Crash!

Crash!


3

Página 6 de 29

3

La irritante luz azul de los coches de la policía siguió girando en mi mente durante las tres semanas que pasé en una sala vacía del hospital de emergencia vecino al aeropuerto de Londres. En este callado paisaje de emporios del automóvil usado, depósitos de agua y cementerios de chatarra, circundado por las rutas que desembocaban en el aeropuerto, empecé a recuperarme. Dos pabellones con veinticuatro camas —no se preveían más sobrevivientes— estaban reservadas permanentemente para las posibles víctimas de un desastre aéreo. Uno de ellos estaba ahora ocupado por víctimas de accidentes de automóvil.

No toda la sangre que me cubría era del hombre a quien yo había matado. Los doctores asiáticos de la sala de operaciones descubrieron que el golpe contra el tablero me había fracturado las dos rótulas. Unos profundos aguijonazos de dolor me subían desde la cara interior de los muslos hasta el bajo vientre, como si unos catéteres delgados me atravesaran las venas de las piernas.

Tres días después de que me operaran por vez primera las rodillas, contraje una infección menor. Tendido en el pabellón desierto, en una cama que pertenecía por derecho a la víctima de un accidente aéreo, pensé confusamente en las heridas y los dolores de ese hombre. Los lechos vacíos del pabellón albergaban un centenar de historias de aflicciones y desastres, heridas traducidas al lenguaje violento de las catástrofes de aviones y coches. Dos enfermeras se paseaban por el pabellón, limpiando las camas y los auriculares de radio. Estas jóvenes cordiales eran las sacerdotisas de una catedral de heridas invisibles; sexualidades manifiestas que presidían las lesiones faciales y genitales más espantosas.

Mientras me ajustaban los aparejos alrededor de las piernas, escuché el avión que despegaba del aeropuerto de Londres. La geometría de este complejo instrumento de tortura concordaba de algún modo con las prominencias y contornos de los cuerpos de las jóvenes. ¿Quién sería el próximo ocupante de esta cama? ¿Alguna cajera de banco de mediana edad en camino a las Baleares, con la cabeza llena de gin y el pubis húmedo orientado hacia el viudo indiferente sentado junto a ella? Un accidente en la pista del aeropuerto de Londres y el abdomen de la mujer quedaría marcado muchos años por el estigma de la hebilla del cinturón de seguridad. Cada vez que se escabullera al baño del restaurante de provincias y la debilitada vejiga irritara la uretra gastada, en cada acto sexual con el marido prostático, ella pensaría en los pocos segundos previos al accidente. Las lesiones perpetuarían para siempre esta infidelidad imaginaria.

¿Llegó mi mujer a adivinar, cuando visitaba el pabellón todas las noches, la aventura sexual que me había llevado al paso elevado de la Western Avenue? Mientras se sentaba junto a mí, con ojos taimados que inventariaban las partes vitales del marido todavía disponibles, yo tenía la certeza de que en las cicatrices de mis piernas y mi pecho ella leía la respuesta a todas las posibles preguntas.

Las enfermeras revoloteaban a mi alrededor, cumpliendo sus dolorosas tareas. Cuando reemplazaban los tubos de drenaje de mis rodillas, yo trataba de no vomitar el sedante, que me inmovilizaba pero no atenuaba el dolor. La crudeza de las enfermeras era un tónico más eficaz.

Un doctor joven de cabello rubio y cara impenetrable me examinó las heridas del pecho. La piel estaba lesionada debajo del esternón, donde la había golpeado la varilla de la bocina, proyectada hacia arriba junto con el volante. Una llaga me marcaba el pecho, un arco iris jaspeado que iba de una tetilla a la otra. Durante la próxima semana este arco iris pasó por una secuencia de cambios de tono, como un espectro cromático de pinturas de automóvil. Mirándome, comprendí que si un ingeniero de coches observara mis heridas podría deducir con exactitud el año y el modelo de mi coche. La forma del tablero de instrumentos, como el perfil del volante que yo tenía dibujado en el tórax, estaba inscrita en mis rodillas y en mis tibias. El impacto de la segunda colisión entre mi cuerpo y el compartimiento interior del coche había quedado grabado en mis heridas como los contornos de un cuerpo femenino que continúan recordándose en la presión con que ha respondido nuestra piel, y que sentimos aún horas después de un acto sexual.

El cuarto día, sin razón aparente, me quitaron los anestésicos. Vomité toda la mañana en el recipiente esmaltado que una enfermera sostenía bajo mi cara, mirándome con ojos benévolos pero imperturbables. El borde frío del recipiente me apretaba la mejilla. En la superficie de porcelana había un hilillo de sangre, de algún anónimo usuario anterior.

Yo vomitaba reclinando la cabeza contra el macizo muslo de la enfermera. Junto a mi boca llagada, los dedos ajados contrastaban extrañamente con la piel juvenil. Me descubrí pensando en la entrepierna de la joven. ¿Cuánto hacía que se había lavado por última vez esa húmeda hondonada? Durante mi convalecencia, mientras hablaba con médicos y enfermeras, me obsesionaban preguntas como ésta. ¿Cuándo se habían lavado por última vez los genitales? ¿Tenían aún unos gránulos de materia fecal adheridos a los anos mientras prescribían un antibiótico para una garganta con estreptococos? ¿El olor de actos sexuales ilícitos seguía impregnándoles la ropa interior cuando volvían a sus casas, con las manos sucias de semen y mucosa vaginal que concertarían un matrimonio con una aspersión de lubricante en un accidente imprevisto? Atento a las formas tibias de los muslos de la enfermera, dejé caer unas hebras de bilis verdosa en el recipiente. Un repliegue del delantal de guinga había sido zurcido con unas hebras negras de algodón. Observé las costuras flojas apretadas contra la redonda superficie de la nalga izquierda. Aquellas curvaturas parecían tan arbitrarias y cargadas de sentido como las heridas que yo tenía en las piernas y en el pecho.

Esta obsesión con las posibilidades sexuales de todo lo que me rodeaba se me había desencadenado luego del choque. Imaginé el pabellón repleto con las víctimas de un desastre aéreo, un burdel de imágenes en todas las mentes. El choque entre nuestros dos automóviles era el paradigma de un contacto sexual extremo y todavía no soñado. Las heridas de esos futuros pacientes se abrían a mí como una inmensa enciclopedia de sueños posibles.

Catherine parecía darse cuenta de estas fantasías. En las primeras visitas, cuando yo seguía bajo los efectos del shock, ella se había familiarizado con las instalaciones y el ambiente del hospital, intercambiando algunas bromas con los médicos. Mientras una enfermera se llevaba mi vómito, Catherine extrajo hábilmente la mesa metálica del pie de la cama y descargó en ella una pila de revistas. Luego se sentó a mi lado, observando con vivacidad mi cara sin afeitar y mis manos crispadas.

Traté de sonreírle. Las puntadas de la herida abierta en mi cuero cabelludo, una segunda raya a dos centímetros de la original, me molestaban bastante, y me costaba cambiar de expresión. En el espejo que las enfermeras me pusieron frente a la cara, yo parecía un contorsionista asustado, sorprendido por las desviaciones de su propia anatomía.

—Lo siento —le tomé la mano—. Te parezco abstraído sin duda.

—Estás bien —dijo—. De veras. Eres como la víctima de alguien en el museo de Madame Tussaud.

—Trata de venir mañana.

—Claro —Catherine me tocó la frente, examinando la herida con delicadeza—. Traeré algo para arreglarte un poco. Me imagino que aquí los cosméticos sólo se conocen en la morgue.

La miré con más atención. Esta demostración de calidez y preocupación conyugal me sorprendió gratamente. La distancia mental entre mi trabajo en los estudios de propaganda televisiva en Shepperton y la incipiente carrera de Catherine en la sección de viajes transcontinentales de la Pan American nos había separado cada vez más en los últimos años. Ahora Catherine estaba tomando lecciones de piloto y había abierto una pequeña compañía de vuelos charter con uno de sus amantes. Llevaba a cabo todas estas actividades con empecinamiento, haciendo hincapié en su independencia y autonomía, como si reafirmara sus derechos a un terreno cuyo valor se elevaría más tarde. Yo había reaccionado como la mayor parte de los maridos, apresurándome a desarrollar un extenso repertorio de actitudes resignadas. El rugido sordo pero resuelto de la avioneta de Catherine volaba sobre nuestras habitaciones todos los fines de semana, un toque de rebato que repetía la nota de nuestra relación.

El médico rubio atravesó el pabellón y le hizo a Catherine una seña con la cabeza. Ella se apartó de mí exhibiendo las piernas desnudas y los muslos hasta el pubis carnoso, mientras evaluaba con pericia la potencialidad sexual de este hombre joven. Advertí que la ropa de mi mujer era más apropiada para cenar con el gerente de una aerolínea que para visitar a un marido convaleciente. Más tarde supe que la policía la había interrogado en el aeropuerto con respecto al choque. Sin duda, tanto el accidente como los eventuales cargos de homicidio que pudieran afectarme la habían transformado en una especie de celebridad.

—Esta sala está reservada para víctimas de accidentes aéreos —le dije a Catherine—. Tienen las camas preparadas.

—Si el sábado me estrello, tal vez me tengas por vecina cuando despiertes. —Catherine observó las camas vacías, quizás imaginando distintas lesiones—. Mañana dejas la cama. Quieren que camines. —Me miró solícitamente—. Pobrecito. Al menos habrás sabido comportarte, ¿no?

Preferí no contestar, pero ella añadió:

—La mujer del otro hombre es médica… La doctora Helen Remington.

Cruzó las piernas y encendió un cigarrillo, luchando con un encendedor que no le era familiar. ¿Qué nuevo amante le había regalado ese artefacto feo, indudablemente masculino, de forma de obús, que parecía más bien un arma? Durante años yo había podido descubrir las nuevas relaciones de Catherine casi a las pocas horas de un primer coito. Me bastaba advertir la presencia de un nuevo elemento físico o mental: un repentino interés en un vino o cineasta de quinta categoría, un enfoque distinto de los problemas de la política aeronáutica. A menudo podía adivinar el nombre del último amante de Catherine mucho antes que ella me lo revelara en la culminación de nuestros encuentros sexuales. Los dos necesitábamos de este juego insidioso. Mientras hacíamos el amor solíamos describir una aventura completa, desde las primeras charlas en un cóctel party de la compañía aérea hasta el acto sexual en sí. Todo culminaba con la mención del compañero ilícito, cuyo nombre era retenido hasta último momento y provocaba siempre los orgasmos más exquisitos. A veces llegué a pensar que esas aventuras estaban meramente destinadas a proporcionar la materia prima de nuestros juegos sexuales.

Observando cómo el humo del cigarrillo de Catherine se desvanecía en el pabellón desierto, me pregunté con quién habría pasado los últimos días. Sin duda la idea de que su marido había matado a otro hombre otorgaba una nueva dimensión a esos actos sexuales, presumiblemente consumados en casa, a la vista del teléfono cromado que le había transmitido la primera noticia de mi accidente. Los elementos de la nueva tecnología eslabonaban nuestros afectos.

Irritado por el estruendo de los aviones, me incorporé apoyándome en el codo. Las heridas del torso me dolían y me costaba respirar. Catherine me observó consternada, obviamente intranquila ante la posibilidad de mi muerte inmediata. Me puso el cigarrillo en la boca. Aspiré débilmente el humo con gusto a geranio. El filtro tibio del cigarrillo, manchado de rouge, tenía el sabor inconfundible del cuerpo de Catherine, un aroma que había olvidado en la atmósfera del hospital, saturada de ácido fénico. Catherine quiso recobrar el cigarrillo, pero yo lo apreté con la obstinación de un niño. La grasa que manchaba el filtro me recordó los pezones de Catherine, que yo solía pintar con lápiz de labios para estrecharlos luego contra mi cara, mis brazos y mi pecho, imaginando en secreto que las marcas eran heridas. Una vez, en una pesadilla, la había imaginado dando a luz a un hijo del demonio, y de los pechos hinchados le había brotado un líquido fecal.

Una enfermera practicante de cabello oscuro entró en el pabellón. Sonriéndole a mi mujer, levantó las sábanas y me sacó el orinal de entre las piernas. Observó el nivel de la orina y volvió a poner las sábanas. En seguida mi pene empezó a gotear; hice un esfuerzo tratando de controlar los esfínteres, pues las prolongadas dosis de anestésicos me habían embotado. Tendido ahí con una vejiga debilitada, me pregunté por qué, después de ese trágico accidente donde había muerto un hombre joven y desconocido —la identidad de la víctima, pese a las preguntas que le formulaba a Catherine, seguía siendo un enigma, como si se tratara de un rival anónimo muerto en un duelo insensato—, todas estas mujeres parecían dedicadas a atender exclusivamente mis zonas más infantiles. Las enfermeras que vaciaban mi orinal y estimulaban mis intestinos con enemas, que me entresacaban el pene por la bragueta de los pantalones cortos del pijama y me insertaban tubos de drenaje en las rodillas, que limpiaban el pus de los vendajes de mi cuero cabelludo y me enjugaban la boca con manos autoritarias, todas estas mujeres estrictas que interpretaban distintos papeles me recordaban a aquellas que me habían cuidado en la niñez, custodias comisionadas de mis orificios.

Una practicante se movía alrededor de mi cama, contoneando los muslos menudos bajo el delantal, la mirada clavada en la seductora figura de Catherine. ¿Estaba calculando cuántos amantes había tenido Catherine desde el accidente, excitada por la extraña postura de su marido en el lecho, o —con más frivolidad— el valor de aquellas costosas ropas y alhajas? Catherine, en cambio, examinaba abiertamente el cuerpo de la joven, evaluando los contornos de los muslos y la cadera, del busto y las axilas, y relacionándolos con las barras cromadas del sostén de mi pierna, una escultura abstracta que acentuaba la silueta delgada de la joven. Había en Catherine una interesante veta de lesbianismo. Cuando hacíamos el amor, me pedía a menudo que la imaginara abrazada a otra mujer, comúnmente su secretaria, Karen, una muchacha inexpresiva de labios pintados de plata que durante todo un brindis navideño en la oficina le había clavado los ojos como un perro de caza al acecho. Catherine me preguntaba a menudo cómo podía lograr que Karen la sedujera. Al fin se le ocurrió pedirle que la acompañara a una tienda y la ayudara a elegir ropa interior. Yo las esperé entre las filas de camisones que colgaban junto al cubículo. De vez en cuando entreabría la cortina y las veía juntas, estudiando con los dedos y los cuerpos la tecnología blanda de los senos de Catherine y los sostenes que más podían favorecerlos. Karen tocaba a mi mujer con caricias peculiares, rozándola apenas, primero los hombros, siguiendo los surcos rosados trazados por la ropa interior, luego la espalda, donde el broche metálico del sostén había grabado un medallón, y por último las líneas del elástico bajo los pechos de Catherine. Mi mujer permanecía erguida, como en trance, perdida en un murmullo absorto mientras la punta del índice derecho de Karen le acariciaba el pezón.

Recordé la expresión de tedio de la vendedora, una mujer madura con cara de muñeca corrupta, cuando las dos mujeres salieron y cerraron la cortina, como si cayera el telón de un sainete sexual. No sólo parecía saber que yo estaba al tanto de todo lo sucedido y que estas casillas eran utilizadas con frecuencia para esos propósitos, sino también que Catherine y yo exploraríamos la experiencia en beneficio de nuestros sofisticados placeres. Cuando me senté en el coche junto a mi mujer, recorrí el tablero con los dedos, conecté el encendido y la luz de guiño, y puse el cambio en primera. Me di cuenta de que yo tocaba el coche imitando las caricias de Karen en el cuerpo de Catherine. El erotismo glacial de Karen, la elegante distancia que interponía entre la punta de sus dedos y los pezones de mi mujer, eran reproducidos en la distancia que mediaba entre yo y la máquina. En esta persistente atracción erótica, Catherine no parecía tan interesada en hacer el amor con Karen como en los placeres físicos del acto mismo. No obstante, estas obsesiones habían desdibujado cada vez más no sólo nuestra relación sino las que manteníamos con otras personas. Pronto Catherine fue incapaz de llegar al orgasmo sin una elaborada fantasía de un acto sexual lésbico con Karen, quien le lamía el clítoris y le acariciaba el ano mientras ella se entregaba con los pezones erectos. Estas descripciones eran como un lenguaje en busca de objetos, o aun, quizá, el principio de una nueva sexualidad divorciada de toda posible expresión física.

Yo presumía que mi mujer se había acostado con Karen al menos una vez, pero habíamos llegado a un punto donde esto no tenía importancia, o al menos sólo parecía implicar unos pocos centímetros cuadrados de mucosa vaginal, uñas, labios hinchados y pezones. Tendido en mi cama de convaleciente, observé cómo Catherine inventariaba las delgadas piernas y las nalgas abultadas de la enfermera, el cinturón azul marino que le marcaba la cintura y las caderas anchas. Yo casi esperaba que Catherine tendiera la mano y tocara el pecho de la joven, o que se la deslizara debajo de la falda corta para meterle el canto de la palma entre las piernas, hasta el pegajoso perineo. Era probable que la enfermera, en lugar de proferir un chillido de alarma, o aun de placer, continuara trabajando sin prestar atención a esta provocación sexual, no más significativa que el más vulgar de los comentarios.

Catherine extrajo una carpeta parda del bolso. Reconocí el texto de un anuncio de televisión que yo había proyectado. Para esta costosa película, un corto de treinta segundos que anunciaba la nueva línea de coches sport de la Ford, esperábamos contar con varias actrices famosas. En la tarde de mi accidente yo había tenido una entrevista con Aida James, una directora independiente que iba a trabajar para nosotros. Casualmente una de las actrices, Elizabeth Taylor, estaba a punto de rodar un largometraje en Shepperton.

—Aida telefoneó para decir que lo sentía mucho. ¿Puedes releer el proyecto? Hizo algunos cambios.

Aparté la carpeta, mirando el reflejo de mí mismo en el espejo de mano de Catherine. El nervio cercenado de mi cuero cabelludo había provocado un leve descenso de mi ceja derecha, un parche de carne destinado a ocultarme a mí mismo mi nueva personalidad. Todo lo que me rodeaba imitaba esa caída oblicua. Miré mi pálida cara de fantoche, tratando de descifrar los distintos rasgos. La piel tersa parecía pertenecer al protagonista de una película de ciencia ficción que, luego de un prolongado viaje claustrofóbico, sale de la cápsula a la superficie luminosa de un planeta desconocido. Los cielos podían desmoronarse en cualquier momento…

—¿Dónde está el auto? —pregunté impulsivamente.

—Afuera… entre los coches de las visitas.

—¿Qué? —Me apoyé en el codo para mirar por la ventana que había detrás de mi cama—. Mi coche, no el tuyo. —Yo lo había imaginado expuesto a la entrada del hospital como una especie de advertencia.

—Está totalmente destrozado. La policía lo llevó al depósito de chatarra, detrás de la estación.

—¿Lo has visto?

—El sargento me pidió que lo identificara. No podía creer que te hubieses salvado —Catherine aplastó el cigarrillo—. Lo lamento por ese hombre… el marido de la doctora Remington.

Miré con insistencia el reloj de pared, esperando que mi mujer se fuera pronto. Esta conmiseración formal por el muerto me exasperaba; una nueva excusa para hacer un poco de gimnasia moral. La brusquedad de las jóvenes enfermeras era parte de la misma dolorida pantomima. Yo había pensado durante horas en el muerto, imaginando los efectos de esa desaparición en la esposa y la familia. Había pensado en los últimos momentos del hombre, frenéticas milésimas de segundo de dolor y violencia que lo habían arrojado de un grato interludio conyugal a una concertina de muerte metalizada. Estos sentimientos eran parte de mi relación con el muerto, parte de la realidad de mis heridas en el torso y las piernas, del inolvidable choque entre mi propio cuerpo y el interior de mi coche. En comparación, la fingida congoja de Catherine no era sino la estilización de un gesto: en cualquier momento podía echarse a cantar, tocarse la frente, correr impulsivamente por el pabellón arrancando una de cada dos planillas de temperatura y conectando uno de cada cuatro auriculares de radio.

Al mismo tiempo, yo sabía que mi compasión por la víctima y su esposa ya naufragaba bajo una capa de indefinida hostilidad, de germinales sueños de venganza.

Traté de recobrar el aliento; Catherine me observaba. Le tomé la mano izquierda y la apreté contra mi esternón. Para la mente sofisticada de Catherine yo estaba transformándome en una especie de cassette emocional, ocupando un sitio entre todas esas escenas de dolor y violencia que ilustraban los márgenes de nuestras vidas: noticiarios de televisión que mostraban guerras y manifestaciones estudiantiles, catástrofes naturales y brutalidades policiales que mirábamos distraídamente en el aparato en color de nuestro dormitorio, mientras nos masturbábamos el uno al otro. Esta violencia experimentada a través de interposiciones de imágenes se había convertido en parte íntima de nuestra vida sexual. Las contusiones y quemaduras se fundían en nuestras mentes con los deliciosos temblores de los tejidos eréctiles, la sangre esparcida de los estudiantes con los fluidos genitales que nos mojaban los dedos y la boca. Aun mi propio dolor, mientras yacía en la cama del hospital y Catherine me metía el orinal de vidrio entre las piernas, apretujándome el pene con las uñas pintadas, aun los flujos gástricos que me oprimían el pecho parecían extensiones de ese mundo de violencia real aplacado y domesticado en nuestros programas de televisión en colores y en las páginas de las revistas.

Catherine me dejó descansar, llevándose la mitad de las flores que había traído. El médico asiático de más edad la miraba desde la puerta de entrada, y ella titubeó al pie de mi cama y sonrió con repentina calidez, como si no estuviera segura de volver a verme.

Una enfermera entró en el pabellón con una escudilla en la mano. Era nueva en el servicio de emergencia; una mujer que se acercaba a los cuarenta, de aspecto refinado. Luego de saludarme con amabilidad, echó las sábanas hacia atrás y examinó escrupulosamente mis vendajes, siguiendo los contornos de las heridas con una mirada seria. Logré llamarle la atención una vez, pero ella volvió a esa actitud indiferente y continuó trabajando, frotando la esponja alrededor del vendaje central, que me ceñía la cintura y me pasaba entre las piernas. ¿En qué estaba pensando? ¿En la cena de su marido, en la última infección menor contraída por sus hijos? ¿Alcanzaba a ver los espectros de los accesorios automovilísticos impresos en mi piel y en mis músculos? Tal vez se preguntaba cuál era el modelo de mi coche, tratando de adivinar el peso de la carrocería y la inclinación de la columna del volante.

—¿De qué lado lo quiere?

Bajé la mirada. La mujer sostenía mi pene fláccido entre el pulgar y el índice, esperando a que yo decidiera si lo prefería a la derecha o a la izquierda del vendaje.

Mientras yo rumiaba esta extraña resolución, el breve estremecimiento de una erección, la primera luego del accidente, se movió a lo largo de los conductos cavernosos y se reflejó en la enfermera, que aflojó levemente los dedos manicurados.

Ir a la siguiente página

Report Page