Crash!

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Mientras el pesado automóvil se abría paso entre los vehículos que iban a Londres, me puse a leer los cuestionarios preparados por Vaughan. Los sujetos interrogados eran como un corte transversal del mundo de Vaughan: dos programadores de computadoras del laboratorio donde había trabajado antes, un joven especialista en dietética, varias camareras del aeropuerto, un consejero de la clínica de Helen Remington, además de Seagrave, su esposa Vera, el productor de televisión y Gabrielle. El breve curriculum vitae de cada sujeto permitía comprobar, tal como yo esperaba, que todos habían estado implicados en algún choque de coches, de mayor o menor gravedad.

Cada uno de los cuestionarios incluía una lista de celebridades del mundo de la política, el espectáculo, el deporte, el crimen, la ciencia y las artes, y proponían imaginar un accidente en el que muriera alguno de ellos. Examinando la lista, vi que la mayoría de esa gente vivía aún; unos pocos habían muerto, en accidentes de coche. Parecía como si los nombres hubieran sido escogidos al azar en un breve repaso de titulares de diarios y revistas, documentales y noticiarios de televisión.

Por contraste, la elección propuesta de heridas y modos de morir mostraba todas las ventajas de una investigación exhaustiva y metódica. La lista incluía prácticamente todo tipo de confrontación violenta entre el automóvil y los ocupantes: los mecanismos de expulsión de los pasajeros, la geometría de las lesiones en la rótula y la articulación de la cadera, la deformación de la cabina en colisiones frontales o por detrás, las heridas peculiares de los accidentes en rotondas, encrucijadas, intersecciones de accesos a las autopistas; las líneas de repliegue de una carrocería en un choque frontal, las contusiones abrasivas y las amputaciones provocadas por la estructura del techo y los marcos de las portezuelas en el caso de vuelco, las lesiones en la cara que golpe aba el tablero o el borde de una ventanilla, los traumatismos craneanos producidos por pantallas contra el sol y espejos retrovisores, las heridas como latigazos en los coches embestidos desde atrás, las quemaduras de primero y segundo grado cuando estallaba el tanque de gasolina, los pechos empalados por la columna de dirección, las heridas que los cinturones de seguridad defectuosos abrían en el abdomen, las colisiones subsiguientes entre los pasajeros de adelante y de atrás, los traumatismos de cráneo y columna en quienes atravesaban el parabrisas, las distintas fracturas del cráneo de acuerdo con el tipo de vidrio del parabrisas, las heridas de los niños y de los bebés en brazos, las lesiones causadas por miembros ortopédicos, o por automóviles provistos de mandos para lisiados, las complejas y ramificadas heridas de quienes ya tenían amputados uno o dos miembros, las heridas provocadas por accesorios especiales, como magnetófonos, bares portátiles y radioteléfonos, o por emblemas de fábrica, hebillas de cinturones de seguridad y ventanillas de ventilación.

Por último se enumeraban las heridas que sin duda preocupaban más a Vaughan: los traumatismos genitales. Las fotografías que ilustraban las disponibles opciones habían sido reunidas con sumo cuidado, arrancadas de las páginas de boletines especializados y textos de cirugía plástica, fotocopiadas de monografías de circulación interna, extraídas de informes quirúrgicos que Vaughan había hurtado en el hospital de Ashford.

Cuando Vaughan dobló para entrar en una estación de gasolina, la luz escarlata del letrero de neón resplandeció en la trama de esas fotos de heridas horribles: pechos de muchachas adolescentes deformados por los mandos del tablero, mamasectomías parciales de maduras amas de casa practicadas por el borde cromado de una ventanilla, pezones seccionados por el emblema de fábrica de un tablero; heridas en genitales de ambos sexos abiertas por columnas de dirección, parabrisas fracturados, portezuelas aplastadas, resortes de asiento, frenos de mano, perillas de reproductores de cintas. Una colección de fotografías de penes mutilados, vulvas seccionadas y testículos, pasó a la luz resplandeciente mientras Vaughan, de pie fuera del coche, comentaba jocundamente el cuerpo de la empleada que estaba llenando el tanque. En algunas fotos aparecía un detalle de la parte del coche que había provocado la herida: junto a la imagen de un pene bifurcado, fotografiado en una sala de guardia, se veía un freno de mano; sobre el primer plano de una vulva machacada había un volante decorado y la marca de un fabricante. Estas cópulas de genitales desgarrados y partes de automóviles componían una serie de módulos perturbadores, las unidades de la nueva moneda del dolor y el deseo.

La misma conjunción, más aterradora cuando sacaba a luz rasgos de carácter básicos, era visible en las fotografías de lesiones faciales. Los detalles de los mandos y la bocina, de los espejos retrovisores y los aparatos del tablero, ornaban estas heridas como iluminaciones de un manuscrito medieval. La cara de un hombre con la nariz hundida yacía junto a un emblema cromado del modelo del coche y el año de fabricación. Una muchacha de color estaba tendida en un camastro de hospital con los ojos ciegos; junto a ella, se reproducía un espejo retrovisor y una mirada lustrosa que reemplazaba la mirada de la víctima. Comparando las respuestas a los cuestionarios, advertí la diversidad de accidentes seleccionados por los sujetos de Vaughan. Las elecciones de Vera Seagrave eran azarosas, como si no alcanzara a distinguir entre la expulsión a través del parabrisas, un vuelco o un choque de frente. Gabrielle había dado importancia a las lesiones faciales. Las respuestas más inquietantes eran las de Seagrave; en los accidentes que describía las víctimas hipotéticas no sufrían otro daño que lesiones genitales graves. Sólo Seagrave entre ellos había elegido una pequeña galería de tiro al blanco con cinco actrices de cine, ignorando a los políticos, deportistas y celebridades de televisión de la lista de Vaughan. Sobre estas cinco mujeres —la Garbo, Jayne Mansfield, Elizabeth Taylor, Brigitte Bardot y Raquel Welch— Seagrave había edificado un matadero de mutilaciones sexuales.

Las bocinas sonaban delante de nosotros. Habíamos llegado a la primera aglomeración de tránsito en los accesos a los suburbios occidentales de Londres. Los dedos de Vaughan tamborileaban con impaciencia sobre el volante. Las cicatrices que tenía en la boca y la frente parecían nítidamente talladas a la luz del atardecer, como áreas de demarcación de una futura generación de heridas.

Volví las páginas de los cuestionarios de Vaughan. Las fotografías de Jayne Mansfield y John Kennedy, de Camus y James Dean, estaban marcadas con lápices de color: círculos alrededor del cuello o la zona del pubis, sombras en los pechos y pómulos, líneas divisorias en la boca y el abdomen. En una instantánea de publicidad tomada en un estudio, Jayne Mansfield salía del coche apoyando la pierna izquierda en el suelo y alzando el muslo derecho para mostrar el máximo posible de superficie interior. Los pechos se adelantaban bajo una atrayente sonrisa de bienvenida, casi tocando el marco del parabrisas panorámico. Una de las entrevistadas, Gabrielle, había dibujado unas heridas imaginarias en el pecho izquierdo y en el muslo desnudo, seccionando la garganta con una línea de color, indicando las partes del coche que consumarían una ceremonia nupcial con el cuerpo de la actriz. Los márgenes de las fotos estaban cubiertos de anotaciones garabateadas por Vaughan. Muchas terminaban con un signo de interrogación, como si estuviera especulando acerca de otras muertes posibles, aceptando algunas como probables y desechando otras por exageradas. Había una borrosa foto del coche donde había muerto Albert Camus, laboriosamente trabajada, el tablero y el parabrisas marcados con las palabras «puente nasal», «velo del paladar», «arco cigomático izquierdo». Una sección baja del tablero de instrumentos estaba reservada a los órganos genitales de Camus, cubiertos de cruces y con la clave en el margen izquierdo: «glande», «escroto», «uretra», «testículo derecho». El parabrisas astillado mostraba el capó hundido del coche, un arco de chapa retorcida que dejaba al descubierto el motor y el radiador, recorridos ambos por una larga línea bifurcada y dentro de un círculo de puntos blancos: «semen».

Al pie del cuestionario aparecía la última víctima de Vaughan. Elizabeth Taylor salía de la limusina a las puertas de un hotel londinense, sonriendo por encima del hombro del marido desde las profundidades de un asiento trasero.

Pensando en esta nueva álgebra concebida por Vaughan, de posturas de piernas y zonas lesionadas, escudriñé los muslos y las rodillas de la actriz, los marcos cromados y la tapa del gabinete de bebidas. Pensé que tanto Vaughan como cualquiera de los interrogados hubieran montado sin duda a la actriz en las posturas más extravagantes, como dementes pilotos acrobáticos, y que los coches donde ella viajaba llegarían a convertirse en instrumentos de todas las posibilidades pornográficas y eróticas, todas las muertes y mutilaciones sexuales concebibles.

Vaughan me quitó la carpeta y la guardó otra vez en el maletín. El tránsito se había detenido; los coches que abandonaban la ciudad cerraban los accesos a la Western Avenue. Vaughan, reclinado contra la ventanilla, se pasaba los dedos por la nariz como buscando aún el olor del semen. Los faros de los coches que venían de frente, las luces que iluminaban la autopista, las indicaciones y señales emblemáticas, alumbraban el rostro solitario de este obseso sentado al volante en un coche sucio de polvo. Miré a los conductores de los coches vecinos, imaginándolos en los términos que Vaughan había concebido. Para Vaughan, todos ellos ya estaban muertos.

Rodando por seis carriles, el tránsito avanzaba hacia la intersección de la Western Avenue, como en un ensayo nocturno de muerte inminente. Las luces traseras centelleaban a nuestro alrededor como luciérnagas rojas. Vaughan empuñaba pasivamente el volante, mirando con una expresión de derrota la borrosa fotografía de pasaporte de una anónima mujer madura sujeto al conducto de ventilación del tablero. Dos mujeres pasaron por el borde de la autopista, dos acomodadoras de cine de uniforme verde que iban a trabajar. Vaughan se incorporó y les indagó las caras con la mirada atenta de un criminal al acecho.

Mientras Vaughan observaba a las muchachas, le miré los pantalones manchados de semen, excitado por las marcas que se veían en el coche: secreciones de todos los orificios del cuerpo. Pensé en las fotografías de los cuestionarios y supe que definían la lógica de un acto sexual entre Vaughan y yo. Los muslos largos, las nalgas y caderas duras, las cicatrices del estómago y el pecho, las abultadas tetillas, eran una invitación a las innúmeras heridas que esperaban entre los aparatos protuberantes y las cabezas de instrumentos dentro del coche. Cada una de estas heridas imaginarias era como el modelo de una unión sexual entre la piel de Vaughan y la mía. La depravada tecnología del choque de coches autorizaba cualquier perversidad. Por primera vez, una psicopatología benevolente nos hacía señas llamándonos, entronizada en las decenas de millares de vehículos que abarrotaban las autopistas, en las gigantescas aeronaves que subían sobre nuestras cabezas, en las más humildes estructuras mecánicas y en los letreros de publicidad.

Tocando la bocina, Vaughan obligó a los conductores de los carriles más lentos a apartarse, dobló hacia la calzada izquierda, y se precipitó hacia el parque de estacionamiento de un supermercado, sobre un puente perpendicular a la autopista. Me echó una mirada solícita.

—Tuviste una tarde agitada, Ballard. Cómprate una bebida en el bar. Te llevaré a dar un paseo.

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