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IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 24. Trump

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Capítulo 24

TRUMP

El 21 de julio de 2016, una figura fornida atravesó un estrado que se había decorado (o eso parecía) para despertar recuerdos del Capitán América, Ciudadano Kane o una concentración fascista de los años treinta. El hombre al que se dirigía toda la atención estaba allí para pronunciar un discurso con el que pretendía cambiar la historia de Estados Unidos.1 Era una denuncia enardecida de la administración de Obama. Presentaba una imagen alarmante de un país acosado por el terrorismo, la violencia y el caos. Le dijo a su público que aquella misma noche «campaban en libertad» 180.000 inmigrantes ilegales con antecedentes criminales, que aterrorizarían y asesinarían a ciudadanos inocentes. Al mismo tiempo, la vida era cada vez más dura. «Los ingresos familiares se han reducido en más de 4.000 dólares desde el año 2000. El déficit comercial de nuestras industrias ha llegado a un máximo histórico de casi 800.000 millones de dólares en un solo año. El presupuesto no va mejor. El presidente Obama ha duplicado nuestra deuda nacional [...] ¿Y eso a cambio de qué? Los puentes y las carreteras están que se caen, los aeropuertos están como los del Tercer Mundo y cuarenta y tres millones de estadounidenses dependen de los cupones para comer.» ¿Por qué iba todo tan mal? Porque hacía décadas que «la gran empresa, los medios de la élite y los grandes donantes» conspiraban para manipular el sistema. Ahora todas esas mismas fuerzas se habían alineado con su oponente: «Ella es una marioneta y ellos mueven los hilos». En este punto, la multitud reaccionó con cánticos que pedían que la metieran en la cárcel. Ante esta conspiración de la élite, el hombre del estrado prometió luchar en defensa de los «desatendidos, ignorados y abandonados [...] los obreros de las fábricas que están sin trabajo y las comunidades aplastadas por nuestros horribles e injustos tratados comerciales [...] los hombres y las mujeres olvidados de nuestro país. La gente que trabaja duro pero ha dejado de tener voz [...] La historia nos contempla —declaró— a la espera de ver si estaremos a la altura de las circunstancias, y nosotros le demostraremos al mundo entero que América [= Estados Unidos] todavía es libre, independiente y poderosa». La respuesta del hombre a esta situación resonó con fuerza en toda la sala. Prometió una cosa: «poner a América primero. Nuestro credo será el americanismo, no el globalismo».

Si nos dijeran que se trataba de un guion sobre cómo una crisis económica y un proceso de decadencia democrática acarrearía una reacción de nacionalismo furibundo en Estados Unidos, quizá este desenlace nos habría parecido demasiado caricaturesco. Pero no era un guion. Era real o, por lo menos, «realidad». El hombre que pronunciaba el discurso era el mismo magnate inmobiliario y personalidad de la televisión que un mes antes había descendido en helicóptero sobre el campo de golf de Turnberry, en Escocia, para despacharse a gusto sobre el brexit. Donald Trump se presentaba a las elecciones a la presidencia de Estados Unidos, como candidato republicano, frente a Hillary Clinton. Como persona de confianza, Trump contaba con su hija Ivanka. Y si te gustaba el atuendo que vestía para la ocasión, los grandes almacenes Macy’s estaban promocionando en Twitter su colección de ropa.2

Al día siguiente, durante una conferencia de prensa en la rosaleda de la Casa Blanca, el presidente Obama intentó restaurar la sensación de normalidad. «[E]sta idea de que el país está casi a punto de hundirse, esta visión de violencia y caos por todas partes —dijo el presidente a los periodistas—, tiene poco que ver con la experiencia de la mayoría. Confío en que, esta mañana, la gente saliera a la calle y los pájaros estuvieran cantando y el sol hubiera salido, y que, por la tarde, la gente estará mirando a sus hijos, que jugarán con sus equipos de deporte o irán a la piscina, y que la mayoría irá al trabajo y se preparará para el fin de semana. Y en particular —creo que esto es importante y que ahí hay que ser muy claro—, [creo] que algunos de los miedos que se han expresado a lo largo de la semana sencillamente no tienen nada que ver con los hechos.»3

En julio de 2016, la respuesta de Obama sonó, a oídos de muchos, como una dosis necesaria de sentido común. Vista en perspectiva, sin embargo, la referencia del presidente al canto de los pájaros y los niños que disfrutan del largo y cálido verano de Estados Unidos adquiere otros matices. Nos recuerda la complacencia que costó las elecciones a los demócratas. El equipo de Clinton no se tomó en serio la imagen del Estados Unidos moderno que su oponente invocaba. El 8 de noviembre, Trump impuso su realidad sobre la de los demócratas. Aunque Clinton obtuvo un porcentaje muy elevado en Nueva York y California y se impuso en la estadística del voto popular, Trump quedó por delante en el Colegio Electoral y se convirtió en el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos.

Fue el acontecimiento más desorientador que la clase política de Estados Unidos había vivido en varias generaciones. Había pasado lo impensable. La clase dirigente del Partido Demócrata confiaba en obtener un buen resultado en 2016. Ciertamente, desde 2008 las elecciones al Congreso no habían ido bien. Pero 2012 afianzó la seguridad de que la presidencia era cosa hecha.4 Bajo su gobierno, el país había capeado la crisis. A medida que los estadounidenses volvieran a la normalidad, después de la crisis, el dominio inevitable del Partido Demócrata —que era más moderno y diverso que el Republicano— caería por su propio peso. La sociedad estadounidense tenía problemas graves, desde luego. La economía no funcionaba a la velocidad que les habría gustado. Pero cuando Clinton y la última generación de tecnócratas de su partido siguieran de nuevo con lo previsto, no habría nada que no se pudiera arreglar. Las leyes de Cuidado Asequible y de Dodd-Frank eran un aperitivo. Estados Unidos necesitaba más de lo mismo. Frente a esto, ¿qué podían ofrecer los republicanos? No solo Trump era una persona inadecuada para un cargo tan importante, sino que además su visión sombría de la crisis estadounidense tenía poco que ver con la realidad.

A la postre, resultó que la confianza de 2012 era infundada. Cuando Obama se presentó a la reelección, gozaba de una relativa popularidad, y su oponente republicano, Mitt Romney —gobernador de Massachusetts, mormón y con un historial bien conocido en el capital de riesgo— difícilmente podría haber sido menos idóneo para frenar el descontento popular. Cuatro años después, Obama no participaba en la carrera y el campo republicano no estaba nada definido. En ese contexto, la campaña de 2016 se centró —más que la de 2012— en la crisis financiera de 2008. El resultado fue explosivo e impredecible.

I

La huella más evidente de la crisis financiera de 2008 en las elecciones de 2016 fue el hecho de que Bernie Sanders compitiera con posibilidades de ser elegido como candidato demócrata. Sanders ni siquiera era miembro del partido. Se presentaba como socialdemócrata. Era un enemigo acérrimo de Wall Street, que en 2008 había votado en contra del TARP. Quería disolver los grandes bancos. Quería encarcelar a los banqueros y volver a las regulaciones bancarias de tiempos del New Deal. Sus tropas bebían de la energía del movimiento Occupy. Era enormemente popular entre los votantes jóvenes y los independientes.5 El hecho de que Sanders fuera un candidato viable reflejaba un dato constatado por las encuestas de opinión: entre los votantes estadounidenses de menos de treinta años, el socialismo tenía una imagen mejor que el capitalismo.6 La cólera de 2008 no se había apagado y Sanders la avivaba. En casi todos los mítines, la muchedumbre gritaba enojada contra los rescates. Los estadounidenses de la calle aún no se habían recuperado de la recesión. En una referencia típica, en septiembre de 2015, Sanders aplaudió la decisión de la Reserva Federal de no elevar los tipos de interés: «En un momento en que el desempleo real está por encima del 10 %, tenemos que hacer todo lo posible para crear millones de trabajos bien pagados y aumentar el salario de la gente de Estados Unidos. Es hora de que la Fed actúe para reconstruir una clase media que está desapareciendo, con la misma urgencia con la que actuó hace siete años para rescatar a los bancos de Wall Street».7

Apelar repetidamente a la injusticia histórica de 2008 no solo atraía a la base de «los de Bernie». Además era un arma excelente para castigar a la favorita, Hillary Clinton. Clinton era un ejemplo prototípico de ese mundo. Como antigua secretaria de Estado y senadora por Nueva York, estaba irremediablemente asociada a Wall Street.8 En la primavera de 2016, Clinton y Sanders entablaron un duelo sobre Dodd-Frank. Sanders quería volver al momento decisivo de 2009 y hacerlo bien: disolver los bancos. Clinton respondía defendiendo una aplicación rigurosa de DoddFrank. Sanders replicó preguntando si la reticencia de Clinton tenía algo que ver con los 600.000 dólares que había ingresado pronunciando discursos para Goldman Sachs. ¿La candidata tendría problema en dar a conocer esos textos?9

Para la izquierda, los discursos de Clinton para Goldman Sachs eran lo que los correos electrónicos sobre Libia representaban para la derecha: un signo más de que no se podía confiar en ella. ¿Cómo de estrecha era la relación de Clinton con el banco conocido en ese momento con el mote de «calamar vampiro»?10 Hasta el New York Times pidió a Clinton que desvelara el texto de los discursos. Los responsables de campaña de la candidata sopesaron la cuestión y decidieron que, de hecho, no eran aptos para el consumo público; la imagen sería de un exceso de proximidad con los bancos.11 Lo sabemos porque, a partir de julio, cuando Clinton se acercaba a la victoria frente a los otros posibles candidatos demócratas, WikiLeaks empezó a recibir una filtración masiva de notas internas de la campaña de Clinton. Quién, de hecho, había comprometido la seguridad de la maquinaria demócrata se convirtió en objeto de una compleja disputa legal y técnica.12 Pero en aquel momento, cundió la convicción de que había sido obra de hackers vinculados con Rusia.13 ¿Acaso el enfrentamiento creciente con Putin, que había alcanzado un nuevo pico de intensidad a propósito de Ucrania y Siria, era un bumerán que ahora golpeaba a Estados Unidos, en especial a Clinton? Entre bambalinas, las agencias de espionaje nacionales se esforzaron por descubrir la magnitud de la interferencia rusa en las elecciones presidenciales estadounidenses. A partir de fuentes del interior del Kremlin llegaron necesariamente a la conclusión de que, como la hostilidad de Clinton hacia Putin era bien conocida, Moscú estaba haciendo todo lo posible para que su campaña descarrilara. Los rusos, aunque no podían cambiar el resultado, harían cuanto pudieran por socavar la legitimidad de un sistema político que ya estaba en situación de fragilidad. Moscú estaba avisando de que, si el juego era el de cambiar regímenes, bien podían jugar dos. En otoño, Obama sopesaba seriamente sus posibilidades, incluida la de aprobar sanciones que, en palabras de una fuente gubernamental anónima, podrían provocar «un cataclismo» en la economía rusa.14 No se llegó a tanto, porque Putin se retiró. Pero ya había quedado claro que no se trataría de unas elecciones cualquiera. En el bando de los republicanos también empezaba a quedar claro hasta qué punto serían inusuales.

Mientras que la batalla interna del Partido Demócrata estaba muy definida —por la lógica de izquierda frente a derecha— y su clase dirigente seguía conservando el timón, en el campo republicano la situación era más confusa. El «Grand Old Party» estaba descontrolado. En realidad, el partido no se había recuperado nunca del naufragio de la última presidencia de Bush, el terremoto de 2008 y la movilización del Tea Party en respuesta a la crisis financiera. Las fracturas internas que habían precipitado las crisis presupuestarias de 2011 y 2013 eran más profundas que nunca. En 2013 se evitó la paralización cuando ya se avecinaba el impago, pero la derecha consideró que ya había tenido suficiente. Primero, en junio de 2014, descabalgaron al líder de la Cámara Baja, Eric Cantor, que fue derrotado en las primarias de su estado. Luego, en octubre de 2015, el desdichado John Boehner fue expulsado de la presidencia del Congreso por una movilización de un subgrupo derechista, el Caucus de la Libertad.15 El partido vivía una gran agitación y los candidatos preferidos por el poder establecido —figuras como Jeb Bush, que se esperaba que dominaran las primarias de la presidencia— se desvanecieron con rapidez. Pasaron al primer plano los favoritos del ala más derechista. El «dinero oscuro» de los donantes billonarios, encabezados por los hermanos Koch, se movilizó a favor de Ted Cruz, senador por Texas.16 Pero quien sedujo a la base republicana fue Trump, que obtuvo casi la mitad del voto popular.17

Si Jamie Dimon bromeaba con la idea de que, para entender la ley de Dodd-Frank, se necesitarían los servicios de un abogado y un psiquiatra, para descifrar a Donald Trump bien cabría decir lo mismo. Pero los historiadores también pueden contribuir a ese fin.18 Nacido en 1946 —el mismo año que Bill Clinton—, Trump asumiría la presidencia con setenta años, reciclando una versión rancia de un relato, el del baby boom, que en la década de 1990 todavía conservaba cierta frescura.* La actitud racial de Trump reflejaba las circunstancias de la era de los derechos civiles, el fin de la segregación y la Nueva York de los años setenta. Su sexismo y grosería se hacía eco de la escena festiva del Manhattan de los ochenta, cuando los negociantes de bonos brindaban unos por otros saludándose como «pollones marchosos». El sentimiento de crisis nacional que impulsaba su campaña no procedía tanto del pasado reciente como del primer momento en que los estadounidenses notaron que el mundo estaba cambiando a su alrededor: finales de los setenta y principios de los ochenta. La traumática derrota en la guerra de Vietnam, la crisis urbana de Estados Unidos, la fobia antijaponesa: treinta años después, Trump seguía apelando a los mismos miedos, aunque transponiéndolos a enemigos nuevos: China, el islam, los inmigrantes latinoamericanos sin papeles.

Su gran talento era ser un empresario, un experto en hacer tratos. Y como sus negocios eran inmobiliarios, Trump vivió muy de cerca el ciclo económico de Estados Unidos. Según observó ya en 1990 Hyman Minsky, el legendario analista de las crisis financieras, Donald Trump era el ejemplo perfecto de un capitalista al estilo de Ponzi, que vivía con lo justo, pidiendo prestado a la espera de que sus activos subieran de precio.19 En consecuencia, la carrera de Trump ha estado marcada por las crisis. La recesión de los primeros años noventa le golpeó con tal dureza que estuvo a punto de perderlo todo. En 2008 su posición era menos vul-

* En Estados Unidos, la generación del baby boom es bastante anterior a la española: su inicio se suele situar hacia 1945 o 1946, en la inmediata posguerra. Bush hijo también nació en 1946, con lo que se habla de Trump como el tercer presidente boomer. (N. del t.)

nerable: la había diversificado y extendido a los medios de comunicación y el valor de marca. Pero su exposición inmobiliaria todavía era importante y, de hecho, estaba intentando ampliarla: en 2006 abrió un servicio de mediación hipotecaria y anunció un plan para desarrollar él mismo las operaciones de préstamo hipotecario. Por suerte para Trump, tales proyectos no despegaron. En 2008, el negocio de los casinos se torció de nuevo y acabó cerrándolo. Pero la auténtica vulnerabilidad de Trump era un colosal desarrollo urbanístico en Chicago.20 Era un proyecto espectacular: construiría el edificio más alto de Estados Unidos, superando a la Torre Sears. Al principio las ventas habían ido bien. Pero en 2008, las ventas del complejo se pararon en seco. En otoño era evidente que tanto Trump como sus socios comerciales estaban en problemas. Desde las bancarrotas de los años noventa, Trump tenía malas relaciones con los grandes bancos estadounidenses, con lo que el proyecto de Chicago se financió principalmente a través del departamento inmobiliario de Deutsche Bank en Norteamérica. En la primera semana de noviembre de 2008, mientras Barack Obama celebraba la victoria electoral con la base de Chicago, que lo adoraba, estalló la guerra. Deutsche presentó una demanda por valor de 40 millones de dólares, de los que Trump era personalmente responsable. Trump respondió con una andanada de una asombrosa audacia legal: alegó que la mayor crisis financiera desde 1929 constituía un caso de fuerza mayor, equiparable a un desastre natural y que, por lo tanto, la viabilidad del proyecto necesitaba una prórroga. La demanda del propio Deutsche era típica de los prestamistas voraces y peligrosos que habían contribuido a que la crisis estallara. La contrademanda de Trump pedía 3.000 millones de dólares en compensación por el daño que se había causado a su reputación. Era simple esgrima legal, pero le proporcionó el tiempo que necesitaba.

Cuando se encuentra en aprietos, Trump es ante todo pragmático, y desde luego él no iba a ponerse quisquilloso ante un posible menoscabo de la economía de libre mercado. Ante la crisis de 2008, sabía que las empresas estadounidenses necesitaban toda la ayuda que pudieran reunir. Llevaba décadas sacando partido de las subvenciones de los gobiernos de Estados Unidos. Las iniciativas de Obama ya eran de su estilo. En 2009 no tenía ningún deseo de subirse al carro de los anti-Obama: en una comparecencia en Fox News dejó perplejo al periodista al comentar, sobre una de las primeras intervenciones de Obama: «Yo creo que ha hecho un trabajo de primera [...] Es un tío potente, que sabe lo que quiere, y eso es lo que nos hace falta [...] [P]arece que por fin tenemos a alguien que sabe lo que hace, en la presidencia, y ha heredado un problema tremendo. Realmente se ha encontrado con un buen embrollo». Sobre el estímulo de Obama, Trump también fue claro: «Bueno, algo había que hacer. Y sobre si es perfecto o no, pues nada es perfecto. En todo esto se trata de probar hasta que aciertas. [...] Es muy duro, esto es muy duro. Tenemos [...] estamos teniendo el peor año, los dos peores años desde la Gran Depresión. Antes tú has hablado de los primeros ochenta. Bueno, los primeros ochenta no son nada, en comparación [...] [C]uando miras los bancos, si no se hubieran metido billones de dólares en los bancos, habríamos tenido un sistema bancario insolvente, y eso es ir de cabeza a 1929. Han hecho lo correcto».21 Y si Trump tenía algunas reservas a la hora de dar su apoyo al rescate bancario, le parecía incuestionable que había que ayudar a Detroit: «Creo que el gobierno tiene que estar con ellos, al ciento por ciento. No podemos perder a los fabricantes de coches. Son geniales. Sus productos son una maravilla». Cuando los entrevistadores conservadores intentaron desviar a Trump hacia la causa de la reducción de impuestos, lo tenían fácil: a Trump no le gusta pagar impuestos. Pero en la materia del estímulo, se aferraba a lo dicho: «[C]rear infraestructuras, construir grandes proyectos, dar trabajo a la gente», eso era lo que había que hacer.22

Seis años después de que se iniciara la crisis, Trump seguía siendo un entusiasta de las presidencias activas, comprometidas, «fuertes». Lo que había cambiado era su actitud hacia Obama, que de la admiración había pasado a cuajar en una hostilidad insultante. Esto constituyó su puente hacia la derecha: no la afinidad programática o intelectual, sino el absurdo de medios sensacionalistas como el National Enquirer y la conspiración de los birthers: quienes defendían que Obama no podía ser presidente porque en realidad no había nacido en Estados Unidos. Aunque en los primeros años de su carrera televisiva Trump se había dirigido a audiencias minoritarias, ahora apostó por la carrera electoral.23 En 2013, después de que la derrota de Romney radicalizara al ala derecha del Partido Republicano, Trump se posicionó como un portavoz aún más visceral de los contrarios a la inmigración. En 2014 había defendido la idea de levantar un «muro» y había convertido su idea de recuperar la grandeza de Estados Unidos en un eslogan registrado (literalmente): Make America Great Again. El puente se erigía sobre los pilares de la xenofobia, el nacionalismo y una valoración apocalíptica de la realidad de Estados Unidos. A la derecha este eslogan le encantó, tanto por lo que reconocía con respecto al presente, como por lo que prometía en el futuro. Estados Unidos, su Estados Unidos, lo estaba pasando mal.

Si en las primarias republicanas, Trump había ganado al apostar sin ambages por el voto de los hombres blancos, a la clase dirigente del partido le preocupaba sobre todo la forma en que esto se asociaba con su llamamiento al nacionalismo económico. Desde los años ochenta, los líderes del partido se habían encadenado al mástil de la globalización. La idea del NAFTA fue lanzada por el gobierno de Reagan, Bush padre le dio forma y Clinton se limitó a darle el último empujón, en 1993. En la década de 1990, la «globalización» era un proyecto de los dos partidos, que unía a los republicanos con el sector demócrata de Rubin. Su alcance no se limitaba a los bienes y el capital, sino que se extendía igualmente a la mano de obra. Los grupos de presión inmobiliarios defendieron la reforma de la inmigración, que daría el derecho de residencia a una amplia masa laboral de trabajadores baratos indocumentados. La oposición a las regulaciones (de la clase que fueran) y la «libertad» de mano de obra, bienes y capital fueron el vínculo ideológico que reunió en un solo bloque los intereses de todas las empresas estadounidenses, desde los pequeños contratistas hasta el grupo de Davos. Había algunos sectores —quizá, antes que nada, la minería del carbón— donde esta alineación no se produjo. En industrias contaminantes como la de los combustibles fósiles, encajaban demasiado bien el rechazo al globalismo, la negativa a combatir el cambio climático y el atractivo del nacionalismo estadounidense entre los trabajadores no cualificados.24 Pero se trató de casos excepcionales. En su conjunto, el Partido Republicano preservó una tregua frágil entre la base nacionalista y los líderes globalistas. En la década de 1990, la campaña de un nacionalista de derechas como Pat Buchanan había amenazado, por dos veces, con deshacer este frágil equilibrio. Pero lo que realmente lo reventó fue la progresiva ruptura de la coherencia del partido, después de 2008. En 2015 Trump irrumpió en escena con el apoyo declarado de la «derecha alternativa», y esto transformó el debate. Sin preocuparse por la doctrina económica, actualizó la fobia antijaponesa de los setenta y reanimó al partido con la promesa de no dejar entrar a los «ilegales» y recuperar los puestos de trabajo de las fábricas estadounidenses. Los republicanos, en pos de su nuevo líder tribal, abandonaron en masa la libertad de comercio. El porcentaje de encuestados que consideraba que los acuerdos de libre comercio perjudicaban a Estados Unidos se disparó, pasando del 36% de 2014 a un 68 %, dos años más tarde. En ese momento, solo el 24 % de los republicanos seguía enarbolando la bandera de la libertad de comercio.25

La élite republicana, cuando Trump irrumpió en la carrera por la nominación, quedó muy desconcertada. «De los pilares del programa económico republicano no quedan ni las cenizas —admitió un miembro del gabinete estratégico American Enterprise Institute—; no queda nada, al menos para estas elecciones.»26 La Cámara de Comercio de Estados Unidos no se rindió sin ofrecer batalla, y abordó a un candidato republicano con críticas en materia de comercio. Pero no sirvió de nada.27 Trump y el programa proteccionista vencieron.

El resultado, en verano de 2016, fue una inversión llamativa. Aunque entre bambalinas la oligarquía megadonante avivaba con decisión el fuego de la derecha radical, las marcas más conocidas del mundo empresarial estadounidense ya ni querían asociarse con los republicanos. Cuando Romney venció en las primarias de 2012, los hombres de dinero habían acudido en masa al partido, prácticamente se peleaban por patrocinar la convención de los republicanos en Tampa. En 2016, en cambio, ningún gran nombre de las finanzas estadounidenses deseaba vincularse con la plataforma desde la que Trump daría su apocalíptico discurso de aceptación de la candidatura. Si bien una parte de la cúpula de Wall Street se consideraba leal al «Grand Old Party», no podían tragar a Trump ni querían correr el riesgo de insultar a sus clientes y su propia plantilla de empleados. Era una cuestión de cultura empresarial. En palabras de un experto en relaciones públicas: «Cualquier corporación se mirará esto desde el punto de vista de si quieren que sus máximos ejecutivos compartan escenario en Davos, Aspen o Sun Valley con el candidato republicano. Si la respuesta es «no», entonces no irán a Cleveland». Tiene relevancia que el asesor considerara necesario aclarar que «el riesgo de violencia en la convención [entre los partidarios de Trump y los que se manifestarían en contra] es secundario, porque dentro del perímetro no habrá problemas de seguridad». Que la atmósfera fuese de incipiente guerra civil, por lo tanto, inquietaba menos que el hecho de «si el señor Trump y las ideas que él [...] representa son homogéneas con la marca y el plan de negocios de una compañía».28 Nadie quería imágenes de «banderas confederadas ondeando por encima de las marcas corporativas».29

Por otro lado, la crisis financiera de 2008 no solo estaba en la mente de los seguidores de Sanders. En las páginas del Washington Post, el ex secretario del Tesoro Hank Paulson planteó la pregunta: «¿Qué habría pasado si un personaje como Trump, que tanta división genera, hubiera sido presidente durante la crisis financiera de 2008? [...] La única razón por la que evitamos otra Gran Depresión fue porque los republicanos y los demócratas se unieron para votar a favor del Programa de Rescate de Activos Problemáticos».30 De hecho, como Paulson sabía de primera mano, no costó poco que la coalición de 2008 fraguara. La división interna del Partido Republicano estuvo a punto de hacer descarrilar el empeño del gobierno de Bush en contener la estampida bancaria global. Fueron la Casa Blanca de Bush y los congresistas demócratas —pero no los republicanos— quienes sacaron adelante las impopulares medidas de lucha contra la crisis. Entonces Paulson advirtió: «somos testigos del secuestro populista de uno de los grandes partidos políticos de Estados Unidos. El “Grand Old Party”, al situar a Trump en lo alto de su candidatura, está apoyando una marca de populismo que hunde sus raíces en la ignorancia, los prejuicios, el miedo y el aislacionismo».31 Que uno de los dos partidos políticos que gobernaban Estados Unidos descarrilara de tal modo suponía una amenaza para todo el sistema. Para Paulson, no había alternativa: invitó a sus conciudadanos a apoyar a Clinton.

Para ser justos, Trump podría haberse defendido con la hemeroteca. En 2008 había defendido el rescate con ahínco. En 2016, sin embargo, Trump no tenía ninguna intención de recordar a sus partidarios tal clase de declaraciones. El «candidato Trump» ya no era el chanchullero empedernido, típicamente neoyorquino, de 2008. Se había transformado en algo ciertamente más oscuro. El director de su campaña presidencial no era otro que Steve Bannon, el virulento empresario de Breitbart que había defendido la parálisis presupuestaria de 2013 reivindicando su propio «leninismo». Bannon no tenía problema en replicar al desafío de Paulson. Según su sombrío concepto de la historia de Estados Unidos, la mañana del 18 de septiembre de 2008 —cuando Paulson y Bernanke defendieron ante el presidente Bush que era imprescindible emprender un rescate masivo— marcó una nueva época, lo que Bannon denominaba «el cuarto punto de inflexión», con el que se iniciaba una nueva fase de lucha apocalíptica.32 Aquella mañana del 18 de septiembre de 2018 Estados Unidos había estado cerca de perder el alma. Para Bannon, la misión de la presidencia de Trump era recuperar el control, en manos ahora de la élite globalista. Según se afirmaba en el último y extraordinario anuncio de la campaña de Trump: «Es una estructura de poder global que es la responsable de las decisiones económicas que han robado a nuestra clase trabajadora, han desposeído a nuestro país de su riqueza y han puesto ese dinero en el bolsillo de un puñado de grandes corporaciones y entidades políticas».33 Las imágenes que acompañaban este discurso ponían caras a esa estructura de poder global: George Soros, la presidenta de la Fed, Janet Yellen, y Lloyd Blankfein, de Goldman Sachs. Siendo Trump el empresario más rico que nunca había aspirado a presidir el país, el mensaje destacaba por su carácter antiempresarial. También era el anuncio más netamente antisemita de las campañas recientes. Estuviera uno de acuerdo con Bannon o no, era innegable que, en la década transcurrida desde el inicio de la crisis, la política estadounidense había recorrido un largo camino.

Allá por 2007, el diario zuriqués Tages-Anzeiger había preguntado a Alan Greenspan, como ex presidente de la Fed, a qué candidato daba su apoyo en las inminentes elecciones presidenciales. La respuesta fue singular. No importaba a quién votara, afirmó, porque «tenemos la suerte de que, gracias a la globalización, el lugar de las decisiones políticas, en Estados Unidos, lo ocupan ahora en buena medida las fuerzas de los mercados globales. Así, dejando a un lado la seguridad nacional, apenas tiene importancia quién vaya a ser el próximo presidente. El mundo está regido por las fuerzas del mercado».34 Este era el mantra de una era de globalización sin alternativas. Por supuesto, Greenspan no tan solo estaba satisfecho con la idea de un mundo gobernado por las fuerzas del mercado; además había hecho cuanto estaba en su mano para que fuera así. Desde la presidencia de la Fed había convertido a los mercados en el árbitro último de la política económica de Estados Unidos. En los primeros años de gobierno de Bill Clinton, había ayudado a guiar a los demócratas para que formaran una nueva alianza con Wall Street, lo que contribuyó a limitar las ofertas disponibles. La globalización no era un proceso natural, opuesto a la política. Desde la década de 1940 le había ido dando forma una coalición estadounidense de políticos, élites empresariales y expertos gubernamentales como Greenspan. Las elecciones de 2016 pusieron de manifiesto que la crisis de 2008 había sacudido los cimientos de esa coalición y el mundo que había creado. Y como aspecto verdaderamente esencial, la crisis había puesto de relieve que el concepto greenspaniano de un mundo gobernado por los mercados era del todo irreal. El imperio de las fuerzas del mercado era una condición —en el mejor de los casos— frágil. Cuando el sistema financiero se hundió, los propios mercados necesitaron ser gobernados por medio de una acción estatal de una escala gigantesca. Y ello negaba la supuesta irrelevancia de quién gobernaba y de dónde obtenía el apoyo político; las elecciones y la política de partidos sí eran importantes. De hecho, vistas las alternativas de 2016, ni siquiera Alan Greenspan se mostró indiferente. No llegó al extremo de Paulson, de atreverse a pedir el voto para Clinton. Pero sí advirtió a los periodistas que el «ambiente político y económico» era el peor de todos aquellos con los que «alguna vez he tenido alguna relación». Se mostró muy preocupado ante la temible posibilidad de que unos «locos» pudieran socavar Estados Unidos. Y frente a la confianza que había expresado diez años antes, ahora reconocía que «políticamente, no tengo ni idea de cómo hemos llegado hasta aquí».35

La campaña de Trump quizá pareciera una locura, pero estaba muy atenta a todo lo que pasaba. Los medios de comunicación de internet contraatacaron de inmediato. «¿A quién está llamando “loco” Greenspan?», se preguntaron los sitios web favorables a Trump, que acto seguido se volvieron en contra tanto del ex presidente de la Fed como de sus sucesores. ¿Acaso las medidas que Trump anunciaba eran «más locas que unos tipos de interés negativos? ¿Más locas que pagar a los bancos para que mantengan fondos prestables en la Fed, en cuentas de depósito estériles? ¿Más locas que obligar a la Fed a comprar billones en deuda gubernamental, remitir el pago de intereses de vuelta al Tesoro, y entonces contar eso como ingresos del presupuesto federal?».36 Si ahora se aceptaba todo esto como si fuera una política monetaria normal, ¿acaso su candidato estaba loco por denunciar que la Fed alimentaba una «economía falsa» y un «mercado de valores artificial»? Cuando el balance contable de la Fed se había ampliado hasta los 4,4 billones de dólares, para perseguir un objetivo de pleno empleo obligados por una legislación aprobada en los días de Jimmy Carter, ¿acaso nadie podía negar seriamente que la economía estaba politizada?37 ¿Las campañas de Trump o de Sanders eran demenciales, o se limitaban a constatar lo que debería haber sido obvio: el fiasco del proyecto de la generación de Greenspan? Se había desvelado al fin que la globalización financiera que Greenspan y otros de ese jaez se habían esforzado tanto en institucionalizar, para que casi pareciera un proceso natural, era precisamente eso: una institución, un artefacto cuya construcción política y legal había sido deliberada, y que tenía consecuencias muy graves sobre la distribución de la riqueza y el poder.

II

Por mucho que las campañas de Trump y Sanders perturbaran el statu quo, en el verano de 2016 la respuesta más habitual fue desdeñarlas como un fantasma pasajero. Clinton dejaría primero a Sanders fuera de combate, luego obtendría una victoria abrumadora frente a Trump. Mientras la derecha alternativa continuaba enarbolando la bandera, los donantes republicanos desplazaron el dinero de la campaña presidencial hacia las elecciones de las Cámaras Alta Y Baja, para asegurarse de que, una vez que Hillary Clinton asumiera el poder, se enfrentara a un Congreso decididamente hostil. Solo el núcleo central de la campaña de Trump —y los espectadores de Fox News, envueltos en lo que la corriente mayoritaria denunciaba como una «realidad alternativa»— seguía creyendo en la victoria. La noche del recuento, incluso cuando los resultados se decantaban del lado de Trump, los medios de comunicación convencionales apenas podían ocultar su incredulidad y desazón.38 A las pocas horas empezaron las recriminaciones y acusaciones. Habían sido la clase trabajadora blanca y los racistas, ellos habían apoyado a Trump en masa, y en cambio las mujeres y las minorías no habían acudido a votar a Clinton. O bien: era la interferencia de Rusia. Había una alianza global de fuerzas contra el liberalismo. El propio presidente Obama intervino para declarar que Trump, como el brexit, era una expresión de protesta contra la globalización.39

De hecho, cuando se pudo examinar con más atención los resultados se puso de relieve que los votantes de Trump tenían recursos superiores a los de un estadounidense promedio.40 Los votantes con ingresos inferiores —en muy buena medida, pertenecientes a minorías— habían seguido votando a los demócratas. Pero un análisis minucioso de la estadística electoral sí mostró un cambio relevante entre los varones blancos sin formación universitaria: ellos sí habían pasado a votar republicano. El voto de Trump no llegó a impulsos de la miseria inmediata, sino de la angustia por el futuro; eran temores que en la población blanca se asociaban con la hostilidad a los latinos y los negros, y entre los hombres, con una animadversión hacia las mujeres con posibilidades de medrar.41 Trump mejoró los penosos resultados de Romney en los Estados del «Cinturón del Óxido». Los mensajes racistas y nacionalistas, más o menos sutiles, consolidaron este electorado. Incluso el tema del comercio estaba saturado de indicadores raciales.42 En un anuncio tras otro, la cara del trabajador estadounidense desplazado por importaciones del extranjero era la de un hombre blanco y fornido, con el casco protector típico de las industrias o las obras. Y las campañas no fueron baladíes. Los republicanos concentraron el esfuerzo —con preparativos incesantes y mucho tiempo en los medios de comunicación— donde más importaba: en determinados estados del Medio Oeste del país que los demócratas consideraban suyos por derecho propio. La complacencia, la negativa a admitir que el atractivo de Trump era real, estaban muy asentadas. Los demócratas no ofrecieron nada para contrarrestar el «culto al cargamento» que Trump creaba para el sector industrial.43 En respuesta a los llamamientos descarados de Trump al nacionalismo de los varones blancos, Clinton tan solo ofrecía una anodina conformidad con las convenciones corteses del globalismo corporativo. Sin embargo, esto no decía nada a los 7 millones de estadounidenses que habían votado por Obama y ahora preferían a Trump porque buscaban un candidato que no pareciera representar a la élite tradicional. Aunque tan solo constituían el 4 % del electorado, sus votos bastaron para entregar Míchigan, Pensilvania y Wisconsin a los republicanos, con lo que el gran porcentaje de Clinton en Nueva York y California se tornó irrelevante. Los agentes demócratas no comprendieron que la victoria no estaba cantada y dependía de qué hicieran.44 Clinton competía para suceder a un presidente demócrata que ya había cumplido dos mandatos. El cambio era procedente. Por otro lado, la economía quizá no fuera tan desastrosamente mal como Trump sugería, pero tampoco iba para echar cohetes. Para superar estas desventajas, Clinton tenía que animar a una base demócrata poco entusiasmada. Su fracaso fue estrepitoso.

A posteriori, la conmoción por la victoria de Trump produjo un estado de confusión, aturdimiento y perplejidad que recordaba al brexit. Si Donald Trump había sido elegido presidente, ¿quién gobernaba Estados Unidos de hecho? Sin duda, algún sector de la clase dirigente intervendría para frenar o redirigir esta decisión popular aberrante.45 La idea del «Estado profundo» abandonó los espacios marginales de la crítica radical y las teorías de la conspiración y apareció también en el discurso de los medios convencionales; de hecho, influyó incluso al propio equipo de Trump, que hizo circular memorándums internos sobre los componentes de este Estado profundo con los que tendrían que lidiar primero.46 Mientras el FBI y la CIA examinaban minuciosamente las pruebas de interferencia de Rusia, y con un Trump que aparentaba ganas de pelea, los primeros que se prepararon para defenderse fueron los aparatos de seguridad y aplicación de la ley. Pero en realidad, la clase dirigente de Estados Unidos se había alineado al completo en contra del presidente electo. En agosto de 2016, el Wall Street Journal contactó con todos los miembros y ex miembros vivos del Consejo de Asesores Económicos, cuarenta y cinco en total, desde la presidencia de Richard Nixon. Aunque veintitrés habían sido nombrados por el Partido Republicano, ni uno solo de ellos dio su respaldo a Trump.47

Trump no se arredró. Si lo habían elegido para algo, era para actuar. Esto suponía conflicto; cuanto más conflicto y más ruidoso, mejor. Estaba decidido a llevar adelante su programa de nacionalismo económico. Ni siquiera era una decisión: tampoco sabía hacer otra cosa. En diciembre de 2016 intervino para convencer a Carrier (un productor de hornos y aire acondicionado, de Indianápolis) de que mantuviera un millar de empleos en Estados Unidos. El estado de Indiana —cuyo gobernador era el vicepresidente de Trump, Mike Pence— puso sobre la mesa millones en rebajas fiscales. Los portavoces de la compañía contribuyeron anunciando que tenían confianza en Trump, que había prometido reformar la normativa tributaria para mejorar las condiciones de las empresas estadounidenses. Entonces el presidente electo tomó un avión a Indianápolis para llamar la atención sobre el primer logro de su política económica y desvelar otra de las razones que quizá habían inducido a colaborar a United Technologies, la matriz de Carrier. «Las empresas no volverán a abandonar Estados Unidos sin consecuencias —declaró Trump, en tono amenazador—. Eso no se va a repetir [...] [D]ejar el país va a ser muy, pero que muy difícil.»48 Según tuiteó algo más tarde, aquel fin de semana: «Todo negocio que abandone nuestro país por otro país, despida a sus empleados, construya una nueva empresa o planta en otro país, y luego crea que va a vender sus productos otra vez en Estados Unidos sin consecuencias ni pérdidas, ¡SE EQUIVOCA!».

Los comentaristas convencionales se quedaron con la boca abierta. ¿El presidente electo no entendía que el éxito de las empresas estadounidenses dependía, precisamente, de su capacidad de desplegar el capital y la mano de obra en todo el mundo? Varias voces lamentaron que su tono amenazador recordaba «más al populismo de Hugo Chávez que a lo que pudiera decir incluso Bernie Sanders. Es la clase de amenaza que hallaría su expresión en el control de las divisas, ese instrumento tan apreciado por los dictadores económicos del mundo entero».49 Si un izquierdista hubiera emprendido esa provocación, impidiendo la intervención del Tesoro y la Fed, sin duda los mercados se habrían desplomado. Pero tras la elección de Trump no ocurrió nada parecido. Trump había planteado un desafío, pero no todos los desafiadores son iguales. Entre los votantes demócratas, el profundo pesar político se acompañaba de pesimismo económico. Pero la reacción del otro bando no fue menos notable. Los partidarios del Partido Republicano, de toda índole —desde los votantes de a pie hasta la pequeña empresa o los actores de los mercados financieros— explotaron con un nuevo optimismo.50 Fue un tanto incómodo para los gerifaltes de Wall Street, que pensaban que el nuevo presidente era incompatible con sus «valores de marca»; pero entre las acciones que más beneficios recaudaban estaban las de los bancos. A Trump le gustaba perorar sobre la abolición de Dodd-Frank. Esa iniciativa sería positiva para los bancos, al menos a corto plazo. Las acciones de los servicios de salud también subieron, porque preveían límites para el Obamacare y su restricción de costes. También hubo un auge en el sector de las infraestructuras. Entre tanto, los títulos se vendían porque la expectativa de la trumpflación aumentaba las posibilidades de que la Fed elevara los tipos.51

Este «efecto Trump», de auge bursátil, se confirmó cuando el presidente empezó a reclutar a su equipo. Mantuvo alrededor a ideólogos y personas leales. No hizo concesiones en lo relativo a la sustancia de su orientación política, pero amplió la coalición llenando el Gabinete tanto de ricos gestores empresariales como de generales. Lo más asombroso, dada la retórica agresiva y amenazadora de su último anuncio, fue el regreso de Wall Street. Trump, al parecer, sopesó la posibilidad de nombrar como secretario del Tesoro a Jamie Dimon, de J. P. Morgan, antes de decantarse por la opción más obvia: Goldman Sachs. Tanto el número uno como el número dos del Tesoro correspondieron a personajes que habían sido ejecutivos de Goldman Sachs: Steve Mnuchin y Jim Donovan. Dina Powell, que ocupó la influyente posición de asesora en la Casa Blanca, había encabezado el departamento de filantropía del banco. El director del Consejo Económico Nacional, Gary Cohn, había sido presidente de Goldman. A su vez, para dirigir la SEC, el equipo de Trump propuso a un socio de la principal empresa legal de Goldman, Sullivan & Cromwell. El jefe de Gabinete de la Casa Blanca mostró cierta angustia por la imagen que se daba, pero la situación se calmó cuando Donovan se retiró.52

Para una mentalidad política convencional, se trataba de una contradicción flagrante que daba a entender que la clase dirigente estaba recuperando el control. Pero no está claro que Trump entendiera los debates sobre programas políticos en el sentido convencional. Lo que sí comprendía —o al menos, habitaba en él— era un mundo crudo, de poder, en el que dominaba una lógica única: o intimidas tú o te intimidan a ti. En palabras de un comentarista, Trump veía el mundo como una «especie de mercado inmobiliario de Manhattan, pero a lo grande, una cruel fosa de serpientes donde los fuertes y hambrientos se comen a los débiles y blandos».53 Desde su punto de vista, el hecho de que Trump criticara a los líderes de Wall Street y luego los contratara como subordinados no era una señal de contradicción ni subversión de los propios valores; al revés, era un signo de su triunfo. El populismo de Trump no giraba en torno de tales o cuales medidas, sino en torno de la pura realización del poder. Él, Trump, no solo era un empresario de éxito; además era famoso y atrapaba a las audiencias de la televisión. Podía desafiar al poder establecido en su campaña electoral, poner en la picota a la presidencia de la Fed, demonizar al director general de Goldman Sachs y ganar. Después de imponerse, podía sondear a Jamie Dimon, de J. P. Morgan, como candidato a la secretaría del Tesoro, y descartarlo y poner en su lugar a un ex ejecutivo de Goldman Sachs que le gustaba más. Quien podía hacer todo eso, era obvio que era el rey del lugar, y no solo eso: rey con la aclamación popular. Trump, que volvió a este relato de forma obsesiva, no necesitaba más.

La puerta giratoria que alimenta al gobierno en Estados Unidos rota regularmente entre el servicio público y el mundo corporativo. En empresas como Goldman Sachs, la rotación es de rigor para las figuras principales. No resulta fácil, para un patriota de Estados Unidos, despreciar una invitación a prestar servicio en la Casa Blanca. Pero ¿por qué —hay que preguntar— una figura de los negocios querría asociarse con ese tipo de gobierno? La respuesta es simple: la victoria de Trump lo cambiaba todo. Su personalidad cuestionable y sus propuestas estrafalarias debían contraponerse a la cuestión política más básica de quién haría qué y para quién.

III

A la hora de gobernar no resultó fácil organizar un programa coherente a partir de una coalición tan heterogénea. Pero había una cosa sobre la que tanto el Gobierno de Trump como los congresistas republicanos podían ponerse de acuerdo: deshacer el legado de Obama. En este sentido, tras una campaña muy influida por las consecuencias de 2008, la primera fase de la administración de Trump también estuvo moldeada por el legado de 2008, pero en negativo. Los primeros doce meses de la presidencia de Trump pusieron a prueba la robustez del proyecto de construcción estatal desarrollado por los demócratas desde la crisis. ¿Hasta qué punto aguantaría el asalto combinado de la presidencia republicana y un Congreso republicano? En 2008, sopesando la herencia fiscal de la administración de Bush (hijo), Brad DeLong se había preguntado qué curso táctico y estratégico debían adoptar los demócratas, «cuando no hay ninguna garantía de que los futuros sucesores republicanos vayan a ser “normales” otra vez».54 Nueve años después, la cuestión era más urgente que nunca. Desde 2009, los congresistas republicanos habían librado una guerra política implacable, primero contra el estímulo, luego contra la Ley de Cuidado Asequible (LCA u «Obamacare»). Por dos veces, en 2011 y 2013, habían tomado como rehén al techo de deuda. Ahora que controlaban la presidencia, además del Congreso, ¿qué harían?

El programa asistencial de Obama era el objetivo más deseado, y tendría que haber sido un blanco fácil. La Ley de Cuidado Asequible, tras el durísimo proceso de aprobación en el Congreso, en marzo de 2010, era una normativa con muchas deficiencias. Pero por muy cruda que fuera la resolución de Trump, durante el período crítico de los seis primeros meses de presidencia no pudo ni anularla ni modificarla. Se topó tanto con la complejidad inherente a la materia como con una profunda división dentro del Partido Republicano. Pero su fracaso también reflejaba otro hecho: la LCA, como cualquier otra ley económica y social de verdadera importancia, había creado su propio electorado social. Era una institución que, por muy decepcionante que hubiera resultado ser, era difícil de remover después de que entrara en vigor, porque decenas de millones de personas habían pasado a depender de ella y cientos de miles de millones de dólares fluían por sus canales. De hecho, entre los estados que más se habían beneficiado de la ampliación de la cobertura sanitaria que acarreó el Obamacare había algunos que eran puro territorio Trump, como Kentucky y Virginia Occidental.55 Cuando Trump asumió el poder, el apoyo a la LCA entre el grupo más importante de votantes, el de los independientes, había pasado del 36 % de 2010 al 53 %.56 En verano, cuando los líderes de los congresistas republicanos ya estaban desesperados e hicieron un último intento de eliminar el Obamacare sin introducir ninguna alternativa, solo el 13 % de los estadounidenses estaba a favor.57 Como era de esperar, en el propio partido hubo una cantidad suficiente de congresistas moderados que se negaron a aprobar ese paso.

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