Crash

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Introducción. La primera crisis de una era global

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Si queremos comprender históricamente los últimos diez años, tenemos que tomarnos en serio este momento de renovada complacencia. Dados los acontecimientos posteriores, nuestra visión retrospectiva se ve fácilmente nublada por una combinación de ira, indignación y miedo, pero en aquel momento la sensación de que se había recuperado la confianza era bastante real y dejó un legado intelectual. Fue el momento en el que se empezaron a escribir los primeros ensayos sobre la crisis. Los más optimistas insistían en que The System Worked («El sistema funcionó»).47 Otro afirmaba que 2008 había resultado ser The Status Quo Crisis («La crisis del statu quo»).48 La versión más pesimista sostenía que vivíamos en un Hall of Mirrors («Galería de los espejos»).49 Debido precisamente a que la crisis se contuvo tan pronto y tan eficazmente, generó una falsa impresión de estabilidad. Esto, a su vez, consumió las energías necesarias para llevar a cabo reformas fundamentales. Y eso significaba que existía un grave riesgo de repetición. Pero la repetición no es lo mismo que la continuación o la ampliación. Lo que todos estos discursos daban por sentado, tanto las versiones más y menos pesimistas, era que la crisis de 2008-2012 había terminado. Esa fue también la base de la que partió este libro. La intención era que fuera una retrospectiva para su aniversario de una crisis que ya había concluido. Las tareas que parecían urgentes en 2013 eran explicar la historia interrelacionada entre Wall Street y la crisis de la eurozona, hacer justicia al carácter transnacional de la crisis (sus efectos en el este y el oeste de Europa y Asia), resaltar el indispensable papel de Estados Unidos a la hora de fijar la respuesta a la crisis y los novedosos instrumentos que había utilizado la Fed, describir la lenta, penosa e inadecuada respuesta europea y arrojar luz sobre un período intenso pero poco valorado de la diplomacia financiera transatlántica. Todavía merece la pena hacerlo. Pero ahora ha adquirido un significado nuevo y más ominoso. Porque solo si abordamos el funcionamiento interno del sistema financiero basado en el dólar y su fragilidad podemos comprender los riesgos que acechan en 2017. El hecho de que la presidencia de Trump marque el nadir de la autoridad política de Estados Unidos es aún más preocupante en vista de la profunda dependencia funcional de Estados Unidos revelada no solo en 2008, sino también por la crisis de la zona euro.

Lo que debemos tener presente ahora es que, contrariamente a lo que se suponía en 2012-2013, en realidad la crisis no había terminado. A lo que nos enfrentamos no es a una repetición, sino a una mutación y una metástasis. Como se describirá en la cuarta parte de este libro, la crisis financiera y económica de 2007-2012 se transformó entre 2013 y 2017 en una crisis política y geopolítica mundial del orden posterior a la guerra fría.

Y no se deben eludir las evidentes implicaciones políticas. Puede que el conservadurismo fuera desastroso como doctrina para luchar contra la crisis, pero los acontecimientos ocurridos desde 2012 sugieren que el triunfo de los postulados socialdemócratas también era falso.50 Como ha puesto de manifiesto tan claramente la extraordinaria intensificación del debate sobre la desigualdad en Estados Unidos, los liberales centristas intentan dar respuestas convincentes a los problemas a largo plazo de la democracia capitalista moderna. La crisis agravó las tensiones ya existentes generadas por una desigualdad y una privación de derechos cada vez mayores, y las drásticas medidas adoptadas contra la crisis desde 2008, pese a su eficacia a corto plazo, tienen sus propios efectos secundarios negativos. En esto, los conservadores tenían razón. Mientras tanto, no han desaparecido los desafíos políticos planteados no por la violencia en Oriente Medio ni el atraso «eslavo», sino por el exitoso avance de la globalización. Se han intensificado. Y aunque la «alianza occidental» aún sigue en vigor, está cada vez más descoordinada. En 2014, Japón se encaminó a un enfrentamiento con China. Y la UE, el coloso que «no hace geopolítica», «entró como una sonámbula» en conflicto con Rusia por Ucrania. Entre tanto, tras la chapucera gestión de la crisis de la zona euro, Europa fue testigo de una espectacular movilización tanto de la derecha como de la izquierda. Pero en lugar de ser considerada una expresión de la vitalidad de la democracia europea frente al deplorable fracaso de los gobiernos, por muy desagradable que esta expresión pueda ser en algunos casos, las nuevas políticas del período posterior a la crisis fueron tildadas de «populismo», equiparadas a los años treinta o atribuidas a la maligna influencia de Rusia. Las fuerzas del statu quo congregadas en el Eurogrupo se propusieron contener y después neutralizar a los gobiernos de extrema izquierda elegidos en Grecia y Portugal en 2015. Con el apoyo de las competencias recién ampliadas del BCE, plenamente activado, no dejaron ninguna duda sobre la fortaleza de la zona euro. Más acuciantes eran las cuestiones de los límites de la democracia en la UE y sus desequilibrios. Las brutales tácticas de contención funcionaron con la izquierda, aprovechándose de su moderación, pero no con la derecha, como demostrarían el brexit, Polonia y Hungría.

IV

A los historiadores les gusta decir que la lejanía en el tiempo es un tónico. Permite tomar distancia y perspectiva y así poder realizar un análisis con mayor disciplina. Sin embargo, esto depende de a dónde te lleve el tiempo. La escritura de la historia no escapa a la historia que intenta reconstruir. La pregunta más pertinente no es cuánto tiempo debe transcurrir antes de que se pueda escribir la historia, sino qué ha sucedido mientras tanto y qué se espera que ocurra a continuación. Este libro, por ejemplo, habría sido más fácil de escribir y sus conclusiones podrían resultar más claras si se hubiera terminado en una fecha aún más cercana a los acontecimientos que comienza a describir. Puede que sea más fácil escribir un libro como este dentro de diez años, aunque en vista del curso actual de los acontecimientos, tal vez esto sea demasiado optimista. Sin duda, el décimo aniversario de 2008 no es una posición ventajosa cómoda para un historiador de izquierdas cuyas lealtades personales se dividen entre Inglaterra, Alemania, la «isla de Manhattan» y la UE. Obviamente, podría ser peor. El décimo aniversario de 1929 se habría publicado en 1939. No estamos ahí, al menos no todavía, pero indudablemente es un momento más incómodo y desconcertante de lo que habría cabido imaginar antes de que comenzara la crisis.

Entre los muchos síntomas de malestar y crisis que nos han aquejado tras la victoria de Donald Trump figura la extraordinaria y zafia versión de la política posverdad que personifica. No dice la verdad. No razona. No habla de manera coherente. El poder parece haberse desvinculado de los valores fundamentales de la razón, la coherencia lógica y las pruebas fehacientes. ¿Qué ha causado esta degeneración? Cabe mencionar un conjunto de factores. Evidentemente, la desaprensiva demagogia política, la degradación de la cultura popular y el cerrado mundo de la televisión por cable y las redes sociales son parte del problema, al igual que la personalidad de Trump. Pero atribuir el estado de posverdad actual a Trump y sus correligionarios es sucumbir a un nuevo engaño.51 Como mostrará este libro, lo que la historia de la crisis demuestra son dificultades profundamente arraigadas y persistentes para abordar «objetivamente» nuestra situación actual. No solo los tildados de populistas tienen un problema con la verdad. Va mucho más allá y es mucho más profundo, y afecta tanto al centro como a los márgenes de la política convencional. No es necesario remontarse a la justificación manifiestamente engañosa e incoherente alegada para ir la guerra contra Irak y su servil cobertura mediática. Fue el actual presidente de la Comisión Europea quien anunció en la primavera de 2011: «Cuando las cosas se ponen serias, tienes que mentir».52 Se podría decir que, al menos, sabe lo que hace. Si creemos a Jean-Claude Juncker, lo que actualmente exige la gobernanza del capitalismo es simplemente un enfoque posverdad del discurso público.

La pérdida de credibilidad es flagrante y completa. El daño es profundo. Decir que los liberales deben «levantarse, sacudirse el polvo y volver a empezar de nuevo», como dice una canción de la época de la Depresión, que si Estados Unidos ha fallado debemos buscar el liderazgo en el joven presidente de Francia o en la siempre fiable canciller de Alemania, es ingenuo o falso. No hace justicia a la magnitud de los desastres ocurridos desde 2008 o al fracaso de la desequilibrada política que prevalece tanto en Europa como en Estados Unidos a la hora de ofrecer una respuesta adecuada a la crisis. No hace justicia a la magnitud de nuestro estancamiento político: el centro y la derecha han fallado y la izquierda se ha visto masivamente bloqueada y se ha obstruido a sí misma. Tampoco reconoce que algunas pérdidas son irreparables y que a veces la respuesta adecuada no consiste en seguir adelante, sino, más bien, en permanecer durante un tiempo, en examinar las ruinas de nuestras expectativas, en hacer recuento de las identificaciones rotas y las desilusiones. Hay cierta inmovilidad en este esfuerzo de reconstrucción. Pero incluso cuando miramos atrás, podemos contar con que la incansable dinámica del capitalismo mundial nos empujará hacia delante. Ya lo está haciendo. Como veremos en el último capítulo, los próximos desafíos económicos y las próximas crisis ya están aquí, no en Estados Unidos ni en Europa, sino en Asia y los mercados emergentes. Volver la mirada atrás no es un acto de negación. Es simplemente una aportación al necesario esfuerzo colectivo de aceptar el pasado, de averiguar qué falló. Y hacerlo no sustituye a indagar en el funcionamiento de la maquinaria financiera. Es ahí donde encontraremos tanto el mecanismo que desgarró al mundo como la razón para que esa desintegración sorprendiera tanto.

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