Crash

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III. La zona euro » Capítulo 18. «Whatever it takes»

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Incluso después del «whatever it takes» de Draghi, la política monetaria del BCE era profundamente limitada. No ocurría lo mismo con su homólogo estadounidense. En 2012, el ritmo de la recuperación en EE. UU. estaba decayendo. La estampida conservadora que se había opuesto a cualquier ampliación del activismo monetario en 2011 había desaparecido. En 13 de septiembre de 2012, el Comité Federal de Mercado Abierto (FOMC, por sus siglas en inglés) votó a favor de la tercera expansión cuantitativa (QE III).62 Sería la mayor expansión de la Reserva Federal hasta la fecha. Al principio, la institución se comprometió a comprar 40.000 millones de dólares al mes en bonos de Fannie Mae y Freddie Mac. La diferencia estaba en que aceptó cuando la Reserva Federal detectó una «mejora sustancial en las perspectivas del mercado laboral». Asimismo, el FOMC anunció que probablemente mantendría los tipos de los fondos federales próximos a cero mientras el desempleo estuviera por encima del 6,5 % y el pronóstico de inflación de la Reserva no superara el 2,5 %. El 12 de diciembre de 2012, el FOMC anunció un incremento de las compras, que pasaron de 40.000 millones a 85.000 millones de dólares al mes. Debido a su naturaleza flexible, la tercera expansión cuantitativa recibiría el nombre de «infinity QE» (expansión infinita).

En sus memorias, Bernanke comentaba: «Al igual que Mario Draghi, estábamos declarando que haríamos todo lo que fuera necesario».63 Pero aquello era demasiado bondadoso para con los europeos.

Las TMR de Draghi anunciadas en septiembre de 2012 eran una medida para generar confianza, calmar a los mercados y frenar el pánico. Pero, más allá de eso, no ofrecían ningún estímulo a la economía de la zona euro. En realidad, las posibilidades del BCE eran limitadas. Una expansión cuantitativa para Europa con los conservadores alemanes en pie de guerra era impensable.64 Ante el estancamiento de la economía de la eurozona y el desapalancamiento de sus bancos, las operaciones de refinanciación a largo plazo fueron abonadas progresivamente. A diferencia de la Reserva Federal, cuya hoja de balance estaba siendo ampliada activamente por Bernanke, la del BCE se contrajo a los niveles de la crisis de 2011. Europa se hundía cada vez más en su segunda recesión.

Fuente: Reserva Federal, BCE.

V

Si nos preguntamos cómo se puso freno a la fase aguda de la crisis de la zona euro, el discurso de Draghi del 26 de julio ofrece dos respuestas. Una provino del propio Draghi. La crisis de la zona euro se frenó gracias a la enorme inversión de capital político realizada por los gobiernos de Europa. Se contuvo mediante la construcción de un nuevo aparato de gobierno: la reestructuración griega, el pacto fiscal, la unión bancaria, el MEDE y la TMR del BCE. Quienes apostaron en contra del futuro del euro calcularon mal la envergadura de la inversión realizada por los gobiernos europeos. Ese era el mensaje que lanzó Draghi. Como decía él mismo, era un mensaje político sobre la seriedad de la construcción estatal europea. Las demoras podrían tener un enorme coste para los ciudadanos, pero, con su habitual lentitud, Europa avanzaba una vez más hacia «una unión cada vez mayor».

Pero la respuesta extraída del discurso por la mayoría de los que oyeron a Draghi aquel día en la City de Londres era bastante diferente. Seguían mostrándose escépticos respecto de la UE y no tenían interés en los detalles de su política. Lo que se llevaron del discurso de Draghi no fue su contenido o el punto de inflexión que posibilitó con respecto a la integridad de la moneda común. Solo oyeron un mensaje simple: un poderoso banquero central estaba diciendo que haría todo lo que pudiera. Finalmente, un político europeo se había dado cuenta de lo que hacía falta. Estaba hablando el idioma de la Doctrina Powell, en la City de Londres, ante unos inversores, y en inglés. Lo que insinuó Draghi fue que Europa, por fin, lo había entendido.

En esta versión de lo sucedido en el verano de 2012 hay otra narración implícita que no se corresponde con el mensaje que pretendía lanzar Draghi. «Whatever it takes» en realidad era una forma de rendición. Finalmente, la zona euro estaba cediendo ante lo que los comentaristas económicos anglosajones habían defendido en todo momento. Si el BCE hubiera copiado antes el modelo de la Reserva Federal, tal como manifestó Obama en Cannes, se habría evitado lo peor de la crisis de la eurozona. Lo que prometía ahora Draghi era lo que Geithner, Bernanke y Obama habían estado predicando a los europeos desde 2010: «Hacedlo a vuestra manera». Tampoco era una coincidencia que fuese Draghi —un economista formado en Estados Unidos, un socio de Goldman Sachs, un miembro asalariado de la comunidad financiera global, un «amigo de Ben», un italiano internacionalizado y cosmopolita, y no un alemán de provincias— quien concluyera así la agonizante historia de la crisis de la zona euro. La fórmula Draghi —la fórmula de Estados Unidos— era una profecía que había de cumplirse. Pronunció las palabras mágicas. Los mercados se estabilizaron. El euro se salvó gracias a su tardía americanización.

Al rememorar los acontecimientos desde 2007, si uno detenía el reloj histórico en el otoño de 2012, la historia de la crisis económica del bloque atlántico podría adoptar una forma conocida. Al hacer frente a una crisis de proporciones históricas, la administración de Obama había dado una muestra de liderazgo hegemónico del siglo XXI. Carecía de la urgencia y la teatralidad de la época del Plan Marshall, pero las consecuencias fueron decisivas. Estados Unidos no solo marcó el camino gracias a su estímulo nacional y sus programas de política monetaria. Por medio de una discreta diplomacia y los enormes programas de liquidez de la Reserva Federal, había ayudado a Europa a superar su peor crisis desde el final de la segunda guerra mundial. La americanización era la respuesta. Los exponentes de la política económica de EE. UU. tampoco rehuyeron de anunciar sus logros a bombo y platillo. El título de las memorias de Bernanke sería El valor de actuar. Su carácter melodramático hacía encogerse a sus colegas europeos más tímidos. No era la clase de lenguaje que uno asocia a los recuerdos de un economista académico reconvertido en banquero central. Otros títulos más académicos publicados después de la estabilización de 2012 se hacían eco del ambiente general de optimismo. Al final, había sido una crisis del statu quo.65 El sistema funcionaba.66 La economía global había sobrevivido y Estados Unidos había reafirmado una nueva versión de la hegemonía liberal. Europa retomó la marcha hacia unos Estados Unidos de Europa que había empezado bajo la dirección de EE. UU. en 1947. Entre los comentaristas académicos, a ambos lados del Atlántico nació una industria artesanal que comparaba las nuevas iniciativas europeas de integración con la historia estadounidense. ¿Europa se hallaba aún en la fase Filadelfia o se adivinaba un momento Hamilton en el horizonte?67

Era, cabría añadir, una valoración razonable, sobre todo si uno paraba el reloj en noviembre de 2012 y obviaba el desafortunado papel de Estados Unidos en 2010, cuando apoyó la primera ronda de «extend & pretend». En el contexto estadounidense, la crónica también era profundamente política. Como reconocía Geithner, 2012 era año de elecciones. Y si se había puesto freno a la crisis económica y sus repercusiones europeas, los demócratas merecían su parte. Desde 2008, los republicanos del Congreso habían sido obstructivos, cuando no directamente peligrosos. Durante la campaña para el segundo mandato en 2012, Obama sacó rédito de la situación. Había desaparecido la modestia que caracterizó sus discursos en 2008 y 2009 tras el bochorno de la presidencia de Bush. Ahora, Obama se jactaba sin reservas de la excepcionalidad estadounidense: «La veo allá donde voy, de Londres a Praga, de Tokio a Seúl, de Río a Yakarta —declaraba a un grupo de cadetes de las Fuerzas Aéreas en verano de 2012—. Existe una renovada confianza en nuestro liderazgo [...] [Estados Unidos sigue siendo] la única nación indispensable en los asuntos mundiales [...] Veo un siglo estadounidense porque ninguna otra nación aspira al papel que desempeñamos nosotros en los asuntos globales, y ninguna otra nación puede desempeñarlo».68 En cuanto a la política económica internacional, la victoria de Obama en noviembre de 2012, la tercera expansión cuantitativa de Bernanke y el discurso de Draghi se sumaron para culminar la narración. Se había impuesto la gestión de la crisis centrista y liberal. En el nuevo siglo de Estados Unidos, la diversidad, la apertura mundial y el pragmatismo democrático irían de la mano.

Pero esta crónica de la resolución de la crisis oculta las profundas tensiones que existían a ambos lados del Atlántico. En Europa, la zona euro había sobrevivido. Draghi tenía razón. De la crisis había nacido una importante fase de construcción estatal, pero con un coste económico y político abrumador. Los gobiernos de Italia y Grecia habían sido derrocados. Irlanda y Portugal habían sido sometidos al tutelaje de la troika y España se había salvado por los pelos. Y, aunque la marcada crisis de los bonos soberanos había terminado, tras dos años de ansiedad extrema la confianza de los consumidores y las empresas estaba tocada. El desempleo perjudicó enormemente a la demanda en la zona euro. La política fiscal se vio limitada por la inclinación alemana a los equilibrios presupuestarios. Perversamente, el superávit comercial alemán estaba disparándose en un momento en que la demanda caía en todo el continente. Era el momento perfecto para una política monetaria activa. Pero detener el pánico del mercado de bonos era una cosa y revivir a la eurozona otra bien distinta. A diferencia de la Reserva Federal, Draghi no tenía mandato. A medida que se acentuaba la miseria social y que imperaba una sensación de humillación, ¿cuál sería la reacción en toda Europa? No solo las «víctimas» se sentían insatisfechas. Los conservadores alemanes estaban indignados por la letanía de promesas de Merkel. En los medios de comunicación alemanes, Draghi, el salvador del euro, hacía frente a la hostilidad y las dudas. A menos que pudiera superarse el euroescepticismo, había pocas posibilidades de materializar la ambiciosa agenda de integración y construcción institucional que Draghi había anunciado en su discurso de Londres.

En Estados Unidos, la reelección de Obama tal vez animaría a sus seguidores. Pero ¿en qué consistía exactamente ese nuevo siglo estadounidense? ¿Cuáles serían sus prioridades? En su primer mandato, a Obama le preocupaba dejar atrás el legado de los errores de Bush y gestionar la crisis. Pero ¿había pasado realmente la crisis? Y, de ser así, ¿significaba eso que Estados Unidos podía enfrentarse al futuro libre de responsabilidades? ¿O, después de sobrevivir a la crisis, EE. UU. se encontraba con los mismos desafíos que habían llevado a Obama, como senador, al lanzamiento del Programa Hamilton en 2006, unos desafíos que no habían hecho sino amplificarse e intensificarse desde entonces? En los círculos de la política exterior, el inicio del segundo mandato de Obama presenció una apasionada discusión sobre el atrincheramiento estadounidense y los cimientos de su poder internacional.69 Y, en materia de política económica, también había escépticos. ¿Habían cambiado suficientes cosas para que otra crisis fuera improbable? ¿Se habían resuelto verdaderamente las tensiones del sistema financiero o tan solo se habían contenido? Si se había evitado otra Gran Depresión, ¿tuvo el efecto perverso de acabar con el estímulo para una reforma realmente profunda?70 Era irónico que, entre las Casandras, una de las voces más estridentes y convincentes fuese la de Larry Summers, secretario del Tesoro con Clinton y máximo asesor económico de Obama hasta diciembre de 2010. Doce meses después de la segunda victoria de Obama, en un acto del FMI celebrado en noviembre de 2013, Summers advertía: «La lección que he sacado de esta crisis, la lección general, que, a mi juicio, el mundo no ha interiorizado suficientemente, es que no acabará hasta que se termine y, desde luego, ese momento no es ahora».71 No sabía cuánta razón tenía.

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