Crash!

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No había tránsito en la autopista. Por primera vez desde mi salida del hospital las calles estaban desiertas, como si los agotados actos sexuales entre Vaughan y Catherine hubiesen borrado para siempre todos aquellos vehículos. Mientras íbamos hacia Drayton Park, las lámparas de la calle alumbraban la cara de Vaughan, que dormía como un niño apretando la boca abierta contra el asiento mojado de sudor. Era una cara a la que habían quitado toda agresividad, como si el semen que él había vaciado en la vulva de Catherine hubiera arrastrado consigo todas las crisis posibles.

Catherine se enderezó en el asiento, desembarazándose de Vaughan. Me tocó el hombro con un gesto de afecto conyugal. Por el espejo le vi los cardenales de la mejilla y el cuello, la boca magullada que le desfiguraba la sonrisa nerviosa. Estas deformaciones hacían más evidentes los elementos de la auténtica belleza de Catherine.

Cuando llegamos a casa, Vaughan seguía dormido. Catherine y yo salimos del coche inmaculado; el capó bruñido resplandecía como un escudo negro. Sostuve a Catherine tomándola por el brazo, y mientras caminábamos hacia la puerta por el sendero de grava gastada, Vaughan se levantó, bajó del coche, y sin volver la cabeza se instaló torpemente en el asiento del conductor. Pensé que arrancaría con un rugido, pero encendió el motor y se alejó en silencio.

En el ascensor abracé con fuerza a Catherine, amándola por los golpes que había recibido de Vaughan. Más tarde, esa noche, le exploré el cuerpo y los magullones tocándolos dulcemente con los labios y las mejillas, descubriendo en la piel enrojecida del vientre la geometría constrictiva del vigoroso cuerpo de Vaughan. Mi pene siguió los trazos toscos que las manos y la boca de Vaughan le habían inscrito en la piel. Me arrodillé sobre ella, tendida en diagonal sobre la cama. Tenía apoyados en mi almohada los pies menudos y una mano sobre un pecho. Me observaba con una mirada calma y afectuosa mientras yo la rozaba con el glande, uniendo las marcas de los accidentes imaginarios que Vaughan le había dejado en la piel.

A la mañana siguiente, en camino hacia los estudios Shepperton, me interné en el tránsito que se movía a mi alrededor, sintiéndome capaz al fin de disfrutar de esos carriles atestados de vehículos. A lo largo de esa elegante escultura moderna que era la carretera de hormigón, los coloridos caparazones de miríadas de coches se movían como los centauros benevolentes de una nueva Arcadia.

Vaughan ya estaba esperándome en el parque de estacionamiento, y el Lincoln ocupaba el lugar de mi coche. Las cicatrices del abdomen le brillaron al sol de la mañana, a pocos centímetros de mis dedos, cuando se apoyó en el marco de la puerta. En la bragueta de los jeans, donde la vulva de mi mujer se había apretado contra él, había una aureola blanca de mucosidad vaginal seca.

Vaughan abrió la puerta del Lincoln, invitándome a entrar. Mientras me sentaba al volante, comprendí que yo ahora quería estar con él todo el tiempo posible. Se sentó mirándome de frente, un brazo estirado en el respaldo del asiento, detrás de mi cabeza, el pene pesado apuntándome en la entrepierna de los pantalones. Yo ahora reconocía en mí los elementos de un verdadero afecto por Vaughan: celos, amor y orgullo. Quería tocarle el cuerpo, acariciarle el muslo mientras íbamos en el coche, como yo había hecho con Catherine en nuestros primeros encuentros; quería ponerle la mano en la cadera cada vez que bajáramos del coche, y cada vez que subiéramos.

—Seagrave se fue —comentó Vaughan mientras yo movía la llave del encendido.

—¿Adónde? Aquí ya terminaron la secuencia del accidente.

—Sólo Dios sabe. Anda conduciendo por ahí con una peluca y un abrigo de piel de leopardo. Tal vez empiece a seguirla a Catherine.

Dejé la oficina. Ese primer día recorrimos las autopistas durante horas, en busca de Seagrave, escuchando las emisiones de la policía y las ambulancias en la banda de alta frecuencia de la radio de Vaughan. Cada vez que anunciaban un accidente, Vaughan preparaba las cámaras que llevaba atrás.

Cuando la luz del crepúsculo se extendió sobre la última congestión de tránsito del día, Vaughan se despabiló del todo. Lo llevé a su estudio, una habitación grande en la última planta de un edificio que daba al río, al norte de Shepperton. El cuarto estaba atestado de artefactos electrónicos en desuso: máquinas de escribir eléctricas, terminales de computadoras, osciloscopios, grabadores y cámaras cinematográficas. Había unos rollos de cable eléctrico sobre la cama sin hacer. En los anaqueles de las paredes se amontonaban textos científicos, colecciones incompletas de publicaciones técnicas, ediciones baratas de ciencia ficción y reimpresiones de los artículos del propio Vaughan. La habitación había sido amueblada sin ningún cuidado. El conjunto de sillas de cromo y vinilo parecía elegido al azar en el escaparate de una tienda suburbana.

El narcisismo de Vaughan era allí evidente. Las paredes del estudio, el baño y la cocina estaban cubiertas con fotografías de él mismo, imágenes de los programas de televisión, pequeñas placas tomadas por fotógrafos de los diarios, instantáneas de los estudios, mientras recibía las atenciones de la maquilladora o gesticulaba ante un productor, para beneficio del fotógrafo. Todas estas fotos eran anteriores al accidente de Vaughan, como si los años subsiguientes fueran una no-zona de tiempo, un período cuyas urgencias no permitían ninguna vanidad. No obstante, estas fotografías borrosas parecían atraerlo mientras iba de un lado a otro por el cuarto, se daba una ducha y se cambiaba de ropa. Vaughan alisaba al pasar los dobleces de las puntas, como temiendo que cuando esas imágenes desaparecieran, su propia identidad ya no contase.

Ese atardecer, mientras atravesábamos las autopistas, vi otra vez cómo Vaughan trataba de fijar su propia identidad, proyectándola sobre acontecimientos externos. Vaughan escuchaba la radio y encendía el primer cigarrillo, tendido junto a mí en el asiento de delante. El olor a limpio de su cuerpo recién bañado se perdió primero entre el humo del hachis, y luego en el aroma punzante del semen que le empapó los pantalones cuando pasamos frente al primer choque. Mientras conducía el coche por el laberinto de calles laterales hacia el escenario del próximo accidente, la cabeza invadida por la resina, pensé en el cuerpo de Vaughan en el baño del estudio, en el pene abultado que sobresalía en un bajo vientre endurecido. Las cicatrices de las rodillas y los muslos eran como peldaños en miniatura, puntos de apoyo en esa escala de excitaciones desesperadas.

En las primeras horas de la mañana habíamos visto tres choques. Mi cabeza aturdida quería suponer que aún estábamos buscando a Seagrave, pero yo sabía que a Vaughan ya no le interesaba el piloto. Luego del tercer accidente, cuando se retiraron los policías y enfermeros, y el último chófer dejó de curiosear para meterse en un camión, Vaughan terminó de fumar y atravesó con pasos vacilantes el cemento resbaladizo, hacia el borde de la autopista. Un sedán conducido por una dentista madura había atravesado el parapeto cayendo en un parque abandonado. Seguí a Vaughan y miré desde la brecha en la balaustrada, mientras él descendía hasta el coche, ahora de nuevo sobre las ruedas. Vaughan caminó por las hierbas, que le cubrían las rodillas, y recogió una tiza descartada por un policía. Tanteó con las dos manos los bordes afilados del metal y el vidrio roto, apretándolas luego contra el capó y el techo hundidos. En una pausa, orinó en la oscuridad sobre el radiador todavía caliente, levantando una nube de vapor en el aire nocturno. Se miró el pene semierecto y se volvió consternado hacia mí, como pidiéndome que le ayudara a identificar ese órgano extraño. Lo apoyó en la aleta delantera del coche, y con la tiza dibujó el contorno sobre la pintura negra. Inspeccionó reflexivamente el resultado, y luego, satisfecho, caminó alrededor del coche y repitió la operación en las puertas y ventanillas fracturadas, en la tapa del baúl y el guardabarros trasero. Cubriéndose el pene con la mano para protegerlo de los bordes cortantes, se metió en el asiento delantero y dibujó el perfil en el tablero de instrumentos y el brazo central, señalando así el foco erótico de un choque o un coito, celebrando las bodas entre sus propios genitales y el tablero de instrumentos contra el que había estallado el cráneo de la dentista.

Para Vaughan, los detalles mínimos de estilo en un automóvil tenían una vida propia, tan significativa como los miembros y los órganos sensitivos de los seres humanos que conducían es tos vehículos. A veces me pedía que me detuviera frente a un semáforo para admirar la conjunción del limpiaparabrisas y el vidrio de un coche estacionado. Los contornos de los sedanes americanos y los coches deportivos europeos, con esa subordinación de la función al gesto, deleitaban a Vaughan. Solíamos seguir durante una hora a un nuevo modelo de Buick o Ferrari, mientras él estudiaba los detalles de la carrocería y de las molduras traseras. En una ocasión la policía nos interrogó cuando examinábamos el Lamborghini que pertenecía al dueño de una próspera taberna de Shepperton. Vaughan fotografiaba una y otra vez la inclinación exacta del parabrisas, la visera del farol delantero, la extensión del guardabarros. Lo obsesionaba el diseño de las piezas cromadas de las ventanillas, las molduras de acero inoxidable, las varillas del limpiaparabrisas, el cierre del capó y las puertas.

Vaughan se paseaba por los parques de estacionamiento de los supermercados como si recorriera un balneario, fascinado por los altos guardabarros de un Corvette que una ama de casa sacaba marcha atrás. Los respiraderos del motor lo ponían en trance, como si por fin volviera a ver algún ave del paraíso. A menudo, cuando recorríamos las autopistas, me indicaba que atravesara las líneas divisorias para que el perfil exacto de una coupé reluciera a la rápida luz del sol y él pudiera saborear así las perfectas proporciones de una parte trasera abreviada. La conducta de Vaughan reproducía continuamente las ecuaciones entre la estética del automóvil y los elementos orgánicos de su propio cuerpo. Si seguía a un prototipo italiano de alas truncas, Vaughan le hablaba a la prostituta que iba sentada entre nosotros con gestos estilizados y enfáticos, confundiendo a esta mujer aburrida con una charla interminable y amplios movimientos de hombros.

Para Vaughan, los interiores de color del Lincoln, y de los coches que empezó a robar durante una hora todas las noches, imitaban exactamente la piel de las jóvenes prostitutas que él desvestía mientras yo llevaba el coche a lo largo de las pistas oscuras. Los muslos desnudos imitaban los paneles vinílicos; las salidas de aire fresco resumían los contornos de los pechos puntiagudos.

Vi el interior del automóvil como un caleidoscopio de fragmentos de cuerpos femeninos, brillantemente iluminados. Esta antología de muñecas y codos, muslos y pubis, se unían en combinaciones siempre nuevas con los contornos del coche. En una ocasión corríamos a lo largo del perímetro sur del aeropuerto; yo trataba de mantener el coche en el centro de esa superficie convexa, celebrando con Vaughan el pecho desnudo de una adolescente que él había encontrado cerca de los estudios. Para él y para mí la perfecta geometría de esta pera blanca de colegiala correspondía al movimiento del coche a lo largo de la superficie curva del camino.

En el paisaje elaboradamente señalizado de la autopista, el cuerpo de Vaughan, de piel poco atractiva y palidez grasienta, era de una belleza dura, mutilada. Los pilares de hormigón que cada cincuenta metros sostenían el paso elevado de la Western Avenue como hombros angulosos, parecían unir distintos fragmentos cicatrizados de la anatomía de Vaughan.

Durante las muchas semanas en que me desempeñé como chófer de Vaughan, dándole dinero para pagar a las prostitutas y demás busconas que frecuentaban el aeropuerto y los hoteles cercanos, observé cómo Vaughan exploraba los caminos intransitados del sexo y el automóvil. Para Vaughan, el coche era el único sitio apropiado y verdadero para el coito. Con cada una de estas mujeres ensayaba un acto sexual diferente, insertándoles el pene en la vagina, el ano y la boca casi en respuesta a las variaciones del camino, la densidad del tránsito, mi modo de conducir.

Al mismo tiempo, me parecía que Vaughan estaba seleccionando mentalmente ciertos actos y posturas para utilizarlos en el futuro, para el coito máximo dentro de un automóvil. La clara ecuación que había establecido entre el sexo y la cinestesia del camino tenía una cierta relación con la figura obsesiva de Elizabeth Taylor. ¿Acaso se imaginaba en un acto sexual con ella, muriendo juntos en un complicado choque de autos? Durante la mañana y las primeras horas de la tarde, la seguía desde el hotel hasta los estudios. No le dije que nuestras negociaciones para conseguir la participación de la actriz en los cortos de la Ford habían fracasado rotundamente. Vaughan se retorcía las manos mientras la esperaba, moviéndose inquieto en el asiento trasero; como imitando inconscientemente y en cámara rápida cientos de actos sexuales con la actriz. Comprendí al fin que Vaughan repetía en fragmentos inconexos un acto sexual programado donde participarían la actriz y el camino que ella tomaba desde los estudios de Shepperton. El énfasis de los gestos, el modo grotesco de sacar el brazo por la ventanilla, como si estuviera a punto de destornillárselo y arrojar el miembro sanguinolento bajo las ruedas del coche que venía detrás, el rictus de la boca cuando apretaba un pezón con los labios, parecían ensayos privados de un drama aterrador que se desarrollaba en la mente de Vaughan, el acto sexual que coronaría la última colisión.

Durante estas últimas semanas, Vaughan estaba decidido a dejar las huellas de su sexualidad en los distintos sitios de un itinerario secreto, señalando con semen los corredores de ese teatro trágico. Nos acercábamos cada vez más a una confrontación directa con la policía. Un atardecer, durante la hora de más tránsito, Vaughan me indicó que me detuviera frente a un semáforo en verde, cerrando deliberadamente el paso a los coches que venían detrás. Encendiendo y apagando los faros, un coche de la policía se acercó a nosotros. Viendo la contorsionada posición de Vaughan, el copiloto supuso que habíamos tenido un accidente serio. Tapando la cara de la muchacha junto a él, la ca jera adolescente de un supermercado, Vaughan imitó la postura del embajador herido que habíamos visto en la limusina. A último momento, cuando uno de los policías salía del coche, decidí arrancar, ignorando las protestas de Vaughan.

Harto del Lincoln, Vaughan tomó prestados otros coches de los parques del aeropuerto, utilizando un juego de llaves que Vera Seagrave le había dado. Pasábamos de uno a otro de estos vehículos abandonados —los dueños estaban en París, Stuttgart o Amsterdam— y los devolvíamos por la noche cuando habíamos terminado con ellos. A estas alturas, yo ya era incapaz de reaccionar y tratar de detener a Vaughan. Me obsesionaba el cuerpo áspero de Vaughan, así como a él lo obsesionaban los automóviles, y me encontraba atrapado en un sistema de violencia complaciente y excitación, constituido por la autopista y las congestiones de tránsito, los coches que robábamos y las descargas sexuales de Vaughan.

En este último período observé que las mujeres que él traía al coche al atardecer eran cada ve z más parecidas a la actriz de cine. La adolescente de cabello negro era Elizabeth Taylor joven, y las otras mujeres la representaban en las etapas subsiguientes.

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