Crash!

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En los días que siguieron alquilé varios coches en la compañía de los estudios, escogiendo todas las variantes posibles del automóvil, desde un pesado convertible norteamericano hasta un suntuoso coche sport y una miniatura italiana. Lo que empezó como un gesto irónico destinado a provocar a Catherine y Renata —ninguna de las dos quería que yo volviese a conducir— pronto tuvo un significado diferente. Mi primera y breve visita al escenario del choque había vuelto a resucitar el espectro del hombre muerto, y lo que era más importante, la noción de mi propia muerte. En cada uno de estos coches yo corría por la ruta del choque, imaginando la posibilidad de otras muertes y otras víctimas, un perfil diferente de heridas.

Aunque limpiaban continuamente estos coches, había residuos de los usuarios previos en todas partes: marcas de zapatos en los felpudos de goma de los pedales; un filtro de cigarrillo reseco, manchado con un anticuado color de lápiz de labios, pegado a la tapa del cenicero con un pedazo de goma de mascar; una profusión de insólitos rasguños, como la coreografía de una lucha frenética, en un asiento vinílico donde parecía que dos criaturas deformes se hubieran violado recíprocamente. Rozando los pedales con los pies, yo sentía la presencia de todos estos conductores, el volumen ocupado por los cuerpos, los propósitos, las escapatorias, y los tedios de todos ellos, anteponiéndose a mis reacciones. Advirtiendo esa prioridad, conducía con cuidado, mientras ofrecía las posibilidades de mi propio cuerpo a las columnas de dirección y las viseras del parabrisas.

Al principio anduve por los circuitos periféricos del sur del aeropuerto, pasando entre los depósitos de agua de Stanwell mientras me familiarizaba con el coche desconocido. Desde allí bordeaba el flanco oriental del aeropuerto rumbo a los empalmes de Harlington, donde el pesado tránsito que salía de Londres en las horas críticas me empujaba en una rápida marejada metálica hacia los atestados carriles de la Western Avenue. A la hora de mi accidente me encontraba una vez más al pie del paso elevado. A veces cruzaba de largo el escenario de la colisión, impulsado por el tránsito que se precipitaba hacia los próximos semáforos, o quedaba apresado en un embotellamiento a tres desesperantes metros del sitio del choque.

Cuando alquilé el convertible americano, el empleado de la compañía me señaló:

—Nos costó trabajo limpiarlo, señor Ballard. Lo estuvo usando una compañía de televisión…

Pusieron rampas para las cámaras en el techo, el capó y las puertas. Mientras me alejaba del garaje de Shepperton, se me ocurrió la idea de que el coche era parte aún de un acontecimiento imaginario. Como los que había alquilado antes, el coche estaba cubierto de rasguños y marcas de zapatos y quemaduras de cigarrillo, impresas esta vez en una elegante estructura diseñada en Detroit. En el asiento de vinílico rosado había un profundo desgarrón, donde uno hubiera podido hincar un mástil o —¿por qué no?— un pene. Presumiblemente estas marcas habían aparecido en el contexto de unos dramas imaginarios ideados por las diversas compañías que habían utilizado el coche, los actores que interpretaban el papel de policías o de criminales de poca monta, de agentes secretos o de herederas buscadas por la justicia. Las molduras del volante desgastado conservaban aún la grasitud de los centenares de manos que se habían apoyado allí cumpliendo los requerimientos del director y el camarógrafo.

Al avanzar por la Western Avenue en medio del tránsito de última hora, pensé en la posibilidad de morir envuelto en esta vasta acumulación de tramas ficticias, descubriendo en mi cuerpo los estigmas de un centenar de series policiales de televisión, las signaturas de melodramas olvidados que años después de ser archivados a causa de un cambio en los programas dejarían inscritos en mi piel las últimas líneas de la nómina.

Estas divagaciones me confundieron y cuando llegué al empalme de la autopista entré en un carril equivocado. El automóvil pesado, de motor poderoso y frenos supersensibles, me hizo notar que yo era muy ambicioso si pretendía ajustar mis heridas y mi experiencia a sus perfiles de mastodonte. Resuelto a alquilar un coche del mismo modelo que el mío, doblé por la ruta de acceso al aeropuerto.

Un monstruoso embotellamiento bloqueaba el ingreso en el túnel, y entrando rápidamente en un camino de acceso salí al parque del aeropuerto, una vasta extensión de hoteles de tránsito y supermercados nocturnos. Cuando dejaba atrás el puesto de gasolina más próximo al acceso del túnel, reconocí un trío de prostitutas del aeropuerto. Recorrían una pequeña isla para peatones de una punta a la otra.

Al ver mi coche, la mayor de las tres se me acercó, pensando tal vez que yo era un turista norteamericano o alemán. Esas mujeres que a la caída de la tarde se paseaban entre el tránsito miraban los veloces automóviles como tratando de conseguir viajeros que quisiesen cruzar la laguna Estigia. Las tres —una parlanchina morena de Liverpool que había estado en todas partes y había hecho de todo; una rubia tímida y obtusa, sin duda presente en las fantasías de Catherine, quien a menudo me la señalaba; una mujer madura de cara exhausta y busto opulento que alguna vez había trabajado en una estación de gasolina de la Western Avenue parecían constituir una unidad sexual básica, capaz de satisfacer de un modo u otro a todos los clientes.

Me detuve junto al refugio. La mujer madura se adelantó cuando le hice una seña con la cabeza. Se inclinó contra la portezuela apoyando el musculoso brazo derecho en el marco cromado de la ventanilla. Al entrar en el coche saludó con las manos a sus compañeras, cuyos ojos batían como limpiaparabrisas espiando las ventanillas que reflejaban los impactos de la luz.

Me interné en la corriente que atravesaba el túnel del aeropuerto. La presión del vigoroso cuerpo de la mujer en el coche alquilado, anónimo protagonista de tantos melodramas de segundo orden, me recordó el dolor en las rodillas y los muslos. A pesar de los frenos automáticos y la dirección hidráulica, conducir ese coche americano me había agotado.

—¿Hacia dónde vamos? —me preguntó la mujer en cuanto salí del túnel y enfilé hacia los edificios del aeropuerto.

—A un parque de estacionamiento… Las azoteas están desiertas al anochecer. Una indefinida jerarquía de prostitutas rondaba el aeropuerto y sus suburbios. Algunas frecuentaban esas salas de baile de los hoteles en las que nunca se tocaba música, convenientemente instaladas cerca de los dormitorios y destinadas a esos miles de viajeros de paso que nunca llegaban a salir del aeropuerto; una segunda categoría trabajaba en las salas de espera y los restaurantes con vista panorámica; por último, había un ejército de muchachas independientes que alquilaban cuartos por día en los edificios de la autopista.

Llegamos al garaje que se alzaba detrás de las oficinas de flete aéreo. Subí por las rampas de cemento de este edificio oblicuo y ambiguo y me detuve en un espacio libre de la azotea inclinada. La mujer, después de guardar los billetes en su bolso plateado, inclinó un rostro preocupado y bajó el cierre de mi bragueta con una mano experta. Tendiendo los brazos y apoyándolos sobre mis rodillas, empezó a excitarme sistemáticamente el pene con la mano y la boca. La dureza de sus codos me sobresaltó.

—¿Qué pasa con tus piernas…? ¿Tuviste un accidente?

El tono de la pregunta era casi sexualmente ofensivo.

Mientras ella daba vida a mi pene me dediqué a mirarle las amplias espaldas, la conjunción entre los contornos de los hombros, marcados por los breteles del sostén, y el sofisticado tablero de este coche americano; entre la carnosa cadera que yo aferraba con la mano izquierda y las esferas color pastel del reloj y el velocímetro. Estimulado por este decorado, le deslicé el anular izquierdo entre las nalgas.

Abajo reverberaba el estruendo de las bocinas. Un reflector centelleó por encima de mi hombro y alumbró la cara perpleja de esta fatigada prostituta que tenía mi pene en la boca y derramaba sobre las varillas cromadas del volante una cabellera reseca. Haciéndola a un lado, me asomé a la balaustrada. El autobús de una línea aérea había embestido la parte trasera de un taxi en la terminal de pasajeros del continente. Dos chóferes de taxi y un hombre que aferraba un maletín de plástico sacaban del coche al conductor herido. Un macizo embotellamiento de autobuses y taxis impedía el paso. Precedido por el resplandor de los faros, un coche de policía trepó a la acera y avanzó entre los pasajeros y mozos de cordel, volteando con el guardabarros una maleta.

Un fugaz destello en el borde cromado del parabrisas distrajo mi atención. Miré a la derecha, y a seis metros, más allá de los espacios libres del garaje, vi un hombre con una cámara sentado en el capó de un coche, junto al parapeto de cemento. Reconocí al hombre alto de la cicatriz en la frente: era el que me había estado observando al pie del paso elevado, el médico vestido de blanco del hospital. Sacó la lámpara opaca del flash y de un puntapié la tiró abajo, entre los coches. Mientras quitaba la película de la cámara polaroid, me miró sin interés, como si estuviese habituado a ver en este lugar a prostitutas acompañadas de sus clientes.

—Puedes dejar. Está bien.

La mujer hurgaba ahora entre mis ingles en busca de un pene errático. Le dije que se incorporara. En cuanto se arregló la melena frente al espejo del coche, salió sin mirarme y se alejó hacia la puerta del ascensor.

El hombre de la cámara se incorporó en el capó, pasó por encima del techo y bajó de un salto. Miré a través de la ventanilla trasera del coche. En el asiento del acompañante había todo un equipo fotográfico: cámaras, trípode, un saco de lámparas de flash. Una cámara de cine había sido adosada al tablero.

El hombre regresó al coche, empuñando la cámara como si fuera una pistola. Cuando llegó a la balaustrada, los faros de la policía le iluminaron el rostro. Recordé que ya había visto varias veces esa cara picada de viruela, proyectada por muchos y olvidados programas de televisión y reproducida en las revistas. Vaughan, el doctor Robert Vaughan, en una época especializado en computadoras. Vaughan, uno de los primeros científicos de nuevo estilo de la televisión, había combinado una alta dosis de encanto personal —cabellos negros y tupidos sobre una cara cruzada de cicatrices, chaqueta de combate norteamericana— con los modales de un conferenciante agresivo y convencido que propugnaba la aplicación de técnicas automatizadas en el control de todos los sistemas de tránsito internacional. En las primeras emisiones del programa, tres años atrás, Vaughan había proyectado una imagen vigorosa de científico rebelde que iba del laboratorio al canal de televisión montado en una poderosa motocicleta. Culto, ambicioso y ávido de publicidad, no era un mero arribista con título universitario gracias a una cierta veta de idealismo excéntrico, a una extraña visión del automóvil y de la auténtica función de esa máquina.

De pie junto a la balaustrada, Vaughan observaba el choque. Los reflectores le alumbraban los bordes duros del tejido cicatrizal que le enarcaba las cejas y la boca, el tabique de la nariz roto y recompuesto. Recordé entonces por qué la carrera de Vaughan había tenido un final abrupto: cuando el programa de televisión estaba en la mitad del ciclo, Vaughan se había estrellado con la motocicleta. Se había herido gravemente, y era obvio que aún llevaba en la cara y la personalidad la memoria de ese impacto: una espantosa colisión en una carretera del norte, donde un camión le había quebrado las piernas con las ruedas traseras. Las facciones de Vaughan parecían haber sido desplazadas lateralmente, como si después del choque las hubieran recompuesto guiándose por un álbum de fotos desteñidas. Las cicatrices de la boca y de la frente, el cabello desaliñado y la falta de dos incisivos superiores le daban un aspecto descuidado y hostil. Los nódulos huesudos de las muñecas asomaban como pulseras de hierro en los puños raídos de la chaqueta.

Vaughan entró en el coche. Era un Lincoln Continental de hacía diez años, un vehículo similar a la limusina abierta donde habían baleado al presidente Kennedy. Recordé que el asesinato de Kennedy había sido una de las obsesiones de Vaughan.

Pasó de largo y el guardabarros izquierdo del Lincoln me rozó la rodilla. Crucé la azotea mientras él descendía por la rampa. Este primer encuentro con Vaughan no se me borró de la memoria. Sabía que si él tenía algún motivo para seguirme, no se trataba de una venganza o un chantaje.

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