Crash

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III. La zona euro » Capítulo 16. El mundo de gravedad cero

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Antes de 2008, el mercado de permutas de impago crediticio sobre bonos de EE. UU. (CDS) no existía. ¿Qué sentido habría tenido asegurar unos activos exentos de riesgos de los cuales dependía todo el sistema financiero global? En el caso sumamente improbable de un incumplimiento por parte de EE. UU., la desestabilización general sería tal que no estaba claro que alguna entidad financiera privada estuviera en posición de actuar como homóloga fiable. ¿Quién tendría que pagar el seguro contra el fin del mundo? No obstante, tras su aparición en pleno caos de 2008, cuando parecía que Fannie Mae y Freddie Mac podían caer, el mercado de CDS sobre bonos estadounidenses revivió en 2011. En los últimos días de julio, más de mil contratos estaban impagados y los diferenciales ascendieron a 82 puntos básicos. Era una fracción de lo que pagaban los inversores en deuda griega, pero era asombroso que existiese siquiera el mercado.

El 31 de julio de 2011, Washington se alejó del abismo. Se había llegado a un compromiso presupuestario que impondría la austeridad automática si las dos partes enfrentadas no pactaban recortes a finales de año. Con renuencia, se convenció a suficientes radicales del Tea Party sobre la postura de liderazgo republicana para que el acuerdo saliera adelante. Hicieron falta muchas presiones y horas de discursos alarmistas por parte de expertos en calificación crediticia y antiguos miembros de la administración de Bush para convencer a los insurgentes republicanos de las dramáticas consecuencias de un incumplimiento.

Pero el daño ya estaba hecho. Tal como aseguraba despreocupadamente Mitch McConnell, líder de los republicanos en el Senado, a los medios de comunicación: «Creo que algunos de nuestros miembros pensaban que la cuestión del incumplimiento era un rehén al que podían intentar ustedes disparar. La mayoría de nosotros no opinábamos igual. Lo que sí valoramos era si merecía la pena pagar un rescate por un rehén».73 Tal como observaba Jason Chaffetz, un radical recién llegado al Tea Party, la amenaza era real: «No estábamos para bromas [...] Lo habríamos desmantelado».74

El 3 de agosto, Dagong, la agencia china de calificación crediticia, fue la primera en llegar a la conclusión más obvia. Rebajó a Estados Unidos de A+ a A. En palabras de Dagong: «En esta coyuntura crucial, ni el Partido Demócrata ni el Republicano han mostrado consideración alguna por el interés general y han velado por sus intereses partidistas; les costó tomar la decisión correcta, lo cual sembró el terror en todo el mundo. Ello pone de relieve el papel negativo del sistema político estadounidense en el ámbito económico».75 El sistema político de EE. UU., conjeturaron los analistas chinos, «no puede resolver la influencia fundamental del bajo crecimiento económico, el alto déficit y la creciente deuda en la capacidad para saldar dicha deuda aumentando la creación de riqueza, puesto que la insolvencia nacional es irreversible. Es natural que la política monetaria de la tercera expansión cuantitativa sea activada en el siguiente paso, que sumirá a la economía mundial en una crisis generalizada; el estatus del dólar estadounidense se verá sacudido en este proceso». Ese era el criterio del G20 en Seúl traducido al lenguaje de la calificación crediticia. El año terminó con una gran venta de deuda del Gobierno estadounidense por parte de Pekín. Pero no hubo retirada. La larga acumulación de demandas chinas al contribuyente estadounidense había terminado. Pero la cartera se estabilizó a un nivel entre 1,2 y 1,3 billones de dólares.

Las críticas chinas eran de esperar. Fueron más sorprendentes las repercusiones en casa. El 5 de agosto sucedió lo inimaginable. Standard & Poor’s, una de las agencias de calificación estadounidenses, rebajó a Estados Unidos de AAA a AA+. S&P citaba las «arriesgadas políticas» de los últimos meses y los crecientes indicios de que «el gobierno y la gestión de Estados Unidos» eran cada vez «menos estables, eficaces y predecibles».76 La agencia apuntaba asimismo al nivel supuestamente insostenible de la deuda estadounidense y a la rapidez con la que estaba acumulándose, cosa que podía elevarla a más del 90 % del PIB en 2021, el impopular umbral de Reinhart y Rogoff. Pero cuando se remitió al Departamento del Tesoro la explicación de la decisión de S&P, quedó claro que la agencia de calificaciones había cometido un error elemental. Al aplicar las cifras de crecimiento de la deuda al escenario de referencia equivocado, había exagerado enormemente el déficit que cabía esperar en los siguientes diez años. Y lo que era aún más sorprendente, cuando le hicieron notar ese error, S&P no se retractó. Mantuvo la calificación a la baja y el texto explicativo, con la excepción del error del modelo. Ello llevó al Tesoro a presentar una denuncia oficial. «Pese a todo, S&P decidió seguir adelante con su valoración fallida limitándose a alterar el criterio principal de su decisión, que pasó de ser económico a político [...] La magnitud de ese error y las prisas con las que cambió su criterio de acción [...] plantean interrogantes fundamentales sobre la credibilidad e integridad de las calificaciones de S&P.»77 Nadie puso en duda la debilidad del sistema político de EE. UU., pero S&P había demostrado una vez más lo frágiles que eran las agencias de calificación. Fueron sus certificados AAA, concedidos a cientos de miles de millones de títulos garantizados por hipotecas, los que contribuyeron a precipitar la crisis de 2008. Sus sucesivas rebajas de calificación estaban marcando el ritmo de la crisis en la zona euro. Pero resultó que ni siquiera acertaban a calcular correctamente el presupuesto de EE. UU.

VI

Billones de dólares de deuda estaban perdiendo su estatus como activos seguros. El Departamento del Tesoro de EE. UU. fue acusado por el ministro de Economía alemán de tendencias intervencionistas que recordaban al comunismo. La OTAN estaba discutiendo por Libia. La flexible política monetaria de la Reserva Federal fue acusada de fomentar la revuelta en Oriente Próximo. La UE estaba anquilosada en una no solución a la crisis de la deuda griega y, cuando no estaba desarrollando su táctica de prolongar y fingir, mentía abierta y descaradamente. Tanto el primer ministro italiano como el director general del FMI estaban acusados de abuso sexual. Washington jugaba a sabiendas con la bancarrota. Las agencias de calificación no sabían hacer cálculos aritméticos. En las calles había millones de personas protestando, exigiendo una «ruptura», pues no podían pagar unas deudas que habían contraído o que habían sido contraídas en su nombre.

A lo largo del fin de semana del 6 y 7 de agosto, mientras el mundo digería la rebaja de la deuda soberana de Estados Unidos, jefes de gobierno, banqueros centrales y mandatarios del Departamento del Tesoro interrumpían sus vacaciones de verano para mantener una frenética ronda de conferencias telefónicas. Pero todo lo que surgió de ellas fueron comunicados insustanciales que no hicieron nada por inspirar confianza. El lunes 8 de agosto, sacudidos por las malas noticias llegadas desde ambos lados del Atlántico, los mercados bursátiles cayeron con fuerza. El presidente Obama solo acertó a decir: «Ahora vivimos en una economía global en la que todo está interconectado, y eso significa que cuando hay problemas en Europa, en España, en Italia y en Grecia, esos problemas llegan hasta nuestras costas».78

En la crisis generalizada de legitimidad que sobrevino en 2010 y 2011 no había punto arquimédico. Era imposible presenciar la refriega desde lo alto. Dejar esto claro era el objetivo de los manifestantes que se enfrentaron a altos cargos de los gobiernos español e italiano. Querían abrirse paso entre la invencible autoridad y salvar la distancia que separaba a quienes tomaban decisiones de aquellos a los cuales afectaban esas decisiones, obligarlos a conocer de frente otra realidad. Y, durante el verano de 2011, un pequeño grupo de activistas estadounidenses decidieron hacer lo mismo en Nueva York, el epicentro de las finanzas mundiales.

El 19 de agosto de 2011, representantes de la Bolsa de Nueva York se reunieron con agentes del FBI para celebrar una conferencia inusual.79 Rastreando Internet en busca de actividades sospechosas, el FBI había conocido la existencia de una red «anarquista» denominada «Ocupy Wall Street». Su propósito era importar a Estados Unidos el movimiento de protesta que había adquirido tanta relevancia en Europa. La ocupación de Zuccotti Park, situado junto a Wall Street, estaba prevista para el 17 de septiembre. Al principio, los medios de comunicación estadounidenses ignoraron la noticia. Los primeros en hacerse eco de ella fueron la agencia France-Presse y The Guardian.80 Pero, en cuestión de semanas, el pequeño campamento levantado a tiro de piedra de Wall Street coparía los titulares de todo el mundo.81

Teniendo en cuenta la tormenta que desató en las redes sociales, es importante poner «Ocupy Wall Street» en perspectiva. Era una iniciativa pequeña en comparación con las gigantescas movilizaciones antiausteridad que se habían llevado a cabo en Europa. Las manifestaciones globales celebradas el 15 de octubre de 2011 reunieron a alrededor de un millón de personas en España, entre 200.000 y 400.000 en Roma y decenas de miles en Portugal. En Nueva York desfilaron entre 35.000 y 50.000 manifestantes. Pero la ocupación de Nueva York tenía una importancia simbólica que superaba con creces su modesta envergadura. Expresó una oposición radical en el corazón mismo del capitalismo estadounidense. Aparecieron campamentos similares por todo Estados Unidos: Filadelfia, Oakland, Boston, Seattle, Atlanta, Los Ángeles, Denver, Tucson, Nueva Orleans, Salt Lake City y muchas otras ciudades. Más lejos, hubo campamentos solidarios importantes en Londres, Seúl, Roma, Manila, Berlín, Bombay, Ámsterdam, París y Hong Kong. Los cálculos varían, pero se celebraron manifestaciones solidarias en al menos novecientas ciudades de todo el mundo.82 En Estados Unidos, allá donde aparecieran, los campamentos del movimiento eran sometidos a la estrecha vigilancia del FBI e incluso las autoridades antiterroristas. Pero, pese a su pequeñez y a su aparente desorganización, el hecho obvio e inquietante era que un elevado porcentaje de la opinión pública estadounidense compartía la ira de la minoría radical.

En octubre de 2011, un sondeo realizado para The New York Times y CBS desveló que casi la mitad de los encuestados consideraban que lo que el FBI tachaba de «campamento anarquista» reflejaba la opinión de gran parte de los estadounidenses.83 Dos tercios consideraban que la riqueza debía repartirse de manera más equitativa; nueve de cada diez demócratas, dos tercios de los independientes e incluso un tercio de los republicanos coincidían con ese sentimiento. Pero solo un 11% de los ciudadanos confiaban en que su gobierno haría lo correcto, un 84% desaprobaba al Congreso, que había amenazado con poner de rodillas al gobierno federal de EE.UU., y un 74% creía que su país iba por mal camino. Desde enero de 2009, la administración de Obama había puesto todas sus energías en frenar el descontento popular. En lugar de intentar movilizar la indignación latente en la sociedad estadounidense, había encontrado una solución tecnocrática tras otra. Dos años después, el resultado fue una espectacular pérdida de legitimidad tanto de la izquierda como de la derecha.

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