Crash!

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Mi último encuentro con Vaughan —la culminación de una prolongada expedición punitiva al interior de mi propio sistema nervioso— ocurrió una semana después en una terraza de la Oceanic Terminal. Retrospectivamente, parece una ironía que este edificio de vidrio, de vuelos y posibilidades, haya sido el punto de bifurcación de nuestras vidas y nuestras muertes. Vaughan se me acercó abriéndose paso entre las sillas y mesas cromadas; una imagen multiplicada en paneles de cristal. Nunca lo había visto más abatido e indeciso. La cara picada de viruelas, los pasos de sonámbulo entre los pasajeros que esperaban el próximo vuelo, le daban el aspecto de un fanático fracasado que se obstina en rumiar una causa perdida.

Cuando me incorporé para saludarlo, se detuvo a mi lado en el bar, como si apenas me reconociese y yo fuera una presencia borrosa. Las manos se le agitaban sobre la barra, buscando un tablero de instrumentos, y la luz le rebotaba en la sangre fresca de los nudillos. Durante seis días yo había esperado impacientemente en mi casa y mi oficina, observando las carreteras desde las ventanas, precipitándome hacia el ascensor cada vez que creía haber visto pasar el coche de Vaughan. Leía las columnas de chismes de los diarios y revistas cinematográficas, tratando de adivinar a quién estaba persiguiendo Vaughan, qué estrella de cine o qué celebridad política, mientras ensamblaba los fragmentos de un accidente imaginario. Todas las experiencias de las semanas que habíamos compartido me habían dejado en un estado de violencia creciente, que sólo Vaughan podía resolver. En mis fantasías, mientras hacía el amor con Catherine, me veía sodomizando a Vaughan, como si sólo este acto pudiera descifrar los códigos de una tecnología desviada.

Ordené un trago para Vaughan, quien miraba por encima de las pistas un aparato que se elevaba en el aire sobre el perímetro occidental del aeropuerto. Me había telefoneado esa mañana para sugerirme, con una voz que reconocí apenas, que nos encontráramos en este lugar. Cuando volví a verlo, mirándole los contornos de las nalgas y los muslos en aquellos pantalones gastados, las cicatrices de la boca y la mandíbula, sentí una excitación erótica y exasperada.

—Vaughan… —Traté de ponerle el cóctel en las manos. Él asintió dócilmente—. Trata de beberlo. ¿Quieres desayunar?

Vaughan no tocó el cóctel. Me miró entornando los ojos, como un tirador que calcula la distancia de un blanco. Tomó con las dos manos una jarra de agua, y cuando llenó un vaso sucio del mostrador y bebió ávidamente, comprendí que estaba entrando en las fases iniciales de un ácido. Se apretaba y flexionaba las palmas, enjugándose las cicatrices de los labios con la pu nta de los dedos. Esperé mientras él subía por estos primeros peldaños de excitación y alarma, mirando alrededor la sala de cristal, recogiendo en el aire las primeras motas de luz y movimiento fundidos.

Caminamos hacia el coche, estacionado junto al autobús de una línea aérea. Vaughan me precedía, avanzando como un sonámbulo meticuloso. Miró distintos retazos del cielo, advirtiendo —algo que yo, por mi parte, recordaba demasiado bien— el primero de esos premonitorios cambios de luz que en un segundo transforman un brillante mediodía de verano en una plomiza tarde invernal. Echado en el asiento del Lincoln, Vaughan acomodó los hombros en el tapizado, como si quisiera abrirse las heridas. Mientras yo movía la llave, me observó con una leve sonrisa, burlándose de la obstinación con que yo lo había perseguido, aunque entendiendo ahora que él había fracasado, y aceptando mi autoridad.

Cuando el motor arrancó, Vaughan me apoyó la palma vendada en el muslo. Asombrado, pensé al principio que Vaughan trataba de animarme. Alzó la mano hasta mi boca y vi el cubo de papel plateado que tenía entre los dedos. Lo desenvolví y me puse el terrón de azúcar en la lengua.

Luego de atravesar el túnel de salida del aeropuerto, cruzamos la Western Avenue y subimos por la rampa hacia el cruce. Durante veinte minutos conduje a lo largo de la carretera de Northolt, manteniéndome en el carril central y dejando que el tránsito más rápido se adelantara a nosotros. Vaughan estaba tendido en el asiento, la mejilla derecha contra el tapizado frío, los brazos sueltos a los costados. De vez en cuando contraía las manos, con una simultánea e involuntaria flexión de los brazos y las piernas. Yo ya sentía los primeros efectos del ácido. Tenía las palmas de las manos frías y blandas; pronto me crecerían allí unas alas que me elevarían al aire turbulento. Un nimbo helado estaba formándose alrededor de mi cabeza, como las nubes que se acumulan en los andamiajes de las naves del espacio. Yo había tenido un viaje de ácido dos años antes, una pesadilla paranoide en la que un caballo de Troya se me había metido en la mente. Catherine, que había tratado en vano de calmarme, me pareció un ave predatoria y hostil. Los sesos se me derramaban en la almohada a través del boquete que ella me había abierto en el cráneo a picotazos. Recordé que había llorado como un niño, aferrado al brazo de Catherine, suplicándole que no me dejara, mientras el cuerpo se me encogía en una membrana desnuda.

Con Vaughan, en cambio, me sentía tranquilo y confiado, como si él me guiara deliberadamente por esta carretera que había creado sólo para mí. La presencia de los otros coches se debía a una extraordinaria cortesía de Vaughan. Al mismo tiempo, estaba seguro de que todo cuanto me rodeaba, la acelerada presencia del LSD en el interior de mi cuerpo, era parte de algún proyecto irónico de Vaughan, como si la excitación que me invadía la mente titubeara entre la hostilidad y el afecto, emociones que se habían vuelto intercambiables.

Tomamos el carril que se internaba velozmente en el oeste, a través del circuito periférico. Cuando llegamos al tronco central del empalme, viré hacia el carril de circulación lenta, acelerando al llegar a la calzada de la autopista. Todas las perspectivas habían cambiado. Los muros de cemento de la ruta de acceso retrocedían a los costados como riscos luminosos. Las líneas divisorias se hundían y torcían en un laberinto de serpientes blancas, que se contorsionaban llevando las ruedas de los coches en los lomos, contentas como delfines. Los letreros y señales volaban sobre nosotros como bombarderos generosos. Apreté las manos contra el borde del volante, impulsando el coche a través del aire dorado. Dos autobuses y un camión nos dieron alcance, y las ruedas parecían inmóviles, como si estos vehículos fueran parte de un decorado escenográfico suspendido del cielo. Al mirar en derredor, tuve la impresión de que todos los coches de la carretera permanecían estacionarios, y que la rotación de la tierra debajo de ellos creaba esa ilusión de movimiento. Los huesos de mis antebrazos se acoplaron con firmeza a la columna de dirección y sentí que los temblores más pequeños de las ruedas se multiplicaban cien veces, y los trozos de ripio o cemento que pisábamos eran como pequeños asteroides. El ronroneo del árbol de transmisión me estremecía las piernas y la columna vertebral, estallando en las paredes de mi cráneo. Parecía como si yo mismo estuviera en el árbol de transmisión, como si mis manos movieran el cigüeñal y mis piernas rotaran impulsando el vehículo.

La luz del día fue más brillante sobre la carretera, un intenso aire desierto. El cemento blanco se transformó en un hueso curvo. Unas ondas de ansiedad envolvían el coche, como las vaharadas de calor sobre el macadán en verano. Mirándolo a Vaughan, traté de dominar este espasmo nervioso. Los coches nos pasaban recalentados ahora por la luz del sol, y yo podía asegurar que esos cuerpos metálicos estaban a menos de un grado del punto de fusión, y que sólo la fuerza de mi mirada impedía que se deshicieran. En cuanto yo me distrajera para mirar el volante las películas metálicas estallarían, proyectando bloques de acero fundido delante de nosotros. En cambio, los coches que venían por la mano contraria transportaban enormes cargamentos de luz fría, eran flotas que llevaban flores eléctricas a un festival. A medida que la velocidad de estos vehículos parecía aumentar, me sentí elevado hacia el carril rápido, y los coches avanzaron en línea recta hacia nosotros como enormes carruseles de luz acelerada. Las rejillas de los radiadores eran emblemas misteriosos, alfabetos que desfilaban como bólidos por la carretera.

Extenuado por el esfuerzo de concentrarme en el tránsito y mantener a los coches de alrededor en sus respectivos carriles, aparté las manos del volante y dejé que el Lincoln se adelantara solo. Con una elegante y prolongada curva, el coche cruzó el carril de circulación rápida. Los neumáticos rugieron contra el borde de cemento y una tormenta de polvo azotó el parabrisas. Caí hacia atrás, exhausto. Frente a mí vi la mano de Vaughan en el volante. Estaba tendido sobre mí y apoyaba una rodilla contra el tablero, guiando el coche a pocos centímetros del terraplén central. Un camión venía hacia nosotros por el carril adyacente. Vaughan apartó la mano del volante y me lo señaló, como incitándome a que cruzara el terraplén central y lanzara el Lincoln contra el camión.

Distraído por el contacto físico de Vaughan, volví a empuñar el volante y llevé el coche por la calzada rápida. El cuerpo de Vaughan era una colección de planos flojamente ensamblados, y las distintas partes de la personalidad y la musculatura flotaban ante mí a unos pocos milímetros unas de otras en una zona ingrávida, como el contenido de una cápsula del espacio. Observé los coches que se acercaban a nosotros, incapaz de recibir más que una fracción de los miles de mensajes que las ruedas y los faros delanteros, los parabrisas y los radiadores, lanzaban hacia mí.

Recordé mi regreso a casa desde el hospital, después del accidente. El brillo del tránsito, las perspectivas nerviosas de los pilares de hormigón y las calzadas de la Western Avenue, habían anticipado esta visión de ácido, como si mis heridas hubiesen florecido en criaturas paradisíacas, celebrando la unidad de mi choque y este Elíseo de metal. Cuando Vaughan me urgió de nuevo a echar el coche contra los vehículos que venían de frente, casi le hice caso. No intenté responder a la presión irritante de la mano de Vaughan. Un autobús aceleró hacia nosotros. La carrocería de plata se reflejó en los seis carriles de la autopista, precipitándose hacia el Lincoln como un arcángel fulmíneo.

Mi mano aferró la muñeca de Vaughan. El vello oscuro del pálido antebrazo, el tejido cicatrizal de los nudillos, parecían ahora bañados en una cruda belleza. Apartando los ojos del camino, apreté la mano de Vaughan y traté de cerrar los ojos a la fuente de luz que se derramaba a través del parabrisas, proyectada por los vehículos que se acercaban.

Una cohorte de criaturas angélicas, envuelta cada una en una inmensa aureola de luz, descendió en la carretera a ambos lados de nosotros, apartándose en direcciones opuestas. Pasaron de largo suspendidas a pocos metros del suelo, posándose luego en las autopistas interminables que cubrían el paisaje. Comprendí que sin saberlo nosotros mismos habíamos construido todos estos caminos y carreteras, para esta recepción.

Echándose sobre mí, Vaughan guió el coche por los espacios libres. Cuando cambiábamos de carril, bocinas y neumáticos gritaban alrededor de nosotros. Vaughan dominaba el volante, como un padre que guía a un hijo fatigado. Yo lo tenía pasivamente en las manos, siguiendo el curso del coche, que descendía por un camino lateral.

Nos detuvimos al pie de un paso elevado, y el guardabarros delantero del Lincoln raspó el parapeto de cemento que separaba la carretera de un cementerio de automóviles. Escuché cómo se debilitaba la música del motor, antes de apagarlo, y me tumbé en el asiento. Por el espejo retrovisor veía los coches que subían por la rampa de acceso a la carretera, ávidos recién llegados a este carnaval aéreo. Corrían por las pistas que se alzaban sobre nosotros para unirse a los aviones que Vaughan había observado durante tantos meses. Mientras miraba las calzadas distantes del circuito periférico, pude ver que estas criaturas metalizadas se libraban del encierro de los embotellamientos elevándose en todas partes a la luz del sol.

La cabina del coche resplandecía como el taller de un mago, y cuando yo movía los ojos, la luz parecía cada vez más oscura y brillante. Las esferas del tablero me irradiaban la piel con agujas y números luminosos. El caparazón del tablero, los planos inclinados del panel, los marcos metálicos de la radio y los ceniceros, brillaban alrededor como las piezas de un retablo, y estas geometrías me buscaban el cuerpo para ceñirlo en el abrazo estilizado de una máquina hiper-cerebral.

En el cementerio de coches las carrocerías abandonadas yacían a la luz cambiante como una muralla de escudos, y los contornos se movían como si un viento de tiempo soplara sobre ellas. Tiras de cromo oxidado flameaban en el aire candente, capas intactas de barniz se desangraban en la corona de luz que cubría el terreno. Las espuelas de metal deforme, los triángulos de vidrio fracturado, eran signos que durante años habían estado allí entre las malezas sin que nadie los hubiera leído, cifras que Vaughan y yo traducíamos mientras nos abrazábamos en el centro de la tormenta eléctrica que soplaba en nuestras retinas.

Acaricié el hombro de Vaughan y recordé con cuánto terror me había aferrado a mi mujer. Pero Vaughan, pese a su rudeza, era un compañero benévolo; el ojo de esta iluminación del paisaje. Tomándole la mano, le apreté la palma contra el medallón de la bocina, un emblema de aluminio que siempre me había irritado. Rocé la marca impresa en la piel blanca, recordando el corte en forma de tritón que desgarraba la palma del cadáver de Remington tendido en mi capó, recordando los surcos rosados que la ropa interior dejaba en la piel de Catherine —bosquejos de heridas imaginarias— mientras se vestía en el cubículo de la tienda, recordando los excitantes pliegues y hendiduras del cuerpo tullido de Gabrielle. Pasé la mano de Vaughan por las esferas brillantes del tablero de instrumentos, apretándole los dedos contra el mando de la luz de guiño y la palanca de cambios.

Por último, dejé que me pusiera la mano sobre el pene, tranquilizado por esta firme presión en mis testículos. Me volví hacia Vaughan y flotamos juntos en el amnios tibio del aire iluminado, estimulados por la estilizada morfología del interior del coche, por los centenares de góndolas radiantes que surcaban la autopista sobre nosotros. Lo abracé, y me pareció que el cuerpo de Vaughan se deslizaba hacia arriba y abajo entre mis brazos, y que los músculos de la espalda y las nalgas se le endurecían y ensombrecían mientras yo tocaba los planos cambiantes. Le sostuve la cara entre las manos, palpando la tersura de porcelana de las mejillas, y le pasé los dedos por las cicatrices de los labios y la cara. La piel de Vaughan parecía recubrirse de escamas de oro metálico, y las gotas de sudor de los brazos y el cuello me quemaban los ojos. Titubeé al verme abrazado a esta criatura dorada y abominable, embellecida por cicatrices y heridas. Moví la boca sobre las cicatrices de los labios, buscando con la lengua las huellas de tableros y parabrisas desaparecidos. Vaughan se aflojó la chaqueta de cuero y expuso las heridas reabiertas que le marcaban el pecho y el abdomen, como un travesti trastornado que muestra las cicatrices húmedas de una fracasada operación de cirugía transexual. Bajé la cabeza hasta su pecho, apoyando la mejilla contra los perfiles purpúreos de un volante destrozado, los puntos de fractura de un tablero de instrumentos. Le besé la clavícula izquierda y el pecho y sentí entre los labios la aureola seccionada. Mi boca bajó por el vientre hasta las ingles, manchadas de sangre y esperma; un débil olor a excremento de mujer se le había adherido al glande. Un zodíaco de recordadas colisiones le adornaba el bajo vientre, y exploré estas cicatrices con los labios, una por una, gustando la sangre y la orina. Toqué con los dedos la cicatriz del pene, y luego sentí el glande en mi boca. Le aflojé los pantalones, manchados de sangre, y le desnudé las nalgas de adolescente, tersas como las de un niño. Mis brazos y piernas se sacudieron y flexionaron en una serie de espasmos crispados. Me agaché detrás de Vaughan, apretándolo contra mis muslos. El caparazón prominente del tablero dominaba la oscura hendidura entre las nalgas. Las aparté con la mano derecha, y busqué el orificio caliente del ano. Durante varios minutos, mientras las paredes de la cabina resplandecían y cambiaban como si quisieran imitar la geometría deforme de las carrocerías del cementerio de coches, puse el pene en la entrada del recto. El ano se abrió alrededor del glande, ciñéndolo duramente con el esfínter. Los vehículos arrastrados por la luz a lo largo de la carretera, mientras yo iba y venía en el recto de Vaughan, me sacaron el semen afuera. Luego del orgasmo me incorporé con lentitud, manteniendo apartadas las nalgas de Vaughan para no lastimarle el recto. En esa posición, miré cómo mi semen goteaba a lo largo de las estrías del tapizado vinílico.

La luz que se movía en todas partes cruzando el paisaje bañaba nuestros cuerpos sentados. Pasé el brazo alrededor de Vaughan mientras él dormía, y miré cómo la fuente luminosa de los radiadores de los coches en el cementerio se apagaba poco a poco. Una calma profunda me invadió el cuerpo y que era en parte mi amor por Vaughan, y en parte la ternura que yo sentía por este recinto metálico en que estábamos sentados. Cuando Vaughan despertó, agotado y aún somnoliento, apoyó contra mí el cuerpo desnudo. Tenía el rostro pálido, y me miraba explorando los contornos de mis brazos y mi pecho. Nos mostrábamos nuestras heridas, exponiendo las cicatrices de nuestros pechos y manos a las trampas acogedoras del interior del coche, a los cromos puntiagudos de los ceniceros, a las luces de una intersección distante. En nuestras heridas, celebrábamos el renacimiento de las víctimas del tránsito, las muertes y heridas de los que habíamos visto agonizar a un lado del camino, y las lesiones y posturas imaginarias de los millones que todavía no habían muerto.

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