Crash!

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Vaughan, Gabrielle y yo visitamos la exposición de automóviles de Earls Court. Tranquilo y amable, Vaughan guiaba a Gabrielle a través de la multitud, exhibiendo las cicatrices del rostro como si fueran una reacción de simpatía ante las piernas de la inválida. Gabrielle se paseaba entre los centenares de automóviles expuestos en los stands. Las superficies de cromo y celulosa relucían como la armadura de gala de una hueste de arcángeles. Girando sobre los talones, Gabrielle parecía deleitarse en la contemplación de estos vehículos inmaculados, apoyando las cicatrices de las manos en la chapa pintada, rozándolos con las caderas estropeadas como un gato inoportuno. Provocó a un joven que atendía el puesto de la Mercedes a que la invitara a inspeccionar un coche deportivo blanco y no ocultó su placer cuando el turbado vendedor tuvo que ayudarla a meter las piernas en el coche. Vaughan silbó, admirado. Caminábamos entre los stands y los coches que giraban en plataformas. Gabrielle avanzaba con dificultad entre los gerentes de la industria del automóvil y las ayudantas, y yo le miraba las piernas engrilladas, los muslos y rodillas deformes, el desencajado hombro izquierdo, partes del cuerpo de Gabrielle que parecían hacer señas a las máquinas intactas que rotaban en los stands, invitándolas a que le examinaran las heridas. Cuando se instaló en la cabina de un pequeño sedán japonés, los ojos dulces de Gabrielle contemplaron mi cuerpo bajo la misma luz glauca que bañaba a estas máquinas geométricamente perfectas. Vaughan la guiaba de un coche al otro, ayudándola a subir a las plataformas, a entrar en las cabinas de los estilizados prototipos, de las costosas limusinas, en cuyo asiento trasero Gabrielle se erguía como la reina huraña de esta tecnarquía infatigable.

—Camina con Gabrielle, Ballard —insistió Vaughan—. Tómala del brazo. A ella le gustaría. Vaughan me animó a que yo lo reemplazara. Cuando se escabulló con el pretexto de que había visto a Seagrave, guié a Gabrielle en la inspección de una serie de coches para inválidos. Con exagerada formalidad, interrogué a los empleados acerca de la instalación de controles auxiliares, embragues de mano y pedales de freno. Entretanto yo observaba las partes del cuerpo de Gabrielle reflejadas en esta pesadilla tecnológica de coches para inválidos. Le miré los muslos que se frotaban uno contra otro, la prominencia del pecho izquierdo bajo la correa del corselete ortopédico, el cuenco angular de la pelvis, la mano aferrada con firmeza a mi brazo. Ella me miró a su vez a través del parabrisas, jugueteando con la palanca cromada del embrague como esperando que ocurriera algo obsceno.

Gabrielle no parecía molesta con Vaughan, pero fui yo el primero que la desnudó en el asiento del pequeño coche, circundados por la estrambótica geometría de los mandos para inválidos. Mientras le exploraba el cuerpo, abriéndome paso entre los lazos y correas de la ropa interior, los planos musitados de las piernas y las caderas me conducían a imprevistos callejones sin salida, a hundimientos bruscos en la piel y la musculatura. Estas deformidades eran como una poderosa metáfora que expresaba las excitaciones de una violencia nueva. El cuerpo de Gabrielle, de contornos angulosos, insólitas conjunciones de vellos y mucosas, músculos y tejidos eréctiles, se abría a mí como una antología promisoria de posibilidades perversas. Habíamos detenido el coche junto a la cerca del aeropuerto. En la penumbra —el pecho blanco de ella en mi mano iluminada por los aviones que subían—, el pezón tierno y erecto parecía violarme los dedos. Nuestros actos sexuales eran ordalías exploratorias.

Mientras nos dirigíamos hacia el aeropuerto, observé cómo ella conducía los mandos que yo no conocía. Ese complejo de pedales invertidos y palancas había sido diseñado para ella, e implícitamente —pensé— para su primer coito como inválida. Veinte minutos más tarde, el aroma del cuerpo de ella en mis brazos se había mezclado con el olor picante del cuero plástico nuevo Habíamos doblado cerca de los depósitos de agua para ver el aterrizaje de los aviones. Mientras le apretaba el hombro izquierdo contra mi pecho, pude ver los contornos moldeados del asiento que le ceñían el torso, los hemisferios de cuero acolchado adaptados a las cavidades del corselete. Le acaricié un pecho, sintiendo que tropezaba con la extraña geometría del interior del coche. Unos mandos inesperados sobresalían debajo del volante. En un pivote de acero sujeto a la columna de dirección había unos pedales cromados. De la palanca de freno salía una extensión para recibir la palma del conductor.

Atenta a estos nuevos parámetros, al abrazo de esta sumisa tecnología, Gabrielle se recostó en el asiento. Se miraba con ojos inteligentes la mano que me acariciaba la cara y la barbilla, como si buscase las brillantes armazones de cromo que me faltaban. Alzó el pie izquierdo, apoyando en mi rodilla la abrazadera metálica de la pierna. En la cara interior del muslo las correas se hundían en la carne, y los broches y hebillas marcaban la piel enrojecida. Abrí la abrazadera de la pierna izquierda y pasé los dedos por el surco grabado en la piel. Blanda, tibia y estirada, la piel era allí más excitante que la membrana de una vagina. Este pliegue depravado, vaginación de un órgano sexual embrionario, me recordó las pequeñas heridas de mi propio cuerpo, donde aún se veían los contornos de los mandos y el tablero de instrumentos. Acaricié esta depresión del muslo, el surco trazado por el corselete, bajo los pechos, y en la axila derecha, la marca roja en la cara interior del brazo: eran la membrana de unos nuevos órganos genitales, los moldes de las posibilidades eróticas que serían creadas en un centenar de choques de laboratorio. Mientras le deslizaba la mano entre las nalgas, sentí contra la piel la presión de los contornos insólitos del asiento. Las sombras de la cabina me ocultaban la cara de Gabrielle, y me aparté mientras ella se tendía contra el respaldo. Le alcé el pecho con la palma de la mano y le besé el pezón frío, de un olor dulzón, mezcla de mi propia saliva y un agradable preparado farmacéutico. Pasé la lengua por la punta cada vez más dura y luego le examiné cuidadosamente el pecho. En cierto modo yo había esperado encontrar una pieza ajustable de látex, algo que ella se ponía todas las mañanas junto con los correajes del torso y las piernas, y de algún modo me decepcionó que el pecho fuera de carne. Gabrielle estaba reclinada sobre mi hombro, rozándome el labio inferior con el índice, explorando los dientes con la uña. Las abrazaderas y correajes flojos le juntaban las partes expuestas del cuerpo. Le acaricié el pubis huesudo, de poco vello, mientras ella, echada pasivamente en mis brazos, movía los labios en una respuesta mínima. Comprendí que esta mujer inválida y aburrida advertía que los puntos de conjunción nominales en un acto sexual —el pecho y el pene, el ano y la vulva, el pezón y el clítoris— no nos excitaban a nosotros.

Los aviones atravesaban la menguante luz del crepúsculo, rugiendo sobre nuestras cabezas y a lo largo de las pistas este-oeste. En el aire flotaba el olor agradable y quirúrgico del cuerpo de Gabrielle, junto con el olor penetrante del cuero plástico. Los mandos de cromo retrocedían en las sombras como cabezas de serpientes plateadas, la fauna de un sueño de metal. Gabrielle echó un poco de saliva en mi tetilla derecha y la acarició mecánicamente, continuando la ficción de este nominal vínculo erótico. Como retribución, le acaricié el pubis, buscando la protuberancia inerte del clítoris. Alrededor de nosotros, los mandos plateados del coche parecían un tour de force de la tecnología y los sistemas cinestésicos. La mano de Gabrielle me rozó, descubriendo las pequeñas cicatrices debajo de mi esternón, la huella del cuadrante más sobresaliente del tablero de instrumentos. Cuando empezó a explorar con los labios esta fisura circular, sentí por primera vez un principio de erección. Gabrielle me buscó el pene y luego se puso a examinar las otras cicatrices de mi pecho y abdomen, rozándolas con la punta de la lengua. Metódicamente, una a una, ella iba endosando estas firmas trazadas en mi cuerpo por el tablero y los mandos de mi coche. Mientras ella me acariciaba, mi mano pasó del pubis a las cicatrices de los muslos, tocando esos surcos tiernos que el freno manual le había abierto en la carne. La tomé por los hombros, palpando la depresión del cuero hundido, los puntos de contacto entre geometrías hemisféricas y rectilíneas. Exploré las cicatrices de los muslos y los brazos, las deformaciones debajo del pecho izquierdo, y ella a la vez exploraba las mías, descifrando juntos estos códigos de una sexualidad que dos choques de coches habían hecho posible.

Mi primer orgasmo lanzó el semen a la profunda herida del muslo, irrigando este canal. Tomando el semen en una mano, Gabrielle lo frotó contra los mandos plateados del embrague. Mi boca exploraba la cicatriz que se curvaba como una guadaña bajo el pecho izquierdo. Gabrielle cambió de posición, para que yo pudiera tocarle las heridas de la cadera. Por primera vez dejé de sentir piedad por esta inválida. Al contrario, celebraba ahora con ella las excitaciones de esas fisuras abstractas que unas secciones de su propio automóvil le habían dejado en el cuerpo. Durante los días siguientes, mis orgasmos ocurrieron en las cicatrices debajo de los pechos y la axila izquierda, en las heridas del cuello y el hombro, en las aberturas sexuales formadas por parabrisas fracturados y esferas de medidores retorcidas en un choque frontal, uniendo a través de mi pene el coche en que yo había chocado y el coche en que Gabrielle se había encontrado con esta casi muerte. Yo ya soñaba con otros accidentes capaces de ampliar este repertorio de orificios, relacionándolos con distintos elementos de la geometría del automóvil, con las cada vez más complejas tecnologías del futuro. ¿Qué heridas serían capaces de revelar las posibilidades sexuales de las tecnologías invisibles en las cámaras de reacción termonuclear, de las salas de control de mosaicos blancos, de los misteriosos argumentos elaborados en un circuito de computadoras? Abrazando a Gabrielle, imaginaba, como Vaughan me había enseñado, los accidentes de las celebridades y bellezas, herid as capaces de despertar fantasías eróticas, coitos extraordinarios que celebraban las posibilidades de tecnologías inimaginadas. Estas fantasías me permitían concebir al fin las muertes y heridas que yo siempre había temido. Imaginé a Catherine víctima de un impacto brutal, la boca y la cara destrozadas, un orificio nuevo e incitante que la astillada columna de dirección le había abierto en el perineo, un orificio que no era vagina ni recto y que podíamos animar con nuestros afectos más profundos. Imaginé las heridas de actrices de cine y personajes de televisión, en cuyos cuerpos florecerían múltiples orificios suplementarios, puntos de conjunción sexual con el público nacidos de la tortuosa tecnología del automóvil. Imaginé el cuerpo de mi propia madre en distintas etapas de su vida, lastimado en una sucesión de accidentes, provisto de orificios cada vez más abstractos e ingeniosos, de modo que mi incesto sería aún más cerebral, permitiendo al fin que yo me acomodara a esos abrazos y posturas. Imaginé las fantasías de pederastas que alquilaban los cuerpos deformes de niños accidentados, aliviando e irrigando las heridas con genitales cubiertos de cicatrices, de sodomitas maduros que pasaban la lengua por los anos artificiales de adolescentes colostomizados.

En esta época, cualquier aspecto de Catherine era como el modelo de alguna otra cosa. Las posibilidades del cuerpo y la personalidad de mi mujer se multiplicaban incesantemente. Cuando ella iba desnuda al baño, apartándose de mí con una expresión crispada y absorta; cuando por las mañanas se masturbaba junto a mí, los muslos simétricamente abiertos, frotándose el pubis como para eliminar algún resto de mucosa venérea; cuando se ponía desodorantes en las axilas, cavidades blancas que eran como universos misteriosos; cuando me acompañaba hasta el coche, tocándome levemente con los dedos el hombro izquierdo: todos estos actos y emociones eran cifras que buscaban su propio significado en el duro mobiliario de cromo de nuestras mentes. Sólo un accidente fatal podría liberar esos códigos que aguardaban dentro de ella. Cuando me acostaba con Catherine, solía deslizarle la mano entre las nalgas, alzando y moldeando cada uno de estos hemisferios blancos, estas carnes plenas que contenían los programas de todos los sueños y genocidios.

Empecé a pensar en la muerte de Catherine de un modo más deliberado, tratando de imaginar un desenlace todavía más suntuoso que la muerte que Vaughan había planeado para Elizabeth Taylor. Estas fantasías eran parte de las palabras cariñosas que intercambiábamos mientras íbamos juntos por la autopista.

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