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Capítulo 12

ESTÍMULOS

De «camino al infierno» era hacia donde se dirigía Estados Unidos.1 Esas fueron las palabras de Mirek Topolánek, el primer ministro saliente de la República Checa, durante su intervención en el Parlamento Europeo el 25 de marzo de 2009. Lo embarazoso fue que no era simplemente otro conservador centroeuropeo. Hablaba en su calidad de presidente del Consejo Europeo días antes de la cumbre del G20 en Londres. El checo insistió en que las políticas económicas de la administración Obama iban a destruir la confianza. Los déficits en alza y las enormes ventas de bonos «socavarían la liquidez del mercado financiero mundial».2 Eran palabras provocadoras. Todo el mundo sabía que los conservadores de ambos lados del Atlántico desconfiaban de la administración Obama, pero ¿un «camino al infierno»? Algunos se preguntaron si podría ser que los traductores lo hubieran entendido mal. The New York Times formó perspectiva histórica. Tal vez al haber sobrevivido a décadas de tiranía comunista Topolánek era especialmente alérgico a la intervención estatal. Al presidente Sarkozy le daba igual. Estaba furioso. ¿Cómo podía un insignificante advenedizo de Europa del Este hablar de Estados Unidos de ese modo y, encima, en nombre de Europa? En Londres, Sarkozy reprendió al checo por su tono inapropiado. Topolánek, a la defensiva, ofreció una explicación bastante menos manida y más irresistible. Lejos de haberse inspirado en los horrores del estalinismo, la frase se le ocurrió después de haber pasado una tarde escuchando el clásico del heavy metal «Bat Out of Hell», de Meat Loaf.3

Independientemente de cómo lo expresaran, lo que indignaba a los conservadores en ambos lados del Atlántico a principios de 2009 era la primera gran iniciativa legislativa de la administración Obama: lo que se conocería como el «estímulo de Obama», la Ley de Recuperación y Reinversión. Presentada con urgencia por los demócratas, fue aprobada por la Cámara de Representantes el 28 de enero de 2009. A instancias del nuevo presidente, se debatió en el Senado en una sesión especial durante el fin de semana y se sometió a votación el 10 de febrero. Una semana más tarde, el 17 de febrero, Obama refrendó con su firma el paquete de gasto. Se trataba del plan de estímulo fiscal más importante puesto en marcha en Occidente tras la crisis y el mayor de la historia de Estados Unidos. Asimismo, también polarizó de inmediato el ámbito de la política económica tanto en Estados Unidos como en Europa.

I

El equipo de Obama nunca dudó de la necesidad de actuar. Durante el invierno de 2008-2009, la situación económica de Estados Unidos se deterioraba con rapidez. Se estaban perdiendo empleos. Detroit estaba de rodillas. La sensación de crisis y de una necesidad de renovación era generalizada. Los desafíos políticos eran evidentes. Fue el drama de la crisis financiera de septiembre y octubre de 2008 el que desbarató la campaña de McCain y entregó una gran victoria electoral a Obama. El clima de esperanza y expectación que rodeó su toma de posesión fue electrizante. Muchos proyectaron en el nuevo presidente la esperanza de un cambio casi revolucionario. Obama no solo había llevado el avance de los afroamericanos a una nueva etapa con reminiscencias de Martin Luther King Jr. Al haber tomado posesión del cargo en plena crisis financiera, las comparaciones con F[rankil]D[elano]R[oosevelt] y sus famosos primeros «cien días» eran inevitables. Y por si King y FDR no fueran suficientes, el presidente recién electo también evocaba otra época de optimismo del Partido Demócrata. Quería ofrecer a la nueva generación una misión lunar al estilo de Kennedy.

Hiciera lo que hiciera la administración Obama, tendría que ser formidable por la simple razón de que la economía estadounidense en el siglo XXI era enorme. El PIB en 2008 rondaba los 14.700 millones de dólares. Por consiguiente, para que el estímulo tuviera un impacto significativo, tendría que ser inmenso. El problema era que el Congreso tenía dificultades para enfrentarse a este hecho elemental. Como había demostrado la controversia en torno al TARP, era previsible que la propuesta de que el gobierno federal invirtiera 1 billón de dólares en la creación de empleo causara indignación, pánico o ambas cosas. Así pues, el equipo de transición decidió actuar con cautela. Propondría 775.000 millones de dólares a la dirección del Partido Demócrata y confiaría en que, gracias a la famosa tendencia del Congreso al intercambio de favores, la cifra total se elevara a cerca de 1 billón de dólares.4 Si se podía conseguir el apoyo de los republicanos con más rebajas fiscales o más gasto, tanto mejor.

Pese a las radicales expectativas depositadas en él, Obama era un centrista bipartidista. Pero con lo que no había contado era con la violencia de la hostilidad de los conservadores hacia él. El bipartidismo no era posible. Mientras que al menos una minoría de los republicanos había votado con los demócratas para aprobar los rescates de Fannie Mae y Freddie Mac y el TARP, en enero de 2009 ni un solo republicano votó en la Cámara de Representantes a favor de la Ley de Recuperación y Reinversión, pese a la reducción de impuestos que se había incorporado.5 En el Senado únicamente lo hicieron tres. Era una señal de aviso del alcance de la hostilidad partidista a la que se enfrentaría la administración Obama. Desde el principio de su presidencia, una gran parte de la opinión pública republicana negó la legitimidad del liderazgo de Obama. Entre las bases se manifestó en la conspiración sobre sus orígenes, que ponía en duda que Obama hubiera nacido en Estados Unidos. En el Congreso se plasmó en una postura de oposición absoluta. Los think tanks conservadores de Estados Unidos se movilizaron para denunciar los rescates y desacreditar el estímulo y las regulaciones financieras por venir. En la primavera, el movimiento de indignación contra el gobierno que se hacía llamar «Tea Party» enardeció a las bases del Partido Republicano y acaparó las noticias de los informativos televisivos. En un segundo plano, algunos donantes multimillonarios de «dinero negro», con los hermanos Koch a la cabeza, agitaban el avispero.

En 2009, los republicanos tenían minoría tanto en la Cámara como en el Senado, pero su implacable guerra de guerrillas y los ataques de sus medios de comunicación tuvieron consecuencias reales e inmediatas.6 Sobre todo, alteró el equilibro en el seno de la amplia coalición del Partido Demócrata. El hecho de que la administración necesitara que los demócratas votaran en bloque a favor del estímulo otorgaba más influencia a los llamados demócratas moderados, partidarios del libre mercado y contrarios al gasto público (la Blue Dog Coalition y la New Democrat Coalition), que estaban deseando preservar sus credenciales de paladines empresariales que con tanto esfuerzo habían ganado.7 Como consecuencia, en lugar de apostar por un estímulo superior a los 775.000 millones, los congresistas «moderados» tendían a rebajar la cifra. El resultado fue menos cuantioso de lo que había esperado el equipo Obama y menos de lo que necesitaba la economía estadounidense. La cifra total para la Ley de Recuperación y Reinversión fue de 820.000 millones de dólares. En realidad, se acercaba más a los 725.000 millones en nuevos fondos, 50.000 millones menos que la cifra de partida del equipo de Obama.

La política determinó no solo la cuantía, sino también la configuración. El presidente quería innovaciones caras. Pero el jefe de Gabinete de Obama Rahm Emanuel y su equipo político siempre dudaron de que la obsesión del presidente con el programa medioambiental y crecimiento ecológico fuera a convencer. Lo que el Capitolio quería eran reducciones fiscales y programas de gasto destinados a complacer a sectores clave. Al final, se destinaron 212.000 millones del estímulo a la reducción de impuestos y 296.000 millones a mejorar programas obligatorios como Medicaid (la cobertura médica para los grupos con ingresos más bajos) y los subsidios de desempleo. Esto dejaba 279.000 millones para gastos discrecionales, de los que a las prioridades del presidente, las energías renovables y las mejoras de la banda ancha, correspondían 27.000 millones y 7.000 millones, respectivamente.8 En total, el estímulo serviría para reparar o sustituir 67.000 kilómetros de carreteras y 2.700 puentes. Pero a diferencia de lo que ocurrió en la época del New Deal, no habría logotipos llamativos, ni monumentos carismáticos como los legados por la Works Progress Administration.9

No obstante, era una cifra sustancial. En términos absolutos, era equiparable al gasto del New Deal. Aunque era inferior en relación con una economía nacional mucho más grande, el estímulo de Obama se concentraba en un espacio de tiempo más corto.10 En 2009, situó a Estados Unidos junto a los países asiáticos en la liga de los activistas, superando todas las medidas fiscales discrecionales puestas en marcha en Europa. Y funcionó. Pese a las protestas de los economistas «de agua dulce» partidarios del libre mercado y los complejos argumentos económicos dirigidos contra el «ingenuo» «pump priming» keynesiano, todos los estudios econométricos serios determinaron que el estímulo de Obama tuvo un importante efecto positivo en la economía estadounidense.11 Los cálculos del Consejo de Asesores Económicos de Obama estiman que se crearon 1,6 millones de puestos de trabajo anuales durante cuatro años, un total de 6 millones de puestos de trabajo.12 El múltiplo era positivo y superior a 1. Esto significa que el efecto del gasto público en la economía no solo fue positivo. Impulsó una actividad económica privada mayor de la que el gobierno contribuyó a crear originalmente. De este modo, el impacto del gasto público redujo la participación estatal en la actividad económica global.

Pero si fue así, si el estímulo funcionó, ¿por qué la administración Obama no pidió más fondos?13 Solicitar una cantidad superior al billón de dólares entrañaba riesgos políticos. Pero también los había en apuntar demasiado bajo. En 2010, el desempleo seguía superando el 10 % en Estados Unidos. Las ejecuciones hipotecarias y las ventas forzadas estaban destruyendo a comunidades enteras. Millones de jóvenes salían de las escuelas y las universidades sin tener un puesto de trabajo. Hombres y mujeres en la plenitud de la vida fueron expulsados del mercado laboral. Muchos no retornarían. En las elecciones de 2010 y 2012, los demócratas lucharon a la defensiva en el contexto de una economía renqueante y el resurgimiento del activismo republicano. Retuvieron la presidencia, pero perdieron el control del Congreso. La administración Obama nunca construyó el electorado demócrata de por vida que caracterizó al New Deal de Roosevelt. Dado que en 2009 tenía mayoría tanto en la Cámara como en el Senado, ¿por qué el equipo de Obama no puso el listón más alto y pujó por una cantidad aún mayor? Si la mejor manera de lograr la estabilización financiera era utilizar la fuerza máxima, ¿por qué cuando se trataba de la política presupuestaria el enfoque era tan cicatero?

Parte de la respuesta es que el equipo de transición no comprendió del todo la magnitud del tsunami que se avecinaba sobre la economía estadounidense. Gracias a los documentos de trabajo que circularon entre el equipo de transición a principios de enero de 2009 sabemos que el peor escenario previsto por el equipo de Obama fue que el desempleo alcanzara el 9 % sin un estímulo.14 En realidad, incluso con el mayor programa de gasto público de la historia de Estados Unidos, el desempleo llegó al 10,5 %. Pese a esta subestimación, es evidente que los principales macroeconomistas del equipo de transición de Obama se dieron cuenta de que el estímulo debía ser mayor. El 16 de diciembre de 2008 Christina Romer presentó un informe elaborado expresamente para el presidente electo en el que se argumentaba que para cerrar la «brecha de producción» («output gap») para el primer trimestre de 2011 sería necesario un estímulo discrecional de 1,7-1,8 billones de dólares. El modelo de Romer era convencional. Las cifras eran razonables. Su propuesta superaba en 1 billón de dólares a la que el equipo de Obama acabó llevando al Congreso. Lo que decidió la cuestión fue la política o, más bien, la autocensura del equipo económico en nombre de la política. Suponiendo cuál sería la actitud del jefe de Gabinete Rahm Emanuel y de sus estrategas políticos, Larry Summers, el presidente del Consejo Económico Nacional, estaba convencido de que él y Romer perderían toda la credibilidad si proponían una cifra siquiera cercana a la que ella consideraba necesaria. Summers dijo en broma que los resultados de los cálculos de Romer eran «no planetarios». No quería poner en peligro la influencia del equipo económico pareciendo ingenuo e «inexperto». Como consecuencia, el debate fue sesgado desde el principio. Nunca se propuso una cifra superior a los 900.000 millones de dólares, la mitad del valor de referencia de Romer. Un cálculo deflacionario similar excluyó cualquier medida drástica directa en relación con la deuda de los propietarios de viviendas.

La gran pregunta sobre lo que pudo haber sido y no fue en los primeros tiempos de la administración Obama es por qué, junto con el TARP y el estímulo fiscal, la Casa Blanca no empezó por impulsar un programa de ayuda global para los propietarios de viviendas.15 Mientras se rescataba a los bancos y a las entidades de crédito, 9,3 millones de familias estadounidenses perdían sus casas por culpa de los embargos, se las entregaban a un prestamista o se veían forzadas a recurrir a una venta a precios desfavorables.16 Las medidas que la administración propuso para ofrecer una renegociación de las hipotecas tenían un impacto ridículo. En respuesta a las críticas, Larry Summers ha insistido posteriormente en que la cuestión de la ayuda a los propietarios de viviendas era un tema de debate constante en la administración.17 Convocó reuniones mensuales periódicas con el Tesoro y los demás organismos clave para retarlos a que presentaran mejores opciones. No había ningún mecanismo que fuera eficaz, eficiente y políticamente viable. Había obstáculos fundamentales. Un programa para ayudar a millones de prestatarios en dificultades habría tenido que tener una escala gigantesca. La condonación de préstamos a una escala sustancial habría causado pérdidas al sistema bancario en un momento de incertidumbre financiera. Y habría provocado un enorme revuelo en el Congreso, donde la administración necesitaba gestionar su capital político no tanto con los republicanos, de los que no cabía esperar nada, como con los congresistas demócratas moderados. Era un precio que Summers, Emanuel y el secretario del Tesoro Geithner no estaban dispuestos a pagar.

En la primavera de 2009 se hizo evidente que el recuerdo histórico que estaba más vivo en la administración Obama no era el de FDR o JFK, sino el de la última administración demócrata, la de Bill Clinton en los años noventa. La visión que imperaba en el equipo de Obama era la del Proyecto Hamilton. A la hora de enfrentarse a la crisis, los demócratas no demostraron ser audaces ni imaginativos, sino buenos gestores de la economía cuya tarea era enderezar otra era de mal gobierno republicano. Aunque en 2009 nadie discrepaba sobre la necesidad de un estímulo inmediato, el equipo de Obama estaba profundamente comprometido con el legado de su mentor, Robert Rubin.18 Summers, Geithner y Peter Orszag, el director de la Oficina de Administración y Presupuesto de Obama, eran veteranos del Tesoro de los años noventa. Orszag y Rubin habían defendido en 2004 que los déficits públicos no solo desalentarían la inversión, sino que podían desatar una espiral negativa de confianza y expectativas, y causar pánico en los mercados financieros.19 Ante los enormes déficits generados por la crisis financiera de 2008, no existía ninguna contradicción entre el enfoque de la fuerza máxima para lograr la estabilización bancaria y un enfoque prudente de la política presupuestaria. La preocupación por la confianza en los mercados financieros era el denominador común.

II

A pesar de su considerable escala, su eficacia y la controversia política que suscitó, el estímulo de Obama estuvo condicionado por el compromiso político. Además, pese a la urgencia con la que actuó el Congreso, era inevitable que el estímulo llegara demasiado tarde. Para implantar los programas de gasto hacen falta meses, si no años. El componente de gasto discrecional del estímulo de Obama no arrancó en serio hasta junio de 2009 y en ese momento el mercado laboral estaba a punto de tocar fondo.20 La consecuencia que se señala con menos frecuencia es que la orientación fiscal del primer año de la administración Obama fue en gran medida una herencia de las decisiones que se tomaron y de las que no en 2008, cuando el futuro presidente aún estaba en el Senado.

En enero de 2009, como consecuencia del enfrentamiento entre la administración Bush y los congresistas demócratas, el gobierno federal funcionaba sin un presupuesto ordinario y se dirigía hacia un déficit sin precedentes de más de 1,3 billones de dólares. Se trataba de un desastre político y de un enorme agujero fiscal, pero era justamente lo que necesitaba la economía.21 La razón en parte de que el Congreso se hubiera negado a aprobar el presupuesto presentado por la administración Bush en febrero de 2008 fue porque consideró que se basaba en previsiones económicas totalmente irrealistas. Pese a que la crisis inmobiliaria ya se empezaba a notar, la Casa Blanca previó un déficit de solo 407.000 millones para 2009. La administración solicitó 3,1 billones de gasto y, a los tipos impositivos vigentes, supuso que los ingresos ascenderían a 2,7 billones. El Congreso puso en duda ambas cifras y resultó estar en lo cierto. Debido a la recesión, los ingresos cayeron a 2,1 billones entre septiembre de 2008 y septiembre de 2009. Entre tanto, el gasto se disparó a 3,5 billones, incluido un desembolso de 151.000 millones para el TARP y un primer tramo de 225.000 millones para el estímulo de Obama. Las disputas por el TARP y la política fiscal del presidente fueron un buen teatro político para todas las partes. El impacto económico de los programas fue importante. Pero la mayor parte del estímulo fiscal de 2009 fue el resultado de la paralización del presupuesto el año anterior y de la caída de los ingresos fiscales por culpa de la recesión.

Los estabilizadores automáticos son los héroes anónimos de la política presupuestaria moderna. En Estados Unidos, solo un tercio como mucho del gasto público federal es discrecional. El resto son gastos obligatorios requeridos por «derechos» existentes, programas sociales como las prestaciones por desempleo y discapacidad o las pensiones de jubilación. Estos tienden a aumentar durante una recesión. Asimismo, los ingresos fiscales van a parar, a las arcas del Tesoro, a los tipos impositivos y los niveles de contribución preexistentes gracias no a las decisiones políticas, sino a las fluctuaciones coyunturales de la economía. Los presupuestos estatales modernos, dominados por estos flujos no discrecionales, tienen un fuerte efecto estabilizador en la economía. Cuando la actividad económica se reduce y la economía necesita un estímulo, los ingresos fiscales caen, el gasto en prestaciones aumenta y el déficit público se expande automáticamente.

Visto desde esta perspectiva, el efecto de la crisis de 2007-2009 en los presupuestos de los países ricos fue espectacular. Independientemente de cuál fuera la política del gasto de estímulo en el Congreso, el Bundestag o la Cámara de los Comunes, los estabilizadores automáticos generaron un estímulo enorme y oportuno. Según cálculos del FMI, si en la economía estadounidense hubiera habido pleno empleo en 2009, las medidas para luchar contra las crisis adoptadas por las administraciones Bush y Obama habrían bastado para generar un déficit del 6,2 % del PIB: ese era el déficit discrecional. El déficit real de las administraciones públicas fue del 12,5 % del PIB.22 Más de la mitad de la ayuda para fomentar la demanda agregada fue automática o casi automática. Y esto era típico de todas las economías avanzadas. Según cálculos del FMI, menos de la mitad del enorme incremento de la deuda pública en los países desarrollados durante la crisis se debió simplemente a la reducción de los ingresos provocada por la contracción de la base imponible. Cuando los beneficios, los salarios y el gasto se redujeron, esto generó de manera automática un déficit y, por tanto, un estímulo público compensatorio. Esto da una perspectiva bastante diferente de las batallas en torno a la política fiscal en el G20. Aunque Alemania, Francia e Italia no llegaron a aplicar la clase de paquete de medidas de estímulo puesto en marcha por la administración Obama, y menos aún el preconizado por Pekín, sus déficits también se estaban ampliando. Aunque el sector privado se desapalancó y recortó gastos, también registró enormes déficits no discrecionales. En realidad, habría sido necesario un acto heroico y realmente perverso de austeridad para impedir que estos estabilizadores automáticos surtieran efecto. El resultado final fue espectacular. Entre 2007 y 2011, la demanda en la economía mundial se estabilizó gracias al mayor aumento de la deuda pública desde la segunda guerra mundial.

Para los macroeconomistas era una razón para celebrar las propiedades estabilizadoras del sistema tributario y el estado del bienestar modernos. Para los halcones fiscales era motivo de honda preocupación. A largo plazo, estas deudas obligarían a subir los impuestos para poder hacer frente al servicio y el pago de las mismas. Esto plantearía importantes desafíos políticos. ¿Cómo iban a reaccionar los mercados de capital? Según el guion establecido por el conservadurismo fiscal convencional, cabía esperar repercusiones graves e inmediatas. ¿Causaría la crisis de la deuda la pérdida de confianza de la que habían advertido Orszag, Rubin y tantos otros? ¿Cómo se iba a convencer a los ahorradores para que mantuvieran billones de dólares en bonos del Estado? ¿Habría que subir los tipos de interés? ¿Ahuyentaría esto la inversión privada? ¿Se pondrían nerviosos los tenedores de bonos? ¿Entrarían en escena los vigilantes de bonos de los años noventa para vender bonos del Estado, provocando una caída de los precios y unos rendimientos al alza? En la primavera de 2009, cuando se hizo patente la magnitud del déficit, los medios especializados informaron de que los mercados estaban en pie de guerra. En vista de la «asombrosa apuesta de Washington por una política fiscal y monetaria expansiva», el Wall Street Journal esperaba una dura respuesta de los mercados de bonos.23

Los rumores eran tan serios y los recuerdos de la época de Clinton tan dolorosos, que en mayo de 2009 Obama le pidió al director del presupuesto Orszag que elaborara un plan de contingencia.24 La respuesta del director del presupuesto fue drástica. En caso de un pánico en el mercado de bonos, la administración debía optar por una fuerte subida de los impuestos. El informe era confidencial y solo debía verlo el presidente. Cuando Rahm Emanuel se lo filtró a Summers, se produjo una fuerte reacción de ira. Summers amenazó con dimitir y exigió tener en el futuro un control absoluto de toda la información sobre la política económica que se facilitara al presidente. Pese a su imagen de académico desaliñado, Summers tenía buen ojo para el poder y podía percibir que se estaba elaborando un nuevo programa de consolidación fiscal dentro de la administración. Era una amenaza para su posición personal. Y también iba en contra de su instinto como economista «neokeynesiano». Summers podría haber censurado la propuesta de estímulo de Romer, pero no creía en el poder de las «hadas de la confianza».25 Hablar de recortes presupuestarios a comienzos del verano de 2009, cuando Estados Unidos estaba a punto de sumirse en la peor fase de la recesión más grave desde principios de los años treinta, era tremendamente prematuro. Si el problema era la confianza, la mejor manera de restablecerla era poner en marcha una recuperación sólida.

Al final resultó que Summers y los demás escépticos tenían razón. No hubo un pánico con los títulos del Tesoro. Los vigilantes de bonos eran un espectro. Los hogares estadounidenses estaban reconstruyendo sus ahorros. Los fondos de inversión estaban abandonando los bonos hipotecarios de riesgo. Todo el mundo quería títulos del Tesoro. Se trataba de la clase de mecánicas financieras y macroeconómicas sistémicas que con demasiada frecuencia pasan por alto los halcones fiscales, que ven el presupuesto público como el de un hogar particular. Cuando el sector privado experimenta un shock de desapalancamiento, cuando la tasa de ahorro está aumentando como ocurrió en 2009, lo que se necesita para preservar el equilibrio financiero global de la economía nacional no es que el Estado reduzca su déficit. No puede ahorrar todo el mundo a la vez sin provocar una recesión. Como han sostenido los partidarios de las «finanzas funcionales» desde los años cuarenta, el Estado debe actuar como un prestamista de último recurso.

26 Al hacerlo, preserva la demanda agregada y proporciona un flujo de bonos a largo plazo seguros a los mercados financieros. Tras la crisis de 2008, todo el mundo estaba más deseoso que nunca de tener activos seguros. Una enorme serie de valores de etiqueta privada con calificación AAA había resultado ser muy poco segura, por lo que la demanda de títulos del Tesoro era muy elevada. Y no solo los estadounidenses querían deuda pública de su país. Cuando la deuda del Tesoro en manos del sector público aumentó en 2,9 billones de dólares entre el verano de 2007 y finales de 2009, los compradores extranjeros adquirieron más de la mitad. Las tenencias chinas de títulos del Tesoro aumentaron a 418.000 millones.

Entre quienes estaban vendiendo figuraban algunos de los bancos sometidos a más presión. Necesitaban reducir sus balances. Pero ese ajuste fue amortiguado por los bancos centrales. En la primera fase de lo que se conocería como QE1, la Fed anunció el 18 de marzo de 2009 la compra de 750.000 millones de dólares en MBS y deuda de organismos federales, así como 300.000 millones en títulos del Tesoro. El Banco de Inglaterra hizo un anuncio similar el 9 de marzo, comprometiéndose a adquirir primero 150.000 millones de libras y después 200.000 millones en bonos del Gobierno británico o gilts. Así pues, lejos de inundar de deuda los mercados, en 2009 el rendimiento de los bonos del Estado de máxima calidad cayó.

En la zona euro las cosas eran más complicadas. También allí se activaron los estabilizadores automáticos y los déficits se dispararon. La emisión de deuda aumentó. Pero, a diferencia de lo que ocurre en el Reino Unido o Estados Unidos, el BCE tiene prohibido comprar valores del Estado de nueva emisión. Sin embargo, después de Lehman, Trichet no estaba de humor para correr riesgos. Aunque el BCE no compraba deuda pública de nueva emisión, lo que sí realizaba eran repos de bonos soberanos en euros.27 Cuando los déficits de la eurozona aumentaron rápidamente, el BCE aplicó lo que se conocía informalmente como el «gran pacto».28 Inyectó centenares de miles de millones de euros en liquidez a bajo precio a los bancos europeos mediante las llamadas operaciones de financiación a plazo más largo (OFPML) iniciadas en mayo de 2009.29 Los bancos compraban después bonos soberanos. Por término medio, el tipo de interés que los bancos europeos pagaban al BCE por su financiación era solo una tercera parte del rendimiento que obtenían de sus tenencias de bonos. En total, los bancos cargaron con deuda soberana por valor de 400.000 millones de euros en la zona euro en 2009.30 Los beneficios eran fáciles y aparentemente seguros, y los bancos europeos en peor situación, como el banco alemán en bancarrota Hypo Real Estate y el franco-belga Dexia, eran los más interesados en aprovecharse. Para conseguir el máximo rendimiento, invirtieron los fondos del BCE en los bonos periféricos con mayor riesgo de Portugal y Grecia, que ofrecían un rendimiento ligeramente superior. Al igual que en el Reino Unido y Estados Unidos, esto ayudó a estabilizar el mercado de deuda pública, pero existía una diferencia crucial. En Estados Unidos y el Reino Unido, los bancos centrales estaban inyectando liquidez en el sistema bancario. En cambio, en la zona euro, eran los balances de los bancos los que absorbían la deuda soberana.

III

El estímulo fiscal era claramente necesario en el invierno de 20082009 y los estabilizadores automáticos fueron un valioso complemento. Juntos contribuyeron a reactivar las economías avanzadas durante la peor crisis que habían sufrido desde los años treinta. Gracias a las condiciones macroeconómicas generales y a la intervención de los bancos centrales, no hubo una estampida en los mercados de bonos ni en Europa ni en Estados Unidos. No obstante, en la primavera de 2009 ya se oía hablar de la inquietud por los déficits excesivos y de la necesidad de consolidación a ambos lados del Atlántico, y en ningún lugar más que en Alemania.

En la cumbre del G20 en Londres, Merkel y Sarkozy habían tomado una postura pública sobre la necesidad de una consolidación financiera. Se trataba, en gran medida, de teatro político. En vista de la crisis del sector alemán de las exportaciones, el Gobierno de Merkel no pudo ignorar las peticiones de un paquete de estímulo. El desempleo iba en aumento y la CDU y el SPD tenían que enfrentarse a unas elecciones el próximo otoño. A principios de 2009, la gran coalición de Angela Merkel alcanzó un acuerdo. El ministro de Hacienda Steinbrück aprobó a regañadientes un modesto paquete de emergencia de gasto adicional y recortes fiscales.31 Los estabilizadores automáticos se ocuparían del resto. Pero la cuestión de la consolidación fiscal que había preocupado a la gran coalición de Merkel desde 2005 ya no se podía eludir. El SPD y la CDU acordaron que, incluso mientras gestionaban el estímulo, el equilibrio presupuestario tanto en el nivel del gobierno nacional como regional quedaría consagrado en una enmienda constitucional.

No fue una solución impuesta a Alemania por el pánico en los mercados de bonos o las necesidades económicas inmediatas. Los bonos del Estado alemán (Bunds) eran para la eurozona lo que los títulos del Tesoro estadounidense para el mundo del dólar, el activo seguro preferido.32 Pese a su creciente déficit en 2009, Alemania no tenía dificultades para colocar deuda. No fueron los mercados, sino el consenso entre partidos sobre la consolidación fiscal surgido antes de la crisis el que determinó un giro decisivo e irrevocable hacia la austeridad. Fue una decisión motivada por una visión a largo plazo de la competitividad y la reducción del gasto, las presiones de los contribuyentes y las empresas, y los intereses regionales de los estados ricos del oeste de Alemania.33 Fue una resolución que no solo cambiaría la política alemana, sino la de toda la zona euro.

El martes 5 de febrero de 2009, en un espartano cuartel de la Bundeswehr en el recinto del aeropuerto de Tegel, situado en los barrios del norte de Berlín, la canciller Merkel en persona negoció el acuerdo.34 Los Länder, presionados por la ultraconservadora Baviera, el feudo del CSU, se comprometieron colectivamente a apoyar una enmienda constitucional que pondría fin a todos los préstamos en 2020. Los rezagados (Bremen, Saarland, Berlín, Sachsen-Anhalt y Schleswig-Holstein) recibirían subvenciones anuales de 800 millones de euros hasta 2019. A cambio, su política fiscal estaría sometida a una revisión externa que llevaría a cabo el denominado Consejo de Estabilidad (Stabilitätsrat). Los Länder que se negaran a responder a las recomendaciones del Consejo, perderían la ayuda federal. El gobierno federal, por su parte, se comprometió mediante una enmienda constitucional a no prestar más del 0,35 % del PIB en circunstancias normales.35 Habría excepciones en caso de crisis cíclicas, pero el tope era estricto y se aplicaría tanto a las inversiones como al gasto corriente.

No se tuvieron en cuenta las consecuencias que esta nueva norma draconiana tendría para uno de los mayores mercados de bonos del mundo. Los bonos del Estado eran considerados un pasivo, no un activo seguro para los ahorradores. La retórica de la austeridad se impuso. El ministro presidente de Baviera, Seehofer, estaba exultante. La canciller Merkel anunció un Weichenstellung (un cambio en la posición de las agujas). El freno al endeudamiento era una demostración de que el federalismo alemán funcionaba.36 El 27 de marzo de 2009, Steinbrück hizo en el Bundestag una defensa típicamente enérgica de la enmienda constitucional. No se trataba de una cuestión macroeconómica, sino de autonomía democrática, de «margen fiscal para maniobrar». Desde los años setenta, pese a los límites nocionales de la deuda, los déficits anuales habían dado como resultado un presupuesto en el que el 85% del gasto federal estaba destinado al pago del servicio de la deuda y el gasto no discrecional. La política fiscal estaba «petrificada y desprovista de vida» («versteinert und verkarstet»).37 La contención de la deuda devolvería a los votantes y al Parlamento la libertad para elegir sus prioridades presupuestarias. El consenso contra la deuda no contó con una aprobación del todo unánime. Peter Bofinger, el heterodoxo miembro keynesiano del Wirtschaftsweisen, el comité oficial de expertos asesores sobre la economía alemana, lo criticó mordazmente. Si el gobierno federal alemán no iba a emitir nuevos Bunds, ¿dónde iban a invertir los ahorradores alemanes los 120.000 millones de euros que intentaban ahorrar cada año? Como el sector empresarial alemán también estaba generando un superávit financiero, no podían invertir sus fondos en empresas alemanas. En lugar de financiar la inversión interna, los ahorros de Alemania acababan forzosamente en inversiones en el extranjero.38 Era la contrapartida financiera del crónico superávit por cuenta corriente de Alemania, un síntoma tanto de la contracción del consumo interno y la inversión como del éxito de las exportaciones. Cuando llegó al Bundestag para ser votado el 29 de mayo de 2009, había una mayoría ajustada (el 68,6 % en comparación con los dos tercios necesarios), pero la enmienda fue aprobada. Haría falta una mayoría de dos tercios para anularla.

Era, ante todo, un asunto interno. Pero incluso antes de que llegara al Bundestag, en Berlín ya se promocionaba el freno al endeudamiento como un elemento importante de la política económica exterior de Alemania. El fuerte marco alemán y el independiente Bundesbank habían convertido a Alemania Occidental en un modelo de política económica conservadora. Las duras medidas del Hartz IV sentaron un precedente para la «reforma del mercado laboral» en Europa. El Schuldenbremse se convertiría en el último instrumento por exportar de la gestión económica conservadora de Alemania.39 Para una política como Merkel, el problema de la deuda pública, al igual que el de la inflación, afectaba a todas las sociedades avanzadas. Se remontaba a los años sesenta. Se había ido acumulando durante décadas. Era el momento de plantarse. Cuando Merkel se dirigió a la cumbre del G20 en Londres, elogió el freno al endeudamiento alemán como un gran logro. Como había dicho en la Cámara de Comercio alemana: «Vamos a tener que intentar transferir esto a todo el mundo».40

IV

En la cumbre del G20 en Londres, el enfrentamiento entre Merkel, Brown y Obama había sacado a relucir estereotipos transatlánticos muy conocidos. Los alemanes eran austeros y escépticos sobre las finanzas de libre mercado anglosajonas. Los estadounidenses y los británicos eran irresponsables partidarios de hacer lo que fuera necesario para mantener en marcha el motor del capitalismo. Se trataba de una distorsión por ambas partes. Los alemanes tenían muchos problemas fiscales y también bancos en quiebra. Entre tanto, los obamitas nunca habían sido unos derrochadores, como algunos los habían descrito. Si el secretario del Tesoro Geithner instó al resto del G20 a hacer más fue en buena medida con la esperanza de que Estados Unidos pudiera hacer menos. Había demócratas en el Congreso que querían hacer un segundo esfuerzo importante e impulsar otra ronda de estímulos, pero no contaron con la ayuda de la Casa Blanca. 41 Dentro de la administración, Christina Romer se iba quedando cada vez más sola en su petición de un mayor esfuerzo fiscal. De vez en cuando recibía el respaldo de Larry Summers. Pero cuando se manifestó abiertamente en favor de una segunda ronda de medidas de estímulo, como en el invierno de 2009-2010, Romer fue brutalmente silenciada por el propio Obama.42

En Washington D. C., al igual que en Europa desde finales del verano de 2009, empezaban a prevalecer las políticas fiscales del período anterior a la crisis. El objetivo de «sostenibilidad» fiscal volvió a ocupar un primer plano. Geithner, en el Tesoro, fijó un objetivo de déficit del 3 % para 2012, una enorme contracción con respecto a un déficit del 10 % del PIB en 2009. Aún más agresivo fue Orszag en la OMB, quien organizó concursos internos para elegir las mejores ideas para ahorrar gastos.43 Todas las prioridades a medio plazo de la administración Obama solían apuntar a la simplificación del gobierno y la reducción del gasto. La máxima prioridad política era la reforma de la atención sanitaria. Pese a que los republicanos la tildaron de socialismo al estilo europeo, en vista de la excesiva ineficacia del complejo sanitario-industrial estadounidense, subvencionado por el Estado y con ánimo de lucro (que, con un 17 %, representaba el doble de la cuota del PIB imputable al sector de los servicios financieros), la prioridad de la Ley de Cuidado Asequible de la Salud era reducir costes. Asimismo, el eje de la política exterior de Obama era la reducción de gastos. En 2009, la Casa Blanca accedió a enviar más tropas a Afganistán, pero solo porque al mismo tiempo estaba reduciendo su presencia en Irak. A los soldados estadounidenses no les gustó, pero la época de los grandes incrementos de los gastos había tocado a su fin. Si bien el estímulo de Obama alcanzó su punto álgido en el segundo año de su presidencia, en 2010 se contrarrestó con recortes en otros ámbitos del gasto federal y una fuerte contracción del gasto estatal y local. Aunque a nadie le convenía reconocerlo, entre 2009 y 2010 el déficit de Alemania creció con más rapidez que el de Estados Unidos.44 Pese a que los debates eran aparentemente más transparentes, la política fiscal tras la crisis no fue menos opaca que la política monetaria.

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