Crash!

Crash!


4

Página 7 de 29

4

Este movimiento súbito, primer signo de una erección completa, me levantó casi literalmente de mi cama de enfermo. Antes de tres días ya cojeaba hasta la sección de fisioterapia, ayudaba a las enfermeras, trataba de charlar con los aburridos doctores. Esta sensación de vida sexual puso término a mi desdichada euforia, a mis confusos sentimientos de culpa por haber matado a un hombre. La semana que siguió al accidente había sido un laberinto de dolor y fantasías extravagantes. Las vulgaridades de la vida cotidiana, con sus dramas ocultos, habían sofocado o atrofiado toda mi resistencia orgánica al sufrimiento físico. El accidente había sido la única experiencia auténtica de los últimos años. Por primera vez me enfrentaba a mi propio cuerpo, inagotable enciclopedia de dolores y excreciones, a la mirada hostil de los otros, y al hombre muerto en el accidente. Después de haber sido bombardeado implacablemente por la propaganda de la seguridad en las carreteras, haber tenido un accidente real era casi un alivio. Como todos los que viven asaltados por cartelones admonitorios y films de televisión con accidentes futuros, yo había tenido la impresión vaga e inquietante de que la espantosa culminación de mi vida se ensayaba desde hacía años, para ser representada en una carretera o intersección que sólo los directores de esos films conocían. A veces llegaba a preguntarme qué tipo de accidente de tránsito provocaría mi muerte.

Me enviaron a la sala de rayos X, donde una simpática joven que discutió conmigo el estado de la industria cinematográfica empezó a fotografiarme las rodillas. Me entretuvo su charla, así como el contraste entre aquella visión idealizada de los largometrajes comerciales y el aire profesional con que manipulaba el sofisticado equipo. En el cuerpo rechoncho de la mujer, enfundado en el delantal blanco, había un rasgo clínicamente sexual, como en todas las asistentas del laboratorio. Los brazos vigorosos me guiaban, disponiendo mis piernas como si yo fuera una enorme muñeca articulada, uno de esos complejos maniquíes humanoides provistos de todos los orificios y reacciones de dolor concebibles.

Me recliné mientras ella se concentraba enfocando el aparato. El pecho izquierdo se le alzó dentro de la blusa blanca. En alguna parte, en el busto henchido, bajo esos nylons y algodones almidonados, reposaba un pezón grueso e inerte, una punta rosa comprimida bajo las telas perfumadas. Mientras ella me acomodaba los brazos, le miré la boca a no más de veinte centímetros de la mía. Sin advertir mi curiosidad la joven fue hacia el tablero del aparato.

¿Había algún modo de despertarla? ¿Tal vez insertándole uno de esos macizos enchufes de acero en la base de la columna vertebral? Quizá eso la animara a comentarme la última retrospectiva de Hitchcock, a agredirme con una apología de los derechos de la mujer, a adelantar provocativamente una cadera, a desnudar un pezón.

En cambio, nos enfrentábamos en ese laberinto de mecanismos electrónicos como si no tuviésemos cerebro. Entre estos complejos equipos se escondían las cifras de un erotismo todavía invisible, de actos sexuales desconocidos. Esa misma sexualidad oculta parecía flotar sobre las colas de pasajeros que se movían en los aeropuertos, en la relación de unos genitales apenas simulados y las carlingas abultadas de las aeronaves, en la boca fruncida de las azafatas. Dos meses antes del choque, durante un viaje a París, la conjunción de la falda de gabardina de una azafata que me precedía en la escalera y los distantes fuselajes de los aviones, inclinados hacia el bajo vientre de la joven como falos plateados, me había excitado tanto que involuntariamente le había tocado la nalga izquierda. Posé la palma en una depresión de la tela ligeramente raída, y la muchacha, que para mí no tenía rostro, cambió de posición, apoyándose sobre el muslo derecho. Al cabo de un rato me miró dándose por enterada. Alcé mi maleta y chapurreé algo en francés, interpretando una pantomima tan elaborada de una caída en la escalera que casi pierdo el equilibrio. Durante el vuelo a Orly tuve que soportar la mirada escéptica de dos pasajeros que habían presenciado el episodio, un hombre de negocios holandés y su mujer. Durante ese corto vuelo me sentí muy excitado, observando el extraño paisaje geométrico y táctil de los edificios del aeropuerto, las franjas de aluminio opaco y los paneles de imitación a madera. Hasta mi relación con un joven camarero había sido animada por las luces curvas que le enmarcaban la calva incipiente, el traje de fantasía, y los mosaicos del bar. Pensé en mis últimos y forzados orgasmos con Catherine, en el semen perezosamente impulsado con flexiones desganadas. Ahora, las metalizadas excitaciones de nuestro compartido sueño tecnológico le reanimaban los contornos del cuerpo. Los elegantes respiraderos aluminizados de la sala de radiología me invitaban a entrar como el más cálido de los orificios orgánicos.

—Muy bien, ya está.

La mujer me tomó por la espalda y me ayudó a sentarme. Nuestros cuerpos se acercaron como en un acto sexual. Mantuve el brazo de ella por encima del codo, apretándole el pecho con mi muñeca. Detrás se alzaba el aparato de rayos X. En el suelo serpeaban unos cables pesados. Regresé por el corredor, sintiendo aún la presión de las manos fuertes de la joven en distintas zonas de mi cuerpo.

Cansado de las muletas, me detuve cerca de la entrada del pabellón de mujeres y me apoyé contra la pared. Había un altercado entre la monja y una joven enfermera de color. Escuchándolas sin entusiasmo, las pacientes yacían en sus camas. Dos de ellas estaban suspendidas de las piernas, como si fueran parte de las fantasías de un gimnasta demente. Uno de mis primeros trabajos había consistido en recoger las muestras de orina de una anciana de este pabellón, que había sido atropellada por un niño motociclista. Le habían amputado la pierna derecha y ahora se pasaba las horas plegando una bufanda de seda alrededor del muñón, atando y desatando los extremos como si preparara un interminable envoltorio. Durante el día esta criatura senil era el orgullo de las enfermeras, pero de noche, cuando no había visitas, las dos monjas que tejían en la sala la humillaban con la bacinilla, y la ignoraban cruelmente.

La religiosa interrumpió la reprimenda dando media vuelta. Una mujer joven vestida con una bata y un médico de delantal blanco salieron de un pabellón privado reservado a los «amigos» del hospital: miembros del equipo de enfermeras, médicos y familiares. Yo había visto con frecuencia a ese hombre, que siempre exhibía el pecho desnudo debajo del delantal, y cumplía tareas no mucho más importantes que las mías. Supuse que se trataría de un estudiante recién egresado que venía al hospital del aeropuerto para especializarse en cirugía de urgencia. Las fuertes manos del médico llevaban una cartera repleta de fotografías. Mirando esas mandíbulas picadas de viruela que mascaban un chicle, tuve la súbita impresión de que recorría los pabellones buscando fotos obscenas, radiografías pornográficas y análisis de orina puestos en la lista negra. Un medallón de bronce sujeto a un cordel de seda se le balanceaba sobre el pecho desnudo, pero lo que más me llamaba la atención era la cicatriz que le cruzaba la frente y la boca, residuo de algún terrible acto de violencia. Presumí que se trataba de uno de esos jóvenes ambiciosos cada vez más frecuentes en la profesión, oportunistas que adoptan una máscara de rebeldía muy a la moda y tratan a los pacientes con franca hostilidad. Mi breve estadía en el hospital me había convencido de que la profesión médica era una puerta abierta a todos los resentidos.

El hombre me observó de arriba abajo, examinando mis lesiones con evidente y minuciosa curiosidad, pero yo estaba más interesado en la mujer que se acercaba apoyándose en un bastón. Esta ayuda era sin duda una afectación que le permitía apretar la cara contra el hombro levantado y ocultar la herida del pómulo derecho. Yo la había visto por última vez sentada en la ambulancia junto al cadáver de su marido, mirándome con serena aversión.

—¿Doctora Remington? —pregunté irreflexivamente.

La mujer se acercó a mí empuñando el bastón de otra manera, como si se dispusiera a golpearme la cara, y volvió la cabeza con un movimiento peculiar del cuello, mostrándome la herida.

Cuando llegó a la puerta se detuvo y esperó a que yo me quitara del paso. Le miré la cicatriz de la cara, la marca de un invisible cierre de cremallera de ocho centímetros de largo, y que iba del rabillo del ojo derecho hasta la comisura de la boca. Este nuevo rasgo, y los pliegues de los labios y la nariz se entrecruzaban como las líneas de una mano sensible y escurridiza. Leí, inscrita en la piel, una biografía imaginaria, y vi en la mujer una atractiva estudiante de medicina agobiada por el trabajo, que luego de obtener el título salía de una prolongada adolescencia embarcándose en una serie de inciertas aventuras sexuales. Todo culminaba felizmente en una profunda unión emocional y genital con el marido ingeniero; cada uno de ellos saqueaba el cuerpo del otro como un Crusoe que se lleva del barco todo lo que puede servir. Debajo del labio inferior, la piel se le contraía en una arruga de nódulos que descubrían la aritmética de la viudez, el desesperado cálculo de que jamás encontraría otro amante. Adiviné un cuerpo robusto debajo de la bata color malva. Tenía el torso parcialmente enfundado en una vaina de yeso que le bajaba de un hombro hasta la axila opuesta, como un vestido de baile de Hollywood.

Decidida a ignorarme, la doctora Remington caminó rígidamente por el corredor, exhibiendo su cólera y su herida.

Durante mis últimos días en el hospital no volví a ver a la doctora Helen Remington, pero acostado en el pabellón desierto no dejaba de pensar en el accidente que nos había unido. Una poderosa corriente erótica había pasado entre esta mujer joven y acongojada y yo, casi como si inconscientemente yo deseara dar nueva vida al marido en el vientre de ella. Penetrándola entre los gabinetes metálicos y los cables blancos de la sala de radiología, yo resucitaría de algún modo al marido, mediante la conjunción de la axila izquierda de la mujer con la cámara de cromo, mediante las bodas de nuestros genitales y la elegante funda de la máquina.

Yo escuchaba a las enfermeras que discutían en la sala. Catherine venía a visitarme, y enjabonaba la mano en la pastilla húmeda que había en mi armario. Luego ella me masturbaba mientras miraba con ojos claros a través de las flores del ventanal, y sostenía en la mano izquierda un cigarrillo de marca desconocida. Sin que yo sacara el tema, me hablaba del choque y de los interrogatorios policiales. Describía los daños del coche con la insistencia de un voyeur, casi irritándome con una entusiasta descripción del radiador hundido y de la sangre esparcida en el capó.

—Tenías que haber ido a los funerales —le dije una vez.

—Ojalá hubiera ido —me respondió en seguida—. Entierran tan pronto a los muertos… Tendrían que dejarlos expuestos durante meses. No estaba preparada.

—Remington estaba preparado.

—Supongo que sí.

—¿Y su mujer? —pregunté—. La médica. ¿Fuiste a visitarla?

—No, no fui capaz. La siento demasiado cerca.

Catherine ya me veía bajo una nueva luz. ¿Acaso me respetaba, e incluso me envidiaba, por haber causado una muerte casi del único modo en que legalmente podemos quitar la vida a alguien? En un accidente de automóvil la muerte estaba determinada por vectores de velocidad, violencia y agresión, ahora captados en los oscuros magullones de mi cuerpo y la marca del volante como en una placa fotográfica o la imagen congelada de una película. ¿A eso obedecía la reacción de Catherine? Las cicatrices de mi rodilla izquierda, por encima de la rótula fracturada, reproducían con fidelidad los trazos prominentes de las perillas del limpiaparabrisas y las luces. Yo me acercaba al orgasmo y Catherine se enjabonaba la mano cada diez segundos, olvidando el cigarrillo, concentrando toda su atención en este orificio de mi cuerpo, como las enfermeras que me habían atendido inmediatamente después del choque. Cuando mi semen saltaba en la palma de Catherine, ella me apretaba el pene, como si estos primeros orgasmos después del accidente celebraran un acontecimiento único. Tenía entonces una expresión de éxtasis que me recordaba a la institutriz italiana empleada por un gerente milanés con quien habíamos pasado un verano en Sestri Levante. Esta solterona engolada había dedicado su vida al órgano sexual del niño de dos años que ella atendía, y no se cansaba de besarle el pequeño pene, de succionarlo para que aumentara de tamaño, y de exhibirlo con orgullo.

Apoyándole una mano en el muslo, debajo de la falda, le di las gracias a Catherine con una inclinación de cabeza. La mente de Catherine, desenfadadamente promiscua, nutrida durante años con una dieta de catástrofes aeronáuticas y noticiarios bélicos, de violencia proyectada en cines a oscuras, estableció una relación inmediata entre mi accidente y todas las fatalidades de pesadilla del mundo, percibidas como parte de sus juegos sexuales. A través de un desgarrón en la media, le toqué el tibio interior del muslo; luego deslicé el índice por la mata de pelo rubio que se rizaba como una llama en la cima de la vulva, y que parecía la obra de un peluquero excéntrico.

Esperando aplacar la sobreexcitación que mi accidente había provocado en Catherine —ahora más cruel y espectacular, agigantado por la memoria— empecé a acariciarle el clítoris. Perturbada, ella no tardó en despedirse besándome firmemente en la boca, como si no tuviera muchas esperanzas de volver a verme con vida. No se cansaba de hablar y hablar; quizá pensaba que mi accidente aún no había ocurrido.

Ir a la siguiente página

Report Page