Crash!

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El mundo empezaba a florecer en heridas. Desde la ventana de mi oficina en Shepperton, yo observaba a Vaughan sentado en el coche, en el centro del parque. La mayor parte de los empleados estaba retirándose ya, y los coches dejaban uno a uno las filas alrededor de la limusina polvorienta de Vaughan. Hacía una hora que Vaughan había llegado a los estudios. Cuando Renata me lo dijo, traté de no hacerle caso, y lo conseguí, pero la desaparición regular de los otros vehículos pronto me obligó a prestar atención a aquel coche solitario, en medio del parque. En los tres, días que siguieron a nuestra visita al Laboratorio de Accidentes, Vaughan había venido a los estudios todas las tardes, aparentemente para verlo a Seagrave, pero en realidad con el propósito de obligarme a que lo presentara formalmente a la actriz. La tarde anterior, en un momento de incertidumbre, luego de encontrarme con él en una estación de gasolina de la Western Avenue, yo había accedido a ayudarlo. Ahora Vaughan me seguía sin esfuerzo de la mañana a la noche, y siempre estaba esperándome, a las entradas del aeropuerto, o en los puestos de gasolina, como si yo me cruzara inconscientemente en su camino.

La presencia de Vaughan había cambiado mi modo de conducir, y llegué a pensar que yo estaba buscando un segundo accidente, esta vez a la vista de Vaughan. Hasta los gigantescos aviones que despegaban del aeropuerto me parecían unos sistemas combinados de excitación y erotismo, de deseo y castigo que me serían infligidos en cualquier momento. En las autopistas congestionadas el aire era sofocante, y estuve a punto de creer que Vaughan mismo había atraído estos vehículos al cemento fatigado como parte de alguna complicada prueba psicológica.

Cuando Renata se fue, Vaughan salió del coche. Vi cómo cruzaba el parque hacia la entrada de las oficinas y me pregunté por qué me habría escogido a mí. Yo ya me veía conduciendo un vehículo que chocaría con Vaughan o cualquier otra de sus víctimas.

Vaughan se paseó por las oficinas mirando a la derecha y la izquierda las fotos ampliadas de secciones de parabrisas y radiadores. Vestía los mismos jeans mugrientos que se había bajado el día anterior durante el coito en el Lincoln. En el labio inferior le había aparecido una pequeña úlcera, que él había abierto clavándole los dientes. Observé con cierta fascinación ese diminuto orificio, advirtiendo la creciente autoridad sexual que Vaughan tenía sobre mí, una autoridad obtenida en parte en el accidente que llevaba inscrito en las cicatrices de la cara y el pecho.

—Vaughan, estoy agotado. Me cansó ir de una oficina a otra, persiguiendo a un productor que apenas conozco. De todas maneras, no creo que ella se preste a responder a esos cuestionarios.

—Permítame que se los alcance yo mismo.

—Ya sé, quizá consigas seducirla…

Vaughan me daba la espalda y se mordisqueaba la úlcera con los colmillos quebrados. Mis manos, en apariencia separadas de mi cerebro y del resto de mi cuerpo, titubearon en el aire, preguntándose cómo le ceñirían la cintura. Vaughan se volvió hacia mí y sonrió confiadamente, luciendo el perfil, como si estuviera ensayando para una nueva serie de televisión. Habló con voz apagada y ausente; parecía aturdido por el hachis:

—Ballard, ella es el tema central en las fantasías de todos los sujetos del test. No tenemos mucho tiempo, aunque estás tan obsesionado contigo mismo que quizá no lo notas. Necesito las respuestas de ella.

—Vaughan, la posibilidad de que esa mujer muera en un accidente de tránsito es bastante remota. Tendrás que seguirla de un lado a otro hasta el día del juicio.

De pie detrás de Vaughan, me quedé mirando el pliegue del jean entre las nalgas. Deseé que esta exhibición fotográfica de guardabarros y parabrisas seccionados pudiera ordenarse en un automóvil completo, en el que yo tomaría a Vaughan en mis manos como si fuera el cadáver de un perro vagabundo, para dar luego nueva forma a sus heridas en esta galería de lo probable. Imaginé los fragmentos de radiadores y tableros fundidos a nuestro alrededor, mientras yo le soltaba la hebilla del cinturón y le bajaba los jeans, celebrando con esta penetración los más hermosos contornos de un guardabarros, un matrimonio de mi pene con las distintas posibilidades de una tecnología benevolente.

—Vaughan…

Vaughan estaba mirando una foto de la actriz reclinada contra un coche. Había tomado un lápiz de mi escritorio y sombreaba partes del cuerpo de la actriz, trazando círculos sobre las axilas y el pubis. Miraba las fotos casi sin verlas, mientras el cigarrillo se le consumía en el borde de un cenicero. Del cuerpo de Vaughan emanaba un olor rancio, una amalgama de mucosidad rectal y líquido refrigerante. Dibujó rayas más gruesas en la foto. Las zonas sombreadas comenzaron a romperse bajo los trazos cada vez más violentos, y la punta quebrada del lápiz golpeó hasta perforar la cartulina. Marcó ciertos puntos del interior del coche, desgarrando las prominencias del volante y el tablero de instrumentos.

—¡Vaughan! —exclamé poniéndole una mano sobre el hombro. El cuerpo de Vaughan se estremecía, al borde de un orgasmo; se tocaba los genitales con el canto de la mano como si quisiera lastimarse con un golpe de karate, y se acariciaba el pene a través de la tela del pantalón mientras la mano derecha se movía entre las fotos desfiguradas.

Haciendo un esfuerzo, Vaughan se enderezó y se apoyó en mí. Clavó los ojos en las imágenes mutiladas de la actriz, rodeada por los puntos de impacto y las heridas que él había señalado para ella.

No sin turbación, dejé caer el brazo. El vientre duro de Vaughan era un bordado de cicatrices. Las heridas de la cadera izquierda parecían un molde que esperaba mis dedos, huellas de una caricia impresas hacía años en alguna olvidada colisión de automóviles.

Una flema me cerraba la garganta, pero me contuve. Señalé las cicatrices, un círculo de cinco nódulos sobre la cresta ilíaca. Vaughan me observó en silencio mientras mis dedos se detenían a unos pocos centímetros de su piel. Un museo de cicatrices le marcaba el tórax y el abdomen. La tetilla izquierda cercenada, y luego mal operada, estaba permanentemente erecta.

Fuimos hacia el parque de estacionamiento a la luz del atardecer. A lo largo de la autopista del norte, el tránsito avanzaba perezosamente como la sangre en una arteria moribunda. En la playa desierta había dos coches detenidos frente al Lincoln: un coche de la policía y el sedán sport blanco de Catherine. Un policía inspeccionaba el Lincoln, observando a través de los vidrios polvorientos. El otro estaba de pie junto al coche de Catherine, interrogándola.

Los policías reconocieron a Vaughan y le hicieron señas. Pensé que habían venido a investigar mi creciente vínculo homosexual con Vaughan, y me alejé con expresión culpable.

Catherine se me acercó mientras los policías conversaban con Vaughan.

—Quieren interrogar a Vaughan sobre un accidente que ocurrió cerca del aeropuerto. Un peatón… piensan que lo atropellaron a propósito.

—A Vaughan no le interesan los peatones.

Los policías parecieron ser de la misma opinión, pues pronto regresaron al coche. Vaughan los miró alzando la cabeza como un periscopio, como buscando algo sobre la superficie mental de los dos hombres.

—Mejor que tú conduzcas el Lincoln —dijo Catherine mientras nos acercábamos a Vaughan—. Yo seguiré en mi coche. ¿Dónde está el tuyo?

—En casa. No podía conducir con tanto tránsito.

—Mejor que te acompañe yo entonces —dijo Catherine, escudriñándome el rostro, como si me mirara a través de una escafandra de buzo—. ¿Estás seguro de que puedes conducir?

Mientras me esperaba, Vaughan buscó una camiseta blanca en el asiento trasero del Lincoln. Cuando se quitó la chaqueta, la luz crepuscular le marcó las cicatrices del abdomen y el pe cho, uní constelación de astillas blancas que le cruzaban el cuerpo desde la axila izquierda hasta el bajo vientre. Los coches en los que había chocado deliberadamente, para mi futuro placer, le habían creado en la carne puntos de apoyo para complejos actos sexuales, para extrañas posturas en los asientos de adelante y atrás, los peculiares actos de sodomía y fellatio que yo consumaría moviéndome a lo largo del cuerpo de Vaughan, pasando de un punto de apoyo a otro.

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