Crash!

Crash!


23

Página 26 de 29

2

3

Aviones de cristal se elevaban en el cielo por encima del aeropuerto. Yo observaba a través del aire quebradizo el tránsito que se movía en la autopista. El recuerdo de los hermosos vehículos que habían planeado sobre las calzadas de cemento transformaba estas congestiones de tránsito antes opresivas en una columna inagotable y rutilante que esperaba pacientemente poder tomar una ruta invisible que subiera al cielo. Yo observaba desde mi balcón el paisaje a mis pies y buscaba esta entrada al paraíso, una rampa de más de un kilómetro de ancho apoyada en los hombros de dos figuras arcangélicas, un camino por donde podría fluir todo el tránsito del mundo.

En estos días extraños, mientras me recobraba de mi viaje de ácido y de mi casi muerte, me quedé en casa con Catherine. Allí sentado, aferrado a los brazos del sillón, escrutaba la llanura metalizada en busca de una señal de Vaughan. El tránsito avanzaba perezosamente por las autopistas atestadas, y los techos de los vehículos formaban un ininterrumpido caparazón de celulosa bruñida. Los efectos residuales del LSD me habían dejado en una calma casi perturbadora. Me sentía separado de mi propio cuerpo, como si mis músculos estuvieran suspendidos a unos pocos milímetros por encima de mi osamenta, unidos sólo por algunos puntos de dolor que yo había despertado flexionando los brazos y las piernas durante el viaje de ácido. En los días que siguieron, segmentos de esa experiencia me volvieron intactos a la memoria, y vi los coches de la carretera en armadura de gala, volando sobre las pistas con alas de fuego. Los peatones llevaban todos trajes de luces, como si yo fuera un visitante solitario en una ciudad de matadores. Catherine se movía a mis espaldas como una ninfa eléctrica, una devota y sosegada criatura que custodiaba mis gestos crispados.

En momentos menos felices, reaparecían los pesados delirios y las perspectivas nauseabundas de los pilares grises, el húmedo hipogeo en cuya boca yo había visto miles de moscas que se arracimaban en el tablero del coche y en las nalgas de Vaughan, mientras él yacía de espaldas mirándome, con los pantalones alrededor de las rodillas. Aterrorizado por estas breves recurrencias, yo tomaba las manos de Catherine que me apretaba los hombros, tratando de convencerme de que aún estaba sentado con ella, junto a la ventana cerrada de mi casa. A menudo le preguntaba en qué época del año nos encontrábamos. Los cambios de luz en mi retina desplazaban las estaciones sin previo aviso.

Una mañana, cuando Catherine me dejó solo para tomar una última lección de vuelo, vi su aeroplano sobre la autopista, una libélula de cristal impulsada por el sol. Parecía flotar inmóvil sobre mi cabeza, y la hélice rotaba lentamente, como la de un avión de juguete. Las alas derramaban una fuente inagotable de luz.

Abajo, los coches que surcaban la carretera trazaban en la planicie todas las posibles trayectorias del vuelo de Catherine, bosquejando la heliografía de nuestra inminente entrada en el paraíso, los tránsitos de una tecnología alada. Pensé en Vaughan, mirándome con una mezcla de ironía y afecto, cubierto de moscas como un cadáver resucitado. Supe que Vaughan en realidad nunca podía morir en un accidente, pues de algún modo renacería de las rejas retorcidas del radiador y la cascada de vidrio del parabrisas. Pensé en la piel blanca y marcada del abdomen, el vello espeso que empezaba en la curva superior del muslo, el ombligo prominente y el olor desagradable de las axilas, la brutalidad con que trataba a las mujeres y los automóviles, y en la ternura que me había mostrado. Ya cuando le puse el pene en el recto, Vaughan supo que trataría de matarme, en una última exhibición de amor ocasional.

El coche de Catherine estaba en la calzada, debajo de la ventana del dormitorio. La pintura del flanco derecho llevaba la marca de una colisión menor.

—¿Tu auto? —pregunté, tomándole los hombros—. ¿Estás bien? Ella se apretó contra mí, como memorizando la imagen de esta colisión en el contacto de nuestros cuerpos. Se quitó la chaqueta de vuelo. Ahora los dos habíamos hecho el amor con Vaughan, cada uno por su parte.

—No iba conducido… Había dejado el coche en el parque del aeropuerto. —Extendió los brazos y me tomó por los codos—. ¿Habrá sido a propósito?

—¿Uno de tus pretendientes?

—Uno de mis pretendientes. Esta agresión sin sentido tenía que haberla asustado, pero Catherine me observó con serenidad mientras yo examinaba el coche. Toqué las marcas en la portezuela y el flanco izquierdos, y exploré con la mano el surco profundo que atravesaba todo el coche, desde la cola hundida hasta el faro delantero. La huella del paragolpes pesado del otro coche estaba nítidamente impresa en el guardabarros trasero, el sello inconfundible del Lincoln de Vaughan. Acaricié la estría curva, tan nítida como la hendidura que separaba las duras nalgas de Vaughan, tan perfecta como el anillo apretado del esfínter, que yo aún sentía en el pene durante mis erecciones.

¿Acaso Vaughan había seguido deliberadamente a Catherine, chocando el coche estacionado, como si quisiera empezar a cortejarla? Miré la tez pálida y el cuerpo firme de mi mujer, y recordé cómo el coche de Vaughan me había rozado entre los pilares de hormigón. Yo podía haber muerto en ácido, como Seagrave.

Abrí la portezuela, indicándole a Catherine que se sentara.

—Déjame conducir. Hay buena visibilidad.

—Tus manos. ¿Ya estás bien?

—Catherine… —Le tomé el brazo—. Necesito volver a conducir antes que todo termine. Mi mujer tenía los brazos desnudos cruzados sobre los pechos, y examinaba el interior del coche como si buscara las moscas que yo le había descrito.

Tuve ganas de que Vaughan la viera.

Puse en marcha el motor y me alejé. Mientras aceleraba, las perspectivas de la calle se movieron alrededor, alejándose de mí como si se reordenaran ellas mismas. Cerca del supermercado, una mujer joven de abrigo de plástico brilló con un resplandor cereza al cruzar la calle. El movimiento y la geometría del coche no eran los mismos, como si lo hubieran purgado de toda connotación familiar y sentimental. El paisaje de la calle, los escaparates de las tiendas y los peatones parecían iluminados por la marcha del coche, que regulaba de algún modo la intensidad de las señales de luz que ellos emitían. Cuando la luz roja nos detuvo, miré a Catherine, sentada con una mano en la ventanilla. Los colores de la cara y los brazos le brillaban claros y nítidos, como si cada corpúsculo sanguíneo y cada granulo de pigmento, y los cartílagos del rostro, fueran reales por primera vez, unidos entre sí por el movimiento del coche. Las mejillas de Catherine, los letreros que nos guiaban hacia el supermercado, eran precisos y definidos, como si un inmenso diluvio amainara al fin, aislando todas las cosas por primera vez, como los accidentes de un paisaje lunar, una naturaleza muerta creada por una cuadrilla de demolición.

Fuimos hacia el sur por la autopista.

—El tránsito… ¿adónde se ha ido? —Advertí que los tres carriles estaban casi desiertos—. Desaparecieron todos.

—James… por favor, volvamos a casa.

—Todavía no… esto es sólo el principio…

Pensé en esta imagen de una ciudad desierta, una tecnología abandonada a sí misma, mientras descendíamos por la ruta de acceso en la que Vaughan había intentado matarme pocos días atrás. Más allá de la empalizada rota, en el terreno baldío, el grupo de coches destartalados yacía bajo la luz incolora. Corriendo a lo largo del golpeado borde de cemento, me interné en la caverna oscura del paso elevado, donde Vaughan y yo nos habíamos abrazado entre los pilares mientras escuchábamos el estruendo del tránsito sobre nuestras cabezas. Catherine alzó los ojos hacia las bóvedas del paso elevado, que se sucedían como desiertos corrales submarinos. Detuve el coche y me volví hacia ella. Irreflexivamente, adopté la postura en la que había sodomizado a Vaughan. Me miré los muslos y el abdomen y recordé las nalgas de Vaughan apretadas contra mis caderas, la textura fibrosa del esfínter. Por alguna paradoja este acto sexual entre nosotros había estado despojado de toda sexualidad.

Esa tarde recorrimos las autopistas. Las interminables redes de caminos guardaban las fórmulas de una infinidad de éxtasis sexuales. Miré los coches que descendían del paso elevado. Cada uno de ellos llevaba un fragmento de sol en el techo.

—¿Estás buscando a Vaughan? —preguntó Catherine.

—Por así decirlo.

—Ya no le temes.

—¿Y tú?

—Se va a matar.

—Eso lo sé desde que murió Seagrave.

La observé mientras ella miraba el tránsito que bajaba desde el paso elevado hacia nosotros y aguardábamos en un camino lateral debajo de la Western Avenue. Yo quería que Vaughan viera a Catherine. Pensaba en las abolladuras en el flanco del coche de Catherine y quería mostrárselas a Vaughan para que la atacara de nuevo.

Cerca de una intersección, en un puesto de gasolina, vimos a Vera Seagrave hablando con una joven de la estación. Vera se había enfundado el cuerpo, de caderas y pechos robustos, en una pesada chaqueta de cuero, como si estuviera a punto de emprender una expedición antártica.

Al principio ella no me reconoció. Los ojos firmes me atravesaron deteniéndose en la elegante silueta de Catherine, como si no aprobara esas piernas cruzadas en la cabina abierta del coche

sport lacerado.

—¿Te vas? —Señalé las maletas en el asiento trasero del coche de Vera—. Estoy tratando de encontrar a Vaughan.

Vera terminó de interrogar a la muchacha, completando algún arreglo para el alojamiento de su hijo pequeño. Sin dejar de mirar a Catherine, apoyó un pie en el coche.

—Está siguiendo a la actriz. La policía anda tras él. Un soldado norteamericano murió en el paso elevado de Northolt.

Puse la mano en el parabrisas, pero ella conectó los limpiaparabrisas, que casi me seccionaron la muñeca.

—Yo estaba con él en el coche —dijo como única explicación.

Antes que yo pudiera detenerla, ella ya iba hacia la salida y se perdía en el tránsito rápido del atardecer.

Catherine me telefoneó a la mañana siguiente desde la oficina para decirme que Vaughan la había seguido hasta el aeropuerto. Mientras ella me hablaba con voz serena yo llevé el teléfono a la ventana. Mirando los coches que aceleraban por la carretera, advertí que el pene se me endurecía. En alguna parte, entre esos miles de vehículos, Vaughan aguardaba en una intersección.

—Tal vez me esté buscando —le dije.

—Lo vi dos veces. Esta mañana estaba esperándome a la entrada del parque. —¿Qué le dijiste?

—Nada. Llamaré a la policía.

—No. No lo hagas.

Mientras le hablaba, me sorprendí deslizándome en una ensoñación erótica familiar, como cuando interrogaba a Catherine acerca del instructor de vuelo con quien había almorzado, sonsacándole los detalles de algún breve amorío, algún fugaz encuentro sexual. Imaginé a Vaughan esperándola en silenciosas intersecciones, siguiéndola por puestos de gasolina y desvíos de tránsito, cada vez más cerca de una intensa conjunción erótica. Durante este rito nupcial exquisitamente prolongado, el tránsito de sus cuerpos iluminaba las calles descoloridas.

Incapaz de seguir encerrado en casa, fui con el coche al aeropuerto. En la terraza del garaje frente a las oficinas de Catherine, esperé la aparición de Vaughan.

Tal como suponía, Vaughan aguardaba a mi mujer en el empalme del paso elevado y la Western Avenue. No intentó ocultarse de nosotros, y lanzó bruscamente el pesado vehículo a la corriente de tránsito. Vaughan, que no parecía interesado ni en Catherine ni en mí, se apoyaba en el marco de la puerta, y parecía casi dormido sobre el volante cuando cambiaban las luces. Tenía la mano izquierda en el borde del volante, como si descifrara en las rápidas trepidaciones el braille de la autopista, y llevaba el Lincoln a un lado y a otro de la superficie de cemento siguiendo los contornos de esas ondas que se le movían en la cabeza. La cara angulosa de Vaughan era una máscara rígida, y las cicatrices de las mejillas se le cerraban alrededor de la boca. Pasó varias veces de un carril a otro y entró en el carril rápido hasta adelantarse al coche de Catherine, y luego fue retrasándose, permitiendo que otros coches se interpusieran entre ellos, y por último tomó el carril lento en posición expectante. Imitaba ahora el modo de conducir de Catherine, los hombros derechos y la barbilla erguida, el uso continuo del pedal del freno. Las luces traseras de ambos se movían armonizadas en la autopista, como el diálogo de un viejo matrimonio.

Corrí detrás de ellos, guiñando los faros a cualquier coche que se me pusiera delante. Llegamos a la rampa del paso elevado. Mientras Catherine subía lentamente, a la zaga de varios camiones cisterna, Vaughan aceleró y dobló a la izquierda en el empalme. Me precipité detrás de él, zigzagueando entre las rotondas e intersecciones del elevado. Pasamos unas luces rojas, y el tránsito del aeropuerto se nos vino encima. En alguna parte, sobre nuestras cabezas, Catherine se movía por la calzada descubierta del camino elevado.

Vaughan se abría paso a través del tránsito de la tarde, frenando a último momento, girando en las rotondas sobre dos ruedas. A cien metros detrás de él, me precipité en la recta que llevaba a la rampa de descenso. Vaughan se detuvo en el empalme y esperó a que pasaran atronando los camiones cisterna. En cuanto apareció el coche de Catherine, Vaughan se lanzó hacia adelante.

Doblé detrás de él, esperando a que embistiera a Catherine. El Lincoln atravesó las líneas blancas y corrió directamente hacia ella. Pero a último momento Vaughan desvió el coche internándose en la corriente de tránsito, y desapareció en la rotonda que comunicaba con el circuito norte. Observándolo mientras yo trataba de alcanzar a Catherine, tuve una última visión del guardabarros delantero desvencijado, unos faros rotos que le hacían señas al conductor mal entrazado de un camión.

Media hora más tarde, ya en la cochera, pasé las manos por las marcas que el Lincoln había dejado en el flanco del coche

sport de Catherine, indicaciones escénicas en el ensayo de una muerte.

Estos ensayos de una unión entre Vaughan y Catherine continuaron durante unos días. Vera Seagrave telefoneó dos veces para preguntarme si había visto a Vaughan, pero le repetí que yo no había salido. Me dijo que la policía se había llevado las fotografías y el equipo de Vaughan del cuarto oscuro de la casa de ella. Asombrosamente, no parecían capaces de capturarlo.

Catherine nunca hablaba de la persecución de Vaughan. Manteníamos ahora entre nosotros una calma irónica, el mismo afecto estilizado que nos mostrábamos en las fiestas cuando ella o yo nos embarcábamos abiertamente en una nueva aventura. ¿Comprendía Catherine las verdaderas intenciones de Vaughan? En ese momento ni siquiera yo me daba cuenta de que mi mujer era apenas un descanso en el complicado ensayo de otra muerte mucho más importante.

Día a día Vaughan seguía a Catherine por las carreteras y circuitos periféricos del aeropuerto, esperándola a menudo en las sombras del callejón, junto a la salida del garaje, o apareciendo como un espectro en un carril rápido del empalme; el Lincoln destartalado corría ladeándose sobre los amortiguadores. Yo observaba cómo acechaba a Catherine en distintos cruces, mientras él pasaba revista a las posibilidades de diversos tipos de accidentes: choques frontales, choques laterales, choques por detrás, vuelcos. Durante este tiempo yo me sentía cada vez más eufórico, rindiéndome a la lógica inevitable que una vez había rechazado, como si observara a mi propia hija en las primeras etapas de un amorío juvenil.

A menudo me detenía en la hierba junto al terraplén, en el descenso oeste del paso elevado, pues sabía que esta era la zona predilecta de Vaughan, y esperaba ver cómo se lanzaba detrás de Catherine cuando ella llegara con el tránsito rápido del atardecer.

El coche de Vaughan estaba cada vez más estropeado. En el guardabarros y las puertas del flanco derecho había huellas de impactos y raspaduras, y la carrocería oxidada parecía ahora más blanca, como si estuviera descubriendo un esqueleto interior. Mientras esperaba detrás de Vaughan en un embotellamiento de la carretera de Northolt, vi que dos de las ventanillas traseras estaban rotas.

Los daños continuaron. El guardabarros trasero perdió un panel de chapa, el paragolpes colgaba del piñón del chasis, y la herrumbrada curva inferior tocaba el suelo cuando Vaughan volvía una esquina.

Oculto detrás del parabrisas polvoriento, Vaughan se encorvaba sobre el volante mientras atravesaba velozmente la carretera, ignorando las abolladuras e impactos del coche, que parecían lastimaduras que un niño angustiado se había infligido a sí mismo.

Yo no sabía con certeza si Vaughan intentaría embestir el coche de Catherine, y no la previne. La muerte de Catherine sería como un paradigma de mi interés por las víctimas de las catástrofes aéreas y los desastres naturales. Cuando por las noches me acostaba con mi mujer y le modelaba los pechos con las manos, imaginaba su cuerpo en contacto con ciertos elementos del interior del Lincoln, ensayando para Vaughan distintas posturas Catherine, que esperaba la inminente colisión, había entrado en una cámara encantada de su propia mente, y me permitía acomodarle los miembros preparándola para coitos inexplorados.

Catherine dormía cuando un coche destartalado avanzó por la avenida desierta. El silencio de las calles extendía esta impresión de vacío completo a toda la ciudad. En ese breve sosiego que precedía al alba, cuando ningún avión despegaba del aeropuerto, sólo se oía el golpeteo de la válvula de escape del Lincoln. Desde la ventana de la cocina pude ver la cara gris de Vaughan apoyada contra la ventanilla resquebrajada; una marca profunda le cruzaba la frente como una cinta de cuero brillante. Durante un momento tuve la impresión de que todos esos aviones que él había estado observando habían partido ya. En cuanto nos fuéramos Catherine y yo, Vaughan se quedaría solo, merodeando por la ciudad vacía en el coche maltrecho.

No sabiendo si despertar o no a Catherine, esperé media hora y luego me vestí y bajé a la entrada del edificio. El coche de Vaughan estaba estacionado en la avenida, bajo los árboles. La luz del amanecer brillaba fríamente en la pintura polvorienta. Los asientos estaban cubiertos de aceite y suciedad, y en el compartimiento trasero había una manta desgarrada tapando una almohada grasienta de tartán. Por las botellas rotas y las latas de comida que había en el suelo, supuse que Vaughan estaba viviendo en el coche desde hacía varios días. En un evidente estallido de cólera había golpeado el tablero aplastando algunos instrumentos y el borde superior. Trozos de plástico y tiras cromadas colgaban bajo los mandos de las luces.

Las llaves estaban aún en el tablero. Miré a un lado y otro de la avenida, tratando de descubrir si Vaughan esperaba detrás de algún árbol. Caminé alrededor del coche, golpeando con el puño los paneles rotos, y poniéndolos otra vez en su sitio. Mientras yo trabajaba, el neumático delantero izquierdo se desinfló lentamente.

Catherine bajó y me observó. A la luz ya más clara de la mañana, volvimos caminando al edificio. Cruzábamos el sendero de grava cuando el motor de un coche rugió en el garaje. Un bruñido coche plateado, que reconocí inmediatamente como el mío, subió por la rampa y se precipitó hacia nosotros. Catherine gritó y trastabilló, pero antes que yo pudiera tomarla por el brazo el coche viró alrededor de nosotros y patinó sobre la grava para perderse en las calles. En el aire de la mañana, el ruido de la máquina era como un grito de dolor.

Ir a la siguiente página

Report Page