Crash

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Introducción. La primera crisis de una era global

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Introducción

LA PRIMERA CRISIS DE LA ERA GLOBAL

El martes 16 de septiembre de 2008 fue el «día después de Lehman». Fue el día en el que los mercados financieros mundiales se paralizaron. En la Junta de la Reserva Federal, en Washington D. C., el 16 de septiembre empezaron con urgencia planes para inyectar centenares de miles de millones de dólares a los bancos centrales del mundo. En Wall Street, todas las miradas estaban puestas en AIG. ¿Llegaría el gigante mundial de los seguros al final del día o seguiría los pasos del banco de inversiones Lehman Brothers? La onda de choque se propagó hacia el resto de las economías. En cuestión de semanas, sus efectos se dejaron sentir en fábricas y astilleros, mercados financieros y bolsas de productos básicos de todo el mundo. Mientras tanto, en el centro de Manhattan, el 16 de septiembre de 2008 fue el día de la apertura del sexagésimo tercer período de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas.

El edificio de la ONU, situado en la calle 42 Este, no es la sede del poder financiero en Nueva York. Los oradores que intervinieron en la sesión plenaria que comenzó la mañana del 23 de septiembre no se explayaron sobre los aspectos técnicos de la crisis bancaria. En lo que insistieron en hablar fue en su significado más amplio. El primer jefe de gobierno en intervenir fue el presidente brasileño Lula, quien denunció enérgicamente el egoísmo y el caos especulativo que habían provocado la crisis.1 El contraste con el presidente George W. Bush, que subió a la tribuna tras él, fue alarmante. Bush no parecía tanto un presidente al final de su mandato como un hombre desconectado de la realidad, perseguido por el fracaso de su programa durante sus ocho años de presidencia.2 La primera mitad de su discurso giró de manera obsesiva en torno al fantasma del terrorismo mundial. A continuación, se solazó con el tema predilecto de los neoconservadores, la promoción de la democracia, que, a su juicio, había culminado en las «revoluciones naranja» de Ucrania y Georgia. Pero eso había ocurrido en 2003-2004. La devastadora crisis financiera que causaba estragos a unos pocos pasos de distancia, en Wall Street, solamente mereció dos breves párrafos al final del discurso del presidente. Para Bush, la «turbulencia» era un problema estadounidense del que debía ocuparse el Gobierno de Estados Unidos, no un asunto que requiriera iniciativas multilaterales.

Otros discrepaban. Gloria Macapagal Arroyo, la presidenta de Filipinas, afirmó que la crisis financiera estadounidense había ocasionado un «terrible tsunami» de incertidumbre, que se estaba propagando por todo el planeta, «no solo aquí, en la isla de Manhattan». Desde que los primeros temblores habían sacudido los mercados financieros en 2007, el mundo se había repetido a sí mismo que «lo peor había pasado». Sin embargo, «la luz al final del túnel» se había revelado, una y otra vez, como «un tren que se acercaba a toda velocidad, provocando nuevas sacudidas al sistema financiero mundial».3 Fueran cuales fuesen los intentos de estabilización de Estados Unidos, no estaban funcionando.

Los oradores que intervinieron en la ONU fueron relacionando, uno tras otro, la crisis con la cuestión de la gobernanza mundial y, en última instancia, con la posición de Estados Unidos como potencia hegemónica en el mundo. Cristina Fernández de Kirchner, de Argentina, habló en nombre de un país que había atravesado hacía poco una crisis financiera devastadora y no ocultó su schadenfreude. Por una vez, se trataba de una crisis de la que no se podía culpar a la periferia. Era una crisis que «emanaba de la primera economía mundial». Durante décadas se había aleccionado a América Latina diciendo que «el mercado lo solucionaba todo». Wall Street se estaba hundiendo y el presidente Bush prometía que el Tesoro estadounidense acudiría al rescate. Pero ¿estaba Estados Unidos en condiciones de responder? Fernández de Kirchner señaló que «la presente intervención» no solo era «la más formidable de la que se tenga memoria», sino que la estaba llevando a cabo un Estado con un «colosal déficit fiscal y comercial».4 De mantenerse así, el «consenso de Washington» de disciplina fiscal y monetaria, al que habían estado sometidos tantos países emergentes, estaba claramente muerto. Era «una oportunidad histórica para poder revisar comportamientos y políticas». No solo se puso de manifiesto el resentimiento de América Latina. Los europeos se sumaron al coro. «El mundo ya no es un mundo unipolar con una superpotencia, ni tampoco es un mundo bipolar con el Este y el Oeste. Ahora es un mundo multipolar»,5 entonó Nicolas Sarkozy, quien habló en calidad de presidente de Francia y también de presidente del Consejo Europeo. Ya no era posible gobernar «el mundo del siglo XXI con las instituciones del siglo XX». Era necesario ampliar el Consejo de Seguridad y el G8. El mundo necesitaba una estructura nueva, un G13 o un G14.6

No era la primera vez en el nuevo mileno que se planteaba en las Naciones Unidas la cuestión de la gobernanza mundial y del papel de Estados Unidos. Cuando el presidente francés se pronunció en la ONU en contra del unilateralismo estadounidense, nadie pudo ignorar los ecos de 2003, de Irak y las luchas en torno a aquella catastrófica guerra. Fue un momento que había dividido profundamente a Europa y Estados Unidos, a los gobiernos y a los ciudadanos.7 Había revelado una alarmante distancia en materia de cultura política entre ambos continentes. Para los ciudadanos biempensantes del siglo XXI, Bush y sus acólitos del ala derecha del Partido Republicano no eran fáciles de asimilar.8 Pese a todo el discurso de la marcha imparable de la democracia, ni siquiera estaba claro que hubieran ganado las elecciones que los habían aupado al poder en 2000. En connivencia con Tony Blair, habían engañado al mundo sobre las armas de destrucción masiva. Con sus descaradas apelaciones a la inspiración divina y su fervor de cruzados, habían hecho alarde de su desprecio por la concepción de la modernidad con la que tanto a la UE como a la ONU les gustaba alinearse: ilustrada, transparente, progresista, cosmopolita. Obviamente, se trataba de pura fachada, de su propio tipo de política simbólica. Sin embargo, los símbolos son importantes. Son ingredientes esenciales para la construcción de significados y de hegemonía.

En 2008, la administración Bush había perdido la batalla. Y la crisis financiera afianzó la sensación de catástrofe. Fue un duro desenlace histórico. En tan solo cinco años, la élite de la política exterior y de la política económica de Estados Unidos, la nación más poderosa del planeta, había sufrido una derrota humillante. Y, para agravar el proceso de deslegitimación, en agosto de 2008 la democracia estadounidense también se puso en ridículo. Mientras el mundo se enfrentaba a una crisis financiera de proporciones mundiales, los republicanos eligieron para la vicepresidencia en la candidatura de John McCain a la gobernadora de Alaska Sarah Palin, manifiestamente incompetente, cuya percepción pueril de los asuntos internacionales la convirtió en el hazmerreír del mundo. Y lo peor fue que una gran parte del electorado estadounidense no entendió el chiste. Adoraban a Palin.9 Tras oír hablar durante años de derrocar a dictadores árabes, la opinión pública mundial estaba empezando a preguntarse qué régimen era el que estaba cambiando. Cuando Bush hijo salió de escena, el orden de la posguerra fría que su padre había creado se estaba derrumbando a su alrededor.

Solo unas semanas antes de que comenzara la Asamblea General en Nueva York, el mundo había sido testigo de dos muestras de la realidad de la multipolaridad. Por un lado, la impresionante exhibición olímpica de China dejó en ridículo a cualquier otra que se hubiera visto en Occidente, en especial a los funestos juegos de Atlanta de 1996, que conviene recordar que fueron interrumpidos por el atentado perpetrado con una bomba de fabricación casera por un fanático de extrema derecha.10 Si el pan y el circo son la base de la legitimidad popular, el régimen chino, impulsado por su pujante economía, estaba ofreciendo un gran espectáculo. Entre tanto, mientras los fuegos artificiales destellaban en Pekín, el ejército ruso había impuesto un severo castigo a Georgia, un pequeño aspirante a integrarse en la OTAN.11 Sarkozy llegó a Nueva York tras haber asistido a las conversaciones sobre el alto el fuego en la frontera oriental de Europa. Fue el primero de una serie de enfrentamientos más o menos abiertos entre Rusia y Occidente, que culminarían en el violento desmembramiento de Ucrania, otro candidato a incorporarse a la OTAN, y las febriles especulaciones sobre la subversión rusa de las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos.

La crisis financiera de 2008 parecía una señal más del declive de la hegemonía estadounidense. Y esta opinión se confirma fácilmente cuando se analiza la crisis desde la distancia de una década, tras la elección como presidente de Donald Trump, el heredero de Palin. Cuesta leer ahora los discursos de 2008 en la ONU y su crítica al unilateralismo estadounidense sin que resuene en los oídos la beligerante toma de posesión de Trump el 20 de enero de 2017. Aquel viernes nublado, el cuadragésimo quinto presidente evocó desde la escalinata del Capitolio la imagen de un Estados Unidos en crisis, con las ciudades sumidas en el caos y su posición internacional en declive. Declaró que esa «masacre» tenía que acabar. ¿Cómo? La respuesta de Trump retumbó: él y sus seguidores promulgarían ese día un «decreto que se escuchará en cada ciudad, en cada capital extranjera y en cada centro de poder. A partir de este día, una nueva visión gobernará nuestro país. De hoy en adelante, America First».12 Si Estados Unidos estaba sufriendo una profunda crisis, si ya no era hegemónico, si necesitaba «volver a ser grande», verdades que para Trump eran evidentes, entonces al menos «decretaría» sus propias condiciones. Esta sería la respuesta que el ala derecha de la política estadounidense daría a los desafíos del siglo XXI.

Los acontecimientos de 2003, 2008 y 2017 son, sin lugar a dudas, momentos decisivos de la historia internacional reciente. Pero ¿cuál es la relación entre ellos? ¿Cuál es la relación de la crisis económica de 2008 con el desastre geopolítico de 2003 y con la crisis política en Estados Unidos tras las elecciones de noviembre de 2016? ¿Qué arco de transición histórica delimitan estos tres puntos? ¿Qué significa este arco para Europa, para Asia? ¿Cuál es su relación con la trayectoria menor, pero no menos devastadora, trazada por Reino Unido desde Irak hasta la crisis de la City de Londres en 2008 y el brexit en 2016?

El argumento que sostiene este libro es que los oradores que intervinieron en la ONU en septiembre de 2008 tenían razón. La crisis financiera y las respuestas económicas, políticas y geopolíticas a la misma son esenciales para comprender la faz cambiante del mundo actual. Pero para entender su importancia son necesarias dos cosas. Debemos situar la crisis bancaria en su contexto político y geopolítico amplio. Y, al mismo tiempo, tenemos que adentrarnos en su funcionamiento interno. Debemos hacer lo que la Asamblea General de la ONU no pudo hacer en septiembre de 2008. Tenemos que abordar los aspectos económicos del sistema financiero. Es por fuerza una tarea técnica y a veces quizá algo árida. En gran parte del material del que se ocupará este libro hay un frío distanciamiento. Se trata de una elección. La descripción del funcionamiento interno de la mentalidad de Davos no es la única forma de comprender cómo actuaron el poder y el dinero durante la crisis. Se puede intentar reconstruir su lógica a partir de las huellas que dejaron en aquellos a los que afectaron o a través de la cultura de mercado conformista y contradictoria que forjaron.13 Sin embargo, el complemento necesario de estas transformaciones más tangibles es el tipo de explicación que se ofrece aquí, que intenta mostrar cómo se entendía que funcionaba, y no funcionaba, la circulación del poder y del dinero desde dentro. Y merece la pena pagar un precio por abrir esta particular caja negra, porque, como se mostrará en este libro, la idea simple, la idea que tanto prevalecía en 2008 de que se trataba básicamente de una crisis estadounidense o incluso de una crisis anglosajona y, como tal, de un momento clave del declive del poder unipolar de Estados Unidos, es en realidad profundamente engañosa.

La idea de que se trataba de una «crisis exclusivamente estadounidense», adoptada con entusiasmo por todas las partes, tanto por los estadounidenses como por analistas de todo el mundo, oculta la realidad de que existía un profunda interconexión.14 También desvía las críticas y la ira justificada. En realidad, la crisis no fue meramente estadounidense, sino mundial y, sobre todo, tuvo su génesis en Estados Unidos. Y de un modo polémico y problemático tuvo el efecto de volver a centrar la economía financiera mundial en Estados Unidos como el único Estado capaz de afrontar el desafío que planteaba.15 Esa capacidad es un efecto de su estructura: Estados Unidos es el único Estado con la capacidad de emitir dólares. Es también una cuestión de acciones, de decisiones políticas: positivas en el caso de Estados Unidos y desastrosamente negativas en el de Europa. Esclarecer el alcance de esta interdependencia y la dependencia última del sistema financiero mundial del dólar es importante no solo para entender bien la historia. También es relevante porque arroja nueva luz sobre la peligrosa situación creada por la declaración de independencia de un mundo interconectado y multipolar realizada por la administración Trump.

I

Era tentador considerar que la crisis de 2008 fue básicamente estadounidense porque es en este país donde comenzó. También complacía a muchas personas en todo el mundo imaginar que la hiperpotencia estaba recibiendo su merecido. El hecho de que la City de Londres también estuviera sufriendo una implosión se sumaba al deleite del momento. A los europeos les convenía trasladar la responsabilidad al otro lado del Canal y, después, al otro lado del Atlántico. En realidad, se trataba de un guion elaborado con antelación. Como veremos en la primera parte de este libro, economistas de dentro y fuera de Estados Unidos críticos con la presidencia de Bush, incluidos muchos de los principales macroeconomistas de nuestra época, ya habían elaborado un guion del desastre. Giraba en torno al doble déficit de Estados Unidos, el presupuestario y el comercial, y sus consecuencias para la dependencia de Estados Unidos de los préstamos del exterior. Las deudas contraídas por la administración Bush eran la bomba que se esperaba que estallara. Y la idea de que la crisis de 2008 era una crisis característicamente anglo-estadounidense obtuvo una dudosa confirmación dieciocho meses más tarde, cuando Europa sufrió su propia crisis, que parecía seguir un guion bastante diferente, centrado en la política y la constitución de la zona euro. Así pues, el relato histórico parecía convenir en que a una crisis estadounidense le siguió una crisis europea, cada una con su propia lógica económica y política diferenciadas.

El argumento de este libro es que analizar la crisis de 2008 y sus consecuencias principalmente desde la perspectiva del impacto que tuvo en Estados Unidos supone malinterpretar y subestimar su trascendencia económica y política. La zona cero fue el mercado inmobiliario estadounidense, sin duda. Millones de hogares estadounidenses fueron los primeros y más gravemente afectados, pero este desastre no era la crisis que se había anticipado ampliamente antes de 2008, es decir, una crisis de las finanzas públicas estadounidenses. El riesgo de un colapso sino-estadounidense, que tantos habían temido, se había controlado. Al contrario, fue una crisis financiera desencadenada por el mercado inmobiliario estadounidense que acabó amenazando la economía mundial. La crisis se extendió más allá de Estados Unidos y afectó a los sistemas financieros de algunas de las economías más avanzadas del mundo: la City de Londres, el este de Asia, el este de Europa y Rusia. Y continuó haciéndolo. Contrariamente al discurso popular a ambos lados del Atlántico, la crisis de la zona euro no es un acontecimiento separado y distinto, sino que deriva directamente de la crisis de 2008. La reformulación de la crisis como una crisis de la zona euro y centrada en la política de deuda pública fue en sí misma un acto político. En los años posteriores a 2010, se convertiría en objeto de algo parecido a una guerra cultural transatlántica en materia de política económica, un campo de minas que cualquier historia de la época debe recorrer con cuidado.

Si bien el primer reto de este libro es examinar este malentendido, describir la crisis financiera mundial fuera de su centro en Estados Unidos y mostrar la continuidad entre 2008 y 2012, el segundo es explicar cómo los Estados reaccionaron y cómo no ante el caos. El impacto de la crisis fue desigual, pero tuvo un alcance mundial y, a juzgar por el vigor de las reacciones, los mercados emergentes confirmaron de manera espectacular la realidad de la multipolaridad. Las crisis de los mercados emergentes en los años noventa —México (1995); Corea, Tailandia, Indonesia (1997); Rusia (1998), y Argentina (2001)— habían enseñado con qué facilidad se podía perder la soberanía estatal y se había aprendido la lección. En 2008, tras una década acumulando reservas, ninguna de las víctimas de los años noventa se vio obligada a recurrir al Fondo Monetario Internacional. La respuesta de China a la crisis financiera que importó de Occidente fue de proporciones históricas mundiales y aceleró drásticamente el cambio en el equilibrio mundial de la actividad económica hacia el este de Asia.

Se podría sentir la tentación de concluir que la crisis de la globalización había traído consigo una reafirmación del papel esencial del Estado nación y la aparición de un nuevo tipo de capitalismo de Estado. Es un argumento que cobraría aún más fuerza en los años siguientes, cuando se afianzó una reacción política en contra.16 Pero si observamos atentamente no la periferia, sino el centro de la crisis de 2008, es evidente que este diagnóstico es parcial en el mejor de los casos. Entre los mercados emergentes, los dos que más dificultades tuvieron con la crisis de 2008 fueron Rusia y Corea del Sur. Lo que tenían en común, además del auge de las exportaciones, era una profunda integración financiera en Europa y Estados Unidos. Esa sería la clave. Lo que experimentaron no fue solo un desplome de las exportaciones, sino una «parada súbita» de la financiación de sus sectores bancarios.17 Como consecuencia, países con superávits comerciales y enormes reservas de divisas, supuestamente los elementos esenciales de la autonomía económica nacional, sufrieron graves crisis monetarias. De una manera mucho más espectacular, esa fue también la historia en el Atlántico Norte entre Europa y Estados Unidos. Oculto bajo la superficie y apenas discutido en público, lo que amenazaba la estabilidad de la economía del Atlántico Norte en el otoño de 2008 era el enorme déficit de financiación en dólares para los sobredimensionados bancos europeos. Y en su caso, el déficit no significaba decenas o incluso centenares de miles de millones, sino billones de dólares. Era lo opuesto a la crisis que se había pronosticado. No se trataba de que hubiera un exceso de dólares, sino un grave déficit. El dólar no se hundió, se apreció.

Para comprender las dinámicas de esta tormenta no prevista, debemos superar el típico marco cognitivo de la macroeconomía que heredamos de principios del siglo XX. Formulada a raíz de la primera y la segunda guerra mundial, la perspectiva macroeconómica de la economía internacional se articula en torno a los Estados nación, los sistemas productivos nacionales y los desequilibrios comerciales que generan.18 Es una visión de la economía que siempre se identificará con John Maynard Keynes. Como cabía prever, el inicio de la crisis en 2008 revivió recuerdos de los años treinta y llevó a abogar por un retorno de «el Maestro».19 Y, de hecho, la economía keynesiana es indispensable para comprender las dinámicas del desplome del consumo y de la inversión, el aumento del desempleo y las opciones en materia de política monetaria y fiscal posteriores a 2009.20 Pero cuando se trata de analizar el inicio de las crisis financieras en una época de profunda globalización, el enfoque macroeconómico tradicional tiene sus limitaciones. En los debates sobre el comercio internacional ahora se admite ampliamente que lo importante ya no son las economías nacionales. Lo que impulsa el comercio mundial no son las relaciones entre las economías nacionales, sino las empresas multinacionales que coordinan amplias «cadenas de valor».21 Lo mismo sucede con el sistema monetario global. Para comprender las tensiones en el seno del sistema financiero que estalló en 2008 tenemos que ir más allá de la macroeconomía keynesiana y de sus agregados nacionales. Como ha señalado Hyun Song Shin, el economista jefe del Banco de Pagos Internacionales, y uno de los principales pensadores de la nueva rama de las «macrofinanzas», necesitamos analizar la economía mundial no desde la óptica de un «modelo de islas» de interacciones económicas internacionales (economía nacional a economía nacional), sino a través de la «matriz interconectada» de los balances corporativos, entidad a entidad.22 Como demostrarían la crisis financiera mundial de 2007-2009 y la crisis en la zona euro después de 2010, los déficits públicos y los desequilibrios de las balanzas por cuenta corriente no son buenos indicadores para predecir la fuerza y la velocidad con la que pueden golpear las crisis financieras modernas.23 Esto solo se puede entender si nos centramos en los sorprendentes ajustes que pueden producirse dentro de esa matriz interconectada de cuentas financieras. Pese a todas las presiones que los clásicos «desequilibrios macroeconómicos» en los presupuestos y en el comercio pueden ejercer, un pánico bancario mundial moderno mueve mucho más dinero de forma mucho más abrupta.24

Lo que los europeos, los estadounidenses, los rusos y los surcoreanos experimentaron en 2008 y los europeos volverían a sufrir después de 2010 fue una implosión del crédito interbancario. Mientras el sector financiero fuera ligeramente proporcionado, las grandes reservas de divisas nacionales podían servir. Eso fue lo que salvó a Rusia. Pero Corea del Sur tuvo dificultades y, en Europa, no solo no existían reservas, sino que las dimensiones de los bancos y su negocio denominado en dólares hicieron que cualquier tentativa de autoestabilización autárquica fuera impensable. Ninguno de los principales bancos centrales había evaluado el riesgo con antelación. No previeron que las finanzas globalizadas podrían estar interconectadas con el boom hipotecario estadounidense. La Fed y el Tesoro calcularon mal el alcance de las consecuencias de la quiebra de Lehman el 15 de septiembre. Nunca antes, ni siquiera en los años treinta, un sistema tan grande e interconectado había estado tan cerca de sufrir una implosión total. Pero una vez que se puso de manifiesto la magnitud del riesgo, las autoridades estadounidenses actuaron. Como veremos en la segunda parte, los europeos y los estadounidenses no solo rescataron a sus bancos en dificultades a escala nacional. La Reserva Federal de Estados Unidos introdujo una innovación realmente espectacular. Se erigieron en proveedores de liquidez en última instancia al sistema bancario mundial. Proporcionaron dólares a todos los interesados en Nueva York, ya fueran bancos estadounidenses o no. A través de las llamadas líneas swap de liquidez,* la Fed autorizó a un grupo escogido de bancos centrales importantes para que concedieran créditos en dólares según las demandas del mercado. En un enorme despliegue de actividad transatlántica, con el Banco Central Europeo (BCE) en cabeza, inyectaron billones de dólares al sistema bancario europeo.

Esta respuesta fue sorprendente no solo por su alcance, sino también porque contradecía el discurso convencional de la historia de la economía desde los años setenta. En los decenios anteriores a la crisis había predominado la idea de la preeminecia del mercado y la reducción del intervencionismo estatal.25 Naturalmente, el gobierno y la regulación continuaron, pero se delegaron en organismos «independientes», simbólicamente en los «bancos centrales», cuya función era garantizar la disciplina, la estabilidad y la seguridad. Las políticas y las medidas discrecionales eran los enemigos de la buena gobernanza. El equilibrio de poder fue incorporado a la normalidad del nuevo régimen de globalización deflacionaria, al que Ben Bernanke denominaba eufemísticamente «la gran moderación».26 La pregunta que planeaba sobre la gestión del «neoliberalismo» era si se aplicaban las mismas reglas a todos o si en realidad existían reglas para unos y discrecionalidad para otros.27 Los acontecimientos de 2008 confirmaron sustancialmente la sospecha suscitada por las intervenciones selectivas de Estados Unidos en las crisis de los mercados emergentes de los años noventa y tras la crisis de las puntocom de principios de los 2000. En realidad, el régimen de moderación y disciplina del neoliberalismo funcionaba con una salvedad. Ante una grave crisis financiera que amenazaba intereses «sistémicos», se descubrió que vivíamos en una época de gobiernos grandes, no limitados, de medidas ejecutivas a gran escala, de intervencionismo que tenía más en común con las operaciones militares o la medicina de urgencias que con la gobernanza sujeta a la ley.

Esto puso de manifiesto una verdad esencial, pero desconcertante, cuya negación había determinado todo el desarrollo de la política económica desde los años setenta. Las bases del sistema monetario moderno son irreductiblemente políticas.

Sin duda, en todos los productos básicos hay política, pero el dinero, el crédito y la estructura de las finanzas en torno a ellos están conformados por el poder político, las convenciones sociales y la ley de un modo que no lo están las zapatillas deportivas, los teléfonos inteligentes y los barriles de petróleo. En la cúspide de la pirámide monetaria moderna se encuentra el dinero fiduciario.28 Creado y sancionado por los Estados, su único «respaldo» es su curso legal. Este hecho sorprendente se volvió literalmente cierto por primera vez en 1971-1973, con el derrumbe del sistema de Bretton Woods. En virtud del acuerdo de Bretton Woods de 1944, el dólar, en tanto que ancla del sistema monetario mundial, estaba vinculado al oro. Obviamente, no era más que una convención. Cuando a Estados Unidos le resultó demasiado difícil mantenerlo (para ello habría sido necesaria una deflación), el presidente Nixon lo abandonó el 15 de agosto de 1971. Fue un hito histórico. Por primera vez desde la aparición del dinero, ninguna moneda del mundo tenía un patrón metálico. En potencia, flexibilizaba la política monetaria, regulando la creación de dinero y el crédito como nunca antes. Pero ¿cuánta libertad tendrían los responsables de formular políticas después de desprenderse de los «grilletes de oro»? Las fuerzas sociales y económicas que habían hecho que la vinculación al oro fuera insostenible incluso para Estados Unidos eran poderosas: dentro del país, la pugna por la distribución de la renta en una sociedad cada vez más opulenta; en el extranjero, la liberalización de las transacciones offshore en dólares en Londres en los años sesenta. Cuando esas fuerzas se desataron en los años setenta sin un ancla monetaria, el resultado fue disparar la inflación hacia el 20% en las economías avanzadas, algo sin precedentes en tiempos de paz. Pero en lugar de retirar la liberalización, a principios de los años ochenta se levantaron las restricciones a los flujos mundiales de capital. Fue precisamente para aplacar las fuerzas de la indisciplina desatadas por el fin de la moneda metálica que se introdujo la revolución del mercado y la nueva «lógica de la disciplina» neoliberal.29 A mediados de los años ochenta, la impresionante campaña del presidente de la Fed, Paul Volcker, para subir los tipos de interés había frenado la inflación. Los únicos precios que aumentaron en la época de la gran moderación fueron los de las acciones y los bienes inmuebles. Cuando esta burbuja estalló en 2008, cuando el mundo se enfrentó no a la inflación sino a la deflación, los principales bancos centrales se liberaron de sus autoimpuestos grilletes. Harían cuanto fuera necesario para evitar un desplome del crédito. Harían todo lo posible para mantener a flote el sistema financiero. Y como el sistema bancario moderno es tanto global como basado en el dólar, eso significaba una acción transnacional sin precedentes del Estado estadounidense.

La aportación de liquidez de la Fed fue espectacular y tuvo una trascendencia histórica y duradera. Los expertos suelen coincidir en que las líneas swap mediante las que la Fed inyectó dólares en la economía mundial fueron una de las innovaciones decisivas de la crisis.30 Pero en el discurso público estas medidas han pasado muy inadvertidas. Se han visto desplazadas del debate por las controversias en torno a los rescates de bancos concretos y las posteriores oleadas de intervenciones de los bancos centrales que recibieron el nombre de expansión cuantitativa (QE, por sus siglas en inglés). Por ejemplo, en las memorias de Ben Bernanke, las medidas de liquidez entre Estados Unidos y Europa de 2008 solo se mencionan de pasada en comparación con la tensa política de la adquisición de AIG o el alivio del crédito hipotecario.31

Las complejidades técnicas y administrativas de las medidas adoptadas por la Fed contribuyeron sin duda a su opacidad. Pero la política fue más allá. Los rescates bancarios de 2008 suscitaron recriminaciones continuas y amargas, y con razón. Se utilizaron centenares de miles de millones de fondos de los contribuyentes para rescatar bancos codiciosos. Algunas intervenciones reportaron beneficios y otras, no. Muchas de las decisiones tomadas durante los rescates fueron muy polémicas. En Estados Unidos, exacerbaron las profundas divisiones en el seno del Partido Republicano, lo que tendría consecuencias dramáticas ocho años más tarde. Sin embargo, el problema trasciende las decisiones individuales y los programas de los partidos políticos y afecta a la manera en que pensamos y hablamos de la estructura de la economía moderna. En realidad, se remonta al programa analítico para reinventar la economía internacional impuesto por la crisis y formulado por los partidarios del enfoque macrofinanciero. En el conocido modelo de islas de las interacciones económicas internacionales del siglo XX, las unidades básicas eran las economías nacionales que comerciaban entre sí, presentaban superávits y déficits comerciales y acumulaban activos y pasivos nacionales. Los economistas dieron a conocer estas entidades y las convirtieron en una realidad empírica y cotidiana con las estadísticas sobre el desempleo, la inflación y el PIB. Y en torno a ellas se desarrolló toda una concepción de la política nacional.32 Una buena política económica era aquella que era beneficiosa para el crecimiento del PIB. Las cuestiones relacionadas con la distribución (la política del «¿quién, para quién?») se podían valorar en relación con el interés general en «aumentar el tamaño del pastel». En cambio, la nueva economía macrofinanciera, con su constante foco en la «matriz interconectada» de los balances de las empresas, prescinde de todos los eufemismos reconfortantes. Los agregados económicos nacionales se sustituyen por una atención especial a los balances de las empresas y la verdadera acción está en el sistema financiero. Es muy revelador. Atribuye a la política económica un mayor control. Pero pone de relieve algo que es muy difícil de digerir desde el punto de vista político. En realidad, el sistema financiero no se compone de «flujos monetarios nacionales». Tampoco consiste en una masa de empresas pequeñas, anónimas y microscópicas: el ideal de la «competencia perfecta» y el equivalente económico al ciudadano individual. La inmensa mayoría de la generación de crédito privado se debe a una oligarquía empresarial muy cerrada: las celdas clave de la matriz interconectada de Shin. A escala mundial, son importantes veinte o treinta bancos. Si se tienen en cuenta los bancos con relevancia a escala nacional, la cifra mundial asciende a quizá un centenar de grandes entidades financieras. Las técnicas para identificar y supervisar a las llamadas entidades financieras sistémicas (SIFI, por sus siglas en inglés), conocidas como supervisión macroprudencial, figuran entre las principales innovaciones gubernamentales de la crisis y sus secuelas. Estos bancos y las personas que los dirigen son también los protagonistas del drama de este libro.

La cruda verdad sobre la «histórica» política de inyección global de liquidez de Ben Bernanke era que implicaba entregar billones de dólares en préstamos a esa camarilla de bancos, a sus accionistas y a sus directivos con remuneraciones escandalosas. Como veremos, podemos desglosar con exactitud qué obtuvo cada uno. Para agravar aún más el bochorno, aunque la Fed es un banco central nacional, al menos la mitad de su aporte de liquidez fue a parar a bancos cuya sede no estaba en Estados Unidos, sino en Europa en la inmensa mayoría de los casos. Si desde el punto de vista intelectual la crisis fue una crisis de la macroeconomía, y en la práctica fue una crisis de los instrumentos convencionales de la política monetaria, también fue una profunda crisis de la política moderna. Por muy inéditas y eficaces que puedan haber sido las medidas de la Fed, sus consecuencias prácticas apenas eran justificables incluso para aquellos políticos cuyo apoyo a la globalización era inquebrantable. No es un secreto que vivimos en un mundo dominado por oligopolios empresariales, pero durante la crisis y sus secuelas esta realidad y sus implicaciones para las prioridades de gobierno se revelaron abiertamente. Es una verdad difícil de digerir y explosiva con la que se han atragantado las políticas democráticas a ambos lados del Atlántico.

II

No debería sorprender, en vista de lo ya dicho, que los europeos estuvieran más que dispuestos a olvidar la implicación de sus bancos globales en la crisis transatlántica. En 2008, los británicos tenían que digerir su propia catástrofe nacional. En la zona euro, con Francia y Alemania a la cabeza, la crisis financiera de 2008 ha desaparecido en un agujero de la memoria, cerrada en falso por la «crisis de deuda soberana» de 2010 y posterior.33 No hay ningún interés en reconocer la dependencia de la Reserva Federal estadounidense y el sentido de la obligación o la deferencia son escasos. También en este sentido, los estadounidenses han perdido su autoridad. Los europeos desestimaron con demasiada facilidad la lucha estadounidense contra la crisis en 2008-2009 como otro ejemplo más del tipo de improvisación e indisciplina que había sumido al mundo en problemas en primer lugar. Se convirtió en la primera fase de una guerra cultural transatlántica sobre la política económica que culminó en el agrio debate sobre la crisis de la zona euro, que ocupa un lugar central en la tercera parte de este libro.

En vista de que, en esencia, las crisis estuvieron interrelacionadas y que el alcance y la rapidez de la primera fueron mucho mayores, el contraste entre la contención relativamente eficaz del colapso mundial en 2008, descrito en la segunda parte, y la escalada del desastre en la zona euro, relatado en la tercera parte, es decepcionante. Los europeos construyeron en torno a la deuda griega su propia crisis con su propio relato. En el centro estaba la política de la deuda soberana. Pero, como admitirán ahora públicamente altos funcionarios económicos de la UE, no tenía ninguna base en la economía.34 La sostenibilidad de la deuda pública puede ser un problema a largo plazo. Grecia era insolvente. Pero el déficit público excesivo no fue el denominador común de la crisis más general de la zona euro. El denominador común fue la peligrosa fragilidad de un sistema financiero sobreapalancado, que dependía en exceso de la financiación basada en el mercado a corto plazo. La crisis de la zona euro fue una enorme réplica del terremoto que sacudió el sistema financiero estadounidense en 2008, de la que intentó salir con retraso a través del laberíntico marco político de la UE.35 Como ha señalado un destacado experto estrechamente vinculado a los programas de rescate de la UE: «Si hubiéramos puesto a los bancos bajo una supervisión central por aquel entonces [en 2008], habríamos resuelto de golpe el problema».36 En su lugar, la crisis de la zona euro se expandió a un ciclo fatal de crédito público y privado, y a una crisis del proyecto europeo como tal.

¿Cómo se explica la extraña transformación de una crisis de prestamistas en 2008 en una crisis de prestatarios después de 2010? Es difícil no sospechar de un juego de manos. Mientras los contribuyentes europeos lo pasaban muy mal, los bancos y otras entidades de crédito se financiaban con dinero inyectado en los países rescatados. Es fácil concluir que la lógica oculta de la crisis de la zona euro después de 2010 fue una repetición de los rescates bancarios de 2008, pero esta vez encubiertos. Para un crítico mordaz, fue el mayor «gato por liebre» de la historia.37 Sin embargo, el interrogante es que, si esto fue así, si lo que sucedió en la zona euro fue una velada repetición de 2008, entonces al menos habría cabido esperar ver unos resultados similares a los estadounidenses. Como sus protagonistas sabían muy bien, la lucha estadounidense contra la crisis presentó una enorme desigualdad.38 Las personas que recibían ayudas sociales sobrevivían a duras penas mientras los banqueros disfrutaban de sus muy confortables vidas. Sin embargo, aunque la distribución de los costes y los beneficios fue escandalosa, al menos la gestión estadounidense de la crisis funcionó. Desde 2009, la economía estadounidense ha crecido de manera ininterrumpida y, al menos según los parámetros establecidos por las estadísticas oficiales, ahora se está acercando al pleno empleo. En cambio, la zona euro, con decisiones políticas premeditadas, sumió a decenas de miles de ciudadanos en una depresión similar a la de los años treinta. Fue uno de los peores desastres económicos autoinfligidos que se recuerdan. El hecho de que convirtieran a la pequeña Grecia, con una economía que supone el 1-1,5 % del PIB de la UE, en el eje de este desastre convierte la historia europea en una amarga caricatura.

Es un espectáculo que debería suscitar indignación. Millones de personas han sufrido sin motivo. Pero, pese a toda nuestra indignación, deberíamos valorarlo en su justa medida. Las palabras cruciales son «sin motivo».39 En la respuesta a la crisis financiera de 2008-2009 operaba una lógica. Es cierto que se trataba de una lógica de clases, «proteger primero a Wall Street y preocuparse después por Main Street», pero al menos tenía una razón de ser y funcionó a gran escala. Atribuir esa misma lógica a la gestión de la zona euro equivale a reconocer demasiado mérito a los líderes europeos. La historia que aquí se cuenta no es la de un truco político con éxito, con el que las élites de la UE ocultaron con esmero sus intentos de proteger los intereses del gran capital europeo. Es la de un descarrilamiento, un caos de visiones opuestas, un desalentador drama de oportunidades perdidas, de fracasos de liderazgo y de fracaso de la acción colectiva. Aunque hubo algunos grupos que se beneficiaron (unos pocos tenedores de bonos que cobraron; un banco que se libró de una dolorosa reestructuración), fue a pequeña escala, algo totalmente desproporcionado en comparación con los enormes costes ocasionados. Esto no significa que los protagonistas del drama, Alemania, Francia y el FMI, no siguieran una lógica. Sin embargo, tuvieron que actuar juntos y el resultado colectivo fue un desastre. Causaron perjuicios sociales y políticos de los que puede que el proyecto europeo no se recupere nunca. Pero, en medio de la indignación que debe provocar este desastre, somos propensos a olvidar otra de sus consecuencias a largo plazo. La chapucera gestión de la crisis en la zona euro que sobrevino después de la crisis financiera transatlántica de 2008-2009 no solo fue perjudicial para millones de ciudadanos europeos. También tuvo consecuencias dramáticas para las empresas europeas, de las que esas mismas personas dependen inevitablemente para sus puestos de trabajo y sus salarios.

Las empresas, lejos de beneficiarse de la gestión de la crisis que hizo la UE, fueron una de sus víctimas, sobre todo los bancos europeos. Desde 2008 no se trata solo del ascenso de Asia, que está desplazando la jerarquía empresarial mundial, sino del declive de Europa.40 Puede que esto les suene extraño a los europeos acostumbrados a escuchar alardear del superávit comercial alemán. Pero como señalan los economistas alemanes más perspicaces, estos superávits se deben tanto a la limitación de las importaciones como al rotundo éxito de las exportaciones.41 El inexorable descenso de la Europa empresarial en el ranking mundial es evidente para todos. Aunque podamos desear lo contrario, la economía mundial no está dirigida por medianas empresas «Mittelstand», sino por unos cuantos miles de corporaciones gigantescas con participaciones interrelacionadas controladas por un reducido grupo de gestores de activos. En ese campo de batalla de la competencia empresarial, las crisis de 2008-2013 depararon a la capital europea una derrota histórica. Sin duda, son muchos los factores que contribuyen a ello, pero uno fundamental es la situación de la propia economía europea. Las exportaciones son importantes, pero, como demuestran China y también Estados Unidos, nada puede sustituir a un mercado interno rentable. Si aceptamos la cínica opinión de que la misión básica de la zona euro no era servir a sus ciudadanos, sino ofrecer al capital europeo un espacio para la acumulación interna rentable, entonces la conclusión es insoslayable. Entre 2010 y 2013 fracasó espectacularmente. Y no como consecuencia, principalmente, de la inexistencia de instituciones en la zona euro, sino debido a las decisiones tomadas por dirigentes empresariales, banqueros centrales dogmáticos y políticos conservadores.

Obviamente, es posible que no nos guste un mundo organizado de esta manera. Puede que a los europeos les reconforte el espectáculo de la Comisión Europea como un paladín de los consumidores que desafía a monopolios mundiales como Google y se enfrenta a la evasión fiscal de Apple.42 Pero las multas impuestas a Silicon Valley son una parte ínfima de la enorme cantidad de efectivo de dichas empresas. Aquel momento de 2016 en que el mundo financiero esperaba conteniendo la respiración conocer la cuantía de la multa que el Departamento de Justicia de Estados Unidos iba a imponer al Deutsche Bank por fraude hipotecario sugiere una visión bastante diferente del equilibrio de poder. Se consideraba que la situación financiera del Deutsche era tan precaria, que las autoridades estadounidenses tenían su destino en sus manos.43 Un banco que durante más de un siglo había sido un motor de Germany Inc. estaba a merced de Estados Unidos. Tras la crisis, fue el último banco de inversiones europeo con cierta posición mundial.

Tal vez los europeos deseen desvincularse de la batalla mundial por el dominio comporativo. Puede que incluso esperen poder lograr un mayor grado de libertad para la política democrática. Sin embargo, el riesgo es que su dependencia cada vez mayor de la tecnología de otros, el relativo estancamiento de la zona euro y la consiguiente dependencia del modelo de crecimiento europeo de las exportaciones a los mercados de otros vuelvan esas pretensiones de autonomía bastante vacías. Europa se arriesga a convertirse en objeto del corporativismo capitalista de otros, en lugar de ser un actor autónomo. De hecho, en lo que respecta a las finanzas internacionales, la suerte ya está echada. Tras la doble crisis, Europa está fuera de la carrera. El futuro se decidirá entre los supervivientes de la crisis en Estados Unidos y los recién llegados de Asia.44 Puede que elijan establecerse en la City de Londres, pero después del brexit ni siquiera eso se puede dar por supuesto. Puede que Wall Street, Hong Kong y Shanghái sencillamente eludan Europa.

Si se tratara únicamente de un drama sobre las heridas que Europa se infligió a sí misma, ya sería bastante grave, pero escribir la historia de la crisis de la zona euro como la de una crisis meramente europea sería tan engañoso como considerar que la crisis de 2008 fue exclusivamente estadounidense. En realidad, la crisis de la zona euro se extendió, y repetidas veces. Al menos tres veces, en la primavera de 2010, en el otoño de 2011 y de nuevo en el verano de 2012, la zona euro estuvo al borde de una ruptura desordenada y existió la cara posibilidad de que la crisis de deuda soberana absorbiera billones de dólares de deuda pública. La idea de que Alemania o cualquier otro país serían inmunes era absurda. La inversión resultante de los frentes fue espectacular. En 2008, los mundanos europeos habían instado a la desconectada administración Bush a que reconociera la realidad del globalismo. Dieciocho meses más tarde, los «liberales»* centristas de la administración Obama exigían a la zona euro que estabilizara su sistema financiero ante la obstinada y desconsiderada oposición de los conservadores de Berlín y Fráncfort. Ya en abril de 2010, a juicio del resto del G20 y otros, la crisis de la zona euro era demasiado peligrosa y los europeos demasiado incompetentes como para dejar que resolvieran ellos sus propios asuntos. Para impedir que Grecia se convirtiera en «otro Lehman», los estadounidenses movilizaron al FMI, la creación por antonomasia del globalismo de mediados del siglo XX, para que rescatara a la Europa del siglo XXI. Ese rescate, en mayo de 2010, evitó una nueva escalada, pero sumió a Europa, el FMI y Estados Unidos como cómplices en una pesadilla de la que todavía no habían logrado salir siete años más tarde. Tampoco contuvo el pánico en los mercados de renta fija. En el verano de 2012, la posibilidad de que se produjera una grave crisis de la deuda soberana europea amenazaba a la economía estadounidense y del resto del mundo. Hasta julio de 2012, tras las insistentes exhortaciones de Washington y del resto del G20, Europa no se estabilizó y lo hizo mediante lo que se entendió en general como una tardía «americanización» del BCE.45

III

Si detuviéramos el reloj en el otoño de 2012, la diferencia con el panorama en Nueva York cuatro años antes habría sido extraordinaria. Pese a un comienzo poco prometedor, habría sido injusto negar que el liberalismo corporativo estadounidense, representado por la administración Obama, había prevalecido una vez más. De hecho, incluso en la actualidad, nuestra impresión de que la crisis financiera tuvo un final, de que en cierto momento en un pasado no tan lejano se restableció algo parecido a la normalidad, depende de que volvamos la vista atrás, al otoño de 2012. Para entonces, la grave amenaza de una crisis global se había disipado. Y una señal de que se había restablecido la normalidad era el hecho de que Estados Unidos no hubiera sido destronado. La reelección de Obama en noviembre de 2012 fue determinante. Se había detenido en seco la tendencia Palin. En el plano internacional, los mercados emergentes estaban en auge, favorecidos por una generosa aportación de dólares de la Fed. La UE se hallaba en un proceso de recuperación. Aunque en 2008 Obama puso distancia con los años de Bush y Cheney adoptando un tono de modestia y cautela, en 2012 retomó el discurso clásico del excepcionalismo. Estados Unidos era «indispensable». La frase acuñada en la época de Clinton cobró un nuevo impulso.46 Hubo un resurgimiento de una concepción global de la política exterior. La nueva frontera eran los tratados «comerciales», el TTIP y el TPP, en realidad gigantescos proyectos de integración comercial, financiera, técnica y jurídica con intencionalidad geopolítica. El hecho de que el primer mandato de Obama hubiera sido decepcionante se podía imputar a la oposición conservadora. Era deprimente, pero predecible. La modernidad y el capitalismo mundial que le confirieron gran parte de su dinamismo marcan el paso de un modo exigente; las reticencias de los conservadores eran previsibles. Pero al final la historia avanza. Incluso en Europa, al final prevaleció el gerencialismo pragmático sobre el dogma conservador.

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