Crash

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IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 19. «Estancamiento secular»

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Capítulo 19

«ESTANCAMIENTO SECULAR»

En el contexto de la crisis bancaria de 2008, la industria estadounidense del motor había sido un daño colateral. El hundimiento de las ventas hizo que GM y Chrysler hincaran la rodilla. En diciembre de 2008, un Congreso truculento rechazó un paquete de ayuda de emergencia, pero ni a Bush ni a Obama les parecía que podían dejar caer a GM y Chrysler. A estos antiguos grandes motores del industrialismo estadounidense se los salvó desviando fondos que, en origen, se destinaban al rescate bancario. En 2013, los dos gigantes volvían a dar beneficios; al igual que el resto de la gran empresa estadounidense, capearon la tormenta. Chrysler celebró la recuperación como suelen hacerlo las corporaciones del país: reservando un espacio para emitir un gran anuncio durante la Super Bowl de febrero de 2014. Querían algo que tuviera resonancia y, con ese fin en mente, eligieron a su hombre: el spot fue escrito, dirigido e interpretado en persona por Bob Dylan, el arrugado bardo del Estados Unidos más idiosincrásico. Ante un telón de fondo noir, al estilo de Hopper, Dylan entregó una asombrosa muestra de kitsch nacionalista de alto calibre:

¿Hay algo más americano que América? Porque no puedes importar un original. No puedes falsificar lo auténtico de verdad.

No puedes duplicar un legado. Lo que Detroit creó fue un principio que sirvió de inspiración... al resto del mundo.

Sí... Detroit hizo coches. Y los coches hicieron América. Para hacer lo mejor, para hacer lo excelente, hace falta convicción.

Y no puedes importar el corazón y el alma de cada uno de los hombres y las mujeres que trabajan en la cadena.

Podrías recorrer el mundo buscando calidad, pero no encontrarás nada igual a las carreteras americanas y las criaturas que viven sobre ella.

Porque nosotros creemos en la aceleración, el rugido, el dinamismo. Y cuando está hecho aquí, está hecho con lo único que no puedes importar de ninguna parte: el orgullo americano. Así que deja que Alemania te elabore la cerveza, que Suiza te haga el reloj, que Asia te monte el teléfono.

Nosotros... construiremos... tu coche.1

La resonancia de estas frases se incrementó por lo que probablemente la audiencia sabía sobre el lugar donde se filmó el anuncio: Detroit. Si en Estados Unidos la industria del motor había resucitado, no podía afirmarse lo mismo sobre la Ciudad del Motor.

Pasado el apogeo de los años de posguerra, Detroit llevaba ya mucho tiempo en decadencia. En su momento culminante la ciudad había contado con una población de 1,8 millones de personas, de las que medio millón eran afroamericanos. Con el impacto de la desindustrialización y la huida de los blancos tras los disturbios de 1967, en 2013 el núcleo urbano de Detroit se había reducido a 688.000 habitantes, de los que 550.000 eran afroamericanos. Quedaron a su suerte en una ciudad que, literalmente, estaba cayendo en la ruina, ahogada por deudas que ascendían a decenas de miles de millones de dólares. Tras el cierre de la mayor parte de las fábricas que habían hecho de Detroit uno de los principales centros industriales del mundo, la ciudad quedó atrapada en una espiral fatídica de desempleo, desventaja racial y prácticas financieras tan inseguras como abusivas.2 En 2013 se calculaba que el 36 % de la población de Detroit vivía por debajo del umbral de la pobreza en Míchigan (que no es precisamente generoso). La tasa de paro era del 18 %. La ciudad era un ejemplo extremo del aciago círculo vicioso en el que las dificultades económicas públicas agravaban las familiares, y viceversa. En 2005, de todas las hipotecas de Detroit, el 68 % era subprime.3 Si la crisis causó estragos en Estados Unidos, en Detroit se produjo la ejecución hipotecaria de 65.000 hogares; de 36.000 de ellos se consideró que tenían tan poco valor que fueron abandonados sin más, uniéndose a un total de 140.000 propiedades en ruinas. Con el fin de frenar el efecto de contagio, la ciudad demolió extensas zonas. Aunque el programa de demoliciones recibió ayudas federales y estatales, Detroit tuvo que aportar 195 millones de dólares, que se sumaron a un descenso de otros 300 millones en la recaudación tributaria.4 Detroit no se lo podía permitir. Nombró a un administrador de emergencia que, en junio de 2013, declaró en quiebra la ciudad, con unas deudas de entre 18.000 y 20.000 millones de dólares. Fue la mayor bancarrota urbana de la historia de Estados Unidos.5

Como sabían los espectadores del anuncio de Dylan para Chrysler, el caso de Detroit era extremo, pero no único. Por todo el país, los antiguos núcleos y ciudades industriales batallaban por sobrevivir. Varios se declararon en quiebra. En 2011 lo hizo el condado de Jefferson, en Alabama, que alberga la ciudad acerera de Birmingham. En 2012 fue el turno de Stockton y San Bernardino, en California. Se trataba de lugares mal gobernados, que sufrían los efectos colaterales del precario estado del bienestar estadounidense, con economías que luchaban bien contra largos procesos de decadencia, bien contra el efecto inmediato del fiasco inmobiliario. Distaban de ser una fotocopia del caso del Detroit postindustrial del norte del país. En conjunto, sin embargo, eran un símbolo de la agobiante transformación del Sueño Americano en una pesadilla.

No era una novedad. A finales de la década de 1970 Bruce Springsteen ya había puesto música a la lastimera condición del Estados Unidos postindustrial.6 En 2006 Obama había recordado a los peces gordos del Proyecto Hamilton la cruda realidad que se vivía «en lugares como Decatur, Illinois, o Galesburg, Illinois»; «este no es un proceso inocuo», valoró. Pero durante la mayor parte del primer mandato de Obama, los gestores económicos no atendieron a los problemas de tales lugares, sino que se centraron en salvar Wall Street y las finanzas globales. Las protestas de 2011, que llevaron la desigualdad a la arena política, habían empezado a transformar la conversación, pero la sensación de que Estados Unidos adolecía de una enfermedad grave no cuajó con claridad hasta los dieciocho meses posteriores a la reelección del presidente, el 22 de noviembre de 2012.7 Cuando el horizonte dejó de estar dominado por la crisis, la inquietud por la trayectoria a largo plazo de Estados Unidos —que ya había preocupado a los liberales de centro en los primeros años de este siglo—, la sensación de que la situación no era «normal», brotó de nuevo con fuerza.

I

Una manifestación inesperada, pero sintomática, fue el sombrío discurso que Larry Summers pronunció en el FMI en noviembre de 2013.8 Tenía por tema la recuperación y su desoladora lentitud. Los gestores de la política estadounidense podían felicitarse por el hecho de que estaban guiando a los europeos a una salida de la recesión, como en efecto sucedía. Desde 2010, los datos económicos de Europa habían sido aún peores que los norteamericanos. Sin embargo, la recuperación del propio Estados Unidos era la más lenta de las conocidas. A tenor del modelo friedmaniano de recuperación de los ciclos económicos ( plucking model), tras un hundimiento tan grave como el de 2008 podríamos haber esperado un auge vigoroso. En 2009-2010 la recuperación se había iniciado con potencia, pero desde entonces el crecimiento económico había menguado hasta un punto deprimente. ¿Dónde estaba el rebote? ¿Qué había fallado?

Fuente: L. H. Summers, «U.S. Economic Prospects: Secular Stagnation, Hysteresis, and the Zero Lower Bound», Business Economics, 49, n.º 2 (2014), pp. 65-74. Datos: Oficina de Presupuestos del Congreso (CBO).

Según el punto de vista convencional, Estados Unidos sufría las repercusiones de una crisis financiera excepcionalmente grave. No se trataba de un ciclo económico común. Los mercados y balances todavía tardarían en recuperarse.9 Si economistas como Reinhart y Rogoff defendían la contención financiera era precisamente para evitar esta clase de resacas. Si uno evitaba la burbuja crediticia y el exceso de crecimiento, existía la posibilidad de evitar la explosión. Autores keynesianos como Krugman insistían en que todo esto era muy lógico, pero que el viraje a la austeridad había sido prematuro y había supuesto ralentizar, sin necesidad, la recuperación; según una acertada observación de Krugman, «todo se torció en 2010».10 La primacía de la austeridad en todo el mundo, por la que Reinhart y Rogoff habían abogado animadamente, frenó la reactivación hasta la agonía. La expansión cuantitativa de Bernanke podía compensarlo, hasta cierto punto, pero no contrarrestar el descenso en la demanda agregada.

Estos eran los parámetros habituales de los debates sobre política económica, desde 2009 y mucho antes. Lo que no captaban, sin embargo, era la impresión de que la economía estadounidense, y la sociedad que se levantaba sobre ella, adolecían de un problema más grave y más profundo. La hipótesis que Summers sugirió ante el auditorio del FMI, en noviembre de 2013, era desconcertante y novedosa; tan discordante, de hecho, que Summers —poco dado a la modestia y la inseguridad— reconoció que «quizá todo esto sea una locura y yo lo haya comprendido mal». Pero a la luz de los datos, había que plantear una pregunta: ¿y si la insuficiencia de la recuperación obedecía a algo distinto a un simple error de orientación de la política económica? ¿Y si existía un problema más profundo, una escasez crónica en la demanda de inversión, en relación con la existencia de ahorros, que resulta en una condición sostenida de «estancamiento secular»?

Para destacar la fuerza de su argumento, Summers invitó al sorprendido auditorio a echar la mirada atrás, hacia el período anterior a la depresión. En perspectiva, todo el mundo estaba de acuerdo en que la política monetaria, antes de 2008, había sido «demasiado laxa [...] [E]l préstamo imprudente había abundado sobremanera. Casi todo el mundo cree que la riqueza, según se vivía en los hogares, era excesiva en comparación con su realidad. Demasiado dinero fácil, demasiados préstamos, demasiada riqueza». Pero si tal hubiera sido el caso, podríamos haber esperado que la economía estadounidense viviera un auge extraordinario. No fue así. Pese a los excesos de la explosión residencial, hasta 2008 el crecimiento había sido corriente. De hecho, cuando se compara con las décadas de 1950 y 1960, había sido lento, y esto explica la precariedad de lugares como Detroit. «El desempleo no había alcanzado ninguna cota llamativamente baja. La inflación era inexistente. De algún modo, ni siquiera una gran burbuja era capaz de producir un exceso en la demanda agregada.» «Imaginen», continuó reflexionando Summers, «cuán satisfactorio» habría sido el rendimiento de la economía estadounidense en los primeros años de la década de 2000 «en ausencia de una burbuja inmobiliaria y con el mantenimiento de unos criterios crediticios rigurosos». Habría resultado tan decepcionante como lo ha sido la recuperación actual. Habría sido peor.

Con una asombrosa revisión de la historia económica reciente de Estados Unidos, Summers planteó que, durante al menos dos décadas, el crecimiento económico estadounidense había reposado sobre cimientos débiles. Había requerido unas burbujas financieras «anormales» para lograr un índice de crecimiento que no pasaba de ser «normal». Echando la mirada atrás hacia las décadas recientes, Summers se preguntó, en un discurso posterior: «[¿P]odemos identificar algún tramo regular durante el cual la economía creciera de forma satisfactoria en condiciones de sostenibilidad financiera? Quizá uno puede encontrar algún período parecido, pero sin duda conforman la minoría, no la mayoría, de la experiencia histórica».11 Se trata de una llamativa inculpación contra el consenso en la gestión económica del que el propio Summers había sido una figura destacada.12 Tenía consecuencias graves para la política del momento. Si Estados Unidos se limitaba a esperar, cabía la posibilidad de que el tan esperado rebote, la recuperación clara de la crisis de 2008, no llegara nunca.

Para resolver la carestía crónica en las inversiones, Summers abogaba por una nueva era de acción gubernamental. Estados Unidos nunca igualaría a China, por supuesto. Tampoco se trataba de eso. Pero se daban las condiciones idóneas para incrementar poderosamente la inversión pública. Esto permitiría reconstruir las infraestructuras estadounidenses y, con ello, se abordarían las cuestiones más fundamentales que Detroit planteaba. La reconstrucción material serviría para restaurar los sentimientos de cohesión y orgullo nacional. Según comentó Summers en otra ocasión: «Piensen en el aeropuerto Kennedy. Es una vergüenza como punto de entrada a la ciudad que lidera el país que lidera el mundo. Los más ricos, con sus vuelos privados, escapan en gran medida a sus enormes deficiencias. Arreglarlo crearía una gran cantidad de empleos manuales y supondría un estímulo importante para el empleo y el crecimiento [...] Si un momento en el que Estados Unidos puede pedir préstamos a menos del 3% en una divisa que sale de nuestras propias imprentas, cuando la tasa de paro de los trabajadores de la construcción se alza por encima del 10 %, no es el momento adecuado para hacerlo, ¿cuándo llegará ese momento?».13

Con retraso, Summers abogaba por lo que la administración de Obama no había acertado a proporcionar: un impulso concertado para unificar la sociedad estadounidense en torno de un programa sostenido de modernización ambiciosa y crecimiento basado en la inversión. En 2009 y 2010 se habían destinado recursos no desdeñables a un intento de estímulo. Pero quedaron contenidos por las angustias del momento, la resistencia del Congreso, una movilización espectacular y agresiva de la opinión derechista y el nerviosismo del propio Larry Summers, que temía quedar mal ante los expertos en gestión política. El resultado fue una recuperación que no tan solo fue lenta, sino profundamente desigual. Si las imágenes impresionantes del deterioro de Detroit y otras ciudades postindustriales de todo el país no eran suficientes, el panorama se completaba con unos datos estadísticos desoladores.

En octubre de 2013, dos economistas franceses —uno de los cuales trabajaba en California, el otro desde París— publicaron la última edición de un estudio, prolongado en el tiempo, sobre la desigualdad en Estados Unidos.14 Emmanuel Saez y Thomas Piketty no eran unos desconocidos. Un artículo anterior, en el que situaban en el mapa, a largo plazo, los grandes ingresos de Estados Unidos había dado origen al eslogan de «Somos el 99 %» que el movimiento Occupy Wall Street había utilizado con tanto efecto.15 Sin embargo, los datos que revelaron en octubre de 2013 eran asombrosos. A partir de la última tanda de desgravaciones fiscales calcularon que del crecimiento generado por la recuperación económica desde 2009, el 95 % había sido monopolizado por el 1 % superior. Esta diminuta

Fuente: Lawrence Mishel, «The Wedges Between Productivity and Median Compensation Growth», EPI Issue Brief, 330 (2012), pp. 1-7, http://www.epi.org/publication/ib330-producti vity-vs-compensation/

fracción demográfica vio incrementarse sus ingresos, en comparación con la fase recesiva, un 31,4 %.16 En cambio, el 99 % de los estadounidenses no había experimentado prácticamente ningún aumento desde la crisis. Los datos, tras una revisión posterior, mostraron una desproporción no tan extrema.17 Pero en 2013 las cifras causaron sensación. La lentitud del incremento del PIB que preocupaba a Summers, de hecho, escondía dos realidades radicalmente distintas entre sí. Mientras a una élite minúscula las cosas le iban extraordinariamente bien, para los estadounidenses corrientes, la tesis del estancamiento secular que Summers propuso como hipótesis académica provisional era, sencillamente, la realidad que habían vivido durante los últimos cuarenta años. Desde el bicentenario de la independencia de Estados Unidos, en 1976, el crecimiento de la productividad, que ha impulsado el crecimiento económico general, y la compensación para los trabajadores en forma de salarios han experimentado una divergencia clarísima. Un ciudadano corriente apenas participó del crecimiento económico nacional que se refleja en las estadísticas del PIB; casi todos los beneficios del crecimiento han sido monopolio de los mejor pagados y de los que, por su fortuna, podían poseer una cartera importante de activos financieros. La crisis económica de 2008 puso de manifiesto hasta qué extremo la política económica nacional estaba subordinada a las necesidades de un grupito de gigantescos bancos transnacionales. Ahora, ante una recuperación muy débil, la correspondencia entre el crecimiento económico y el progreso de una sociedad nacional recibía un desafío desde la base. ¿Había alguna manera razonable de seguir presentando la economía nacional como un proyecto común a todos los estadounidenses?

II

La decadencia del Sueño Americano había sido una clave del discurso político de Barack Obama desde sus primeros días en el Senado. Fue un hilo recurrente en el programa del Proyecto Hamilton. En diciembre de 2013, pasado un año desde su reelección como presidente, Obama visitó un centro comunitario en Ward 8, una vecindad afroamericana de Washington D. C., para pronunciar un discurso notable sobre la crisis social que estaba viviendo el país.18 Describió la «batalla cotidiana» de los estadounidenses corrientes que luchan contra una «tendencia implacable, de varias décadas» hacia una «desigualdad peligrosa y creciente». El «acuerdo básico y central de nuestra economía se ha desgastado», declaró. Por descontado, la tendencia hacia una desigualdad cada vez mayor no era exclusiva de Estados Unidos. Sin embargo —insistió Obama— ya no se podía seguir mirando hacia otro lado: «esta desigualdad creciente está especialmente pronunciada en nuestro país [...] [L]as estadísticas revelan [...] que nuestro nivel de desigualdad en los ingresos se asemeja al de países como Jamaica y Argentina». Países «aliados de riqueza [comparable], como Canadá o Alemania o Francia [...] poseen más movilidad que nosotros, no menos». La mitad de los estadounidenses experimentaría la pobreza durante por lo menos un período de sus vidas. «Las tendencias combinadas del incremento de la desigualdad y la reducción de la movilidad representan una amenaza fundamental para el Sueño Americano, nuestra forma de vida y lo que representamos en todo el mundo.» En palabras del presidente, la desigualdad era «el gran reto de nuestro tiempo».

La miseria racializada de ciudades como Detroit era escandalosa, sin duda. Pero Obama hizo hincapié en que la crisis de Estados Unidos no se limitaba a las comunidades de mayoría afroamericana. Por todo el país, el principal determinante de las oportunidades que cada cual tendría en su vida era la clase, no la raza; su segundo mandato presidencial se centraría en la desesperación de la clase trabajadora blanca de las zonas rurales. Los titulares se verían sacudidos por los Apalaches —Virginia Occidental y Kentucky—, oprimidos por el cambio estructural, el fracaso educativo y la inmovilidad. En su ejemplo extremo, este cóctel letal tendría como símbolo una epidemia de adicción a la droga, alimentada por la heroína barata que llegaba de México y un abuso desenfrenado de los opioides.19 En 2007, las muertes por sobredosis de drogas ya habían superado a los accidentes de carretera como principal causa de muerte en Estados Unidos.20 Entre los blancos del país, los fallecimientos por sobredosis ascendieron un 297% tan solo entre 2010 y 2014. A diferencia de lo que se constataba en las otras sociedades desarrolladas, la esperanza de vida de los blancos de clase trabajadora, en Estados Unidos, estaba reduciéndose desde los primeros años 2000. En la historia contemporánea, el único paralelo directo fue el de Rusia en la dramática fase posterior al hundimiento de la Unión Soviética. Numerosos artículos de prensa y estudios académicos confirmaron el desastre, hasta que Anne Case y Angus Deaton coronaron la historia en 2015, con su famoso análisis de las «muertes por desesperación».21

La crisis era innegable. La cuestión era qué hacer con ella. Cuando el ala izquierda del Partido Demócrata había abordado el tema de la desigualdad, en la década de 1990, en tiempos del Gobierno de Clinton, el diagnóstico habitual había sido de carácter técnico y económico.22 La globalización había impulsado las grandes fortunas y reducido los ingresos de nivel inferior. Desde esa década, el impacto de estos factores no había dejado de agravarse. La importación de productos baratos posibilitada por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) y el ingreso de China en la OMC benefició a los consumidores, pero hizo menguar los salarios y que los obreros de las fábricas estadounidenses perdieran la seguridad en sus puestos de trabajo y los beneficios de sanidad y pensiones que los acompañaban. En 2013, expertos próximos al movimiento sindical estadounidense calcularon que el déficit comercial con China había costado 3,2 millones de puestos de trabajo, y que la competencia de la mano de obra extranjera, con su baja remuneración, había perjudicado los sueldos de los 100 millones de trabajadores estadounidenses que carecían de formación universitaria, que perdieron un total de 180.000 millones de dólares.23 Se trataba de cifras elevadas, pero en una economía con una fuerza laboral superior a los 150 millones de personas y un gasto salarial superior a los 7 billones de dólares, no bastaban para explicar por sí solas el enorme aumento de la desigualdad. Así pues, a la globalización se le sumó otro factor: la tesis de que el avance tecnológico favorecía al trabajo cualificado.24 Se sostenía que, con independencia de la globalización y el comercio internacional, la transformación tecnológica había comportado ventajas desproporcionadas para los que estaban más cualificados, en toda la economía estadounidense y todos los ámbitos sociales, tanto si estaban expuestos al comercio como si no.

La respuesta típica de los reformistas fue abogar por que los gobiernos estatales y el federal se comprometieran con la mejora de la educación, facilitaran el acceso a los centros públicos de educación superior y ofrecieran asistencia para un mejor ajuste comercial. De ahí que, en 2006, el Proyecto Hamilton se centrara en que los niños con una situación económica más difícil aprovecharan bien las vacaciones de verano. Pero veinte años después, dado que la desigualdad ha crecido y la movilidad se ha reducido, difícilmente cabe considerar que tales medidas hayan sido un éxito. Así, el «nuevo» debate sobre la desigualdad, que cobró vida desde 2011, se caracterizó por la desilusión frente a las soluciones del reformismo convencional. Aunque las agencias gubernamentales habían puesto empeño y buenos deseos en los intentos de mejorar las condiciones de vida del estadounidense medio, el resultado solo podía calificarse de modesto, por no cargar las tintas. Entre 1977 y 2004, la porción de los ingresos nacionales que, antes de los impuestos y prestaciones, había ido a parar a manos del 1 % superior se había incrementado un 88,8 % (tras la redistribución fiscal, un 81,4 %). Ni el sistema tributario ni el estado del bienestar habían impedido que la porción del 50 % inferior se redujera del 25,6 % al 19,4%.25 No era una casualidad, desde luego. Los ricos habían explotado todas las fuentes imaginables de influencia y ascendiente para maximizar su situación ventajosa. En palabras del millonario inversor Warren Buffett: «En realidad, hace veinte años que se desarrolla una guerra de clases, y mi clase ha ganado».26 Buffett estaba tan horrorizado por las consecuencias que, en 2011, tomó la voz para defender las propuestas de que los ingresos más altos de Estados Unidos tributaran un mínimo del 35 %; Obama respaldó la idea, pero en el Congreso los republicanos la bloquearon.27 Que un programa de mejora social debiera consistir en que los billonarios bienintencionados se ofrecieran a pagar un poco más por el bien superior de la sociedad estadounidense fue un signo tanto de la decencia personal de Buffett como del desequilibrio extremo de la balanza del poder en el Estados Unidos del siglo XXI.

Para el último eslabón de la cadena, esto no representaba ninguna noticia. Hacía tiempo que las encuestas de opinión, en particular las encargadas por la derecha, dejaban constancia del profundo malestar de la población estadounidense por la forma en que tanto el sistema económico como el político parecían actuar deliberadamente en su contra.28 A menudo se quitaba hierro a estas ideas, tildándolas de teorías conspiratorias, y a menudo se hacía así con razón. Canales de noticias en internet, como Breitbart, que cobraron prominencia en la estela del movimiento Tea Party, proporcionaron una plataforma a la retórica racial tóxica y antisemita.29 Pero si uno dejaba de lado el lenguaje emponzoñado y la crudeza de su lógica, la afirmación de que la desigualdad era «sistémica» y que «el sistema» actuaba en perjuicio de la clase trabajadora corriente de Estados Unidos no era paranoica, sino sencillamente realista.

Desde una perspectiva del todo distinta, y con una intención asimismo diferente, la izquierda estadounidense siempre había defendido esa idea. De hecho, este escepticismo radical, y no otra cosa, los apartaba de los liberales de centro que dominaban el Partido Demócrata. La izquierda no confiaba en las instituciones. No creía que elegir a los productos bienintencionados de las universidades de élite, para que dirigieran una máquina concebida para favorecer a los ricos, ofreciera ninguna esperanza de cambio fundamental. Según aseveraba un eslogan de Occupy en 2011: «El sistema no está roto: está manipulado».30 En muchos sentidos, el bloque socialdemócrata fue el último en enterarse. Entre todos los segmentos de la opinión política, ellos eran los que más habían apostado por la idea de que los problemas sociales de Estados Unidos podían resolverse con remedios tecnocráticos y que el instrumento mejor capacitado para provocar este cambio era el Estado. La sensación de crisis empezó a calar hondo de verdad cuando precisamente esta clase de voces empezaron a adoptar perspectivas más radicales.31

En una destacada serie de artículos posteriores a las elecciones de 2012, Paul Krugman, en The New York Times, transmitió una visión especialmente oscura de la sociedad, la economía y la política de Estados Unidos. «¿Qué tienen en común los consensos anterior y posterior a la crisis?», preguntaba Krugman en diciembre de 2013.32 «Los dos han sido económicamente destructivos: la desregulación contribuyó a posibilitar la crisis, y la adopción prematura de la austeridad fiscal ha supuesto el principal obstáculo a la recuperación. Ambos consensos, sin embargo, cuadraban con los intereses y prejuicios de una élite económica cuya influencia política se había disparado a la par que su riqueza [...] Algunos expertos [querrían] despolitizar nuestro discurso económico, hacerlo tecnocrático y no partidista. Pero es hablar por hablar. Incluso en lo que podría parecer que son cuestiones puramente tecnocráticas, la clase y la desigualdad terminan por dar forma al debate, y por distorsionarlo.» Son palabras de un premio Nobel de Economía que, en las décadas de 1980 y 1990, había sido un representante típico de la corriente mayoritaria.

Robert Reich, antiguo ministro de Trabajo del Gobierno de Clinton, exhibió una desilusión similar en ese mismo momento histórico. «Durante un cuarto de siglo —admitió entonces— he estado ofreciendo, en libros y conferencias, una explicación de por qué los trabajadores corrientes de países avanzados como Estados Unidos han perdido terreno y sufren más problemas económicos.» Reich había lanzado un Estado intervencionista contra las fuerzas de la globalización y el cambio tecnológico. Ahora admitía que esto, en buena medida, era «insuficiente», si no «irrelevante», porque pasaba por alto «un fenómeno crucial: la creciente concentración del poder político en manos de una élite empresarial y financiera que ha logrado influir en las normas que rigen la economía [...] El problema no es la dimensión del gobierno, sino para quién gobierna».33

Tras los acontecimientos de 2008-2009, y el espectacular desequilibrio en los rescates, ¿acaso alguien podía albergar dudas, en serio, de a quién apoyaba el gobierno? En el ámbito del personal, la puerta giratoria que enlazaba el Tesoro, la Reserva Federal y los principales bancos seguía girando a ritmo constante. En 2014 tanto Bernanke como Geithner pasaron del servicio público a posiciones muy cómodas del sector financiero. Geithner entró en un banco de inversión bien conectado, el Warburg Pincus. Bernanke era consejero del fondo de inversión libre Citadel y presidió un consejo asesor del gigantesco fondo de renta fija PIMCO, propiedad de la alemana Allianz, que contaba también entre sus miembros a Jean-Claude Trichet y Gordon Brown, así como Anne-Marie Slaughter, del equipo de política exterior de Obama.34 Parecía una reunión en miniatura de los que en 2008 luchaban contra la crisis. Y tenían mucho que celebrar. El valor de las acciones recuperaba el nivel anterior a la crisis, cuando no lo superaba. Los bancos reconstruían sus balances contables. Mientras acumulaban capital y reservas, los márgenes de rentabilidad estaban por los suelos. Sin embargo, como se pretendía de entrada con las pruebas de resistencia, los ingresos netos anteriores a la provisión rebotaban al alza y el capital adicional daba más seguridad a los bancos. Los gigantes financieros de Estados Unidos estaban ampliando el negocio y se hacían un hueco en mercados abandonados por sus competidores europeos, que pasaban por dificultades.35

Claramente, Wall Street gozaba de una relación privilegiada con el gobierno. Después de 2008, nadie podía ponerlo en duda. Pero lo llamativo, concluida la crisis, fue cómo el comentario crítico sobre la economía política de Estados Unidos amplió la mira más allá de los bancos. Al hacerlo así seguía la evolución de los perfiles de la propia economía. Con la llegada del teléfono inteligente y la explosión de las redes sociales, en 2007, la tecnología recobró el brillo que había perdido con el crac de las puntocom. Silicon Valley era la nueva vanguardia del capitalismo estadounidense. Las grandes farmacéuticas seguían acumulando beneficios. Cuando los precios del petróleo renacieron desde los mínimos de 2009, volvieron las grandes petrolíferas y la nueva tecnología de la fracturación hidráulica (fracking). Cuando la recesión de 2008-2009 perdió intensidad, pasó a un primer plano, aún más que antes, una tendencia de concentración y oligopolio que iba mucho más allá de Wall Street. Uno de los efectos secundarios de la política de expansión cuantitativa de Bernanke, con sus bajos tipos de interés, fue que a las compañías les resultó enormemente atractivo pedir préstamos para adquirir a sus competidores y así poder sacarlos del mercado. Con tres grandes oleadas de fusión —que culminaron en 2000, 2006 y 2015, sin que las autoridades antimonopolio intervinieran— el capitalismo estadounidense se rehízo constituyendo un modo más concentrado y monopolístico.36 En 2013 se cosechaban beneficios con una intensidad casi de vergüenza.37 Incluso quienes estaban en números rojos de forma crónica, como las líneas aéreas, estaban ganando dinero. Pero la rentabilidad extrema estaba en otro lugar. Como se constató en un estudio de Peter Orszag, ex director de la Oficina de Administración y Presupuesto de Obama, ahora en Citigroup, y Jason Furman, presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, dos tercios de las empresas no financieras que, entre 2010 y 2014, habían obtenido una rentabilidad del capital invertido igual o superior al 45 % «estaban en el sector de la sanidad o de las tecnologías de la información».38 Lo que permitía que tales beneficios colosales y salarios enormes se concentraran en estos sectores era su peso dominante en el mercado, la protección de la propiedad intelectual y precios con licencia estatal.39

Silicon Valley no vio necesario disculparse. La suya era la gran historia de éxito tecnológico y empresarial de finales del siglo XX y principios del XXI. Las normativas antimonopolio, la protección de datos y las molestas inspecciones fiscales, en opinión de Tim Cook, de Apple, eran simple «basura política», badenes anticuados en la autopista al futuro.40 Según afirmó el oligarca tecnológico Peter Thiel: «No basta con crear valor: uno también tiene que captar parte del valor que crea». Esto dependía del dominio del mercado. «En Estados Unidos impera el mito de la competencia, que se dice que nos ha salvado de la sopa boba del socialismo», pero Thiel no se lo creía; a su entender, «el capitalismo y la competencia son contrarios. El capitalismo se basa en la acumulación de capital, pero en circunstancias de perfecta competencia, los beneficios se pierden. La lección para los emprendedores es clara [...] la competencia es para los perdedores».41

Difícilmente encontraremos una exhibición más locuaz del orgullo de los capitalistas sin escrúpulos. Las consecuencias eran terribles. La brutal desigualdad en la distribución de ingresos y riqueza en Estados Unidos era el fruto de activos heredados, reforzado por una transformación económica y tecnológica generalizada y la «guerra de clases» de Warren Buffett, que se extendía a todos los ámbitos de la regulación y desregulación política de la economía. En tal estado de cosas, ¿qué haría falta para contrarrestar el desequilibrio y corregir la pasmosa parcialidad de los resultados? Un socialdemócrata europeo como el amable Thomas Piketty concluyó, a partir de los datos de la desigualdad, que el mundo necesitaba un impuesto global a la riqueza. Este era el mensaje de su importante superventas global, El capital en el siglo XXI, que en 2014 redefinió el debate público sobre la desigualdad.42 Sin lugar a dudas, tal impuesto ayudaría a compensar la tendencia hacia una desigualdad descomunal. Pero en un sistema tan poderosamente polarizado y desequilibrado como el de Estados Unidos, ¿qué relevancia podría tener tal clase de sugerencia bienintencionada? La propuesta no iba desencaminada. El problema es que pasaba por alto, para empezar, la razón por la que era necesaria: la brutal lucha por el poder y los privilegios que, a lo largo de varias décadas, ha permitido que los más ricos acumulen fortunas monumentales sin que ningún intento serio de redistribución lo haya podido obstaculizar. La respuesta —si existía— ciertamente no era técnica. Era política, en su sentido más lato. Al poder había que responderle con poder.

En enero de 2014, Reich fue a declarar al Congreso. «He trabajado en Washington, y sé lo difícil que resulta modificar nada salvo que la opinión pública en general entienda qué está en juego y pida con insistencia una reforma. Por eso necesitamos un movimiento contra la desigualdad económica y a favor de un crecimiento compartido; un movimiento de escala similar al movimiento progresista de finales del siglo [XIX], que inspiró las primeras leyes tributarias y antimonopolio progresistas, el movimiento sufragista que logró que las mujeres pudieran votar, el movimiento sindical que ayudó a dar vida al New Deal de los años treinta y favoreció la gran prosperidad de las tres décadas posteriores a la segunda guerra mundial, el movimiento pro derechos civiles que inspiró la histórica aprobación de la Ley de Derechos Civiles y la Ley del Derecho de Voto, el movimiento ecologista que dio origen a la Ley de Protección Ambiental y otras normas críticas.»43

La llamada a las armas de Reich fue vigorosa y convincente. Para arreglar un sistema manipulado, se necesitaba una movilización de gran alcance. Pero como el propio Reich sabía bien, esta conclusión no estaba solo al alcance de la izquierda progresista. De hecho, la derecha estadounidense se adelantó. A diferencia de los progresistas liberales, la derecha libertaria de Estados Unidos nunca había albergado dudas de que el gobierno era un problema; antes al contrario, siempre habían vociferado la denuncia de que era la causa única del problema. La decadencia del país, la incesante consolidación de la desigualdad y la oligarquía, el desastre de 2008, la recuperación para algunos, pero no para todos; todo ello era síntoma de la grave corrupción derivada de la acción gubernamental, atrapada por grupos de interés. La política de Obama contra la crisis era, sencillamente, la última fase. Como respuesta al discurso de Obama sobre la desigualdad, de diciembre de 2013, los locutores de Fox News no vacilaron en recurrir a los extraordinarios datos de Piketty y Saez sobre la asimetría de la recuperación, pero solo para dirigirlos en contra del presidente: «Dice que quiere eliminar la desigualdad y que, desde el principio, ha buscado una equiparación», pero ¿qué había sucedido con la desigualdad, durante los años de Obama?, preguntaron estos pilares de Fox News. «[Para] el 1 % superior, sus ingresos han crecido un 31,4% entre 2009 y 2012. Y los ingresos de todos los demás, ¿saben cuánto han crecido? Un 0,4 %. Esto son hechos, simples hechos. El 95 % de lo que se ha ganado de más ha ido a parar al 1 % superior. Así que este sistema del que [Obama] está hablando [...] Él es el sistema. ¡Es su sistema!»44

Por descontado, las leyes sobre fiscalidad, en beneficio exclusivo de la élite, que habían ayudado a crear este resultado extraordinariamente disparejo, las aprobó un Congreso republicano y las mantuvieron en vigor esos congresistas. Pero la polémica es relevante. En Estados Unidos, una gran parte de la derecha estaba de acuerdo con Obama en que el Sueño Americano estaba en crisis, pero a su modo de ver, él era la personificación de todo lo que iba mal. El hecho de que Obama hubiera derrotado a Mitt Romney en 2012 tan solo reforzó la convicción de esa derecha de que los políticos republicanos, los candidatos reales, eran tremendamente inadecuados. Con un candidato como Romney, un banquero de clase alta, los republicanos nunca lograrían el cambio que buscaban. En 2013, mientras los demócratas seguían calmados por el suave perfume de la segunda victoria de Obama, la derecha contraatacó. Eligió como blanco la principal iniciativa social del primer mandato de Obama: la reforma sanitaria. Tomarían por rehén al presupuesto.

III

En 2011, el sector parlamentario del Tea Party estuvo a punto de arrastrar al país a una crisis fiscal. Lo evitó un acuerdo de última hora por el que un «supercomité» integrado por miembros de los dos partidos estudiaría recomendaciones para reducir el déficit. Que este no lograra establecer conclusiones comunes, en enero de 2012, significó que en enero de 2013 se activaría un «secuestro»: un recorte automático del presupuesto, que afectaría la maquinaria gubernamental al completo, incluida la defensa.45 Este mecanismo no discrecional era popular entre los partidarios de la reforma fiscal de Rubin.46 Entre los defensores más convencidos e influyentes de los recortes estaba la coalición de intereses empresariales y conocedores del mundo de Washington reunida por Peter G. Peterson en la campaña Fix the Debt («Arreglad la deuda»).47 En particular, abogaban por recortar las subvenciones sociales y, a tenor de su desconfianza ante la clase de «basura política» que frustraba por igual a los hombres de negocios y los expertos en gestión política, un «secuestro» automático distaba de ser el peor de los mundos posibles. En palabras de Peter Orszag, ex director de presupuesto de Obama, en la estela del primer choque presupuestario con el Tea Party, en octubre de 2011: «Para resolver los graves problemas a los que nuestro país se enfrenta, debemos minimizar el daño derivado de la inercia legislativa, confiando determinadas decisiones a las medidas automáticas y las comisiones despolitizadas. En otras palabras, por radical que suene: debemos contrarrestar el bloqueo de nuestras instituciones políticas haciéndolas un poco menos democráticas [...] Es necesario desechar el cuento de hadas que aprendíamos en la escuela sobre la pura democracia representativa y, en su lugar, empezar a levantar un nuevo conjunto de normas e instituciones con las que la inercia legislativa resulte menos perjudicial, a largo plazo, para la salud de nuestra nación».48

Si no se actuaba para impedirlo, los recortes automáticos que vendrían en 2013 serían colosales: 563.000 millones de dólares en un solo año, un antiestímulo contractivo que bien podría provocar una nueva recesión. Para evitar este desastre se iniciaron nuevas negociaciones, no poco tensas, con la esperanza de llegar a un pacto. El que se presentó como «gran trato» negociado entre Obama y Boehner en 2011 ponía de manifiesto los desequilibrios de la política manipulada de Washington. A cambio de un poderoso recorte de las ayudas se acordó un incremento selecto de algunos impuestos aplicables a los hogares más acomodados, pero dejando aparte a las empresas que «creaban empleo» y «generaban crecimiento». Para la izquierda, resultaba inaceptable.49 La campaña principal de reducción del déficit estuvo marcada por los conflictos de interés. Muchos de los grandes paladines del recorte de las subvenciones pertenecían a grupos de presión que abogaban por determinadas exenciones fiscales. Según la expresión cínica de un observador: «En Washington es más fácil obtener la atención como “halcón” del déficit que como “cuco” de las empresas».50 Entre tanto, el grupo de cabildeo de Peterson se esforzó por aparentar que el movimiento proausteridad era juvenil y de base, pero el intento fue irrisorio. Su campaña incluía la circulación de un autobús por los campus universitarios, con el lema «The Can Kicks Back»;* un estrafalario vídeo de YouTube en el que se convenció al venerable senador Alan Simpson de que bailara a lo Gangnam style, y un intento chapucero de inundar el Congreso con cartas de supuestos adolescentes indignados con la deuda que sus abuelos amenazaban con legarles. La apariencia buscada de movimiento natural no lograba disimular la artificialidad del conjunto.51

Revelar la posverdad del grueso de la campaña por la austeridad dio lugar a buenos artículos de prensa. A la izquierda también le pareció razonable centrar el fuego en personajes del tipo de Peterson, Orszag, Simpson y Bowles, de quienes se creía que eran los que cortaban el bacalao en Washington. Con lo que nadie contaba fue con la asombrosa energía y agresividad de la extrema derecha, que no aspiraba a reducir el gobierno, sino a obligarlo a detenerse por completo. El sector del Tea Party, dentro del Partido Republicano, era un grupo reducido, resuelto y bien financiado. En lo que respectaba a la reducción del déficit, solo pensaban aceptar recortes del gasto. Y el gasto que querían cortar, antes que nada, era el programa asistencial de Obama (el «Obamacare»), que consideraban una amenaza «socialista» letal para el futuro de Estados Unidos. Los líderes republicanos quizá se inquietaban ante la posibilidad de perder a los votantes de centro; eran conscientes de que la crisis presupuestaria de 2011 no había sentado bien al electorado. Pero el núcleo duro del Tea Party no quería escuchar. Para los talibanes de la derecha era obvio que Romney había perdido por su moderación, porque estaba de acuerdo a transigir en temas de inmigración y sanidad. La única forma de recuperar al electorado —al menos, al de aquellos distritos electorales del Congreso que estaban manipulados por los republicanos— era adoptar la línea más dura posible.

En enero de 2013 los dos partidos no habían alcanzado ningún acuerdo. Gracias a un parche legal, el «secuestro» automático quedó cancelado durante dos meses. Entre tanto, el límite de endeudamiento se elevó lo suficiente para cubrir los gastos hasta mayo. Como una parte importante de los republicanos se mostró dispuesta a aceptar un incremento moderado de la presión fiscal sobre los más ricos y las grandes herencias, parecía que la crisis se podría evitar. Pero el tiempo corría. El 1 de marzo, el recorte automático entró en vigor y afectó los presupuestos de las fuerzas armadas, la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés), el FBI, la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) y la Comisión de Bolsa y Valores (SEC, por sus siglas en inglés). El aparato gubernamental de Estados Unidos empezó a entrar en hibernación.52 En 2013, la lenta recuperación económica del país se vio ralentizada todavía más por un ajuste fiscal equivalente a casi el 1 % del PIB global. Si en 2008-2009 Estados Unidos se había caracterizado por ser mucho más expansivo que la Unión Europea, pasó a ser mucho más contractivo.

Fuente: Credit Suisse.

Entre tanto, para que las funciones básicas del gobierno no se interrumpieran, se aprobaron autorizaciones de gasto ad hoc, con el fin de cubrir al gobierno federal hasta septiembre. El 21 y el 23 de marzo y el 10 de abril, primero el Congreso, luego el Senado y por último la Casa Blanca hicieron propuestas presupuestarias específicas. El Senado y la Casa Blanca plantearon modelos similares en cuanto a la reducción del déficit (1,8-1,9 billones de dólares en un período de diez años) y el equilibrio de los recortes de gasto e incrementos de impuestos que defendían.53 Los republicanos, en la Cámara Baja, se movían por otro mundo. Exigían un recorte muy superior (de 4,6 billones en diez años) que se debía lograr tan solo mediante una reducción del gasto. El Congreso se negó a estudiar el presupuesto del Senado y ni el Senado ni la Cámara Baja votaron sobre la propuesta de la Casa Blanca. La falta de coherencia de la política fiscal de Estados Unidos estaba llegando a una nueva cima. El 19 de mayo el techo de deuda recuperó un nivel que cubría lo solicitado en préstamo desde la suspensión de febrero, pero no preveía más endeudamiento. El Tesoro, por lo tanto, tuvo que recurrir a los métodos que ya había empleado en 2011: vaciar la caja del gobierno y gastar las reservas. A mediados de octubre, el Tesoro agotaría sus fondos y se vería obligado a establecer prioridades en el pago de las facturas, el equivalente a un impago selectivo. Con el fin prepararse para esta contingencia, la corriente central de los republicanos planteó, en mayo de 2013, una ley que asegurase el pago, por lo menos, a los titulares de bonos del Estado.54 Para John Boehner, el líder de los republicanos en el Congreso, de mentalidad convencional, parecía un primer paso razonable para ordenar los asuntos del gobierno federal en caso de bancarrota. Pero los demócratas no tenían ningún interés en facilitar lo inimaginable, y la idea de que se pagara antes a los acreedores chinos que a los militares en servicio y receptores de la seguridad social no tenía recorrido político. La propuesta republicana no tardó en ser apodada «Ley del “paga primero a China”» y los demócratas la rechazaron; Obama anunció que si la norma se aprobaba, él la vetaría.

El verano pasó sin ningún acercamiento y, el 25 de septiembre de 2013, el Tesoro anunció que el 17 de octubre se quedaría sin liquidez. Nancy Pelosi recordó a Boehner el sacrificio que los demócratas habían realizado para que el presidente Bush pudiera aprobar el Programa de Rescate de Activos Problemáticos (TARP).55 Pero el llamamiento no conmovió a una mayoría republicana que no guardaba especial buen recuerdo de los años de Bush y contemplaba con terror la posibilidad de que el Tea Party —que desdeñaba tanto el TARP como los rescates— lo adelantase por la derecha. Como los republicanos siguieron exigiendo recortes drásticos y la privatización de Medicare, no hubo forma de llegar a un acuerdo, y el 1 de octubre de 2013, a las 12.01 de la madrugada (hora del Este), el gobierno entró en parálisis parcial y hasta 850.000 empleados federales quedaron en situación de permiso temporal no retribuido.56 La Casa Blanca tuvo que suspender los viajes del presidente al extranjero. En la cumbre del Foro de Cooperación Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés), celebrada en Indonesia, el presidente estadounidense no pudo reunirse con su homólogo chino. Hasta el 16 de octubre, unas horas antes de que expirase el plazo último del Tesoro, el Senado no aprobó una resolución de continuidad para financiar al gobierno hasta febrero de 2014, un recurso temporal que los líderes republicanos aceptaron cuando comprendieron qué daño político les estaba originando el enfrentamiento.

IV

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