Crash!

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Nunca más vi a Vaughan. Diez días más tarde murió en el paso elevado, mientras trataba de estrellar mi coche contra la limusina donde viajaba la actriz que tanto había perseguido. Atrapado en el coche luego de atravesar el parapeto, el cuerpo de Vaughan estaba tan desfigurado a causa del impacto con el coche de la aerolínea que al principio la policía lo confundió conmigo. Telefonearon a Catherine mientras yo volvía de los estudios de Shepperton. Cuando llegué a Drayton Park y entré en el patio del edificio, vi que Catherine se paseaba despreocupadamente alrededor del herrumbrado casco del Lincoln de Vaughan. Cuando le tomé el brazo, miró con expresión ausente las ramas oscuras de los árboles por encima de mi cabeza. Durante un instante estuve seguro de que ella había creído ver a Vaughan, que después de mi muerte venía a consolarla.

Fuimos hacia el paso elevado en el coche de Catherine, escuchando las noticias ce la radio que explicaban cómo la actriz había salido ilesa del accidente. Desde que Vaughan se había llevado mi coche del garaje no habíamos sabido nada de él. Yo estaba cada vez más convencido de que Vaughan era una proyección de mis propias fantasías y obsesiones, y de que en cierto modo yo lo había abandonado a su suerte.

Durante todo este tiempo, el Lincoln estuvo en la avenida. Sin la presencia de Vaughan, no tardó en desintegrarse. Mientras las hojas otoñales se acumulaban en el capó y en el techo, entrando en la cabina por las ventanillas rotas, el coche iba hundiéndose sobre los neumáticos desinflados. Ese estado de abandono, y los paneles sueltos de la carrocería y los guardabarros, despertaban la hostilidad de los peatones. Una pandilla de muchachos destrozó el parabrisas y pateó los faros delanteros.

Cuando llegamos al escenario del choque tuve la impresión de que visitaba de incógnito el escenario de mi propia muerte. Yo había chocado no muy lejos de allí, en un vehículo idéntico a este en que Vaughan había muerto. Largas filas de coches bloqueaban el paso elevado. Dejamos el coche en un garaje y recorrimos a pie el último kilómetro hasta las luces intermitentes. Un brillante cielo crepuscular iluminaba todo el paisaje, centelleando en el techo de los coches detenidos en la autopista, como si todos estuviéramos esperando para embarcarnos en un viaje hacia la noche. Arriba, los

jets iban y venían como aviones de observación que inspeccionaban la marcha de esta migración inmensa.

Dentro de los coches, la gente miraba a través de los parabrisas mientras buscaban las noticias en la radio. Me pareció que los reconocía a todos, invitados a la última noche de una larga serie de fiestas en la carretera, a las que habíamos asistido juntos durante el verano anterior.

En el escenario del accidente, bajo la alta calzada de la rampa, en los bordes y parapetos, había por lo menos quinientas personas atraídas por la noticia de que la actriz había escapado apenas a la muerte. ¿Cuántos de ellos pensaban que en realidad ella había muerto, y que ya tenía un sitio en el panteón de las víctimas del automóvil? En la rampa descendente del paso elevado los espectadores se apretujaban en tres filas contra la balaustrada, mirando los coches de la policía y las ambulancias en el empalme con la Western Avenue. El techo hundido del autobús se elevaba sobre las cabezas de la muchedumbre.

Aferré el brazo de Catherine pensando en las falsas tentativas con que Vaughan la había amenazado en este mismo empalme. Mi coche yacía junto al autobús, bajo el resplandor de las lámparas de arco. Los neumáticos estaban todavía inflados, pero el resto del coche era irreconocible. Parecía que lo hubieran golpeado por dentro y por fuera. Vaughan había trepado por la rampa a toda velocidad, tratando de lanzarse hacia el cielo.

Sacaron al último pasajero del piso superior del autobús, pero los espectadores no miraban a las víctimas humanas; clavaban los ojos en los vehículos deformes que ocupaban el centro del escenario. ¿Veían acaso en estas ruinas el modelo de una vida futura? La actriz de cine permanecía de pie junto al chófer, y se llevaba una mano al cuello como defendiéndose de la imagen de esa muerte que había pasado rozándola. Los policías y los enfermeros, así como la turba de espectadores que se apretujaban entre las ambulancias y los coches de la policía, procuraban dejar un espacio libre alrededor de la actriz.

Las luces intermitentes giraban sobre los techos de los coches de la policía, invitando a otros transeúntes a presenciar el desastre, anunciándolo a los altos edificios de Northolt, a los supermercados nocturnos de la Western Avenue, a las hileras de coches que circulaban por el paso elevado. A la luz de las lámparas de arco, la calzada del paso elevado era un proscenio visible desde kilómetros a la redonda. A través de las desiertas calles laterales, de los circuitos para peatones y de los cruces del silencioso aeropuerto, los espectadores se movían hacia este vasto escenario, atraídos por la lógica y la belleza de la muerte de Vaughan.

En nuestro último atardecer, Catherine y yo visitamos el depósito de la policía adonde habían llevado los restos de mi coche. Recibí la llave de la puerta del oficial de guardia, un joven de ojos penetrantes a quien yo ya había visto mientras vigilaba cómo sacaban el Lincoln de la calle frente a mi casa. El hombre sabía —yo podía asegurarlo— que Vaughan había preparado esta colisión fallida con la limusina de la actriz durante muchos meses, ensamblando materiales: los coches robados y las fotos de parejas sorprendidas durante el coito.

Catherine y yo paseamos entre hileras de coches abandonados o confiscados. En el depósito apenas había otra luz que el reflejo de las lámparas de la calle en las piezas de cromo. Sentados juntos en el asiento trasero del Lincoln, Catherine y yo hicimos el amor, rápidamente como en un rito, y luego de un fugaz estremecimiento, mientras yo le aferraba con firmeza las nalgas y ella me ceñía la cintura con las piernas, la vagina me arrancó un poco de semen. Le pedí que se arrodillara sobre mí y recogí en la mano el semen que le fluía de la vulva.

Más tarde caminamos entre los coches, yo llevando el semen en la mano. Los haces de luz de unos faros pequeños nos cruzaron las rodillas. Un coche

sport abierto se había detenido frente al depósito. Dos mujeres estaban sentadas detrás del parabrisas, escrutando la oscuridad. La que conducía movió el coche hasta que los faros iluminaron los restos del vehículo destrozado donde había muerto Vaughan.

Una de las mujeres salió del coche y se detuvo brevemente junto a la puerta. Mirándola desde la penumbra, mientras Catherine se ajustaba las ropas, reconocí a la doctora Helen Remington: Gabrielle conducía el coche. Me pareció adecuado que ambas hubiesen venido a mirar por última vez lo que quedaba de Vaughan. Las imaginé recorriendo los parques de automóviles y las autopistas, que para ellas estarían siempre ligadas a las obsesiones de Vaughan, ahora celebradas en los dulces abrazos de la doctora y la amante inválida. Me alegró que Helen Remington estuviera transformándose en una mujer cada vez más perversa que había encontrado la felicidad en las cicatrices y heridas de Gabrielle.

Al fin Helen tomó a Gabrielle por el hombro y se fueron juntas. Catherine y yo seguimos caminando entre los coches, y descubrí que yo aún llevaba el semen en el hueco de la mano. Metiendo el brazo por las ventanillas y parabrisas rotos de alrededor, marqué con mi esperma los mandos y los tableros de instrumentos tocando estas áreas de heridas en los puntos más deformados. Nos detuvimos frente a mi propio coche. La sangre y las mucosidades de Vaughan embadurnaban la cabina de pasajeros. El tablero estaba cubierto por una tela oscura de tejido humano, como si hubieran extendido la sangre con un soplete. Mojé con esperma los mandos y esferas aplastados, dibujando por última vez la forma de Vaughan en los asientos. La huella de sus nalgas parecía suspendida sobre estas superficies deformes. Desparramé el semen sobre el asiento, y luego froté la columna de dirección, una lanza ensangrentada que sobresalía del tablero.

Catherine y yo retrocedimos mirando estos débiles puntos líquidos que relucían en la oscuridad, primera constelación en el nuevo zodíaco de nuestras mentes. Sostuve el brazo de Catherine alrededor de mi cintura mientras íbamos de un lado a otro entre los coches arruinados, apretándole los dedos contra los músculos de la pared de mi estómago. Supe entonces que yo ya estaba preparando los materiales de mi propia muerte automovilística.

Entretanto, el tránsito se mueve en un flujo incesante a lo largo del paso elevado. Los aviones despegan de las pistas del aeropuerto, llevando los restos del semen de Vaughan hacia los tableros y radiadores de un millar de coches aplastados, las piernas torcidas de un millón de pasajeros.

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