Crash!

Crash!


7

Página 10 de 29

7

Después de ese encuentro en la azotea del garaje del aeropuerto, la presencia de Vaughan ya no me abandonó. No me seguía, pero parecía estar siempre presente en los márgenes de mi vida, como un custodio celoso de mis pensamientos más ocultos. A lo largo de los carriles de alta velocidad de la Western Avenue, yo lo buscaba en el espejo retrovisor, escrutando los parapetos de los pasos elevados y las azoteas de los garajes.

En cierto modo ya había incluido a Vaughan en mi confusa cacería. A veces, atrapado por el tumultuoso tránsito del paso elevado, las paredes de aluminio de los autobuses me ocultaban el cielo, y observando las compactas autopistas de cemento desde el balcón, mientras Catherine preparaba el primer trago de la noche, yo tenía la convicción de que la clave de este inmenso paisaje metalizado se encontraba de algún modo en la figura constante e inmutable de las corrientes de tránsito.

Por fortuna, mi socio Paul Waring no tardó en advertir mis obsesiones mesiánicas. Habló con Catherine para limitar mis visitas a las oficinas del estudio a una hora por día. Me cansaba e irritaba con facilidad, y tuve una riña absurda con la secretaria de Waring. Pero todo esto parecía insignificante e irreal. Mucho más importante era que los distribuidores locales me entregaran mi nuevo coche.

Catherine desconfiaba profundamente de mi elección: el mismo modelo y la misma marca del coche del accidente. Hasta había elegido un espejo lateral y guardabarros idénticos. Ella y Karen me miraban críticamente desde la entrada de las oficinas de flete aéreo. Karen estaba de pie junto a Catherine, casi tocándole el hombro con el codo, como una madama joven y ambiciosa que protege y vigila un último hallazgo.

—¿Para qué nos llamaste? —dijo Catherine—. No creo que ninguna de nosotras tenga interés en volver a mirar un coche.

—En todo caso no éste, señora Ballard.

—¿Vaughan te está siguiendo? —le pregunté a Catherine—. Hablaste con él en el hospital.

—Dijo que era fotógrafo de la policía. ¿Qué busca?

Los ojos de Karen se detuvieron en la cicatriz de mi cuero cabelludo.

—Cuesta creer que alguna vez estuvo en televisión.

No sin esfuerzo, logré que Karen desviara los ojos. Me observaba como un animal predatorio, detrás de las barras plateadas de la boca.

—¿Alguien lo vio en el accidente?

—No tengo idea. ¿Proyectas otro choque para él?

Catherine daba vueltas alrededor del coche. Se instaló en el asiento delantero, aspirando el aroma acre del tapizado de vinilo.

—No estoy pensando en el choque, en absoluto.

—Te fascina ese hombre, Vaughan… Te pasas el tiempo hablando de él. —Catherine miró a través del inmaculado parabrisas, abriendo los muslos en una postura formalizada.

Yo estaba pensando, en verdad, en el contraste entre esta pose generosa, los muros de vidrio de los edificios del aeropuerto, y el cromado resplandeciente del coche nuevo. Sentado aquí, en una réplica exacta del vehículo donde casi había encontrado la muerte, evoqué los guardabarros y el radiador aplastados, la precisa deformación del capó, el desplazamiento angular de los bordes del parabrisas. El triángulo del pubis de Catherine me recordó que el primer acto sexual dentro del coche aún no se había consumado.

En el depósito de Northolt le mostré mi autorización al policía, custodio de este museo de chatarra. Titubeé un instante, como un marido que retira a su mujer del depósito en un sueño extraño y perverso. Unos veinte vehículos destruidos yacían al sol contra los fondos de un cine abandonado. En el extremo de ese patio de asfalto había un camión con la cabina achatada, como si el espacio se hubiese contraído de pronto alrededor del cuerpo del chófer.

Perturbado por estas deformaciones, pasé de un coche a otro. El primer vehículo, un taxi azul, había sido embestido a la altura del faro izquierdo; un costado estaba intacto, el otro tenía la rueda delantera incrustada en el asiento del acompañante. Al lado había un sedán blanco; un vehículo enorme le había pasado por encima. Las huellas de unos neumáticos gigantescos corrían por el techo aplastado, que ahora tocaba el árbol de transmisión entre los asientos.

Reconocí mi coche. En el paragolpes delantero colgaban restos del cable de remolque, y en la carrocería había manchas de aceite y barro. Pasé la mano por las ventanillas sucias, espié el interior, y casi sin darme cuenta me arrodillé delante del coche y me quedé mirando el radiador y los guardabarros abollados.

Observé durante un rato este automóvil destrozado, reconstruyendo su identidad. Hechos aterradores rodaban en mi memoria sobre esas ruedas achatadas. Lo que más me sorprendía era la magnitud de los daños. Durante el accidente el capó se había contraído sobre el motor, ocultándome las verdaderas dimensiones del choque. Las ruedas y el motor se habían hundido en la cabina, curvando el suelo. En la capota había aún manchas de sangre, y unas corrientes de encaje negro se perdían en la base del parabrisas. Unas pecas minúsculas salpicaban el asiento y el volante. Pensé en el hombre muerto tendido en el capó. La sangre derramada en la celulosa era un fluido más potente que el semen que se le enfriaba en los testículos.

Dos policías atravesaron el depósito acompañados por un ovejero alemán negro. Observaban mis movimientos como si de algún modo les disgustara que yo tocara mi coche. En cuanto se fueron tiré de la puerta del conductor y no sin esfuerzo conseguí abrirla.

Me acomodé en el polvoriento asiento vinílico, que la curvatura del suelo inclinaba ahora hacia atrás. La columna de dirección se había levantado unos quince centímetros. Metí las piernas crispadas en el coche y apoyé los pies en la goma de los pedales, que ahora sobresalían apretándome las rodillas contra el pecho. Frente a mí, el tablero de instrumentos se había curvado hacia dentro, partiendo las esferas del reloj y el velocímetro. Sentado en esta cabina deforme, que olía a polvo y tapizados húmedos, traté de recordarme a mí mismo en el instante de la colisión, esa falla que quebró la relación técnica entre mi propio cuerpo, las certidumbres inmediatas de mi piel, y la estructura mecánica que lo albergaba. Recordé la visita que habíamos hecho al museo de la Guerra Imperial en compañía de un amigo, y la patética y fragmentada cabina de un caza japonés de la segunda guerra mundial, un Zero. Los haces de conexiones eléctricas y los jirones de lona desgarrada expresaban toda la soledad de la guerra. Esa tapa de plexiglass empañado encerraba aún un pequeño retazo del cielo del Pacífico, el rugido de un aeroplano que treinta años atrás correteaba por la cubierta de un portaviones.

Miré a los dos policías que ejercitaban al perro en el depósito. Abrí la caja del tablero, empujando hacia abajo el anaquel. Dentro, cubiertos de suciedad y trozos de plástico, encontré unos objetos que Catherine no había podido reclamar: una colección de mapas de ruta, una novela vagamente pornográfica que Renata me había prestado en broma, una foto

polaroid que yo le había tomado sentada en el coche cerca de los depósitos de agua, con el pecho izquierdo desnudo.

Tiré el cenicero hacia atrás. La bandeja metálica cayó en mi regazo, desparramando un a docena de colillas de cigarrillo manchadas de

rouge. Cada uno de estos cigarrillos, fumados por Renata mientras íbamos de la oficina a su casa, me recordaba uno de nuestros coitos. Contemplando este reducido museo de provocaciones y posibilidades, comprendí que la cabina aplastada de mi coche, que parecía un vehículo estrambótico adaptado para una criatura extremadamente deforme, era el paradigma perfecto de los acelerados futuros de mi existencia.

Alguien pasó frente al coche. Un policía gritó desde la garita. Miré por el parabrisas y vi una mujer de impermeable blanco que se paseaba entre las hileras de coches destrozados. La aparición de una mujer atractiva que recorría este depósito de hierros retorcidos como quien visita una galería de arte me sacó bruscamente de los ensueños de esos veinte cigarrillos. La mujer se acercó al coche más próximo, un convertible aplastado en un choque múltiple, y se detuvo a mirar lo que había sido el asiento del acompañante. Tenía una cara inteligente, de médica con demasiad o trabajo, y un mechón de cabellos le disimulaba la frente ancha.

Sin pensarlo, empecé a salir del coche y al fin me quedé sentado en silencio junto al volante. Helen Remington apartó los ojos del convertible destrozado, y echó una mirada al capó de mi coche. Obviamente no reconocía el vehículo que había matado a Remington. Cuando alzó la cabeza me vio enmarcado por el parabrisas, sentado junto al volante, entre las manchas de sangre seca en los asientos. Apenas desvió la mirada enérgica, pero se llevó involuntariamente una mano a la mejilla. Examinó con atención los daños de mi coche, pasando del radiador hundido al volante levantado entre mis manos. Luego me inspeccionó un momento, con la expresión indulgente de un médico enfrentado a un paciente difícil e hipocondríaco.

Al fin se volvió y fue hacia el camión de la cabina aplastada. Me sorprendió otra vez la inusitada posición de sus piernas. La cara interior de los muslos, plantados en una pelvis ancha, parecía vuelta hacia afuera, como expuesta a los vehículos accidentados. ¿Había estado esperando a que yo visitara el depósito? Yo sabía que una confrontación entre nosotros era al fin y al cabo inevitable, pero en mi mente se superponían ya otros sentimientos: piedad, erotismo, e incluso unos extraños celos del hombre muerto, pues ella lo había conocido y yo no.

Cuando volvió, yo la esperaba frente a mi coche, en el asfalto manchado de aceite. Helen Remington señaló los vehículos destrozados.

—Después de todo esto, no entiendo cómo la gente se atreve a mirar un coche, y menos a conducirlo. —No respondí, y ella añadió inexpresivamente—: Estoy buscando el coche de Charles.

—No está aquí. Quizá lo tiene aún la policía. Los forenses…

—Parece que estaba aquí. Me lo dijeron esta mañana. —Observó mi coche con ojos críticos, como si esa geometría distorsionada la dejara perpleja, lo mismo que mi actitud—. ¿Éste es el coche de usted?

Extendió la mano enguantada y tocó el radiador. Acarició una varilla de cromo retorcida como si buscara en la pintura salpicada de sangre algún rastro de la presencia del marido. Yo nunca le había hablado a esta mujer exhausta, y me pareció que tenía que pedirle disculpas por la muerte de su marido y el espantoso acto de violencia que habíamos protagonizado. Al mismo tiempo, esa mano enguantada que acariciaba el cromo estropeado despertó en mí una apremiante excitación sexual.

—Se va arruinar los guantes. —Le aparté la mano del radiador—. Me parece que no tendríamos que venir aquí… Me sorprende que la policía no ponga más obstáculos.

La vigorosa muñeca de la mujer forcejeó con mis dedos en una suerte de vaga exasperación, como si estuviera ensayando un acto físico de venganza. Los ojos se le demoraron en los confeti negros esparcidos sobre el capó y en los asientos.

—¿Sufrió usted heridas graves? —preguntó—. Creo que nos vimos en el hospital. Miré cómo se obstinaba en cubrirse la mejilla con el cabello, de un modo casi obsesivo, y no pude contestarle. Ese cuerpo robusto, de una nerviosa sexualidad, parecía unirse en una conjunción poderosa con el coche abollado y sucio de barro.

—No quiero el coche —afirmó—. En realidad, me asombró enterarme de que tengo que pagar para que lo conviertan en chatarra.

Sin apartarse del automóvil, Helen Remington me miraba con una mezcla de hostilidad e interés, como si admitiera que los motivos que la habían traído a este lugar eran tan ambiguos como los míos. Sentí que la doctora Remington, de un modo refinado y exento de afectación, ya estaba balanceando las posibilidades que yo le presentaba, mientras examinaba este instrumento de una tecnología perversa que había matado a su marido y había cerrado en la vida de ella la avenida principal.

Me ofrecí para llevarla a la clínica.

—Gracias. —Ella caminó adelante—. Al aeropuerto, si es posible.

—¿Al aeropuerto? —Me sentí extrañamente desconcertado—. ¿Por qué? ¿Se va de aquí?

—Todavía no… Aunque parece que ya me retrasé demasiado, por lo que me han dicho algunos. —Se quitó los anteojos de sol y me enfrentó con una sonrisa inquietante—. Una muerte en la familia del médico aumenta la intranquilidad de los pacientes.

—Quiero creer que usted no se viste de blanco para tranquilizarlos. —Si se me antojara, llevaría un condenado kimono.

Nos instalamos en mi coche. Me dijo que trabajaba en el servicio de inmigración del aeropuerto de Londres. Cuidando de mantenerse bien apartada de mí, se reclinó contra el marco de la portezuela y examinó críticamente el interior del coche, la resurrección aparente del tapizado terso y el vidrio bruñido. Siguió los movimientos de mis manos mientras yo conducía. La presión de sus muslos contra el plástico caliente era como un módulo de intensa excitación, y no dejé de advertir que ella lo sabía. Aunque pareciera paradójico y aterrador, Helen Remington se vengaría mediante un acto sexual entre nosotros.

Un tránsito pesado se adelantaba lentamente por la carretera entre Ashford y el aeropuerto. El sol caía a plomo en la chapa recalentada. Alrededor de nosotros veíamos a los conductores fatigados que se reclinaban contra las ventanillas abiertas y escuchaban interminables programas de radio. Enclaustrados en los autobuses, los aspirantes a pasajeros observaban los

jets que se elevaban en las pistas distantes. Al norte de los edificios, la calzada del paso elevado bordeaba el túnel de acceso. Parecía que los vehículos atascados iban a representar una dramatización en cámara lenta de nuestro accidente.

Helen Remington sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del impermeable. Mientras buscaba el encendedor en el tablero, movió la mano derecha sobre mis rodillas como un pájaro nervioso.

—¿Quiere un cigarrillo? —Los dedos firmes desgarraron la funda de celofán—. Empecé a fumar en Ashford… es más bien estúpido de mi parte.

—Mire este tránsito… Yo necesito todos los sedantes a que pueda echar mano. —Ahora es peor… Usted lo notó, ¿no es cierto? El día que salí del hospital tuve la extraordinaria impresión de que todos estos coches se estaban juntando con algún propósito determinado que yo no entendía. El tránsito parecía diez veces mayor.

—¿Será nuestra imaginación?

Ella señaló el interior del coche con la punta del cigarrillo.

—Compró exactamente el mismo coche. El modelo y el color son iguales. Volvió la cara y me miró, esta vez sin tratar de ocultar la cicatriz de la mejilla. Sentí claramente una corriente oculta de hostilidad que se movía hacia mí. La columna de tránsito llegó a la intersección de Stanwell. Mientras seguía la fila de vehículos, yo me preguntaba cómo se comportaría ella en una relación sexual. Traté de imaginar esos abultados labios alrededor del pene del marido, mientras los dedos afilados le hurgaban las nalgas buscando la próstata. La mujer tocó la carrocería amarilla de un transporte de combustibles que marchaba a nuestro lado, las enormes ruedas traseras a sólo quince centímetros de su codo. Mientras ella leía las instrucciones para casos de incendio inscritas en el tanque, le estudié los muslos y las pantorrillas firmes. ¿Sospechaba Helen Remington con qué hombre, o qué mujer, se acostaría la próxima vez? Cuando cambiaron las luces, sentí el principio de una erección. Me moví hacia el carril de circulación lenta, poniéndome delante del camión cisterna.

El arco del paso elevado se recortaba contra el cielo, y el rectángulo blanco de una fábrica de plásticos ocultaba la rampa norte. Los volúmenes inmaculados y rectilíneos de este edificio se fundieron en mi mente con las pantorrillas y los muslos apretados contra el asiento de vinilo. Helen Remington, quien obviamente no advertía que íbamos hacia el lugar donde nos habíamos conocido, cruzaba y separaba las piernas, desplazando estos blancos volúmenes mientras dejábamos atrás la alta fachada de la fábrica de plásticos.

La calzada desapareció bruscamente debajo de nosotros. Corríamos ahora hacia el empalme del ramal de Drayton Park. Ella se apoyó en el marco cromado de la ventanilla, casi dejando caer el cigarrillo sobre la falda. Tratando de controlar el coche, froté la cabeza del pene contra el borde inferior del volante. El coche se desvió hacia el primer punto de impacto con el terraplén central. Las líneas blancas zigzaguearon, y una bocina roncó vagamente detrás de nosotros. Fragmentos de vidrio de parabrisas destellaron al sol como señales telegráficas.

En ese momento eyaculé. Perdí el control del coche y la rueda delantera golpeó el borde del terraplén central arrojando un torbellino de polvo y paquetes de cigarrillos sobre el parabrisas. El coche se salió del carril y se precipitó hacia un autobús que doblaba por la rotonda. Con el pene húmedo de esperma, logré colocarme detrás del autobús, mientras se desvanecía el último temblor de este débil orgasmo.

Sentí en mi brazo la mano de Helen Remington. Se había corrido hacia el centro del coche, apoyando su hombro contra el mío mientras me apretaba la mano que yo tenía en el volante. Observó los coches que pasaban a ambos lados, aturdiéndonos con las bocinas.

—Doble aquí… podrá conducir tranquilo un rato.

Tomé un camino lateral que se internaba en el asfalto desierto de un barrio de casas de fin de semana. Durante una hora recorrimos las calles vacías. A la entrada de los

bungalows se veían bicicletas y carros pintados. Helen Remington me aferraba el hombro, la cara oculta detrás de las gafas. Me habló de su trabajo en el servicio de inmigración del aeropuerto, y de ciertas dificultades legales a propósito del testamento de su marido. ¿Se daba ella cuenta de lo que había ocurrido en mi coche, de que yo había ensayado esa ruta muchas veces y en muchos vehículos diferentes, de que había celebrado en la muerte de su marido la unidad de nuestras heridas y mi orgasmo?

Ir a la siguiente página

Report Page