Crash!

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Mi encuentro con Vaughan y el álbum de fotografías que documentaban mi accidente habían dado nueva vida a mis recuerdos de ese trauma onírico. Una semana más tarde, saliendo del garaje subterráneo, no fui capaz de llevar el coche hacia los estudios Shepperton, como si de noche hubieran transformado el vehículo en uno de esos juguetes japoneses que marchan en una sola dirección, o como si me hubiesen puesto en la cabeza un poderoso giróscopo que sólo apuntaba hacia el paso elevado.

Esperando a que Catherine saliera para ir a la clase de vuelo, conduje el coche hacia la autopista, y a los pocos minutos me encontré encerrado en una marea de tránsito. Las hileras de vehículos detenidos llegaban al horizonte, donde se unían a los atestados carriles de las rutas del oeste y el sur de Londres. Avanzando poco a poco alcancé a ver mi balcón. Por encima de las barandillas Catherine llevaba a cabo alguna complicada tarea, haciendo dos o tres llamadas telefónicas y garabateando algo en un cuaderno. De algún modo ella parecía estar interpretando mi propio papel, y era obvio que en cuanto ella saliera yo regresaría a mi postura de convaleciente en el balcón. Por primera vez comprendí que sentado allí, en el centro de la fachada desnuda del edificio, había estado expuesto a las miradas de decenas de miles de automovilistas expectantes, y que muchos debían de haber especulado acerca de la identidad de esa figura vendada. A los ojos de ellos yo tenía que parecer una especie de tótem de pesadilla, un idiota doméstico que había sufrido una lesión encefálica irreparable en un accidente de tránsito, y que ahora ponían todas las mañanas en el balcón para que contemplara el escenario de su propia muerte cerebral.

El tránsito se movió con lentitud hacia el empalme de la Western Avenue. Perdí de vista a Catherine cuando las paredes de vidrio de los rascacielos se interpusieron entre nosotros. A mi alrededor el tránsito matinal se extendía a la luz del sol, infestada de moscas. Curiosamente, yo no sentía ninguna inquietud. Esa profunda y ominosa impresión que había presidido como un semáforo mis anteriores excursiones por las autopistas, se había disipado ahora. La presencia de Vaughan, al acecho en algún punto de estas carreteras abarrotadas, me convencía de que era posible descubrir alguna clave que explicara el autogedón inminente. Esas fotografías de actos sexuales, de secciones de unos radiadores o tableros de instrumentos, de la conjunción de un codo y una ventanilla cromada, de una vulva y una palanca de cambios, resumían las posibilidades de una lógica nueva creada por estos artefactos proliferantes, los códigos de un nuevo matrimonio entre la sensación y lo posible.

Vaughan me había intimidado. La dureza con que trataba a Seagrave, jugando con las fantasías de violencia de ese piloto embrutecido por los choques, me advertía que quizá estaba dispuesto a todo si había que aprovechar alguna circunstancia inmediata.

Aceleré cuando el tránsito llegó al empalme de la Western Avenue, y en cuanto pude doblé a la derecha y fui hacia Drayton Park. Como un erguido ataúd de cristal, el edificio subía al cielo por encima de mi cabeza mientras yo volvía al garaje subterráneo.

Ya en casa, anduve intranquilo de un lado a otro, buscando la libreta donde Catherine anotaba las llamadas telefónicas. Yo quería interceptar cualquier mensaje de los amantes de Catherine, no porque estuviera sexualmente celoso, sino porque estos amoríos irrelevantes podían obstaculizar el plan que Vaughan preparaba para todos nosotros.

Catherine no se cansaba de brindarse a mí con generosidad y cariño. Continuaba incitándome a que yo viera a Helen Remington, tanto que sospeché al fin que quería obtener una consulta gratis, de características pronunciadamente lesbianas, acerca de algún oscuro malestar ginecológico; los pilotos intercontinentales con quienes fraternizaba transportaban quizá más enfermedades que los aterrados rebaños de inmigrantes que colmaban las oficinas de Helen Remington.

Pasé la mañana buscando a Vaughan en las rutas de acceso al aeropuerto y observé el tránsito desde los puestos de gasolina de la Western Avenue. Me paseé por el mirador de la Oceanic Terminal, esperando ver a Vaughan detrás del rastro de algún político o una estrella pop.

A lo lejos el tránsito se arrastraba a lo largo del paso elevado. Por alguna razón recordé una frase de Catherine: nunca estaría satisfecha hasta que se hubiesen llevado a cabo en el mundo todas las cópulas concebibles. En algún punto de este nexo de hormigón y acero, de este elaborado paisaje de señales de tránsito y caminos de acceso, de bienes de consumo y prosperidad, Vaughan iba de un lado a otro en su coche como un heraldo, apoyando las cicatrices del codo en la ventanilla cromada, recorriendo las autopistas en un sueño de violencia y sexualidad detrás de un parabrisas sucio.

Renunciando a encontrar a Vaughan me encaminé a los estudios de Shepperton. Un camión enorme bloqueaba la entrada. El conductor asomado a la ventanilla insultaba a los dos ordenanzas. Detrás del camión había un Citroën Pallas, el largo capó aplastado en un choque frontal.

—Esa máquina horrible. —Renata se acercó a la luz del sol mientras yo detenía el coche—. ¿La ordenaste tú, James?

—La necesitan para el film de la Taylor… esta tarde ruedan un accidente. —No me digas que ella va a conducir ese coche…

—Ella conducirá otro. Ese es para las secuencias posteriores al choque.

Luego, esa tarde, pensé en el cuerpo estropeado de Gabrielle mientras yo miraba por encima del hombro de la maquilladora la figura mucho más cuidada y atractiva de la actriz sentada al volante en el Citroën aplastado. Los técnicos de sonido e iluminación observaban desde cierta distancia, como espectadores de un auténtico accidente. La maquilladora, una muchacha elegante con un animoso sentido del humor, y que parecía la contrapartida de las enfermeras del hospital, había trabajado más de una hora pintando las heridas.

La actriz no se movió del coche mientras las últimas pinceladas completaban el complicado encaje de sangre que le caía de la frente como una mantilla roja. Las estrías azules de los falsos moretones le ensombrecían los brazos y las manos pequeñas. Estaba echada ya en el asiento como la víctima de un accidente, rozando levemente con los dedos las líneas de resina carmesí de las rodillas, y abriendo delicadamente los muslos sobre el tapizado plástico, como si evitara el contacto de una membrana áspera y viscosa. Observé cómo acariciaba el volante, reconociéndolo apenas.

En el compartimiento de debajo del tablero había un guante femenino de gamuza. ¿Acaso la actriz sentada en el coche, enmascarada como una muerta, estaba pensando en la mujer que había tenido un accidente en ese mismo coche, alguna ama de casa suburbana y francófila o una azafata de la Air France? ¿Imitaba instintivamente las posturas de esta mujer, dando nuevo sentido en la magnificencia de su propio cuerpo a las heridas de un accidente común, las manchas de sangre y las suturas pronto olvidadas? La actriz ocupaba este coche destartalado como la estatua de una diosa en un altar bañado en la sangre de un devoto menor. Aunque yo estaba a unos seis metros, de pie junto a un ingeniero de sonido, los contornos únicos del cuerpo y la personalidad de la actriz parecían transformar el vehículo arruinado. Apoyaba en el suelo la pierna izquierda, y el marco de la portezuela y la estructura del tablero se habían desplazado para no tocarle la rodilla, como si todo el coche se hubiera deformado alrededor de la figura de la mujer en un gesto de homenaje.

El ingeniero de sonido se volvió sobre los talones golpeándome el codo con la barra del micrófono. Mientras se disculpaba, un ordenanza uniformado se abrió paso a empellones. En la esquina opuesta del cruce de caminos construido en el estudio, el joven asistente de producción norteamericano discutía con un hombre de cabello oscuro y chaqueta de cuero, tratando de arrebatarle la cámara. Cuando el sol dejó de centellear en el teleobjetivo, reconocí a Vaughan. Apoyado contra el techo de otro Citroën, clavaba los ojos en el asistente y de vez en cuando lo apartaba con la mano cubierta de cicatrices. Junto a él, Seagrave estaba sentado en el capó del coche. Tenía el cabello rubio sujeto sobre la coronilla con un lazo, y encima de los jeans llevaba un abrigo femenino de gamuza. Debajo del jersey de cuello volcado, un sostén relleno imitaba los contornos de dos pechos voluminosos.

Habían maquillado la cara de Seagrave para que se pareciese a la actriz, y el polvo y las cremas le oscurecían la piel pálida. Esta máscara inmaculada de una cara de mujer era como una parodia grotesca de la actriz, mucho más siniestra que las heridas cosméticas que le aplicaban en ese momento. Supuse que Seagrave, vestido como ella y con una peluca sobre el cabello rubio, estrellaría este Citroën intacto contra el otro vehículo, que transportaba un maniquí del amante.

Ya, mientras miraba a Vaughan desde detrás de la máscara, parecía como si Seagrave hubiera sido herido oscuramente en este mismo choque. La boca de mujer, los ojos demasiado pintados, y el mechón de cabellos rubios teñidos que le coronaba la cabeza, le daban un aspecto de travesti avejentado, sorprendido borracho delante del tocador. Miraba alrededor con cierto resentimiento, como si Vaughan lo hubiese obligado a disfrazarse todos los días para parodiar a la actriz.

Vaughan había tranquilizado al ordenanza y al asistente, sin tener que entregar la cámara. Le hizo a Seagrave una seña misteriosa y la boca marcada de cicatrices se le abrió en una sonrisa. Echó a andar hacia las oficinas de producción. Cuando me acerqué, me indicó que lo acompañara, incorporándome así al ambiente imaginario que él acababa de crear.

Seagrave, ahora olvidado por Vaughan, quedó solo en el Citroën como una bruja desconcertada.

—¿Seagrave está bien? Tenías que haberlo fotografiado.

—Lo fotografié… por supuesto.

Vaughan apoyó la cámara en la cadera derecha. Llevaba una chaqueta de cuero blanco, y parecía más un galán de cine que un hombre de ciencia renegado.

—¿Todavía puede conducir?

—Mientras le parezca que la máquina va en línea recta.

—Vaughan, consíguele un médico.

—Eso arruinaría todo. Además, no puedo perder tiempo. Helen Remington ya lo ha examinado. —Vaughan dio la espalda al set—. Helen se incorporará al Laboratorio de Accidentes de Tránsito. Dentro de una semana habrá una función pública. Iremos juntos.

—Puedo prescindir de esas diversiones.

—No, Ballard… te reconfortará. Es un episodio importante en la serie de televisión. Se alejó a grandes pasos hacia el parque de estacionamiento.

Estas desconcertantes fusiones de ficción y realidad, resumidas en la figura patética aunque siniestra de Seagrave disfrazado de Elizabeth Taylor, me acosaron toda la tarde, y aun llegaron a dictar mis respuestas cuando Catherine vino a recogerme. Catherine charló amablemente con Renata, pero pronto la distrajeron las fotografías en color de las paredes, secciones de prototipos de coches de carrera y sedanes de lujo que aparecían en un corto comercial que estábamos filmando. Estos retratos emblemáticos de una aleta trasera o de un radiador, de un tablero o del marco de un parabrisas de vividos colores acrílicos, la fascinaban de algún modo. Me sorprendió la cortés benevolencia con que trataba a Renata. La llevé a la sala de montaje, donde dos técnicos jóvenes trabajaban en los primeros cortes. Presumiblemente Catherine estaba convencida de que en este contexto visual, un contacto erótico entre Renata y yo era inevitable, y de que si a ella misma la hubiesen dejado en esta oficina, trabajando entre fotografías y muestras de aletas metálicas, habría tenido sin duda alguna aventura sexual, no sólo con los dos técnicos, sino también con Renata.

Catherine había pasado el día en Londres. En el coche, ya fuera del estudio, sus muñecas eran como teclados de perfumes. Antes que ninguna otra cosa, me había llamado la atención en ella esa inmaculada pulcritud, como si se hubiese limpiado individualmente cada centímetro cuadrado del cuerpo esbelto, ventilando separadamente todos los poros. A veces el aspecto de porcelana del rostro, un elaborado maquillaje, como en la imagen publicitaria de un hermoso rostro de mujer, me había llevado a sospechar que toda la personalidad de Catherine no era sino una charada. Traté de imaginar la infancia que había creado a esta mujer joven y hermosa, perfecta imitación de un Ingres.

Esta pasividad, esta aceptación total de cualquier situación, me habían fascinado desde un principio. Durante nuestros primeros encuentros sexuales, en los dormitorios anónimos de los hoteles del aeropuerto, yo le inspeccionaba deliberadamente todos los orificios que podía encontrar. Le pasaba los dedos por las encías buscando alguna fibra minúscula de carne asada, le metía la lengua en la oreja buscando vestigios de cera, le examinaba la nariz y el ombligo, y finalmente la vulva y el ano. Tenía que introducir todo el dedo antes de extraer un débil olor de materia fecal, una delgada línea parda que me manchaba la uña.

Volvimos a casa, cada uno en su coche. Frente a los semáforos de la ruta de acceso, observé cómo Catherine apoyaba las manos en el volante. Con el índice derecho raspaba una vieja etiqueta pegada al parabrisas. Detenido junto a ella, le miré los muslos, que se le rozaban cuando pisaba el pedal del freno.

Mientras recorríamos la Western Avenue, imaginé el cuerpo de Catherine abrazado al compartimiento del coche. Hubiera querido apretarle la vulva húmeda contra las protuberancias de los tableros y los mandos, aplastarle dulcemente los pechos contra los marcos de las puertas, moverle el ano en una lenta espiral sobre las fundas vinílicas, ponerle las manos menudas en el tablero de instrumentos y el borde de las ventanillas. La conjunción de esas membranas mucosas y el vehículo, mi propio cuerpo metálico, era celebrada por los coches que pasaban velozmente. Las complejidades de un acto inmensamente perverso la esperaban suspendidas sobre e lla como una coronación.

Prácticamente mesmerizado por estas fantasías, vi de pronto el guardabarros abollado del Lincoln de Vaughan a unos pocos metros del coche sport de Catherine. Vaughan se metió entre Catherine y yo, acosándola como si esperase a que ella se equivocara. Catherine, sorprendida, se refugió delante del autobús de una línea aérea, en el carril vecino. Vaughan avanzó al lado del autobús y recurriendo a la bocina y los faros obligó al conductor a retrasarse, poniéndose otra vez detrás de Catherine. Yo aceleré a lo largo del carril central, gritándole a Vaughan cuando pasé junto a él. Pero Vaughan no dejaba de hostigar a Catherine con la luz de los faros. Inesperadamente, Catherine dobló hacia un puesto de gasolina obligando a Vaughan a una arriesgada media vuelta. Los neumáticos chillaron, y Vaughan bordeó el macizo ornamental de plantas en macetas barnizadas, pero le cerré el paso con mi coche.

La excitada Catherine, sentada entre las bombas rojas de gasolina, clavaba en Vaughan una mirada colérica. Me había costado mucho seguirlos, y ahora me dolían las heridas de las piernas y el pecho. Bajé del coche y caminé hacia Vaughan. Él me miró como si nunca me hubiera visto antes, masticando un trozo de goma de mascar y observando a los aviones que despegaban en el aeropuerto.

—Vaughan, esto no es el escenario de una película, qué diablos. Vaughan esbozó un ademán conciliatorio. Puso la palanca de cambios en marcha atrás. —A ella le gustó, Ballard. Es una especie de cumplido. Pregúntaselo. Retrocedió en un amplio círculo, casi embistiendo a un empleado de la estación, y se perdió en el tránsito de las primeras horas de la tarde.

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