Crash!

Crash!


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Empecé a entender los verdaderos motivos del choque de coches después de conocer a Vaughan. La figura hirsuta e inquietante de este hombre de ciencia renegado, sustentada por un par de piernas desiguales y cubiertas de cicatrices a causa de reiteradas colisiones, irrumpió en mi vida en una época en que las obsesiones de Vaughan eran por cierto las de un demente.

Yo regresaba de los estudios Shepperton, en una lluviosa tarde de junio, cuando mi coche patinó en la intersección bajo la entrada del paso elevado de la Western Avenue. En unos pocos segundos me vi lanzado a cien kilómetros por hora hacia la mano contraria.

El coche rozó el terraplén central y el neumático delantero reventó, saliéndose de la rueda. Fuera de control, el coche atravesó el terraplén y trepó por la rampa de salida. Se acercaban tres automóviles, vehículos producidos en serie cuyos accesorios externos, modelo y color recuerdo aún con la dolorosa exactitud de una pesadilla inacabable. Eludí a los dos primeros apretando los frenos y pasando a duras penas entre ambos. Al tercero, donde viajaban una joven médica y su marido, lo choqué de frente. El hombre, un ingeniero químico empleado en una compañía norteamericana de productos alimenticios, saltó a través del parabrisas como disparado por un cañón de circo y murió instantáneamente sobre el capó de mi automóvil. La sangre atravesó el parabrisas roto y me cubrió la cara y el pecho. Los bomberos que me sacaron más tarde de la cabina aplastada pensaron que yo tenía una herida en el corazón y estaba desangrándome.

Mis lesiones fueron leves. Como volvía a casa tras despedirme de Renata, mi secretaria, quien trataba de librarse de una embarazosa relación conmigo, todavía llevaba el cinturón de seguridad que me había puesto deliberadamente, para evitarle la incómoda situación de tener que abrazarme. Mi pecho golpeó contra el volante, mis rodillas se aplastaron contra el tablero mientras el cuerpo se me doblaba en otro choque, dentro del coche, pero mi única herida de consideración fue un nervio cercenado en el cuero cabelludo.

El mismo poder misterioso que me salvó de quedar empalado sobre el volante también salvó a la mujer del ingeniero. Excepto una contusión en la mandíbula superior y algunos dientes flojos, salió indemne del choque. Durante mis primeras horas en el hospital de Ashford lo único que flotó en mi mente fue la imagen de nosotros dos atrapados cara a cara en esos coches, y entre ella y yo el cuerpo del marido agonizante, tendido en el capó de mi coche. Nos mirábamos a través de los parabrisas resquebrajados, incapaces de movernos. A pocos centímetros de mí, la mano del hombre yacía junto al limpiaparabrisas derecho, la palma hacia arriba. Al ser catapultado del asiento, había golpeado algún objeto duro con la mano, y vi cómo allí se le formaba un signo, que la circulación moribunda transformó pronto en una ampolla sanguinolenta: el tritón emblemático de mi radiador.

Sostenida por el cinturón de seguridad, la mujer permanecía sentada detrás del volante, mirándome de un modo curiosamente formal, como si se preguntara sobre el motivo de nuestro encuentro. El hermoso rostro, coronado por una frente ancha e inteligente, tenía la expresión ausente y vaga de una madonna de principios del Renacimiento que se niega a aceptar el milagro, o la pesadilla, que ha dado al mundo. Sólo un instante mostró alguna emoción, cuando pareció verme claramente por primera vez, y un extraño rictus le contrajo el lado derecho de la cara, como si hubiesen tirado del nervio con un cordel. ¿Entendía entonces que las manchas que me cubrían la cara y el pecho eran la sangre de su marido?

Un círculo de espectadores se congregó alrededor de nuestros coches, y los rostros callados nos observaron con seriedad. Tras este breve intervalo, se desencadenó una actividad frenética. Se oyó un chillido de neumáticos, y una media docena de coches dobló la curva y subió por el terraplén central. Un embotellamiento apretado bloqueó la Western Avenue, y las sirenas ulularon mientras las luces de la policía pestañeaban contra los paragolpes traseros de los vehículos atascados que intentaban retroceder. Un hombre mayor, vestido con un impermeable de plástico transparente, tiraba con desconfianza de la portezuela, detrás de mí, como si temiera que el coche pudiera lanzarle una poderosa descarga eléctrica. Una joven que traía una manta de tartán se agachó para mirar por la ventanilla. Me observó de cerca con los labios apretados, como una plañidera que contempla un cadáver tendido en un ataúd.

En ese momento yo no sentía dolor, y tenía la mano derecha apoyada en una varilla del volante. La mujer del muerto, que aún llevaba puesto el cinturón de seguridad, estaba recobrándose. Unas pocas personas —el conductor de un camión, un soldado de uniforme con licencia y una vendedora de helados— introducían las manos por las ventanillas, al parecer tocándole partes del cuerpo. Ella les indicó que se apartaran y se libró del arnés que le ceñía el busto, apretando la traba de cromo con la única mano que aún podía mover. Por un momento sentí que éramos los protagonistas de la escena final en un drama lúgubre, improvisado en un teatro tecnológico, y que incluía estas máquinas destrozadas, el hombre muerto y lacerado por el choque, y los centenares de conductores que aguardaban frente al escenario alumbrándonos con las luces de los faros.

Sacaron a la mujer del coche. Las piernas torpes y los movimientos angulares de la cabeza parecían parodiar el deformado diseño de los dos automóviles. El capó rectangular de mi coche había sido arrancado bajo el parabrisas, y mi mente exhausta creía ver alrededor la repetición multiplicada de ese ángulo que separaba apenas el capó del guardabarros: las expresiones y posturas de los espectadores, la rampa de acceso al paso elevado, las rutas de vuelo de los aviones que despegaban de las lejanas pistas del aeropuerto. Un hombre de piel olivácea, vestido con el uniforme azul oscuro de una aerolínea árabe, sostuvo cuidadosamente a la mujer mientras la sacaban del coche. Un involuntario hilo de orina goteó entre las piernas de ella y cayó en el pavimento. El piloto le apretó los hombros para confortarla. Los espectadores, de pie junto a los coches, observaron el charco que se formaba en el macadán manchado de aceite. Un borroso arco iris circundó los débiles tobillos de la mujer a la luz del crepúsculo. Ella se volvió y me clavó los ojos contrayendo la cara magullada, en un gesto que era a la vez de preocupación y de hostilidad. Sin embargo, yo no veía otra cosa que el ángulo inusitado de los muslos, abiertos hacia mí en una postura aberrante. Lo que me obsesionaba no era la sexualidad de la figura, sino la estilización del acontecimiento atroz que nos había reunido, los extremos del dolor y la violencia ritualizados en esta posición de las piernas, como la pirueta exagerada de una deficiente mental que yo había visto una vez en la representación de una obra navideña, en una institución. Empuñé el volante con ambas manos, tratando de no moverme.

Un temblor continuo me sacudía el pecho y casi me impedía respirar. Las fuertes manos de un policía me sostuvieron el hombro. Un segundo policía depositó la gorra chata en el capó del coche, junto al cadáver, y empezó a tironear de la portezuela. El impacto frontal había comprimido la parte delantera de la cabina de pasajeros, atascando las cerraduras.

Un enfermero se acercó y me cortó la manga derecha. Un joven de traje oscuro sacó mi mano por la ventanilla. Mientras la aguja hipodérmica me entraba en el brazo, me pregunté si este médico, que parecía un niño demasiado crecido, estaba en edad de tener un diploma.

Una euforia inquieta me transportó al hospital. Vomité junto al volante, envuelto en una nube de desagradables fantasías. Dos bomberos arrancaron la portezuela de los goznes. La echaron al camino y me miraron como los ayudantes de un matador caído en el ruedo. Todos los movimientos de estos hombres, aun los más insignificantes, me parecían demasiado precisos. Me tendían las manos exhibiendo todo un repertorio de ademanes codificados, y si uno de ellos se hubiese desabotonado los toscos pantalones de estameña descubriendo los genitales y apretando el pene contra mi axila ensangrentada, incluso ese acto extravagante me habría parecido aceptable como estilización de la violencia y el rescate. Echado allí, cubierto con la sangre de otro hombre mientras la orina de la joven viuda formaba un arco iris alrededor de los pies de mi salvador, yo esperaba que alguien me consolara con una muestra de afecto. Según esta lógica de pesadilla, los bomberos que corrían hacia el fuselaje crepitante de un avión estrellado podían trazar inscripciones obscenas o humorísticas en la pista calcinada con chorros de bióxido de carbono, los verdugos vestirían a las víctimas con atuendos grotescos. Las víctimas, a su vez, podían estilizar el ingreso en la muerte con gestos irónicos, besando con solemnidad la culata del arma de los ejecutores, profanando banderas imaginarias. Los cirujanos podían cortarse torpemente los dedos antes de practicar la primera incisión, la esposa murmurar fortuitamente el nombre de un amante en el momento del orgasmo del marido, la prostituta que mascaba el pene del cliente podía arrancarle un pequeño trozo de tejido de la curva superior del glande. Ese mismo mordisco doloroso que una vez recibí de una prostituta exhausta, exasperada por mi erección vacilante, me recuerda los gestos estilizados de los enfermeros de ambulancia y los empleados de las estaciones de servicio, cada uno con un catálogo de movimientos específicos.

Más tarde supe que Vaughan guardaba una colección fotográfica de las expresiones de las enfermeras en la sala de cirugía de emergencia. La tez oscura de estas mujeres mediatizaba la sexualidad escondida que Vaughan despertaba en ellas. Los pacientes morían en el intervalo que separaba una pisada de suela de goma de la pisada siguiente, en los movimientos ondulantes de los muslos que se rozaban a las puertas de la sala de operaciones.

Los policías me levantaron del coche y unas manos firmes me depositaron en la camilla. Ya me sentía lejos de la realidad de este accidente. Traté de incorporarme y sacudirme la manta de las piernas. El joven médico me empujó hacia atrás golpeándome el pecho con la palma de la mano. Sorprendido por la irritación que le brillaba en los ojos, me tendí en la camilla.

El cuerpo embozado del muerto fue alzado del capó de mi automóvil. Sentada entre las puertas de la segunda ambulancia como una madonna enloquecida, la esposa miraba con ojos inexpresivos el tránsito nocturno. La herida de la mejilla derecha le deformaba lentamente el rostro mientras la sangre se agolpaba en los tejidos tumefactos. Yo veía ya que las rejas entrelazadas de nuestros radiadores eran como el modelo de una unión ineluctable y perversa. Observé el contorno de los muslos de la mujer. La sábana gris se alzaba en un delicado montículo, que ocultaba el tesoro del pubis. Las minuciosas curvas y protuberancias, la intacta sexualidad de esta mujer inteligente, presidían los trágicos acontecimientos del atardecer.

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