Crash!

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En esos días yo ya estaba convencido de que aunque la actriz no muriera nunca en un choque de coches, Vaughan había visto ya todas las posibilidades del accidente. Entre esos centenares de kilómetros y coitos, Vaughan estaba eligiendo ciertos elementos que necesitaba: un segmento del paso elevado de la Western Avenue, examinado a través de mi propio accidente y la muerte del marido de Helen Remington, y con la notación erótica de una cópula oral con una muchacha de diecisiete años; el guardabarros de un sedán americano negro, marcado por la presión del brazo de Catherine contra el marco de la portezuela izquierda y celebrado por una persistente erección del pezón de una prostituta madura; una mueca de la actriz, que salía del coche y trastabillaba apoyándose contra la ventanilla a medio abrir, inmortalizada por Vaughan con el

zoom de la cámara; imágenes de coches acelerados, semáforos que cambiaban de luz, pechos temblorosos, irregularidades en la superficie de una autopista, clítoris delicadamente aferrados entre el pulgar y el índice como especímenes botánicos, estilizaciones de los movimientos y posturas del mismo Vaughan, mientras conducía. La mente de Vaughan atesoraba todos estos elementos, listos para ser recordados e incluidos en cualquier proyecto mortífero que se le ocurriera concebir. Vaughan me hacía preguntas, una y otra vez, acerca de la vida sexual de la actriz, de la que yo no sabía nada, y pretendía que yo encargara a Catherine una investigación en viejas revistas de cine. Muchos de los actos sexuales de Vaughan reproducían sin duda aquellos que él atribuía a la actriz, dentro del coche móvil.

Sin embargo, Vaughan ya había llegado a concebir los actos sexuales imaginarios de toda un a hueste de gente famosa —políticos, premios Nobel, atletas internacionales, astronautas y delincuentes— en el interior de un coche, así como ya había imaginado sus muertes. Mientras recorríamos los alrededores del aeropuerto buscando un coche, Vaughan me interrogó una vez más acerca de los posibles actos sexuales de Marilyn Monroe o de Lee Harvey Oswald dentro de sus propios automóviles; Armstrong, Warhol, Raquel Welch… la marca y el año del modelo elegido, las posturas y zonas eróticas favoritas, las autopistas y carreteras de Europa y Norteamérica que ellos recorrían en la mente de Vaughan, los cuerpos fundidos en sexualidades ilimitadas, amor, ternura y erotismo.

—… la Monroe masturbándose, o Oswald, ¿con qué mano te parece? ¿Y contra qué palanca? ¿Llegaban más pronto al orgasmo con un tablero embutido, o con esferas sobresalientes? El color del material vinílico, el vidrio del parabrisas, eso es lo que cuenta. La Garbo y la Dietrich, ahí tienes tema para un enfoque gerontológico. La especial relación de al menos dos de los Kennedy con los coches… —Vaughan terminaba siempre refugiándose en la caricatura, parodiándose a sí mismo.

No obstante, durante mis últimos días con Vaughan, la obsesión del accidente de automóvil era en él cada vez más incoherente. No podía olvidar a la actriz, y cuando pensaba en la ordalía de sexo y muerte que había imaginado para ella, se sentía todavía más frustrado; esta muerte anhelada tardaba en llegar. En vez de recorrer las autopistas nos quedábamos sentados en el parque de estacionamiento desierto de Drayton Park, detrás de mi casa. Mientras mirábamos las hojas de los sicómoros que se arrastraban por el macadán húmedo a la luz del atardecer, Vaughan escuchaba durante horas las emisiones de radio de la policía y las ambulancias, estremeciéndose mientras golpeteaba el cenicero repleto de colillas de porros y un viejo tapón higiénico. Me preocupaba, y deseaba acariciarle las cicatrices del muslo y el abdomen, y ofrecerle las heridas traumáticas que yo llevaba en mi propio cuerpo a cambio de las lesiones imaginarias que él quería ver en el cuerpo de la actriz.

El accidente más temido por mí —después de la muerte del propio Vaughan, que ya me parecía inminente— ocurrió tres días más tarde en la ruta de Harlington. Cuando las radios de la policía aludieron confusamente a las múltiples heridas de Elizabeth Taylor, desmentidas poco después, supe en el acto quién había sido el protagonista de esa prueba mortal.

Vaughan no parecía impaciente mientras yo conducía el Lincoln hacia el escenario del choque. Miraba con resignación la fachada blanca de las fábricas de productos plásticos y los depósitos de neumáticos a los lados de la ruta. Escuchaba los detalles de la colisión múltiple en la frecuencia de la policía, y aumentaba cada vez más el volumen, como si quisiera oír la confirmación definitiva en la culminación de un

crescendo.

Llegamos a Harlington media hora más tarde y nos detuvimos al pie del paso elevado, sobre la hierba. Tres coches habían chocado en el centro de una intersección. Los dos primeros vehículos —un coche

sport de fibra de vidrio y una coupé Mercedes plateada— se habían estrellado en ángulo recto, arrancándose las ruedas y aplastando los compartimientos de los motores. El coche de fibra de vidrio, una pieza antológica de los diseños bulbosos y aerodinámicos de la década del cincuenta, había sido embestido desde atrás por un sedán oficial que conducía una mujer. Aturdida pero ilesa, la joven conductora de uniforme verde fue sacada del coche, que había hundido el capó en la parte trasera del coche deportivo. Fragmentos de fibra de vidrio yacían alrededor de la carrocería aplastada, como bocetos descartados en el estudio de un diseñador.

El piloto del coche

sport yacía muerto en la cabina, y los bomberos y un agente de policía trataban de sacarlo de debajo del tablero. Una desgarradura en el abrigo de piel de leopardo dejaba ver el pecho hundido, pero una redecilla de nylon sujetaba aún los cabellos platinados. En el asiento de atrás había una peluca negra, como un gato muerto. Los fragmentos de vidrio perlaban la cara consumida y macilenta de Seagrave, como si el cuerpo se le estuviera cristalizando, escapando por fin de este inestable complejo de dimensiones hacia un universo más hermoso.

A no más de dos metros de distancia, la conductora del Mercedes estaba tendida de través sobre el asiento, debajo del parabrisas resquebrajado. La turba de espectadores se arremolinaba alrededor de los coches, y casi derribó a los enfermeros que intentaban extraer a la mujer de la cabina. Un policía que se abrió paso llevando una manta mencionó el nombre de una ex-locutora de televisión que ya no trabajaba regularmente, pero que aún intervenía en programas de preguntas y respuestas o en los debates de última hora. Cuando la abrazaron a medias en el asiento, reconocí la cara, ahora pálida y reseca como la de una vieja. Un encaje de sangre coagulada le colgaba del mentón, como un babero negro. Cuando la acostaron en la camilla, los curiosos observaron respetuosamente las heridas de los muslos y el bajo vientre, apartándose para que la llevaran a la ambulancia.

Dos mujeres con abrigo de

tweed y bufandas al cuello fueron empujadas a un lado. Vaughan apareció entre ellas con los brazos tendidos, la mirada como perdida. Empuñó una de las manijas de la camilla, junto con un enfermero, y se dejó arrastrar hasta la ambulancia. La mujer fue introducida en el vehículo, respirando espasmódicamente a través de la costra de sangre que le tapaba la nariz. Estuve a punto de llamar a gritos a los policías, pues la agitada conducta de Vaughan me había convencido de que muy pronto sacaría el pene utilizándolo para librar a la mujer de la sangre que le llenaba la boca. Los enfermeros, viendo a Vaughan tan alterado, presumieron que era algún pariente de la víctima y lo dejaron pasar, pero un policía que lo reconoció le golpeó el pecho con la palma de la mano y le gritó que se fuera.

Vaughan ignoró al policía, se quedó mirando las puertas que se cerraban, y se volvió bruscamente hacia la multitud, como si no supiera qué hacer. Se abrió paso hasta el coche

sport y observó confundido el cadáver de Seagrave, vestido con una armadura ceremonial de vidrio astillado, un traje de luces, como un matador caído. Cerró las manos sobre el marco del parabrisas.

Perturbado por la muerte del piloto y los jirones de la ropa de la actriz —meros accesorios de una colisión premeditada— tirados alrededor del coche, seguí a Vaughan entre los espectadores. Vaughan caminaba distraídamente alrededor del Mercedes plateado, fijando los ojos en las manchas de sangre que embadurnaban el asiento y el tablero, examinando todos los raros fragmentos que se habían materializado saliendo de la nada, luego del choque. Movía las manos dibujando figuras pequeñas en el aire, bosquejando las trayectorias de los impactos internos dentro del coche, los momentos mecánicos de la segunda colisión entre esta celebridad menor de la televisión y un panel de instrumentos.

Más tarde comprendí que no era la muerte de Seagrave lo que había alterado tanto a Vaughan. En esta colisión, aún vestido con la peluca y la ropa de Elizabeth Taylor, Seagrave se había adelantado a la muerte real que Vaughan se había reservado, de modo que para él la actriz ya estaba muerta luego de ese accidente. A Vaughan sólo le quedaba concertar las formalidades de tiempo y lugar, las intervenciones de la carne de la actriz en una boda con él mismo ya celebrada en el altar sangriento del coche de Seagrave.

Regresamos al Lincoln. Vaughan abrió la portezuela y me miró como si nunca me hubiese visto antes.

—Al hospital de Ashford —me indicó—. Llevarán allí a Seagrave, cuando lo corten y lo saquen en trozos.

—Vaughan… —Busqué un modo de calmarlo. Quería tocarle el muslo, apretarle los nudillos de mi mano izquierda contra la boca—. Tienes que decírselo a Vera.

—¿A quién? —dijo Vaughan, y los ojos se le despejaron un momento—. Vera… ya lo sabe. Extrajo del bolsillo un pañuelo cuadrado de seda, y lo extendió con cuidado sobre el asiento, entre nosotros. En el centro del pañuelo había un triángulo de cuero gris manchado de sangre bermellón, todavía brillante. Vaughan, rozó apenas la sangre con la punta de los dedos, y luego tocó con la lengua la superficie pegajosa. Había recortado un pedazo del asiento delantero del Mercedes, el sitio donde la sangre de las heridas abdominales se había escurrido entre las piernas de la mujer.

Mesmerizado, Vaughan observó el fragmento, acariciando las puntadas que atravesaban el triángulo de vinilo desde el vértice. Yacía entre nosotros como la reliquia de un santuario, un fragmento de mano o de tibia. Este trozo de cuero, para Vaughan tan exquisito y perturbador como una mancha en el pliegue de una mortaja, guardaba todos los especiales poderes curativos de un mártir moderno de las supercarreteras. Estos preciosos centímetros cuadrados se habían apretado contra la vulva de la mujer agonizante, absorbiendo la sangre que manaba del orificio genital lacerado.

Esperé a Vaughan a la entrada del hospital. Vaughan corrió hacia la sala de guardia, sin prestar atención a los gritos de un enfermero. Yo me quedé sentado en el coche, preguntándome si Vaughan habría esperado con la cámara en este mismo sitio cuando mi propio cuerpo ensangrentado había entrado en el hospital. La mujer herida tal vez agonizaba en este momento; la presión arterial disminuía, los fluidos se estancaban en los órganos, y unos espesos deltas arteriales formaban un banco oceánico que bloqueaba los ríos circulatorios. La imaginé echada en una cama metálica de la sala de guardia. La cara ensangrentada y la nariz con el tabique roto eran como la máscara obscena de una noche de brujas, de un rito que la iniciaría en su propia muerte. Imaginé los gráficos que registraban la temperatura moribunda del recto y la vagina, la declinación progresiva de las funciones nerviosas, el telón que caía por última vez en el cerebro agonizante.

Un inspector de tránsito se acercó al coche por la acera. Obviamente había reconocido el Lincoln. Cuando me vio al volante siguió caminando, pero por un instante me halagó que me tomaran por Vaughan y me asociaran a esas inciertas imágenes de asesinato y violencia que comenzaban a formarse en las mentes de los policías. Pensé en los coches estrellados que habíamos visto hoy, en Seagrave muriendo durante un último viaje de ácido. En el instante de la colisión con este piloto desequilibrado, la artista de televisión había actuado en una función de despedida, abrazándose al parabrisas y los estilizados contornos del panel de instrumentos, a la violenta conjunción de puertas y tabiques retorcidos. Imaginé el choque en cámara lenta, como los simulacros que habíamos visto en el Laboratorio de Accidentes de Tránsito. Imaginé a la mujer embistiendo el tablero, doblando la columna de dirección bajo el tórax de pechos pesados; las manos delgadas, familiares que habíamos visto en cientos de programas de televisión, eludían los bordes afilados de los mandos y el cenicero; la cara ensimismada, idealizada en un centenar de primeros planos, tres cuartos de perfil favorecidos por la densidad de la luz, golpeaba el borde superior del volante; el tabique nasal se le aplastaba, y los incisivos superiores se desplazaban a través de las encías hacia el velo del paladar. La mutilación y la muerte coronaban la imagen de esta mujer en manos de una tecnología de colisiones, una celebración de todos los planos de la cara, de los miembros, los gestos, y los matices de la piel. Todos los espectadores que habían estado en el sitio del accidente se llevarían una misma imagen de esta metamorfosis violenta: el complejo de heridas que fusionaba la sexualidad de esta mujer con la dura tecnología del automóvil. Cada uno de ellos uniría su propia imaginación, las membranas tiernas de las superficies viscosas, las zonas de tejido eréctil, a las heridas de esta estrella menor, recurriendo a la mediación de sus propios coches, acariciando esas heridas mientras conducían en distintas posturas estilizadas. Cada uno de ellos rozaría con los labios esos surcos sanguinolentos, apoyaría la nariz en las lesiones de la mano izquierda de la artista, apretaría los párpados contra el tendón expuesto del índice, apoyaría la superficie dorsal del pene erecto contra las paredes desgarradas de la vagina. El accidente había hecho posible la ansiada y definitiva unión de la estrella y los espectadores.

Este último período con Vaughan no se separa en mi memoria de la excitación que yo sentía pensando en esas muertes imaginarias, la necesidad de estar cerca de él y de someterme a su lógica. Curiosamente, Vaughan siguió deprimido y perturbado, como si no le importara haberme convertido en un discípulo ferviente. Mientras almorzábamos en alguna cafetería de la autopista, se atiborraba de tabletas de anfetaminas, pero el efecto de estos estimulantes no se notaba hasta más tarde. Vaughan no parecía ya un hombre decidido a todo. En nuestra relación, yo era ahora la parte dominante. Sin necesidad de que Vaughan me lo indicara, yo sintonizaba en la radio las frecuencias de la policía y las ambulancias y conducía el pesado coche por las rutas de acceso persiguiendo un último choque, una pila de vehículos.

Nuestra conducta, cuando estábamos juntos, se estilizó cada vez más, como si fuéramos una habilidosa pareja de cirujanos, juglares o comediantes. Lejos de sentir horror o revulsión frente a las víctimas mutiladas, sentadas inexpresivamente en la hierba junto a los coches, luego de toda una tarde de neblinas, o empaladas contra el tablero de instrumentos, Vaughan y yo las observábamos con un cierto desinterés profesional, en el que aparecían los primeros atisbos de un verdadero compromiso. El espanto y la repulsión que me causaban esas heridas pavorosas se habían transformado en una lúcida aceptación: el único modo de dar nueva vida a estas víctimas heridas y moribundas era traducir las distintas mutilaciones al lenguaje de nuestras fantasías y conductas sexuales. Ese atardecer, después de ver a una mujer con lesiones graves en el rostro, Vaughan se quedó tendido diez minutos con el pene en la boca de una prostituta madura de cabello platinado, hasta casi sofocarla. Le sostuvo la cabeza con brutalidad para impedir que se moviera, hasta que la saliva empezó a salir de la boca de la mujer como de un grifo. Mientras conducía por las calles sombrías al sur del aeropuerto, yo observaba por encima del hombro cómo Vaughan movía a esta mujer sobre el asiento trasero, guiándola con los muslos vigorosos. Era otra vez un hombre furioso y violento. Luego del orgasmo, la mujer se tumbó en el asiento y dejó escurrir el semen en la funda humedecida, debajo de los testículos de Vaughan, jadeando sin aliento mientras le limpiaba el pene y quitaba los restos de vómito. Se puso a ordenar el bolso, que se le había volcado, y la miré y vi el rostro de la mujer accidentada irrigado por el semen de Vaughan. En el asiento, en los muslos de Vaughan, en las manos de esta prostituta madura, el esperma relucía en gotas opalescentes, cambiando de color —de rojo a amarillo y verde— junto con los semáforos, reflejando las luces del aire nocturno mientras corríamos por la autopista, la cruda fosforescencia de los tubos de neón, y la vasta aureola luminosa que pendía sobre el aeropuerto. Bajo ese cielo crepuscular, el esperma de Vaughan parecía bañar todo el paisaje, moviendo esos miles de motores, circuitos eléctricos y destinos personales, irrigando los gestos más ínfimos de nuestras vidas.

Fue esa noche cuando advertí la primera de las heridas voluntarias de Vaughan. En un puesto de gasolina de la Western Avenue dejó que la portezuela del coche le atrapara la mano, con toda deliberación, imitando las heridas del brazo de una joven recepcionista víctima de una colisión lateral en el parque de estacionamiento del hotel. Las cicatrices de las heridas de Vaughan, que se habían cerrado hacía más de un año, empezaban a abrirse de nuevo. Los goterones de sangre le empapaban la tela ajada de los

jeans. Unas motas rojas aparecieron en la curva inferior del tablero y el borde de la radio, manchando el vinilo negro de las puertas. Vaughan me animó a sobrepasar la velocidad permitida en los accesos al aeropuerto. En las intersecciones, donde teníamos que frenar bruscamente, él se dejaba llevar contra el tablero. La sangre se mezclaba con el semen seco de los asientos, manchándome las manos con puntos oscuros, cuando yo volvía el volante. Vaughan estaba más pálido que nunca, y se movía nerviosamente en la cabina del coche como un animal enjaulado. Esta excesiva irritabilidad me recordó mi larga recuperación después de un mal viaje de ácido, unos años antes. Durante meses tuve la impresión de que se había abierto en mí una ventana al infierno, como si las membranas de mi cerebro hubiesen quedado expuestas al aire luego de un espantoso accidente.

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