o en las barriadas pobres, y conectaban con la arraigada historia antisemita del continente y el ascenso de la nueva derecha. En el vídeo que acompañaba al comentario, cuando se le preguntó a Leon Wieseltier qué debía hacer el último judío de Europa cuando partiera del «Viejo Mundo», respondió con una palabra: «¡Escupir!». El miedo y encono que esa respuesta expresaba alimentaba recuerdos que se remontaban no solo al Holocausto, sino también bastante atrás. Lo llamativo es que este relato alarmista ganara terreno justo cuando lo hizo.

Después de que, en apariencia, Europa hubiera dejado atrás la crisis en 2012, dos años más tarde el continente se hallaba de nuevo en una situación de impasse. Para asegurar la viabilidad funcional, la zona euro debía avanzar resueltamente hacia una integración mayor. Pero a la vista de la creciente agitación popular y de que la incertidumbre económica no se había resuelto, ¿de dónde podía venir el impulso político? Tras el veredicto emitido por los votantes europeos en mayo de 2014, ¿quién iba a arriesgarse a una serie de referéndums de ratificación de las modificaciones del tratado? Entre tanto, buena parte de Europa, con la excepción del núcleo septentrional más próspero, luchaba por recuperar algo parecido a un crecimiento económico normal. Si se le daba tiempo, ¿la fórmula alemana de austeridad y reformas funcionaría? España e Irlanda revivían, pero muy despacio. En gran parte de la Europa meridional la crisis de desempleo aún era grave. En 2014 la cuestión era cada vez más acuciante. ¿El descontento político creciente, con relación a la Unión Europea, se percibiría con más intensidad que la lenta recuperación económica? De hecho, esa recuperación, ¿iba a continuar? En 2014 existía un riesgo innegable de deflación. Los mercados emergentes a los que Alemania fiaba su crecimiento estaban titubeando. Ante un posible estancamiento, la presión política se acentuaría todavía más. ¿El BCE se vería obligado a pasar de su posición defensiva a una acción más directa? Como siempre, las tensiones de la zona euro se estaban mostrando con especial gravedad en Grecia.

II

Después de seis años de recesión, en Grecia había una crisis social manifiesta. En 2014, el índice de paro se acercaba al 27 %. Más de la mitad de los jóvenes griegos carecían de trabajo y, si en algún momento habían podido contar con el apoyo de la familia, muy a menudo el sostén económico principal de esta también había perdido su fuente de ingresos. En 2015, la mitad de la población salía adelante gracias a las pensiones de otros ciudadanos mayores, una estadística alarmante pues la mitad de las pensiones de jubilación se hallaban por debajo del nivel de la pobreza. Según Eurostat, en comparación con el umbral de pobreza anterior a la crisis, en 2015 casi la mitad de la población griega se hallaba en situación de riesgo.18 La OCDE informó de que 1 de cada 6 habitantes pasaba hambre todos los días.19 En Atenas había personas sin hogar por todas partes. Para los que tenían la suerte de mantener el trabajo, el salario real se había reducido un 25 %, al tiempo que los impuestos habían experimentado una fuerte subida. En una nación de pequeños propietarios, las nuevas tasas rústicas fueron acogidas con furia. El IVA que afectaba más directamente a los más pobres había ascendido hasta el 24 %. En contra de lo que se afirmaba en el norte de Europa, la red asistencial de Grecia distaba de ser lujosa y el sistema de salud se estaba derrumbando por efecto de los recortes. Para huir de la crisis del mercado laboral, desde 2008 habían emigrado 400.000 griegos, de una población de 10 millones. Entre los que se marcharon predominaban los jóvenes de buena formación, incluidas varias decenas de miles de médicos.20

Grecia no solo experimentaba una crisis social, sino que lo hacía a instancias de la troika. Como en su mayoría los griegos querían preservar su posición en Europa, primero el PASOK y luego Nueva Democracia no habían visto alternativa en el cumplimiento de las exigencias de los acreedores de la troika. Pero, como era de esperar, la crisis generó una voluntad de protesta de amplia base, alimentada a la vez por el deseo de solidaridad social y de afirmación nacional. Por la derecha, esto benefició a Amanecer Dorado, un movimiento racista y genuinamente neofascista. Pero la preferencia popular se decantó mucho más a favor de Syriza, el partido de la izquierda radical que, en mayo de 2014, en las elecciones europeas, derrotó claramente al partido gobernante, Nueva Democracia.

Al comprender que su apoyo estaba menguando, la coalición gubernamental de Samaras solicitó concesiones a la Unión Europea y Berlín. Si Grecia, al igual que Irlanda y Portugal, podía abandonar antes de lo previsto el programa de la troika, Europa obtendría una victoria importante y los colaboradores del Eurogrupo quizá obtendrían un buen resultado electoral. Pero Berlín descartó la propuesta. Nunca habían confiado en Samaras y no tenían intención de hacer concesiones. Con la esperanza de renovar el mandato, Samaras convocó elecciones. Como había pasado a ser habitual, contó con el respaldo de los gobiernos proausteridad de toda Europa, así como el FMI. A los votantes griegos se les dejó claro que, en lo que respectaba a «Europa», los partidos aceptables eran Nueva Democracia, el PASOK y el centrista To Potami («El Río»). Rajoy, el presidente de España, del Partido Popular, hizo campaña por Samaras en Atenas; frente al ascenso de Podemos, los conservadores querían evitar a toda costa una victoria de la izquierda. Pero el 25 de enero de 2015, eso es lo que decidieron los votantes griegos. Syriza, encabezada por el joven activista Alexis Tsipras, formó un gobierno y —en contra de lo que deseaban los socialdemócratas moderados de Berlín y Bruselas— no eligió como socio de coalición al centrista y proeuropeo To Potami, sino al ultranacionalista ANEL (siglas de «Griegos Independientes»). Las ideas religiosas y los valores culturales de Syriza coincidían poco con los de ANEL, pero se podía contar con que no se arredrarían en un enfrentamiento con la Unión Europea.21

La confrontación sería dura. A Syriza le aguardaba un proceso muy difícil: forzar que se abordara la cuestión, dolorosa y no resuelta, de la solvencia griega. Al adquirir la deuda de los obligacionistas privados, la reestructuración de 2012 había alejado de Atenas la presión de los mercados. Pero como la economía estaba en decadencia, la deuda griega seguía representando una carga excesiva. Por otro lado, al cambiar la deuda privada por préstamos públicos de la Unión Europea y el FMI, el acuerdo de 2012 había intensificado el peso de los intereses políticos. Una cosa era quemar a acreedores privados que habían especulado con una deuda griega de alto rendimiento. Pero otra cosa muy distinta era sugerir al núcleo conservador de los contribuyentes norteuropeos que debían hacer más concesiones a un Gobierno griego rebelde y de izquierdas. De resultas, en 2015 el choque político se reavivó, pero con una vertiginosa inversión de los frentes. Al menos, así lo parecía en la descripción de Grecia que ofrecía su nuevo ministro de Hacienda, Yanis Varoufakis.22

Este izquierdista no ortodoxo —que había desarrollado buena parte de su carrera fuera de Grecia, en las universidades anglófonas— nunca estuvo plenamente integrado en Syriza. No procedía ni de la vieja política de izquierdas ni del marxismo ortodoxo. Como las deudas de Grecia habían pasado de ser préstamos de mercado a un endeudamiento con la troika, optó por la táctica de movilizar el pragmatismo del mercado frente a la ortodoxia financiera de la zona euro. Buscó el apoyo de la City de Londres, el Financial Times y autoridades como Larry Summers, así como un grupo de asesores económicos estadounidenses que incluía a dos reconocidos izquierdistas como Jamie K. Galbraith y Jeffrey Sachs, antiguo exponente de la «terapia de shock» para el mundo poscomunista. Varoufakis defendía que los ideólogos del endeudamiento griego no eran los que insistían en que una deuda impagable era impagable, sino los conservadores del Eurogrupo, partidarios de la disciplina, que hacían hincapié en que una deuda debía pagarse por principios, fuera cual fuese el coste. El «sistema» que Varoufakis atacaba no era el capitalismo, sino la fijación —moribunda y disfuncional— de Europa con la austeridad; y también atacaba a sus colaboradores, tanto en Grecia como en el exterior.

Yuxtaponer la racionalidad económica frente a la ideología conservadora fue un argumento político eficaz, por parte de Varoufakis. Con ello obtuvo un notable respaldo internacional. Pero había subestimado a sus oponentes. El proyecto de consolidación fiscal impuesto en Europa bajo el liderazgo de Alemania era, a todas luces, político. Pero había más: una visión de reordenación de la sociedad y la economía de Europa a largo plazo. A Merkel le complacía asustar a los visitantes incautos con la observación de que, si Europa no se reformaba, correría la misma suerte que la civilización inca.23 Para este objetivo, que se debía hacer realidad en el transcurso de una década, Berlín no vacilaba en imponer sacrificios exigentes a corto plazo. Era lo propio, cuando se trataba de reformar un modelo económico y social en decadencia. Tal era la lección del hundimiento del comunismo, el proyecto económico de la unificación alemana y la incorporación de la Europa del Este a la Unión Europea. Para llevar a cabo ese proyecto no se podían hacer concesiones: ni a los horizontes cortoplacistas de los mercados ni a la política de protesta al estilo de Syriza. Para asegurarse de que Europa mantenía el rumbo resultaba esencial evitar cualquier «contagio político». En consecuencia, sería desastroso ceder ante un gobierno de la izquierda radical, como el de Grecia, y hacer concesiones que durante la crisis se les habían negado ya a los gobiernos de la Europa del Este, Irlanda, España y Portugal. Que la población griega lo estuviera pasando muy mal apenas tenía importancia cuando se comparaba con el equilibrio económico general de la zona euro. Era una batalla más general, que tenía que ver con la autoridad y la disciplina política, valores que, a juicio de los globalistas conservadores de Berlín, eran la base del éxito económico a largo plazo.

La batalla fue aún más implacable porque los halcones de la austeridad en el Eurogrupo sabían que los gobiernos centristas de Francia e Italia estaban vacilando. En 2012, el gobierno de Hollande, en Francia, había intentado impulsar una política más expansiva. El programa del crecimiento —que había sido crucial para las maniobras políticas posteriores a la elección de Hollande— apenas había avanzado, en realidad. Ahora el nuevo gobierno de Roma, encabezado por el centrista popular Matteo Renzi, se sentía tentado a moverse en la misma dirección.24 Esto reforzaba la necesidad de mantenerse firmes frente a Syriza. Alemania era el pilar, pero en las negociaciones decisivas, el ministro de Hacienda Schäuble apenas necesitó decir nada. La sesión del Eurogrupo fue presidida por el neerlandés Jeroen Dijsselbloem, y los argumentos contra Syriza fueron defendidos por bastiones del equilibrio presupuestario como el español Luis de Guindos y la portuguesa Maria Luís Albuquerque. Sabían que, si frenaban a Syriza, estaban luchando por su propia carrera política y el proyecto con el que sus países se habían comprometido cuando suscribieron el pacto por la contención del gasto en 2011.

Lo irónico era que, al expresar su preferencia por los partidos tradicionales de Grecia, el Eurogrupo y el FMI se alineaban precisamente con las fuerzas políticas y los intereses sociales que habían creado la deplorable situación fiscal de Grecia. Por otro lado, la red no se limitaba a la política. En el centro de la oligarquía empresarial y sus medios de comunicación estaban los bancos griegos. Habían sido recapitalizados en 2012, como parte del acuerdo de reestructuración, a expensas de los contribuyentes griegos. Pero seguían dependiendo sobremanera de la financiación del banco central griego y el BCE.

Desde junio de 2014, el banco central griego estaba dirigido por Yannis Stournaras, otro de los convincentes profesores de economía de Grecia, que había sido uno de los arquitectos de la admisión del país en la Unión Monetaria original y ministro de Hacienda en el gobierno saliente de Samaras.25 En diciembre de 2014, cuando se puso de manifiesto que Syriza destacaba en las encuestas y quizá no tardaría en acceder al poder, Stournaras no hizo nada para contener una estampida bancaria lenta pero persistente. Antes de las elecciones, los griegos más acomodados ya habían retirado 16.000 millones de euros. Cuando Tsipras asumió el cargo se retiraron otros 8.000 millones, en el transcurso de solo tres semanas.26 Esta huida de capitales tuvo como consecuencia agravar la dependencia de los bancos con respecto al BCE.

Si el gobierno de Syriza se negaba a cooperar con la troika, el BCE, como ya había hecho antes en Irlanda y la propia Grecia, podía amenazar con restringir los préstamos de emergencia a los bancos. Ahora bien, ¿la troika realmente quería arriesgarse a provocar otra crisis en la Unión Monetaria? La amenaza del contagio financiero era la principal herramienta de negociación del Gobierno griego. Si Bruselas, Fráncfort y Berlín empujaban a Grecia al precipicio, quizá arrastraría a otros en su caída. Pero a este respecto, tres días antes de que Syriza tomara posesión, hubo una novedad decisiva en el tablero de juego. El 22 de enero de 2015, Mario Draghi anunció que el BCE adoptaba por fin una expansión cuantitativa a gran escala. Dos años y medio después del «lo que haga falta» de Draghi, el BCE —sin ningún entusiasmo— tomaba esa decisión. Entre 2012 y 2014, Draghi ya había permitido una contracción del balance contable del BCE. Lo que lo obligó a vencer la reticencia, en 2015, fue el riesgo grave de una deflación. Ya había probado todas las alternativas para contrarrestar el hundimiento de los precios. En este caso no halló a nadie que aceptara nuevas operaciones de refinanciación a largo plazo. Los bancos europeos estaban resueltos a completar un desapalancamiento. Draghi no inició hasta septiembre de 2014 una versión «ligera» de la expansión cuantitativa, que se tradujo en la adquisición de bonos privados de titulización de activos.27 Como era de predecir, en Alemania la iniciativa se acogió con indignación. El estímulo de aquella acción más atrevida había sido un pronunciamiento preliminar emitido el 14 de enero de 2015 por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que había decidido —tras una consulta del Tribunal Supremo alemán— que el programa de adquisición de títulos de Draghi, en 2012, no había constituido ningún quebrantamiento prima facie del veto a la financiación monetaria.28 El BCE actuó sin aguardar al pronunciamiento definitivo. El 22 de enero de 2015 Draghi anunció que, hasta que la inflación de la zona euro se estabilizara con seguridad en el signo positivo, el BCE compraría bonos soberanos por valor de 60.000 millones de euros al mes.29

Cuando el paso del BCE al activismo monetario coincidió con la victoria electoral de Syriza, en enero de 2015, las consecuencias económicas y políticas de la crisis del euro se toparon por fin unas con otras. La coyuntura habría tenido consecuencias fatales. Irónicamente, el programa de adquisición de bonos del BCE, al que los conservadores europeos se habían opuesto durante mucho tiempo, los liberaba para lidiar una batalla por la contención política, por cualquier medio necesario. Con el BCE en el mercado no había peligro de que el drama griego derivase en un contagio financiero. Cuando el BCE compró y retiró bonos soberanos de los mercados, el rendimiento de la deuda española, portuguesa e italiana decayó. En 2010 el FMI había defendido que era precisamente esto lo que convenía hacer, para que la crisis bancaria irlandesa se resolviera de forma equitativa: por medio de la implicación del sector privado, y no solo a expensas de los contribuyentes. Pero entonces Trichet había bloqueado el camino. Ahora Draghi, con el despliegue de la expansión cuantitativa, permitía que la mayoría conservadora del Eurogrupo asediara al gobierno de izquierdas de Grecia sin miedo a precipitar una crisis general.

¿Significa esto que el resultado estaba predeterminado? ¿Syriza había llegado a comprender siquiera la gravedad de su situación? A partir de las fuentes contemporáneas y de la información disponible públicamente, no estaba claro. Pero las memorias de Varoufakis revelan que por lo menos algunos miembros del Gabinete de Tsipras comprendían la magnitud del desafío. Como teórico de la economía, Varoufakis estaba especializado en la teoría de juegos. Sabía que el paso de Draghi a la expansión cuantitativa acorralaba a Atenas. Si el gobierno de Syriza quería tener más control sobre las negociaciones de deuda, necesitaba una amenaza propia que reavivara el peligro del contagio financiero. Varoufakis creía que una peculiaridad del acuerdo de rescate de 2012, en combinación con la creciente oleada de resentimiento nacionalista en Alemania, le daba a Grecia la fortaleza que necesitaba.30 En los libros del BCE había 30.000 millones de euros en títulos comprados bajo el Programa para los Mercados de Valores de Trichet. La reestructuración de 2012 no les había afectado, por lo que seguían dependiendo de la ley griega. Si Grecia, unilateralmente, no pagaba esos bonos, causaría pérdidas graves al BCE, pondría de relieve los riesgos asociados a la adquisición de títulos, y obligaría, hasta cierto punto, a la derecha alemana a reabrir la cuestión de la legalidad de la expansión cuantitativa. Si se ponía en duda la base legal de esta, la confianza se derrumbaría. La red de protección se vendría abajo. Toda la periferia de la zona euro correría peligro otra vez y el Eurogrupo debería tomarse en serio las exigencias de Grecia, por el temor a que el pánico se adueñara de los mercados.

Dada la debilidad de Grecia, resulta melodramático describir esta opción como «nuclear». Pero lo que Varoufakis preparaba era, no se puede decir de otro modo, una bomba sucia. Para obligar al Eurogrupo a negociar en serio, Grecia amenazaría con deshacer el frágil equilibrio político del cual dependía la estabilización que Draghi debía llevar a toda la zona euro. Desataría una guerra civil en la eurozona, deliberadamente. Debido a tecnicismos legales, de hecho no estaba claro si un impago griego afectaría directamente al BCE o solo al propio banco central heleno. Pero la amenaza, en cualquier caso, causó alarma en Fráncfort y Bruselas. Varoufakis hizo redactar la orden legal de impago y la guardó a mano en su Ministerio. La clave estaba en saber si el Gobierno de Tsipras tendría el coraje de desplegar este elemento disuasorio en el momento crucial.

III

La primera ronda de reuniones entre el nuevo gobierno de Grecia y sus acreedores en Bruselas fue tan mal que estuvo a punto de precipitar una «ruptura» inmediata. Merkel, su ministro de Exteriores Frank-Walter Steinmeier, y sus homólogos franceses acudieron a Bruselas el 12 de febrero de 2015, a una sesión del Consejo Europeo, nada más entablar unas agotadoras negociaciones con Putin sobre una tregua en la cuenca del Donetsk (la que se dio a conocer como Minsk II). La máxima prioridad era Ucrania, y no Grecia, y el nuevo ministro de Exteriores heleno no se ganó precisamente las simpatías de sus colegas cuando amenazó con vetar futuras sanciones contra Putin.31 En el primer encuentro con el Eurogrupo, el 11 de febrero, Varoufakis optó por un tono más conciliador, insistió en las credenciales europeas de Syriza y en su intención de trabajar con buena fe. Hizo hincapié en que no eran «populistas que le prometen de todo a su pueblo». Pero Schäuble replicó con dureza. Era cierto que Syriza no estuvo incluida en el acuerdo de 2012 con los partidos políticos griegos; sin embargo, en lo que atañía a los elementos fundamentales de la zona euro, Varoufakis debía comprender que «no se puede permitir que unas elecciones cambien la política económica».32

Era una afirmación asombrosa, para soltar a la cara de un nuevo gobierno; pero resumía bien el dilema en que la eurozona se hallaba. De resultas de la crisis, la política económica nacional se regía, cada vez más, por acuerdos internacionales. En lo que respectaba al Eurogrupo, el camino estaba establecido por el memorándum de la deuda griega. Se esperaba que Grecia se atuviera a lo pactado fuera cual fuese la constitución de su gobierno nacional. Aunque se preservaron las formas, hubo crispación y corrieron rumores de que Varoufakis y Dijsselbloem estuvieron a punto de llegar a las manos.33 Sin lugar a dudas, a Schäuble le habría gustado que se expulsara a Grecia en aquel mismo momento. Pero una intervención personal de Merkel, el 20 de febrero, otorgó una prórroga en la ejecución que permitió que el nuevo gobierno griego, con la aprobación de los acreedores, ofreciera una lista propia de propuestas de reforma, en sustitución del memorándum.34 La liberación de los 7.200 millones de euros pendientes se pospuso hasta que se alcanzara un acuerdo e implantaran las reformas.

Siguieron meses de un toma y daca agónico, en un terreno dolorosamente conocido. ¿Atenas sería capaz de satisfacer a los acreedores con sus propuestas de austeridad? ¿Los reclamantes estarían dispuestos a debatir sobre la exigencia de Syriza de una segunda ronda de reestructuración de la deuda? Fue un gran desgaste. Mientras las negociaciones se alargaban, los bancos griegos iban agotando las reservas, con una dependencia cada vez mayor del BCE, y el gobierno de Syriza perdía fuelle. Desde el ala izquierda de Syriza, muchos entendían que el acuerdo del 20 de febrero, que mantenía a Grecia en el euro, había sido un error. El gobierno había perdido el impulso político de su victoria y, al desaprovechar la ocasión de romper con Bruselas —lo que habría sido popular—, seguía en una posición de debilidad. Pero Tsipras no quería provocar una ruptura antes de que las negociaciones hubieran empezado. Varoufakis quería comprobar el efecto de su golpe de mano. Sabía que cada vez que mencionaba la posibilidad de dejar de pagar el Programa para los Mercados de Valores, el BCE palidecía.35

¿Había alguna posibilidad de acabar concertando una salida? En cuanto a la deuda, la insolvencia de Grecia era manifiesta. Pero nada demostraba que los acreedores estuvieran dispuestos a ceder en nada. El grupo de Varoufakis centró la estrategia en el Atlántico, con la esperanza de que el factor decisivo de las negociaciones pudiera ser el FMI. En su mayoría, los analistas del Fondo lamentaban que Dominique StraussKahn hubiera sumado la entidad a la primera iteración del extend and pretend (pretender y fingir). Transcurridos cinco años desde 2010, la deuda de Grecia seguía siendo insostenible. Era esencial reestructurarla. Pero Lagarde era reacia a romper con sus socios europeos. Dada su propia carrera política, sentía poca simpatía por Syriza. Y sobre el terreno, el equipo del FMI era inextricable de la troika y estaba resuelto a hacer cumplir el programa con toda su dureza. Como si con ello se quisiera reforzar el compromiso del Fondo, el ex jefe de su delegación en Grecia, Poul Thomsen, fue ascendido a la cabeza de toda la acción del FMI en Europa.36 En privado, Thomsen estaba de acuerdo con la mayoría de sus colegas del Fondo: la deuda griega era insostenible. Pero como Atenas tendría ocasión de descubrir, centrarse en la idea de la sostenibilidad era una espada de doble filo. La sostenibilidad no dependía tan solo del nivel de endeudamiento, sino también del recorrido futuro del crecimiento griego. Aunque en cuestiones como la multiplicación fiscal el FMI había pasado a adoptar un punto de vista más «liberal», en lo que respectaba al crecimiento económico a largo plazo se aferraba a la vieja religión. Para elevar su índice de crecimiento, Grecia tenía que eliminar regulaciones del mercado laboral y restricciones a las licencias comerciales. Esto requería una «reforma de la oferta» que sería minuciosa y muy intrusiva.37 Más aún: el Gobierno griego aún podía recaudar dinero por medio de privatizaciones. Implantar tal clase de medidas resultaba duro para cualquier gobierno, pero para una coalición de izquierdas como Syriza representaba un suicidio político.

Si el FMI estaba dividido, ¿quizá la balanza la decantaría su accionista principal, Estados Unidos? Cinco años antes, cuando empezó la crisis, el hostigado gobierno del PASOK de Papandréu había encontrado consuelo en Washington. Nada más producirse la victoria de Syriza, Obama también pronunció palabras alentadoras.38 Según el presidente, no se podía exigir mucho a un pueblo que ya había hincado la rodilla. «No se puede seguir exprimiendo a países que están en medio de una depresión económica.»39 Entre tanto, los economistas famosos del centro-izquierda de Estados Unidos, encabezados por Paul Krugman y Joseph Stiglitz, apoyaron el llamamiento de Varoufakis: Grecia debía contar con un programa de deuda «racional». En Berlín, sin embargo, nada de esto fue bien recibido. Atenas, por otro lado, tampoco obtuvo la simpatía del nuevo secretario del Tesoro de Obama. Jack Lew, abogado de formación, gestor de un fondo de inversión libre y ex empleado de Citigroup, procedía del sector «halcón» de la administración de Obama. Una nueva crisis griega «no sería positiva en una economía mundial que aún se está recuperando de una profunda recesión», apuntó Lew. Debía ser el Gobierno griego el que hiciera cuanto estuviera en su mano para ganarse la confianza de sus acreedores.40 Cuando se agravó la tensión, en abril, Jason Furman, último presidente del Consejo de Asesores Económicos de Barack Obama, intervino para afirmar que una crisis griega era «un experimento que no deseamos realizar». No obstante, cuando se le pidió que evaluara la gravedad de una bancarrota desordenada en Grecia, en una «escala del 1 al 10, donde el hundimiento de Lehman es un 10», Furman consideró que «una quiebra griega probablemente marcaría un 6; es menos que el 8 de 2012».41 Cuando había habido mucho en juego, Washington no había vacilado en interferir con la política de la zona euro; pero para una crisis que representaba tan solo un 6 en la escala de 10, Washington no pondría en peligro su relación con Berlín. Según le dijo a Varoufakis un funcionario estadounidense: «Para nosotros, pertenecéis a la esfera de influencia de Berlín y no la vamos a poner en duda».42

Si no se podía esperar ayuda de Washington, ¿quizá sí de China, la nueva potencia de la economía global? Pekín consideraba el Mediterráneo oriental como una extensión natural de la red logística euroasiática OBOR, su nueva Ruta de la Seda. De hecho, China tenía una participación elevada, y controvertida, en el puerto del Pireo.43 Varoufakis dedicó bastante esfuerzo a la posibilidad de atraer más capital chino, quizá incluso una intervención china en el mercado de la deuda del Tesoro heleno. Pekín parecía interesado, pero la adquisición de títulos que prometía no llegó a materializarse nunca. Cuando Varoufakis quiso saber por qué, recibió una respuesta escueta: Pekín se había retirado porque Berlín les había comunicado que veía con malos ojos la intervención de China en la crisis griega.44

La asociación con China y Estados Unidos atraía a aquellos griegos que, como Varoufakis, se consideraban «modernizadores» y no procedían del ambiente comunista. Para la vieja guardia de Syriza, la alternativa obvia era otra: Rusia.45 En 2015 Merkel y Hollande todavía estaban batallando por contener la crisis ucraniana. Putin actuaba en Siria de una forma cada vez más directa. ¿Podría Grecia reforzar su posición aprovechando su ubicación estratégica en el Mediterráneo oriental? El 8 de abril, Tsipras viajó a Moscú para reunirse con Putin. Pero en el Kremlin recibió el mismo mensaje que se le había dado desde Washington y Pekín, un «tenéis que llegar a un acuerdo con los alemanes» dicho sin ambages.46

Ahora bien, en Alemania, ¿con quién debía negociar Grecia? La autoridad en materia de política económica era el ministro de Hacienda Schäuble, pero él, según fue manifestando cada vez con más claridad, no creía que Grecia tuviera futuro en la zona euro.47 Y Merkel, ¿compartía el mismo punto de vista? Como personalidad política, era más pragmática que Schäuble; sin duda no querría asistir a la ruptura del euro. Tsipras pensaba que podría convencerla por medio de la diplomacia personal. Varoufakis, por el contrario, pensaba que debían hacerle entender que Grecia podía representar una amenaza para los esfuerzos de estabilización de Draghi. Merkel supo aprovechar esta diferencia de criterios. Con el fin de distanciar al primer ministro griego de los miembros más izquierdistas de su gobierno, lo favoreció con una serie de reuniones en persona que persuadieron a Tsipras de que, al final, la canciller acabaría aceptando un acuerdo. La clave, sin embargo, era cuándo y en qué condiciones. Cuanto más se alargaba la espera, más se agravaba la desesperación en Grecia.

En abril, cuando se hablaba de un impago griego, el rendimiento de los pocos títulos griegos que aún se cotizaban en el mercado libre se disparó hasta el 26,2 %.48 En 2012 esto quizá habría provocado la angustia en Roma, Madrid y Lisboa. Pero ahora no hubo contagio. El BCE se mostró impertérrito. Según comentó Draghi: «En este momento disponemos ya de suficientes instrumentos [...] que, aunque se concibieron para otros fines, ciertamente se usarían en un contexto de crisis, si fuera necesario [...] Estamos mejor pertrechados de lo que lo estábamos en 2012, 2011 y 2010».49 Cuando las adquisiciones del BCE no solo estaban absorbiendo todas las nuevas emisiones de deuda gubernamental de la zona euro, sino que reducían el total de la deuda soberana disponible para los inversores privados en 265.000 millones de euros, había pocas razones para temer a los grandes inversores de bonos. El impago deliberado de la tenencia de bonos del BCE, planeado por Varoufakis, suponía romper esa seguridad. Pero cada vez estaba más claro que Tsipras no se atrevía a usar la amenaza. Si no se podía llegar a ningún acuerdo y Tsipras no quería utilizar la única arma de la que su país disponía realmente, ¿había alguna manera de salir del impasse? A juicio de los acreedores, lo mejor habría sido que Tsipras y su tropa de excéntricos desapareciera del escenario sin más. Pero era demasiado pronto para confiar en eso, aún hacía poco de su victoria clara. La Unión Europea se veía amenazada por los fantasmas de 2011. Según se apuntó en el Financial Times, Bruselas era «sensible a las acusaciones» de que «la Unión Europea había sido cómplice de acabar con el mandato de Yorgos Papandréu, el primer ministro griego [...] y Silvio Berlusconi».50 Pero el Eurogrupo no ocultaba el hecho de que deseaba que Tsipras apartara a Varoufakis y el ala izquierda de su partido.51 Abundaban los precedentes históricos. Europa tenía un historial de contención de los gobiernos de la izquierda radical. Tras unos pocos «meses alocados» del otoño de 1998, el gobierno rojiverde de Alemania, presidido por Gerhard Schröder, se había deshecho del titular de Hacienda, Oskar Lafontaine.52 En 1983, Mitterrand viró hacia una divisa fuerte en lo que fue preludio de la expulsión de los comunistas de su coalición gubernamental. Si se echaba la mirada atrás —añadió voluntariosamente el Financial

Fuente: Estudios de Morgan Stanley, «National Treasuries».

Times— cabía recordar también el precedente del «Gobierno Nacional británico de 1931».53 ¿Tsipras sería el Ramsay MacDonald de Grecia? Después de otra ronda de acoso por parte del Eurogrupo, en la cumbre de Riga, del 25 de abril, con el apoyo expreso de Merkel, Tsipras apartó a Varoufakis. Este no perdió la cartera de Hacienda, pero la negociación de la deuda pasó a manos de Euclides Tsakalotos, el ministro de Relaciones Económicas Internacionales. Grecia renunciaba, por lo tanto, a otra oportunidad de aplicar la disuasión.

Atenas se estaba doblegando. Pero los meses de asedio pasaban factura en los dos bandos. Merkel y Schäuble quizá podían dormir tranquilos, pero Bruselas no podía renunciar tan fácilmente a la idea de la «buena Europa». En mayo pareció que la troika vacilaba. El valeroso Tsipras estaba logrando ablandar a la comisión. El Gobierno francés no quería que se humillara a Grecia. El FMI era escéptico con respecto a la sostenibilidad de las exigencias de los acreedores. Hizo falta una reunión en Berlín, el 1 de junio, para fortalecer la resolución de la troika y terminar de arrinconar a Syriza.54 El FMI y la zona euro «salvaron sus diferencias». La inquietud del Fondo por la sostenibilidad se alivió al exigir a Atenas que impusiera una dura reforma de su mercado laboral y la regulación empresarial. Con ello, los acreedores tendrían una imagen optimista del futuro crecimiento y se les ahorraría la necesidad de comprometerse con un posterior perdón de la deuda.55 En lo que respectaba a Atenas, este era el peor resultado posible.56 Los economistas de la City londinense calcularon que, con el plan de los acreedores, la economía griega habría perdido otro 12,6% en 2019 y el índice de endeudamiento del país ascendería a un extremo 200%. Wolfgang Munchau lo valoró con claridad en el Financial Times: Grecia podía rechazar el plan porque no tenía nada que perder. «[A]ceptar el programa de la troika representaría un doble suicidio: tanto para la economía griega como para la carrera política del primer ministro griego.»57

¿Era un suicidio... o quizá un asesinato? Cuando Atenas se negó a rendirse, Europa se esforzó abiertamente por deslegitimar al gobierno de Syriza frente a su propia población. Tanto Jean-Claude Juncker como el ministro de Hacienda eslovaco Peter Kažimír declararon públicamente que solo estaban en desacuerdo con el gobierno del señor Tsipras, y no con el pueblo griego.58 El 18 de junio se tiró del hilo y se convocó en Facebook una manifestación de griegos partidarios del euro y contrarios a Syriza. El gobierno evitó cualquier enfrentamiento público con la multitud proeuro y retiró a los antidisturbios. Pero se había quebrantado la confianza en Syriza. La manifestación puso de relieve que la izquierda no era la única que podía movilizar a las fuerzas extraparlamentarias. En cinco meses, el gobierno de Syriza solo había obtenido frutos desmoralizadores, y ya no estaba claro qué bando gozaba de un apoyo popular más activo.59 A principios de junio, Tsipras y Tsakalotos volvieron a intentar un acuerdo, una vez más. Atenas cumpliría con el objetivo de austeridad de los acreedores, con medidas como elevar la edad de jubilación y subir mucho la contribución tributaria y a la seguridad social. Durante cuarenta y ocho horas, hubo esperanza. Pero todavía quedaban puntos de fricción. Syriza, aunque aceptaba alcanzar un superávit presupuestario primario, todavía insistía en algunos «puntos políticos esenciales»: no dirigiría el ajuste tanto hacia los recortes de bienestar, como hacia el incremento de la presión fiscal sobre los griegos más acaudalados. Esto satisfacía la exigencia de justicia social, pero los acreedores insistieron en que «podía terminar ahogando la economía».60 Además, a cambio, Syriza pedía que se aceptara una futura reestructuración de la deuda, y en este punto, Alemania se negaba a ceder.

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