Crash!

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Nos habíamos metido en un enorme embotellamiento. Desde la intersección de la autopista con la Western Avenue hasta la rampa del paso elevado las calzadas estaban atiborradas de vehículos y los parabrisas reflejaban los colores fundidos del sol que caía en el suburbio oeste de Londres. Las luces de los semáforos fulguraban en el aire del atardecer, brillando en la inmensa llanura de cuerpos celulíticos. Vaughan sacaba un brazo por la ventanilla, palmeando la portezuela, o golpeándola con el puño, impaciente. A nuestra derecha, la alta pared de un autobús de dos niveles era como un acantilado de rostros. Los pasajeros asomados a las ventanillas parecían filas de muertos mirándonos desde las galerías de un columbario. La poderosa energía del siglo veinte, capaz de poner al planeta en una nueva órbita alrededor de una estrella más feliz, era consumida en la preservación de esta inmensa pausa inmóvil.

Un coche de la policía aceleró por la rampa de descenso del paso elevado, precedido por el resplandor de los faros y azotando el aire oscuro con la luz azul que rotaba en el techo. Encima de nosotros, en la cresta de la rampa ascendente, dos policías desviaban el tránsito. Trípodes de advertencia instalados en el pavimento emitían un rítmico «Despacio… Despacio… Accidente… Accidente…». Diez minutos más tarde, cuando llegamos al extremo este del paso elevado, pudimos ver desde arriba la escena del accidente. Hileras de coches bordeaban un círculo de balizas de la policía.

Tres coches se habían estrellado en la intersección de la bajada este del paso elevado y la Western Avenue. Alrededor, un coche de la policía, dos ambulancias y un camión de remolque formaban una especie de corral. Los bomberos y los técnicos policiales trabajaban en los vehículos, atacando los paneles de las puertas y el techo con lámparas de oxi-acetileno. Una multitud se apretaba en las aceras, y en el puente de peatones que cruzaba la Western Avenue los espectadores se apoyaban codo con codo en la barandilla metálica. El coche más pequeño, un coche deportivo italiano de color amarillo, había sido prácticamente aniquilado por una larga limusina negra que había resbalado contra el terraplén central. Pasando por encima de un islote de cemento, la limusina había vuelto a su propio carril, golpeando el poste metálico de un letrero y perdiendo el radiador y toda el ala izquierda antes de ser embestida a su vez por un taxi que entraba en el paso elevado desde el acceso de la Western Avenue. Luego del choque contra la cola de la limusina, el taxi había dado un vuelco, y el bloque del motor y la carrocería se habían torcido en un ángulo de quince grados. El coche deportivo estaba volcado en el terraplén central. Una cuadrilla de policías y bomberos trataba de enderezarlo, y aún se veían dos cuerpos atrapados en la cabina aplastada.

Los tres pasajeros del taxi yacían tendidos juntos en el suelo, las piernas y el torso cubiertos por sábanas. El personal de primeros auxilios atendía al chófer, un hombre de edad que se sentaba apoyándose en el guardabarros trasero del coche y tenía la cara y las ropas moteadas de sangre, como en una rara enfermedad de la piel. Los pasajeros de la limusina permanecían sentados en la cabina profunda, ocultos detrás de la ventanilla resquebrajada.

Pasamos junto al escenario del choque internándonos en el tránsito. Catherine parecía esconderse en el asiento de atrás, y seguía con los ojos las marcas de los neumáticos y los círculos de aceite sanguinolento que cruzaban el macadán como códigos coreográficos de una compleja lucha armada, diagramas de un intento de asesinato. Vaughan, en cambio, se asomaba por la ventanilla sacando los brazos, como si quisiera aferrar uno de los cuerpos. Había encontrado una cámara en algún hueco o gabinete del asiento de atrás, y ahora la llevaba colgada al hombro. Recorría con los ojos los tres vehículos accidentados como si estuviese fotografiando todos los detalles con su propia musculatura, en las retinas blancas de las cicatrices de alrededor de la boca, memorizando los guardabarros retorcidos y los huesos rotos con un repertorio de muecas rápidas y expresiones insólitas. Desde que yo lo conocía, nunca lo había visto como ahora, completamente tranquilo.

Una ambulancia apareció en el camino de acceso, precedida por el aullido de la sirena. Un motociclista de la policía se me puso delante y frenó indicándome que esperara el paso de la ambulancia. Detuve el coche, y por encima del hombro de Catherine observé el macabro espectáculo. A diez pasos de nosotros estaba la limusina aplastada; el cuerpo del joven conductor yacía en el suelo junto al vehículo. Un policía miraba la sangre que le enmascaraba la cara y los cabellos como el velo de una viuda. Tres técnicos policiales intentaban forzar la puerta trasera del coche con barras e instrumentos cortantes. Rompieron al fin la cerradura atascada y empujaron la portezuela hacia atrás, descubriendo a los pasajeros encarcelados en la cabina.

Eran dos, un hombre de cara rosada de unos cincuenta años vestido con abrigo negro, y una mujer joven de piel pálida y anémica. Rígidamente sentados en el asiento trasero, inclinaban las cabezas hacia adelante, escrutando las caras de los policías y los centenares de espectadores como dos niños de la familia real en un desfile de gala. Un policía sacó la manta de viaje que les tapaba las piernas y la cintura. Este movimiento, que expuso las piernas desnudas de la mujer y los pies estirados del hombre, al parecer quebrados en los tobillos, bastó para transformar toda la es cena. La mujer tenía la falda recogida alrededor de la cintura, y los muslos separados, como exponiendo deliberadamente el pubis. La mano izquierda empuñaba la manija de la ventanilla, y las heridas de los dedos le habían manchado de sangre el guante blanco. La mujer sonreía apenas al policía, como una reina parcialmente desnuda que indicara a un cortesano que le acariciase las partes pudendas. El abrigo abierto del hombre dejaba al descubierto los pantalones negros y los zapatos de charol; adelantaba el muslo derecho como un profesor de baile en un paso de tango. Al volverse hacia la mujer, tratando de tocarla con una mano, resbaló de costado en el asiento y golpeó con los tobillos la pila de maletas de cuero y vidrio astillado.

La corriente de tránsito avanzó. Encendí el motor y me adelanté unos metros. Vaughan se llevó la cámara al ojo, y la apartó cuando un enfermero trató de arrebatársela. Pasamos bajo el puente de peatones. Vaughan, con medio cuerpo fuera del coche, observó la multitud de piernas apretadas contra las barandillas metálicas. Al fin abrió la puerta y salió.

Mientras yo llevaba el Lincoln a un costado, él corrió en zigzag hacia el puente, esquivando los coches.

Seguimos a Vaughan hasta el sitio del accidente. Centenares de rostros se apretaban contra las ventanillas de los coches que venían del paso elevado. Los espectadores se agrupaban en hileras en las calzadas y el terraplén central, amontonándose contra la cerca de alambre que separaba a la autopista de las tiendas del barrio vecino. La policía ya no trataba de dispersar a la muchedumbre. Un grupo de técnicos trabajaba en el coche sport, tirando del techo metálico hundido sobre las cabezas de los ocupantes. Los pasajeros del taxi fueron llevados en camillas a una ambulancia. Dejando el cadáver del chófer tapado con una sábana, un médico y dos enfermeros se asomaron al compartimiento trasero de la limusina.

Miré la multitud. Había muchos niños, a veces trepados a los hombros de los padres para ver mejor. Las luces intermitentes de la policía les bañaban las caras mientras subíamos por el terraplén hasta la cerca de alambre. Ninguno de los espectadores parecía alarmado. Observaban la escena con el interés sereno y reflexivo de un comprador inteligente en una subasta de animales de raza. Las posturas distendidas revelaban una comprensión común de los puntos más sutiles, como si advirtieran todo el significado del desplazamiento del radiador de la limusina, de la distorsión del chasis del taxi, la escarcha del parabrisas.

En el borde del camino, entre Catherine y yo, había un muchacho de trece años vestido de vaquero. Masticaba continuamente una goma de mascar, mientras miraba cómo ponían en una camilla al último pasajero del taxi. Un policía que blandía una escoba echó aserrín en el asfalto manchado de sangre, al lado del coche sport, y luego, con mucho cuidado, como si temiera desbaratar la compleja aritmética humana de estas heridas, barrió el aserrín ennegrecido hacia el borde del terraplén central.

Otros espectadores llegaron desde el barrio de tiendas, pasando por una brecha en la cerca de alambre. Miramos cómo sacaban a los dos ocupantes de la limusina. Me pareció entonces que las fantasías eróticas más vividas nos asaltaban a todos: imaginarios actos sexuales, solícitos y decorosos, sobre esta mujer joven que yacía en el coche con los genitales inundados de sangre, mientras los espectadores se adelantaban hacia el coche, todos poniéndole el pene dentro de la vagina, sembrando así los infinitos futuros que florecerían de este matrimonio de la violencia y el deseo.

A mi alrededor, a lo largo de la Western Avenue y las rampas de acceso, se extendía la inmensa congestión de tránsito provocada por el accidente. De pie en el centro de este huracán paralizado, me sentí completamente tranquilo, como si al fin me hubieran sacado de encima el peso obsesivo de todos esos vehículos que no dejaban de multiplicarse.

Vaughan, en cambio, parecía estar pensando en otra cosa. Alzando la cámara por encima de la cabeza, se abrió paso a empujones entre los espectadores que bajaban del puente. Catherine observó cómo subía de un brinco los seis últimos escalones, perdiéndose entre los fatigados policías. El interés que ella mostraba por Vaughan, evitando mirarme y clavando los ojos en el rostro cubierto de cicatrices mientras me aferraba el brazo, no me sorprendía ni me molestaba. Yo sentía que los tres aún teníamos que sacar mayor provecho del accidente, incorporando esas eventualidades aceleradas al contexto de nuestras propias vidas. Pensé en las cicatrices de mi cuerpo y las de Vaughan, asideros para nuestros primeros abrazos, y en las heridas de los cuerpos de los sobrevivientes del choque detrás de nosotros, puntos de contacto para todas las posibilidades sexuales del futuro.

La última ambulancia se alejó, envuelta en el gemido de la sirena. Los espectadores regresaron a los coches, o bien treparon por el borde hasta la brecha en el cercado. Una adolescente en jeans pasó junto a nosotros, acompañada por un joven que la abrazaba por la cintura, sosteniéndole el pecho derecho con el dorso de la mano y rozándole el pezón con los nudillos. Subieron a un cochecito pintado de amarillo y cubierto de adornos y se alejaron con un extravagante concierto de bocinas. Un hombre corpulento, vestido como un conductor de camiones, ayudó a su mujer a subir por el terraplén, apoyándole una mano en las nalgas. Una sexualidad persistente flotaba en el aire, como si fuéramos miembros de una congregación que salía de oír una prédica donde se nos había exhortado a celebrar nuestra sexualidad con amigos y desconocidos, y nos internáramos en la noche a imitar la eucaristía sangrienta que habíamos presenciado poco antes, copulando con los compañeros más imprevistos.

Catherine se reclinó sobre el baúl del Lincoln, apretando el bajo vientre contra la aleta de cromo. No me miraba.

—¿Vas a seguir conduciendo? ¿Estás bien, no?

Me erguí con las piernas abiertas, las manos apoyadas en el esternón, y respiré el aire inundado de luz. Sentí que mis heridas se abrían otra vez, en el pecho y las rodillas. Busqué las cicatrices, esas lesiones tiernas que ahora me procuraban un dolor tibio y exquisito. Mi cuerpo irradiaba calor en esos puntos, como un hombre resucitado a quien vuelve la vida por las heridas mismas que le causaron la muerte.

Me arrodillé frente al Lincoln y examiné la rueda izquierda. Unas estrías negras gelatinosas manchaban el guardabarros y el paragolpes, alcanzando las bandas blancas y barrosas del neumático. Toqué con los dedos los residuos viscosos. Había una abolladura en el guardabarros, la misma deformación cuando uno o dos años antes mi coche recibiera el impacto de un perro pastor alemán que cruzó de pronto la calle. Yo me había detenido cien metros más allá; me acerqué caminando y vi a dos niñas que vomitaban junto al perro moribundo llevándose las manos a la boca.

Señalé las manchas de sangre.

—Tienes que haber atropellado un perro… La policía podría confiscarte el coche mientras analizan la sangre.

Vaughan se arrodilló a mi lado, inspeccionó las manchas y asintió.

—Tienes razón, Ballard. Cerca del aeropuerto hay un sitio donde lavan coches toda la noche. Mantuvo la puerta abierta para que yo entrara, y me miró con ojos serenos, sin ninguna hostilidad, como si el accidente por el que acabábamos de pasar lo hubiera calmado. Me senté al volante, esperando que Vaughan caminara alrededor del coche para sentarse a mi lado, pero en cambio abrió la puerta de atrás y subió junto a Catherine.

Partimos, y Vaughan dejó la cámara en el asiento delantero. En el rollo de película oscura unos invisibles recuerdos plateados de dolor y deseo se destilaban a sí mismos, mientras detrás de mí las más sensibles superficies viscosas de Catherine segregaban sus propias sustancias químicas.

Fuimos hacia el aeropuerto. Observé a Catherine por el espejo retrovisor. Estaba sentada en el centro del asiento, los codos apoyados en las rodillas, mirando por encima de mi hombro las luces fugaces de la carretera. En el primer semáforo me volví a mirarla y ella me sonrió con afecto. Vaughan estaba tumbado como un pistolero aburrido, y le apretaba el muslo con la rodilla izquierda. Se rascó distraídamente el escroto y miró la nuca de Catherine, siguiendo con los ojos el perfil de la mejilla y el hombro. Que Catherine eligiera a Vaughan, cuyo estilo maníaco era un resumen de las cosas que más la perturbaban, me pareció perfectamente lógico. El choque múltiple que acabábamos de ver había soltado en la mente de Catherine los mismos resortes que en la mía.

En el acceso noroeste del aeropuerto, doblé para entrar en esa península que se extendía entre la cerca periférica y los accesos a la Western Avenue: un área de empresas de alquiler de coches, cafeterías nocturnas, oficinas de flete aéreo y surtidores de gasolina. Las líneas de navegación de las aeronaves y de los vehículos de mantenimiento, las miríadas de faros que se movían a lo largo de la Western Avenue y el paso elevado se entrecruzaban en el aire del atardecer. La luz intermitente parecía transformar el rostro de Catherine en parte de esa pesadilla de una noche de verano, auténtica criatura del aire eléctrico.

Había una fila de vehículos esperando turno para el lavado automático. Los cepillos cilíndricos de nylon tamborileaban en la penumbra sobre los costados y el techo de un taxi, mientras una solución de agua y detergente brotaba de las ranuras metálicas. A cincuenta metros, dos empleados sentados en un cubículo de vidrio, junto a las bombas de gasolina, leían revistas ilustradas y escuchaban una radio de transistores. Observé la rotación de los cepillos sobre la superficie del taxi. El agua jabonosa se escurría por las ventanillas, y dentro de la cabina el conductor y su mujer eran como maniquíes enigmáticos y borrosos.

El coche que nos precedía avanzó unos metros. Las luces traseras alumbraron el interior del Lincoln, cubriéndolo con una pátina rosada. Por el espejo vi que Catherine se reclinaba contra el asiento, hombro a hombro con Vaughan. Le miraba absorta el pecho, las cicatrices que alrededor de las tetillas brillaban como puntos de luz.

Adelanté el Lincoln. Detrás de mí se levantaba una muralla de oscuridad y silencio, un universo condensado. La mano de Vaughan se movió sobre una superficie. Me volví con la excusa de bajar la antena de la radio. El episodio del paso elevado, en un escenario casi simétricamente opuesto al de mi accidente, y el golpeteo repetido de los cepillos me habían quitado la capacidad de reaccionar. Las posibilidades de una nueva violencia, aún más excitante porque me irritaba el cerebro y no las terminaciones nerviosas, se reflejaban en el borde deformado de la ventanilla cromada, en la mellada superficie del capó del Lincoln. Pensé en las anteriores infidelidades de Catherine, relaciones que yo siempre había imaginado pero que no había visto nunca.

Un empleado salió de la casilla y fue hacia la máquina de cigarrillos junto a la fosa de lubricación. La figura se reflejó en el asfalto húmedo confundida con las luces de los coches que circulaban por la autopista. El armazón metálico lanzó un chorro de agua sobre el coche de adelante. La corriente jabonosa golpeó el capó y el parabrisas, y el velo líquido ocultó a dos azafatas y un comisario de a bordo.

Al volverme, vi que Vaughan tenía en la mano el pecho derecho de mi mujer.

Cuando el otro coche se fue, hice avanzar el Lincoln, concentrándome en los mandos. Los cilindros inmóviles dejaban caer las últimas gotas. Bajé la ventanilla y hurgué en mis bolsillos en busca de monedas. El meridiano abultado del pecho de Catherine sobresalió de la mano de Vaughan; el pezón se inflaba entre los dedos, listo para alimentar un pelotón de voraces bocas masculinas, los labios de innumerables secretarias lesbianas. Vaughan acariciaba suavemente el pezón, rozando la aureola —corona de deliciosos botones supernumerarios— con la yema del pulgar. Catherine le miraba el pecho, maravillada, como si lo viera por primera vez, seducida por esa geometría única.

Nos quedamos solos en la estación desierta. Catherine se tendió con las piernas separadas, la boca alzada hacia Vaughan, quien se la rozó con los labios apretando luego las distintas cicatrices contra la boca de ella. Sentí que el acto mismo era un rito, desprovisto de sexualidad común, un estilizado encuentro entre dos cuerpos que recapitulaban episodios de movimiento y colisión. Las posturas de Vaughan, el modo de abrir los brazos mientras movía a mi mujer en el asiento, levantándole la rodilla izquierda para acomodarse entre los muslos, me hacían pensar en el piloto de una máquina compleja, en un ballet gimnástico que celebraba una nueva tecnología. Las manos de Vaughan exploraban lentamente la cara interior de los muslos de Catherine, sosteniéndole las nalgas y levantando el pubis expuesto hacia las cicatrices de la boca pero sin tocarlo. Arreglaba el cuerpo de Catherine en una serie de posiciones, descifrando minuciosamente los códigos de los miembros y la musculatura. Sin embargo, Catherine apenas parecía advertir la presencia de Vaughan, sosteniéndole el pene con la mano y deslizándole los dedos entre las nalgas como si no sintiera ninguna emoción. Tocó el pecho y los hombros de Vaughan con la mano derecha, explorando las redes de cicatrices, puntos de apoyo que los distintos accidentes habían diseñado específicamente para este acto sexual.

Oí un grito. Uno de los empleados, cigarrillo en mano, estaba de pie en la penumbra húmeda, y me hacía señas como si vigilara un aterrizaje en un portaviones. Metí las monedas en la ranura de la caja y cerré la ventanilla. El agua se derramó sobre nosotros, empañando los vidrios y encerrándonos en el coche. Sólo las luces del tablero iluminaban la cabina. Dentro de esta gruta azul, Vaughan yacía en diagonal sobre el asiento trasero. Catherine, de rodillas, la falda recogida en la cintura, la boca a unos pocos centímetros de la de él, le aferraba el pene con las dos manos. Las luces distantes de los automóviles, refractadas en la solución jabonosa que chorreaba por las ventanillas, les envolvía los cuerpos con un resplandor luminiscente. Me pareció estar viendo a dos seres humanos semimetálicos, de un remoto futuro, que hacían el amor en una bóveda cromada. La máquina de lavado mugió, y los cilindros frotaron el capó del Lincoln y rotaron hacia el parabrisas, transformando la solución jabonosa en un torbellino de espuma. Millares de burbujas estallaron sobre los vidrios. Cuando los cepillos golpearon el techo y las portezuelas, Vaughan empezó a elevar el pubis, casi levantando las nalgas del asiento. Con manos torpes, Catherine entreabrió la vulva sobre el pene. En el creciente fragor de los cilindros, ella y Vaughan se mecieron juntos. Vaughan le apretaba los pechos con las palmas como si quisiera fundirlos en un solo globo. Cuando Vaughan llegó al orgasmo, el estruendo de la máquina ahogó los jadeos de Catherine.

El armazón metálico retrocedió a la posición inicial. La máquina se apagó. Los cilindros colgaban blandamente delante del vidrio limpio del parabrisas. Las últimas gotas de agua y detergente se escurrieron en la oscuridad. Vaughan boqueaba exhausto y miraba vagamente a Catherine. Ella recogió el muslo izquierdo acalambrado, y yo recordé haber visto cien veces ese movimiento. Los dedos de Vaughan le habían dejado marcas en los pechos, como si ella se los hubiera lastimado en un accidente de automóvil. Yo hubiera querido prepararlos para el próximo coito, y ocuparme de ellos, metiendo los pezones en la boca de Vaughan, guiando el pene hacia el recto pequeño, deslizándolo por los surcos en diagonal del asiento, que apuntaban hacia el perineo de Catherine. Hubiera querido ajustar los contornos de los senos y caderas de mi mujer al techo del coche, celebrando de este modo el matrimonio de los cuerpos con esta tecnología benigna.

Abrí la ventanilla y puse más monedas en la caja. Cuando el agua volvió a chorrear por los vidrios, Vaughan y Catherine recomenzaron. Catherine —amante desgreñada— lo tenía por los hombros, mirándolo con ojos posesivos. Se apartó los cabellos rubios de las mejillas, como si ya no pudiera esperar. Vaughan la recostó en el asiento, le abrió los muslos y le acarició el pubis buscándole el ano con un dedo. Se inclinó hacia ella apoyándose de costado, en la postura del diplomático herido y la mujer que habíamos visto sentados en la limusina destrozada. La alzó encima de él, apretándole el pene contra la vagina, metiendo una mano bajo la axila derecha y otra entre las nalgas, como los hombres de la ambulancia cuando habían sacado del coche a la mujer.

Mientras los cilindros golpeaban sobre nuestras cabezas, Catherine me miró a los ojos, en un instante de absoluta lucidez. Había ironía y afecto en esa mirada, como aceptando una lógica sexual que reconocíamos y para la que nos habíamos preparado. Me quedé sentado en silencio mientras la espuma jabonosa se deslizaba por el techo y las portezuelas como un encaje líquido. Detrás, el semen de Vaughan relucía en los pechos y el abdomen de mi mujer. Los cilindros batían y azotaban el auto; los chorros de agua y solución jabonosa resbalaban sobre la superficie ahora inmaculada. Cada vez que la máquina completaba un ciclo, yo abría la ventanilla y metía más monedas en la ranura. Los dos empleados nos observaban desde la garita de vidrio, y cuando la máquina se detenía, la música de la radio sonaba débilmente en el aire nocturno.

Catherine gritó, un jadeo de dolor rápidamente sofocado por la vigorosa mano de Vaughan. Estaba sentado con las piernas de Catherine alrededor de las caderas, y con una mano la abofeteaba mientras con la otra apretaba el pene fláccido contra la vagina. Tenía la cara contraída en una expresión de cólera y angustia. El sudor le corría desde el cuello y el pecho, mojándole la cintura de los pantalones. En los brazos y las caderas de Catherine había manchas azules. Exhausta, Catherine se apoyó en el respaldo, detrás de la cabeza de Vaughan. El pene se sacudió en vano dentro de la vulva magullada, y Vaughan se hundió en el asiento. Esa mujer gemebunda, empecinada en acomodarse la ropa, no le interesaba más. Las manos cubiertas de cicatrices exploraban la funda ajada del asiento, dibujando con semen un diagrama críptico: un signo astrológico o un cruce de carreteras.

Cuando nos alejamos de la máquina, los cilindros goteaban silenciosamente en la oscuridad. Alrededor del coche, en el cemento mojado, había un charco de burbujas blancas.

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