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IV. Las réplicas del terremoto » Capítulo 20. Temor al Tapering

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Capítulo 20

TEMOR AL TAPERING*

El hecho de que los asombrosos acontecimientos vividos en el Congreso en 2013 no causaran una crisis inmediata en el mercado de los títulos de deuda nos indica que los títulos del Tesoro estadounidense seguían siendo considerados como el activo globalmente más seguro. Aunque chinos y alemanes mostraron alguna queja y el mercado experimentó un sobresalto, la demanda de los bonos estadounidenses se recuperó con rapidez. En última instancia, el mercado de los pagarés emitidos por los contribuyentes estadounidenses estaba suscrito por la Reserva Federal. A diferencia del BCE, el banco central de Estados Unidos no dejaba dudas de que garantizaba la deuda de su gobierno. Las adquisiciones de la tercera fase de la expansión cuantitativa prestaron un apoyo inmediato, mantuvieron los precios altos y los tipos bajos. Esto representó por lo menos un punto de estabilidad para los inversores globales. Pero tras lo sucedido en 2013, había temas que era inevitable abordar. ¿Acaso la estabilidad generada por la Fed había tenido como efecto secundario indeseado liberar la política de las restricciones del mercado y, en consecuencia, permitir el extremismo de los republicanos? Que Estados Unidos fuera capaz de lidiar con crisis presupuestarias de corto plazo, como las de 2011 y 2013, ¿llevó a los contemporáneos a subestimar los peligros futuros que podía conllevar la degeneración de la democracia estadounidense? ¿Durante cuánto tiempo las intervenciones tecnocráticas de la Fed podrían compensar tanto la ausencia de brillo de la recuperación económica estadounidense como la debilidad del brazo legislativo? ¿Cuánto tiempo podría mantener la Fed la tercera fase de la expansión cuantitativa, cuándo iniciaría una reducción escalonada en la compra de bonos de deuda pública (lo que se conoce como tapering)? En comparación con el caos de la política fiscal, se trataba de cuestiones «normales» de política monetaria, salvo que desde 2008 no existía nada parecido a una política monetaria normal. La enorme expansión del balance contable de la Fed estaba sosteniendo no solo el sistema bancario de Estados Unidos, sino el conjunto del sistema del dólar. Además, la Fed no solo había ampliado su balance, sino que había modificado su composición. Al adquirir valores a largo plazo a cambio de reservas de metálico, la Fed había absorbido en sus libros el desfase de vencimientos que había deshecho el sistema bancario paralelo. Tras las sucesivas fases de la expansión cuantitativa, la Fed era quien poseía ahora los valores a largo plazo frente a los pasivos de corto plazo, tales como el metálico y los depósitos de los bancos estadounidenses y europeos.

Pese a la angustia de algunos halcones de la inflación, la estabilidad no corría peligro de forma inmediata. A los bancos les parecía bien mantener sus reservas de metálico en la Fed. Si los tipos de interés subían, la Fed, al ser uno de los mayores titulares de bonos, sufriría una mengua de capital; pero esto quedaba más que compensado por los 350.000 millones de dólares que la Fed había pagado al Tesoro entre 2008 y 2013.1 Seguía abierta, en cambio, la cuestión de las probables repercusiones que tendría, en los mercados financiero y monetario, un cambio de comportamiento de la Fed. Todo intento de moderar la adquisición de bonos por parte de la Fed —no digamos, revertir la posición— conllevaba un ajuste importante en la voluntad de los mercados de absorber no solo un mayor volumen de títulos, sino también parte del desfase de vencimientos que la Fed había asumido. Y esto tendría que ocurrir al mismo tiempo que los tipos de interés a corto plazo empezaban a moverse al alza. Si, por otro lado, la Fed daba continuidad a la tercera fase de la expansión cuantitativa, su balance general seguiría inflándose, los precios de los títulos continuarían siendo altos, los tipos de interés no abandonarían su proximidad al cero y se acumularían todavía más desequilibrios. En 2008, la Fed había iniciado un vertiginoso camino por la cuerda floja que no había forma de interrumpir para regresar a las certezas de la gran moderación.

Fuente: Banco de Datos Económicos de la Reserva Federal (FRED, por sus siglas en inglés).

I

Tanto en Estados Unidos como en el extranjero, la Fed, con su política de bajos tipos de interés, creó un clima de inversión sobrecalentado. Con su programa de compra de títulos, que hacía subir el precio de los bonos y bajar los rendimientos, la Fed incentivaba a los inversores a alejarse de los bonos y situar sus fondos en valores más rentables, pero de mayor riesgo. No hay consenso en torno de hasta qué punto este impulso podría explicar la explosión del mercado bursátil. Los datos econométricos apoyan, sobre todo, que la primera fase de la expansión cuantitativa contribuyó a que en 2009 se diera una primera etapa de recuperación del mercado bursátil.2 Pero para los típicos paladines de Wall Street, la asociación visual entre el balance contable de la Fed y el alza del índice S&P 500 era plenamente significativa. Como un estratega de Citigroup dijo al Financial Times: «Todo gira en torno de la política monetaria. Lo que está impulsando las cosas no es la economía subyacente, es la liquidez del banco central».3 En 2008 la Fed había intervenido para detener la implosión del mercado. Había bombeado billones en el sistema financiero. Ahora los mercados estaban atentos a cualquier cosa que la Fed pudiera decir.

Los inversores buscaban rendimientos mayores, no solo en títulos estadounidenses, sino también en acciones de otros países. El dólar era barato para todos. Cualquier inversor que quisiera apostar con los movimientos de los tipos de cambio podía obtener préstamos baratos en dólares e invertir en mercados emergentes de alto rendimiento. Contando con que el dólar no se apreciaría bruscamente antes del vencimiento de la deuda, sería una provechosa operación de acarreo.4 Mediado 2015, gobiernos y empresas de fuera de Estados Unidos habían acumulado 9,8 billones en deuda denominada en dólares.5 En buena medida, estos títulos estaban en manos de economías ricas del mundo desarrollado. Pero 3,3 billones de dólares correspondían a prestatarios de mercados emergentes, ya fueran gubernamentales o privados. Desde el punto de vista de un inversor a la caza de rentabilidad, cuanto más exóticos fueran los títulos, mejor. En septiembre de 2012 Zambia emitió su primer bono denominado en dólares. Con un modesto cupón del 5,6 %, una oferta de 750 millones de dólares atrajo peticiones por valor de más de 11.000 millones.6 Un año después, una empresa de pesca de atunes, respaldada por el Estado de Mozambique, recaudó 850 millones de dólares. En total, en 2012-2013, los emisores soberanos de África recabaron 17.000 millones de dólares en financiación mediante obligaciones.7 En mayo de 2013 el auge culminó con el bono de diez años, de 11.000 millones de dólares, emitido por Petrobras, la compañía petrolífera estatal de Brasil. Representó la mayor emisión de títulos de una corporación de un mercado emergente. La demanda fue tan elevada que la rentabilidad de la emisión de Petrobras se redujo a un escaso 4,35 %, inferior a la de muchos títulos soberanos.8

Este interés global por la deuda de los mercados emergentes era emocionante, desde el punto de vista de los prestatarios. Pero también los exponía a peligros graves. Fondos enormes, de gestión agresiva, se apiñaban en mercados restringidos. Según señaló el FMI, dado que las quinientas compañías mayores de administración de activos poseían más de 70 billones de dólares en sus carteras, la simple reasignación de un 1 % implicaba un flujo de entrada o salida de un tipo de activos por valor de 700.000 millones. Esto bastaba para que un mercado emergente se hallara en dificultades, por exceso o por defecto. La retirada de fondos que ya había causado esta clase de tensión en 2008, por la periferia de la economía mundial, tan solo había ascendido a 246.000 millones de dólares. El influjo sin precedentes que transformó las perspectivas de esas mismas economías en 2012 fue de 368.000 millones de dólares.9 Esta desproporción creaba riesgos para los emisores, pero también podía ser una causa de malas noticias para los inversores. Si se producía una oleada repentina de retiradas, la reducida dimensión de los mercados financieros emergentes amplificaría el efecto de estampida.10 Si la Fed daba marcha atrás y una gran cantidad de dinero volvía a fluir a Estados Unidos, ¿quién sería el primero en vender? ¿Quién saldría del paso sin sufrir pérdidas fatales?

Según datos del BPI, entre 2008 y 2014, los fondos profesionales incrementaron lo invertido en mercados de renta fija y variable, pasando de 0,9 a 1,4 billones de dólares.11 Si relacionamos estas cifras con los totales globales, que ascendían a decenas de billones, no son cantidades colosales. Pero eran comparables a las existencias de activos tóxicos de alto riesgo que habían causado tanto daño en 2007-2008, y a las deudas de Grecia, España e Irlanda, que habían desestabilizado la eurozona en 20102012. Después de las subprime y de la deuda soberana de la eurozona, ¿los mercados emergentes protagonizarían la tercera parte en una «trilogía» de las crisis de deuda?12

Como era de esperar, los responsables financieros de mercados emergentes en ebullición, como Brasil, se quejaron por el influjo de capital volátil estadounidense. En la cumbre del G20 de Seúl, en noviembre de 2010, habían arremetido contra Bernanke por adoptar la segunda fase de la expansión cuantitativa, bajar los tipos de interés de Estados Unidos y permitir que el dólar cayera. En 2013 muchos mercados emergentes habían dejado atrás la guerra verbal e introducido controles de capital. Brasil, Corea del Sur, Tailandia e Indonesia tomaron medidas para restringir la entrada de fondos y frenar la apreciación de sus divisas. Quince años antes, cuando el «consenso de Washington» estaba en su apogeo, esto se habría considerado inaceptable. Limitar el movimiento del capital internacional era apartarse de la gran política de liberalización de las décadas de 1970 y 1980. Pero los defensores de la revolución de los mercados no habían previsto ni las crisis de los mercados emergentes durante los años noventa ni una política monetaria de la escala de la expansión cuantitativa. Frente al colosal flujo del ciclo de crédito global, amplificado por el efecto indirecto de la lucha de la Fed contra la crisis, se aceptó, aun a regañadientes (incluso por parte del FMI) que controlar el capital era una necesidad pragmática.13 Según una imagen de la revista The Economist, era «como si el Vaticano hubiera dado su bendición al control de la natalidad».14

II

En lo que atañía a los mercados, todo dependía de cuándo y cómo cambiara su rumbo la Fed. Volviendo a 2013, Bernanke había puesto en marcha el gigantesco programa de adquisición de títulos de la tercera fase de la expansión cuantitativa, que había inundado el mundo de liquidez en dólares, condicionada al mercado de trabajo de Estados Unidos. Había prometido que los tipos de interés seguirían siendo extraordinariamente favorables mientras el desempleo no cayera por debajo del 6,5 %. En la primavera de 2013, cuando la economía estadounidense ya vislumbraba ese objetivo, la Fed empezó a dar pistas. Había llegado el momento en el que sopesaría ralentizar el ritmo de la adquisición de activos. Era una jugada delicada. La Fed no quería una reducción demasiado brusca. El mercado de trabajo todavía no se había recobrado del todo. La lenta recuperación ante la que Larry Summers había expresado su inquietud quizá no resistiría un repunte súbito de los tipos de interés. Para los inversores, por su parte, era crucial adelantarse al movimiento. Si sabían que la Fed subiría los tipos en un futuro inmediato y los precios de los títulos caerían, querían ser los primeros en vender. Por descontado, nadie sabía con certeza si la Fed iniciaría ese proceso de tapering, o cuándo. Por ello mismo, otra razón de vender era poner a prueba la determinación de la Fed. Según Richard Fisher, presidente de la Fed de Dallas, y ex gestor a su vez de un fondo de inversión libre, le dijo al Financial Times, con una expresividad típica: «A los mercados les gustan las pruebas [...] No hemos olvidado qué le pasó al Banco de Inglaterra [cuando George Soros tumbó la libra esterlina en el MEDE, en septiembre de 1992]. No creo que nadie pueda doblegar a la Fed [...], pero sí creo que el gran capital se organiza de un modo que recuerda a los cerdos asilvestrados. Si detectan una debilidad, un mal olor, se lanzan a por ello».15 Para Fisher, dada esta tendencia a la acción colectiva, «tenía sentido» que la Fed «socialice la idea de que la expansión cuantitativa no es una calle de un solo sentido». Pero dada la probabilidad de que un gran aumento de los tipos de interés afectara a la frágil recuperación, Fischer no esperaba que Bernanke pasara, de la noche a la mañana, «de la mano abierta a la mano cerrada». Los animales silvestres debían tener cuidado de no confundir ser los primeros con presentarse antes de hora.

El 17 de mayo de 2013, Bernanke se lanzó al agua. Dijo al Congreso: «Si seguimos viendo una mejora continua y tenemos confianza en que será sostenida, entonces en las próximas reuniones podríamos reducir un tanto el ritmo de las compras».16 A los mercados no les pasó por alto. Más adelante, a las 2.15 de la tarde del 19 de junio de 2013, Bernanke hizo un anuncio más concreto. A condición de que los datos económicos siguieran siendo positivos, el FOMC, en la futura sesión sobre política monetaria de septiembre de 2013, aprobaría reducir las adquisiciones mensuales de títulos de 85.000 a 65.000 millones de dólares. El programa de compra de bonos podría haber concluido del todo a mediados de 2014. Pese a las semanas de preparativos, la declaración de Bernanke provocó un auténtico estallido de pánico (el episodio se conoce popularmente como taper tantrum, «jaleo por la reducción»). En cuestión de segundos, la rentabilidad subió del 2,17 al 2,3 %; dos días después estaba en el 2,55 % y alcanzaría un máximo del 2,66 %. Eran cambios menores, en términos absolutos, pero representaban un incremento de los costes por intereses de casi el 25 % e infligieron la correspondiente pérdida de capital a los titulares de los bonos. Los mercados de renta variable tuvieron una reacción empática y perdieron un 4,3 % en cuestión de días.

En los mercados emergentes, el anuncio de Bernanke en mayo ya había bastado para provocar una reacción violenta. Si la Fed reducía las compras, los precios de los bonos empezaban a disminuir y la rentabilidad recibía un empujón al alza, entonces los mercados emergentes quedarían sometidos a una doble presión. No solo deberían ajustar sus tipos tanto como lo hiciera Estados Unidos, sino que vivirían un efecto de amplificación por medio de la tasa cambiaria. Como explicó The Economist: «un volumen de deuda en dólares es como una posición corta», es decir, una posición especulativa que calcula que el tipo de cambio del dólar no variará o descenderá.17 Un aumento del tipo de interés de la Fed no solo suponía incrementar el coste del endeudamiento, sino también, probablemente, un ascenso paralelo del dólar. Los prestatarios de los mercados emergentes, por su exposición, intentarían cubrir el riesgo asumido en dólares, ampliando el ajuste de la divisa y con ello reforzando la presión sobre otros emisores en dólares. Ya en la primavera de 2013, cuando los mercados empezaron a mostrar inquietud por los pasos inmediatos de Bernanke, los mercados emergentes notaron esa presión. Para estos mercados, el boom de la financiación había concluido. Los tipos de cambio de los países que Morgan Stanley denominaba «los Cinco Frágiles» —Turquía, Brasil, la India, Suráfrica e Indonesia— experimentaron una caída precipitada. Los inversores occidentales retiraron su dinero.18 Los tipos de interés subieron para contrarrestar el efecto de «aspiradora» de la política de la Fed.19 Los controles de capital introducidos para contener el influjo excesivo no impidieron que el dinero extranjero se marchara, pero al menos limitaron la importancia de los daños. Según comentó un responsable del banco central de Brasil: «Sabíamos que esto iba a pasar y nos habíamos preparado».20

Desde Estados Unidos, algunos observadores comentaron con severidad que el ciclo de crédito global no estaba escrito en las estrellas.21 Los países que habían permitido la apreciación de sus divisas habían estado sujetos a un influjo de fondos menor. A su vez, cuando el ciclo de crédito global se invirtió, no todos perdieron la financiación al mismo ritmo. Entre los mercados emergentes, se vieron afectados con mayor dureza los que no se hallaban en posiciones financieras sólidas. El ajuste de la Fed iba a ser duro para todos, pero si no habían puesto orden en sus presupuestos, la culpa era solo suya.22 Esto tenía sentido en cuanto mensaje moral y a su vez surtía el conveniente efecto de desviar la responsabilidad de Estados Unidos. Los mercados emergentes debían ocuparse de su propia suerte. Pero los datos no confirmaron estas afirmaciones. Entre esos mercados, los que más perdieron, de hecho, tendieron a ser los que habían atraído los mayores influjos de capital extranjero, que también tendían a ser los que poseían una mejor salud financiera.23 En todo caso, esta clase de verdades desagradables sobre la disciplina fiscal llegaba tarde para los que ahora se enfrentaban a las restricciones de financiación. Algunos se pusieron manos a la obra. Raghuram Rajan, el antiguo economista en jefe del FMI que se había mostrado crítico con la euforia de los mercados financieros, se ganó el respeto ajeno como gobernador del banco central de la India elevando los tipos y estabilizando la rupia.24 Pero el jaleo derivado de la reducción también puso a prueba la resistencia política, no solo la financiera. No todos los gobiernos respondieron con ecuanimidad a una presión externa tan abrupta. Cuando la referencia a una reducción en el programa de compra de títulos afectó a la divisa turca en mayo de 2013, el presidente Erdoğan afrontaba un desafío interior radical, pues al mismo tiempo unos manifestantes chocaban con los antidisturbios en el parque estambulí de Gezi.25 Para Erdoğan, la interpretación de esta coincidencia era evidente: no había tal coincidencia; la presión sobre su gobierno —tanto la política interior como la económica exterior— formaba parte de una «conspiración de fuerzas extranjeras no especificadas, banqueros y medios de comunicación locales e internacionales» que pretendían forzar un cambio de régimen.26 Esta presión, a juicio de Erdoğan, afectaba por igual a todos los países que se atrevían a exigir un lugar más destacado en el escenario mundial: países como Brasil y Turquía. «[L]os símbolos son los mismos, los pósteres son los mismos, Twitter y Facebook son los mismos, los medios internacionales son los mismos. Están dirigidos desde el mismo centro [...] el mismo juego, la misma trampa, el mismo objetivo.» Todos estaban en el ajo: los dueños de las redes sociales, en Silicon Valley, los representantes de la cruzada liberal en el Departamento de Estado, la Fed, todos. En un discurso incendiario denunció las conexiones entre los bancos privados turcos, los grupos de capital internacional y —según, por lo menos, un informe— también Israel. «¿Quién ha salido ganando con estas tres semanas de manifestaciones? —preguntó el presidente Erdoğan—. Los grupos de presión. Los enemigos de Turquía han salido ganando.»27 Los expertos extranjeros podían insistir cuanto quisieran en que bastaba con que Turquía pusiera orden en casa, económicamente hablando; pero Erdoğan tenía otras ideas. Frustrado por los hechos de que la UE no lograba dar continuidad a las negociaciones para el ingreso de Turquía en la Unión, y que Obama no lograba intervenir en Siria, Turquía volvió la mirada hacia Moscú. Ankara hizo saber que le gustaría ingresar en la Organización de Cooperación de Shanghái, fundada por Rusia y China en esta ciudad.28 En comparación con los caprichos de Occidente, el eje ruso-chino parecía prometer estabilidad.

En la cumbre del G20 en San Petersburgo, los días 5 y 6 de septiembre de 2013, mientras el mundo aguardaba la decisión del Comité de Mercado Abierto de la Reserva Federal, el tono fue más comedido que el de Ankara, pero el mensaje se transmitió con fuerza y claridad. La Fed tenía que comprender que todos los países, Estados Unidos incluido, vivían en un «mundo interdependiente». Los ministros de finanzas de Brasil e Indonesia exigieron que Bernanke abandonara las ambigüedades. China, expuesta a Estados Unidos no solo a través del comercio, sino también por su colosal cartera de títulos en dólares, no alzó menos la voz. En palabras de un portavoz oficial: «Como la política monetaria de Estados Unidos tiene una enorme influencia sobre los mercados emergentes y la economía global, confiamos en que las autoridades de la política monetaria estadounidense, tanto si reducen como si abandonan el estímulo, no solo tendrán en cuenta las necesidades económicas del propio Estados Unidos, sino que también pensarán en las circunstancias económicas de los mercados emergentes».29 Por su perfil, Rajan era el portavoz de estos mercados mejor valorado en Estados Unidos. Durante la crisis de 2008 —le recordó a Estados Unidos—, los mercados emergentes habían emprendido un «gigantesco estímulo fiscal y monetario» en respaldo del crecimiento global. Ahora los países industrializados no podían «lavarse las manos [...] y decir que haremos lo que nos haga falta, y vosotros haced los ajustes [...] Hace falta una mayor cooperación y, por desgracia, hasta el momento no la ha habido».30

En la era de la globalización se recurría a la «interdependencia» como una panacea. Y pedir una mayor cooperación no tenía nada de malo. Pero ¿por qué debería la Fed atender esas demandas? En 2008 había proporcionado liquidez a toda la economía mundial. Ahora hacía lo que estaba en sus manos para sostener la recuperación. Pero su mandato era nacional. Era responsable de la economía de Estados Unidos, no de todo el mundo. En lo que respectaba a la Fed, la cuestión que realmente daba que pensar era el temor al efecto bumerán. Este había sido el argumento definitivo para emprender la colosal acción de líneas de swap de 2008. En eso mismo hizo hincapié, en otoño de 2013, la directora gerente del FMI, Christine Lagarde. La gran conmoción monetaria de la Fed —advirtió a Washington— tendrá consecuencias «que es posible que repercutan donde han empezado», es decir, en Estados Unidos.31 Pero para la Fed, una cosa era admitir que los megabancos europeos podrían causar un hundimiento, y otra muy distinta aplicar lo mismo a los mercados emergentes. A tenor de las cifras, nadie podía afirmar en serio que los ciclos económicos de Indonesia o la India tenían consecuencias de calado en la estabilidad financiera de Estados Unidos.32 La interdependencia de la era global era ubicua, en efecto, pero, sin lugar a dudas, no era simétrica. Unos recibían los golpes, otros los daban.

En todo caso, como la insurgencia republicana estaba en vías de paralizar el gobierno federal, y consideraba el presupuesto del FMI como un posible rehén, para la Fed habría sido políticamente desastroso admitir que sus decisiones recientes estaban condicionadas por las circunstancias económicas de Indonesia. Antes a la inversa, las protestas de los mercados emergentes dieron a la Fed una buena ocasión para alardear de patriotismo nacional. Dennis Lockhart, presidente de la Fed de Atlanta, tranquilizó con estas palabras a Bloomberg TV, en agosto de 2013: «No podemos perder de vista que somos una criatura legal del Congreso de Estados Unidos y tenemos el mandato exclusivo de ocuparnos de los intereses de Estados Unidos [...] Otros países, sencillamente, deben tomar esto como un hecho, y ajustarse a nuestras decisiones si eso es de importancia para sus economías». James Bullard, de la Fed de San Luis, destacó la misma idea: «No vamos a orientar nuestra acción basándonos tan solo en la volatilidad de los mercados emergentes».33

III

Poco después, el 18 de septiembre, llegó la tan esperada decisión de la Fed. Tras la sucesión de reacciones acumuladas desde mayo, el FOMC anunció que no tocaría los tipos de interés y seguiría comprando títulos al ritmo actual, a la espera de «más pruebas de que la mejora será sostenida».34 La reducción del programa de compra de bonos, cuya expectativa había sembrado temor en los mercados desde mayo, se cancelaba.

La decisión de no cambiar nada provocó un frenesí de interpretaciones, no sobre la posibilidad de la reducción, sino sobre por qué no se había producido. ¿Acaso las «palomas» de la junta de la Fed se resistían a provocar un seísmo con los tipos de interés? ¿Le había entrado miedo a Bernanke? ¿Se había limitado a dar una patada adelante para no tener que abordar el problema y dejárselo a su sucesor?35 ¿O quizá la Fed era coherente en sus medidas, pero no acertaba en las predicciones? Entre la primavera de 2013, cuando se empezó a sopesar el tapering, y septiembre, cuando se decidió posponerlo, la Fed había modificado netamente a la baja su previsión de crecimiento.36 Si la economía se estaba recuperando con menos fortaleza de lo previsto, la decisión salvaría la reputación de la Fed en cuanto que gestora política coherente, pero a cambio de disminuir la confianza en sus pronósticos y poner de manifiesto que las expectativas no se habían cumplido.

¿O tal vez no había ni cobardía ni un error en las predicciones? ¿Y si la Fed estaba haciendo una jugada táctica con sutileza? Si su objetivo principal era asegurarse de que la economía estadounidense completaba su lenta recuperación sin verse afectada por un incremento prematuro y violento de los tipos, necesitaba saber con qué intensidad reaccionarían los mercados de deuda ante una reducción del estímulo monetario. El jaleo que se había formado en junio de 2013 ante el mero anuncio de una futura reducción tenía una lectura clara. Los mercados estaban impacientes. Los inversores, ante la sospecha de un cambio de rumbo de la Fed, correrían a ajustar las condiciones de crédito. Si la Fed creía que se necesitaba un proceso más gradual, entonces, tras los primeros anuncios de reducción, en mayo y junio, debía conmocionar de nuevo a los mercados, una tercera vez, ahora en la dirección contraria, y comunicarles que, aunque la reducción llegaría, los detalles todavía no estaban escritos.37

Cuatro interpretaciones distintas: decisión política de la Fed, debilidad, error en los pronósticos o movimientos tácticos. ¿De qué se trataba? ¿Cómo podían saberlo los mercados y, sin saberlo, cómo debían reaccionar? Dadas las vacilaciones de la Fed, cabría haber esperado que los vigilantes de los títulos dieran la batalla. Entre el sector más militante de los inversores existía una profunda hostilidad a Bernanke. En octubre de 2013, Larry Fink, el primer ejecutivo de BlackRock, la mayor gestora de activos, acusó a la Fed de fomentar en el mercado condiciones «de burbuja».38 Su director de inversiones de renta fija se quejó de que los tipos de interés se estaban viendo afectados por «distorsiones tremendas».39 Pero en el mercado no había unanimidad. Bill Gross, de Allianz-PIMCO, defendió que los inversores debían aceptar lo inevitable: si la Fed tenía intención de ir gestionando una salida gradual de la gigantesca burbuja de deuda de los años de auge —lo que Ray Dalio, del fondo de inversión libre Bridgewater, había denominado «hermoso desapalancamiento»—, los inversores tendrían que admitir que ello ocurriría a su costa.40 Debían abandonar la expectativa de un aumento inmediato de los tipos. «Ahora mismo el mercado (y la previsión de la Fed) calcula que el tipo federal estará un 1 % más alto a finales de 2015 y otro 1 % más para diciembre de 2016. Apuesten a que no será así [...] Al apostar por una política de tipos inferior a la vigente ahora en los mercados, el inversor en renta fija debería contar una cierta quietud pastoril para los años venideros, como la de una vaca que pasta en el prado, supongo. No es algo que emocione, pero ¡qué diantre, uno se gana la vida! [...] Ni la Madre Naturaleza ni la Madre Mercado se preocupan lo más mínimo por lo que pierdas o por tus expectativas de una rentabilidad de dos cifras en una cartera de renta fija y variable valorada en mucho menos. Sé una vaca satisfecha, no una vaca voraz, y pasta con prudencia y con la certeza cada vez más clara de que, para sobrevivir, lo más seguro es dejarse guiar por la Fed».41

Con billones de dólares en juego, y los mercados ansiosos por anticiparse a las decisiones de la Fed, ¿la imagen pastoril de Bill Gross no era ilusoria? Para el Financial Times, las relaciones entre los mercados y la Fed no recordaban tanto a la satisfacción de un rebaño vacuno en un prado como al retorcido psicodrama de un matrimonio inestable. Los inversores podían seguir el consejo de Gross e «intentar convencerse de que los bancos centrales me aman». Pero el mantra escondía incertidumbres y tensiones profundas. Durante los cinco años precedentes, bajo la influencia del enorme estímulo de la Fed, las estrategias de los inversores habían llegado a parecerse mucho entre sí, y andaban todo el rato con conjeturas sobre lo que iban a hacer unos u otros y el banco central: «¿Qué piensas? ¿Qué sientes? ¿Qué nos hemos hecho el uno al otro? ¿Qué vamos a hacer ahora?, frases aplicables por igual a la inquietud de los gestores políticos que a los nervios de un marido [...] Todo esto apesta a un matrimonio levantado sobre una base frágil».42 En cualquier momento, el equilibrio podía alterarse por efecto de un cambio en las políticas de la Fed o un repentino cambio de humor de los mercados. Las consecuencias, para el conjunto de la economía global, serían «del todo impredecibles».43

IV

A los responsables de los bancos centrales extranjeros, por lo tanto, se les aconsejó que practicaran el «intentaré convencerme de que la Fed me ama». La decisión de no detener la tercera fase de la expansión cuantitativa alivió la presión sobre los mercados emergentes. La rupia india, muy afectada por las repercusiones del anuncio de reducción del programa, rebotó de las 68 rupias por dólar a 61,9, a principios de octubre.44 La divisa indonesia interrumpió su brusco descenso. Todo ello supuso un alivio. Pero Rajan y sus colegas tendrían que creer que la Fed los tomaba en consideración, pese a que el Congreso vigilaba atentamente para que solo respondiera a los intereses de Estados Unidos, y pese a que la propia Fed había tomado su decisión alardeando de indiferencia con respecto al resto del mundo. Aún fue más relevante lo que la Fed hizo entre bambalinas. El 31 de octubre de 2013 —en las semanas posteriores a la renuncia a reducir el programa de adquisición de bonos y al punto muerto en el que se hallaba el presupuesto en el Congreso—, la Fed, el BCE, el Banco de Japón, el Banco de Inglaterra, el Banco de Canadá y el Banco Nacional Suizo hicieron un anuncio conjunto, con discreción:

Los acuerdos temporales existentes en materia de permuta bilateral de liquidez se están convirtiendo en acuerdos permanentes, esto es, acuerdos que seguirán en vigor hasta nuevo aviso. Los acuerdos permanentes formarán una red de líneas de swap bilaterales entre los seis bancos centrales. Estos acuerdos permiten proporcionar liquidez en cada jurisdicción en cualquiera de las cinco divisas ajenas a esa jurisdicción, si los dos bancos centrales de un acuerdo concreto de permuta bilateral entienden que las condiciones del mercado justifican tal acción en una de sus divisas. Los acuerdos de permuta temporales en vigor han ayudado a aliviar tensiones en los mercados financieros y moderar sus efectos en las circunstancias económicas. Los acuerdos permanentes seguirán funcionando como una prudente red de seguridad de la liquidez.45

Así, las líneas de swap que se habían revelado en octubre de 2008 y habían resultado cruciales para estabilizar los mercados financieros globales se transformaban ahora en un acuerdo permanente.46 Como en 2008, la red tenía límites. Entre los mercados emergentes, ni uno solo de los más frágiles quedó incluido en el grupo central de la red de permuta de la Fed; pero tampoco se los abandonaba a su suerte. Lo que empezó a tomar forma fueron subredes regionales. Eran subredes desiguales. Entre los principales bancos centrales de Europa no había nada digno de mención. Pero en Asia los bancos centrales se mostraron más activos. En septiembre de 2013, cuando la inquietud por la posible reducción del programa de adquisición de títulos de la Fed llegó a un punto culminante, India negoció con Japón un incremento en los acuerdos de línea de swap, que ascendió de 10.000 millones de dólares a 50.000. En diciembre, Japón duplicó las posibilidades de swap que ofrecía a Indonesia y las Filipinas y se mostró dispuesta a negociar un convenio similar con Singapur, Tailandia y Malasia.47 La inmensa cartera de activos en dólares que Japón manejaba —solo China poseía una cartera mayor— le proporcionó los medios necesarios para ofrecer estas facilidades. Y, si estallaba una crisis, el Banco de Japón siempre podía recurrir a la Fed. De esta manera, la liquidez en dólares se filtraba a través de todo el sistema.

Como en 2008-2009, en 2013 el vocerío que exigía un nuevo orden monetario y un «mundo desamericanizado» distrajo la atención de la realidad: se estaba tendiendo por toda la economía mundial una nueva y poderosa red de provisión de liquidez. Las noticias sobre las líneas de swap quedaron sepultadas en las páginas interiores del Financial Times y The Wall Street Journal.48 No hubo fanfarrias, no hubo una segunda conferencia de Bretton Woods. Tampoco se buscó la aprobación congresual o parlamentaria. Se trataba de medidas ejecutivas. Pero iban mucho más allá. Transcurridos cinco años desde el inicio de la crisis, mientras los mercados seguían inquietos y el sistema político estadounidense vivía una fase de grave disensión, el sistema global del dólar recibía unos fundamentos nuevos y de una capacidad expansiva sin precedentes.

Al respecto de la eficacia técnica de las líneas de swap había pocas dudas. Su legitimidad política ya era una cuestión distinta. Y en otoño de 2013 era imposible no pensar igualmente en otro de los sistemas técnicos del poder en Estados Unidos, que se había revelado algo antes, aquel mismo año: la red de vigilancia electrónica de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés).49 La red desvelada por Edward Snowden a principios de junio también se centraba en la capacidad tecnológica y el poder de Estados Unidos. También coincidía en que no era un monolito central: al igual que la Fed, la NSA funcionaba a través de agencias locales. También prometía ofrecer un manto de seguridad a Estados Unidos y sus aliados. Por supuesto, espiar y cambiar divisas no eran lo mismo. Pero tenían en común que su poder funcional y su eficacia administrativa no tenían parangón en nada que se asemejara a una autorización política pública. Eran una demostración clara de que el poder global de Estados Unidos seguía siendo muy considerable y, al mismo tiempo, de lo difícil que resultaba justificar ese poder en público ya fuera en Estados Unidos o en los países cuyos gobiernos y empresas participaban de la red estadounidense.

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